EL GRAN NEGOCIO
DAMON KHIGHT
La oferta y la demanda son los dos factores que regulan la economía de mercado libre. Surge una demanda de un artículo, e inmediatamente una oferta trata de satisfacerla. O, por el contrario (según una práctica muy difundida en la sociedad de consumo), surge una oferta y se trata por diversos medios de originar una demanda. Esta ley de la oferta-demanda lleva a casos realmente ridículos, y Damon Knight nos lo explica —y nos da una magistral lección sobre la economía de lo superfluo— en este relato.
Ilustración de VAN DONGEN
El largo y brillante coche se detuvo con un gemido de la turbina y una nube de polvo. El cartel sobre el tenderete situado junto a la carretera decía: CESTAS. CURIOSIDADES. Un poco más allá, otro cartel, colocado encima de un edificio rústico de fachada encristalada anunciaba: CAFETERÍA CRAWFORD, PRUEBE NUESTROS DONUTS. Más allá había un pasto, con un cobertizo y un silo, alejados de la ruta.
Los dos alienígenas permanecieron sentados, en silencio, mirando los carteles. Ambos tenían duras pieles purpúreas y diminutos ojos amarillos. Llevaban trajes de paño gris. Sus cuerpos parecían más o menos humanos, pero uno no podía verles las barbillas, que estaban cubiertas por pañuelos de cuello color naranja.
Martha Crawford salió de la casa, dirigiéndose hacia el tenderete, secándose las manos en el delantal. Tras ella llegó Llewellyn Crawford, su esposo, masticando aún palomitas de maíz.
—Señor... ¿señora? —preguntó nerviosamente Martha. Miró a Llewellyn buscando ayuda, y éste le palmeó el hombro. Ninguno de ellos había visto antes un verdadero alienígena tan de cerca.
Uno de los alienígenas, viendo a los Crawford detrás del mostrador, salió lentamente del coche. Iba dando chupadas a un cigarro metido en un agujero del pañuelo naranja.
—Buenos días —dijo nerviosa la señora Crawford—. ¿Cestas? ¿Curiosidades?
El alienígena parpadeó solemnemente con sus ojos amarillos. El resto de su rostro no cambió. El pañuelo ocultaba su boca y barbilla, si es que tenía. Algunos decían que los alienígenas no tenían barbilla, y otros que en lugar de barbilla tenían algo tan repugnante y horrible que ningún humano hubiera soportado contemplarlo. La gente les llamaba «herks», porque provenían de un lugar denominado Zeta Herculis.
El herk contempló los cestos y chucherías colgados sobre el mostrador, y chupó su cigarro. Luego dijo, con una voz desvaída pero comprensible:
—¿Qué es eso? —mientras señalaba hacia abajo con una mano córnea de tres dedos.
—¿El pequeño papoose indio? —replicó Martha Crawford, con una voz que se convirtió en un chirrido—, ¿o el calendario en corteza de abedul?
—No, eso —dijo el herk, señalando de nuevo hacia abajo. Esta vez, inclinándose sobre el mostrador, los Crawford pudieron ver que estaba mirando a algo en forma de disco grande, de color pardo, que se hallaba en el suelo.
—¿Eso? —preguntó dubitativo Llewellyn.
—Eso.
Llewellyn Crawford enrojeció.
—Pues... pues es sólo una cagada de vaca. Una de las vacas del establo se escapó ayer del rebaño, y debió de dejarla caer aquí sin que me diese cuenta.
—¿Cuánto?
Los Crawford lo miraron, sin comprender.
—¿Cuánto por qué? —inquirió finalmente Llewellyn.
—¿Cuánto —gruñó el alienígena masticando el cigarro— por la cagada?
Los Crawford se miraron el uno al otro.
—Jamás oí de... —dijo Martha en voz baja, pero su marido la hizo callar. Se aclaró la garganta.
—¿Qué le parecerían diez cen...?, bueno, no quiero abusar de usted... ¿qué le parecería un cuarto de dólar?
El alienígena sacó un gran monedero, dejó una moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador y le gruñó algo a su compañero del coche.
El otro alienígena salió, llevando una caja cuadrada de porcelana y un recogedor de mango de oro. Con éste, tomó cuidadosamente la cagada de vaca y la depositó en la caja.
Luego, ambos, alienígenas se metieron en el coche y partieron, con un gemido de turbinas y una nube de polvo.
