PÁJAROS DEL MISMO PLUMAJE

ROBERT SILVERBERG

De Robert Silverberg ya les hemos ofrecido otros dos relatos: El Sexto Palacio en el número 14 y Ozymandias en el 19. Tras estos cuentos, en los que la trama giraba alrededor de encuentros humanos-robot, les ofrecemos ahora una nueva muestra de este estilo que lo ha llevado a la primera fila de la joven generación de escritores yanquis de SF, acerca esta vez de las relaciones terrestres-extraterrestres... con la particularidad de que el más curioso de estos últimos es un legítimo hijo de la Tierra.

Ilustración de Wallace Wood

Era nuestro primer día de reclutamiento en el planeta, y las formas de vida extraterrestres formaban una cola de centenares de metros desde la oficina que había alquilado. Cuando me acerqué, desde mi hotel situado en la otra manzana, pude oírlas, verlas y olerlas con facilidad.

Mis tres ayudante, Auchinleck, Stebbins y Ludlow caminaban delante de mí, formando escudo. Atisbé por entre ellos para evaluar el rebaño. Los extraterrestres estaban representados en todas las formas y tamaños, en todos los colores y texturas... Todos ellos ansiosos de obtener un contrato de Corrigan. La Galaxia está llena de seres extraños, pero apenas si hay alguna especie, en cualquier parte, que pueda resistir la vieja ansia exhibicionista.

—Hazlos pasar de uno en uno —le dije a Stebbins. Me introduje en la oficina, me coloqué tras el escritorio y esperé a que comenzase el desfile.

El nombre del planeta era MacTavish IV (si uno seguía la denominación terrestre) o Ghryne (si uno lo llamaba según acostumbraban sus habitantes). Yo pensaba en él como MacTavish IV y en público lo denominaba Ghryne. Siempre procuro mantener contentos a los habitantes locales del sitio donde voy.

A través del ventanal delantero de mi oficina, podía ver nuestro enorme y alegre cartel tridim situado en la pared de enfrente: ¡SE BUSCAN EXTRATERRESTRES!

Habíamos saturado MacTavish IV con nuestra palabrería promocional durante el mes anterior a nuestra visita. Eran cosas como ésta:

¿Desea visitar La Tierra... ver el más brillante y exclusivo mundo de la Galaxia? ¿Desea percibir una buena paga, trabajar pocas horas, experimentar las emociones del mundo del espectáculo en la romántica Tierra? Si no es usted terrestre, quizá haya un empleo para usted en el Instituto Corrigan de Ciencias Morfológicas. No buscamos seres anormales... sino personas corrientes. J. F. Corrigan recibirá a los candidatos, en persona, en Ghryne desde el tercerdía al quintodía del décimo mes. Es su última visita al Cúmulo de Caledonia hasta el 2931, así que, ¡no deje pasar esta oportunidad! ¡Apresúrese! ¡Una vida maravillosa y pletórica de riquezas se abre ante usted!

Parrafadas como ésta, distribuidas sin mesura en medio millar de idiomas, siempre los hacen venir corriendo. Y el Instituto Corrigan siempre está atiborrado de gente, allá en la Tierra. ¿Por qué no? Es el mejor de todos, el único sitio realmente decente en el que un terrestre puede echar una ojeada a las otras especies del universo.

Sonó el timbre de la oficina. Auchinleck dijo untuosamente:

—El primer candidato está preparado para verle, señor.

—Hágale, hágala o hágalo pasar.

Se abrió la puerta y una forma de vida de aspecto tímido avanzó hacia mí moviendo sus pequeñas y nerviosas patas. Era un ser globular del tamaño de una pelota de baloncesto, de color verde amarillento, con dos patas muy delgadas y de doble articulación y cinco brazos también doblemente articulados, espaciados alrededor de su cuerpo. En la parte superior de su cabeza se veía un ojo sin párpados y cinco con ellos, uno sobre cada brazo. Y, además, una gran boca entreabierta y sin dientes.

Su voz tenía un sorprendente tono de bajo:

—¿Es usted el señor Corrigan?

—Así es —tomé un formulario de datos—. Antes de empezar, necesito cierta información acerca de...

—Soy un ser de Régulo II —fue la grave y resonante respuesta, aún antes de que lograse tomar el impreso—. No necesito cuidados especiales, y no soy un fugitivo de la ley de mi mundo.

—¿Su nombre?

—Lawrence R. Fitzgerald.

Me tragué mi exclamación de sorpresa, ocultándola tras una rápida tos.

—Repita eso, por favor.

—Ciertamente. Mi nombre es Lawrence R. Fitzgerald. La R. es de Raymond.

—Naturalmente, ese no es el nombre que le pusieron cuando nació.

El ser cerró sus ojos y dio un giro de 360 grados sin moverse del sitio. En su mundo, este gesto es equivalente a una sonrisa de apología.

—Mi nombre reguliano ya no importa. De ahora en adelante siempre seré Lawrence R. Fitzgerald, ¿sabe? Soy un terrófilo.

El pequeño reguliano ya podía considerarse contratado. Solo quedaban algunas formalidades:

—