Los Crawford los miraron marcharse, y luego contemplaron la brillante moneda colocada sobre el mostrador. Llewellyn la tomó y la hizo saltar sobre su palma.
—¡Vaya, nunca...! —y comenzó a sonreír.
Durante toda aquella semana, las carreteras estuvieron llenas de alienígenas con sus largos y brillantes coches. Iban a todas partes, lo husmeaba todo, y pagaban lo que deseaban con relucientes monedas recién acuñadas y con crujientes billetes.
Había habido algunas habladurías en contra de la decisión del Gobierno de dejarlos entrar, pero eran una ayuda para los negocios, y no causaban problemas. Algunos decían ser turistas, otros que eran sociólogos realizando un estudio.
Llewellyn Crawford se dirigió al cercano pasto y recogió otras cuatro cagadas para colocarlas cerca del tenderete de los cestos. Cuando llegó el siguiente herk, Llewellyn le pidió, y consiguió, un dólar por cada una.
—Pero, ¿para qué las querrán? —exclamó Martha.
—¿Y qué importa eso? —le respondió su marido—. ¡El caso es que las quieren... y que nosotros las tenemos! Si Ed Lacey llama de nuevo acerca del pago de la hipoteca, dile que no se preocupe —limpió el mostrador, y dispuso la nueva mercancía sobre el mismo. Alzó el precio a dos dólares, y luego a cinco.
Al día siguiente ordenó un nuevo cartel: CAGADAS.
Una tarde de otoño, dos años más tarde, Llewellyn Crawford lanzó su sombrero a un rincón, y se dejó caer en un asiento. Clavó su mirada, por sobre sus gafas, en el gran objeto circular, elegantemente decorado con anillos concéntricos de color azul, naranja y amarillo, que estaba montado sobre el mantel de la mesa. Para el ojo no avezado podría haberse tratado de una genuína cagada clase «Trofeo», una pieza de museo pintada en el planeta de los herks; pero en realidad la señora Crawford, como tantas otras damas con temperamento artístico, la había pintado y montado ella misma.
—¿Qué es lo que ocurre, Lew? —preguntó aprensiva. Llevaba un nuevo estilo de peinado y usaba un traje hecho en Nueva York, pero se la veía nerviosa y asustada.
—¿Qué sucede? —gruñó Llewellyn— ¡Que el viejo Thomas es un maldito idiota, eso es lo que sucede! ¡Cuatrocientos dólares por cabeza! Ya no se encuentra una sola vaca a un precio decente.
—Bueno, Lew, nosotros ya tenemos siete rebaños, ¿no?, y...
—¡Necesitamos más para hacer frente a la demanda, Martha! —exclamó Llewellyn, irguiéndose en el asiento—. Cielos, pensé que hasta tú te darías cuenta de eso. Con las cagadas «Reina» a quince dólares, y sin las suficientes para cubrir los pedidos... y pudiendo cobrar mil quinientos por una «Emperatriz», con un poco de suerte...
—Es curioso que jamás pensásemos que habían tantos tipos de cagadas —dijo soñadoramente Martha—. La «Emperatriz»... ¿ésa es la que tiene una doble espiral?
Llewellyn gruñó afirmativamente, tomando una revista.
—Me parece que se podría, con vista, hacer...
Un brillo de complicidad iluminó los ojos de Llewellyn.
—¿Hacer algunos cambios? —interrumpió—. Ni hablar... ya lo han intentado. Estaba leyendo sobre eso, aquí, ayer —alzó el último número de El vendedor de cagadas americano, y luego comenzó a leer, en voz alta, los titulares de las páginas en huecograbado: Cagadogramas: Como conservar sus cagadas. La carne y la leche, subproductos provechosos. No es esto. Oh, aquí está: Las cagadas falsificadas: un fracaso. Mira, aquí dice que un tipo de Amarillo se hizo con una «Emperatriz» y fabricó un molde de yeso. Luego lo usó en un par de grandes cagadas escogidas... dice que eran tan perfectas, que uno no podía advertir la diferencia. Pero los herks no se las compraban. Ellos sí que veían diferencias.
Lanzó la revista sobre la mesa, y luego se volvió a mirar por la ventana trasera hacia los cobertizos.
—Ahí esta ese chico estúpido, holgazaneando otra vez, sentado en el patio. ¿Por qué no está trabajando? —Llewellyn se alzó, subió la ventana y gritó por la abertura—: ¡Delbert, Delbert! —esperó—. Además es sordo —murmuró.
—Iré a decirle que quieres... —comenzó a decir Martha.
—No, no te preocupes ...iré yo mismo. Tengo que estar siempre detrás de él —salió por la puerta de la cocina y atravesó el patio trasero hasta llegar donde un muchacho estaba sentado sobre una carreta, comiéndose lentamente una manzana.
—¡Delbert! —exclamó exasperado Llewellyn.
—¡Oh!, hola, señor Crawford —dijo el chico, mostrando al sonreír una dentadura con un hueco al frente. Le dio un último bocado a la manzana, y luego dejó caer el resto. La mirada de Llewellyn siguió la caída. Debido a los dientes frontales que le faltaban, los restos de manzana de Delbert eran algo único.
—¿Por qué no estás llevando cagadas al tenderete? —inquirió Llewellyn—. No te pago para que esté sentado sobre una carreta vacía, Delbert.
—Llevé algunas esta mañana —contestó el chico—. Frank me dijo que me las volviese a llevar.
—¿Qué él te dijo...?
Delbert asintió.
—Dijo que sólo había vendido dos. Pregúntele a él, si no me cree.
—Lo haré —gruñó Llewellyn. Dio la vuelta y regresó por el patio.
Junto a la carretera, un largo coche estaba aparcado junto a una maltratada camioneta, al lado del tenderete de las cagadas. Se puso en marcha mientras Llewellyn se acercaba, y otro ocupó su lugar. Al llegar junto al tenderete, el alienígena estaba ya saliendo del mismo. Se metió en el coche y se marchó.
Únicamente quedaba un cliente en el interior, un granjero de largas patillas con una camisa de cuadros. Frank, el dependiente, estaba confortablemente apoyado sobre el mostrador. Las estanterías estaban repletas de cagadas.
—Buenos días, Roger —dijo Llewellyn con fingido placer—. ¿Qué tal va la familia? ¿Quieres comprar una buena cagada?
—Bueno, no sé —dijo el hombre de las patillas, frotándose la barbilla—. Mi esposa le había echado el ojo a ésa de ahí... —señaló a una grande y simétrica, que se hallaba en la estantería del centro—, pero a esos precios...
—No sería un mal negocio, créeme, Roger. Es una inversión —dijo Llewellyn con convencimiento—. Frank, dime, ¿qué es lo que compró ese último herk?
—Nada —respondió Frank. Un persistente ruido de música surgía de la radio que llevaba en el bolsillo de la camisa—. Simplemente tomó una foto del tenderete, y se marchó.
—Bueno, ¿y el que estuvo antes...?
Con un zumbido de turbina, un largo coche brillante se detuvo junto al tenderete. Llewellyn se volvió. Los tres alienígenas que lo ocupaban llevaban sombreros de fieltro rojo con cómicos botones pegados por encima, y agitaban banderines de Yale. Sus trajes de paño gris estaban cubiertos de confetti.
Uno de los herks salió del coche y se acercó al tenderete, chupando un cigarro a través del agujero de su pañuelo naranja.
—¿Señor? —dijo Llewellyn, con las manos juntas e inclinándose ligeramente—. ¿Desea adquirir una bella cagada?
El alienígena contempló los pardos objetos situados tras el mostrador. Parpadeó con sus curiosos ojos amarillos y emitió un sonido gorgoteante. Al cabo de un momento, Llewellyn decidió que debía de estar riéndose.
—¿Qué es lo que le divierte? —interrogó, mientras su sonrisa se desvanecía.
—No me río de sus palabras —le contestó el alienígena—, me río porque estoy alegre. Vuelvo a casa mañana... nuestro viaje de investigación ha terminado. ¿Me permite que tome una foto?
Alzó una pequeña máquina con una lente en su garra púrpura.
—Bueno, supongo que... —dijo, incierto, Llewellyn— ¿Así que se vuelve a casa? ¿Quiere decir que se van todos? ¿Cuándo regresarán?
—No vamos a regresar —replicó el alienígena. Apretó el disparador de la cámara, extrajo la fotografía y la miró, luego gruñó y se la guardó—. Les estamos muy agradecidos por habernos ofrecido una experiencia tan interesante. Adiós.
Se volvió y entró en el coche, que partió entre nubes de polvo.
—Toda la mañana ha sido igual —comentó Frank—. No compran nada, sólo toman fotografías.
Llewellyn comenzó a sentir un temblor interno.
—¿Crees que hablaba en serio... que se van a ir todos?
—La radio también lo ha dicho —replicó Frank—. Y Ed Coon pasó por aquí esta mañana, camino de Hortonville. Dijo que no había vendido una sola cagada desde anteayer.
—Vaya, no lo entiendo —dijo Llewellyn—. No pueden irse todos —sus manos temblaban visiblemente, y se las metió en los bolsillos—. Oye, Roger —le dijo el hombre de las patillas—, ¿cuánto estarías dispuesto a pagar por esa cagada?
—Bueno...
—Es una cagada de diez dólares, ya lo sabes —le dijo Llewellyn, acercándosele. Su voz se había tornado solemne—. Una cagada de primera, Roger.
—Lo sé pero...
—¿Qué te parecerían siete cincuenta...?
—Bueno, no sé. Daría... esto, cinco.
—Vendida —exclamó Llewellyn—. Envuélvesela, Frank.
Miró como el hombre de las patillas se llevaba su compra a la camioneta.
—Bájales los precios, Frank —dijo con voz débil—. Saca lo que puedas por ellas.
El largo día de la debacle casi había terminado. Abrazados, Llewellyn y Martha Crawford contemplaban a los últimos componentes de la multitud, abandonando el tenderete. Frank estaba realizando la limpieza final. Delbert, recostado contra la pared, comía una manzana.
—Es el fin del mundo, Martha —dijo roncamente Llewellyn. Sus ojos estaban llenos de lágrimas— ¡Cagadas de primera calidad, vendidas a diez centavos el par!
Con sus faros cegadores en la penumbra, un largo y bajo coche se acercó hasta detenerse junto al tenderete. En su interior iban dos seres verdes vestidos con impermeables, con antenas plumosas que surgían de unos agujeros hechos en sus cónicos sombreros azules. Uno de ellos salió y se acercó al tenderete con un curioso movimiento deslizante. Delbert abrió la boca, dejando caer el resto de su manzana.
—¡Serps! —siseó Frank, inclinándose sobre el mostrador hacia Llewellyn—. He oído hablar de ellos en la radio. Dijeron que vienen de Gamma Serpentis.
El ser verde estaba inspeccionando las estanterías medio vacías. Unas córneas protectoras se abrían y cerraban sobre sus pequeños ojos brillantes.
—¿Una cagada, señor... o señora? —preguntó con nerviosismo Llewellyn—. No quedan ya muchas, pero...
—¿Qué es eso? —preguntó el serp, con voz chirriante, señalando hacia el suelo con una garra.
Los Llewellyn miraron. El serp estaba señalando algo delgado y claro que estaba junto a la bota de Delbert.
—¿Esto de aquí? —preguntó éste, volviendo parcialmente a la vida—. Eso es un resto de manzana.
Miró a Llewellyn y un brillo de inteligencia pareció centellear en sus ojos.
—Señor Crawford, dejo el empleo —dijo con voz clara. Luego, se volvió hacia el alienígena—. Eso es un resto de manzana marca Delbert Smith —le dijo.
Helado, Llewellyn contempló cómo el serp sacaba un rollo de billetes y se adelantaba. El dinero cambió de manos. Delbert sacó otra manzana y comenzó, con entusiasmo, a convertirla en un resto.
—Escucha, Delbert —dijo Llewellyn, apartándose de Martha. Su voz vaciló, y se aclaró la garganta—. Parece que tenemos aquí un buen negocio. Si te lo piensas bien, podrías alquilar este tenderete...
—Ni hablar, señor Crawford —dijo Delbert casi ininteligiblemente, con la boca llena de manzana—. Creo que me voy a ir a casa de mi tío. Tiene un pomar.
El serp le rondaba cerca, contemplando el resto de la manzana y lanzando grititos de admiración.
—Ya sabe, uno tiene que estar cerca de la fuente de suministro de materias primas —comentó Delbert, agitando la cabeza.
Sin poder pronunciar palabra, Llewellyn notó que tiraban de su manga. Miró hacia atrás: era Ed Lacey, el banquero.
—Oye, Lew, he estado tratando de hablar contigo por teléfono durante toda la tarde, pero no contestabais. Es acerca de los pagos de esos préstamos...
Título original:
THE BIG PAT BOOM
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Traducción de M. Sobreviela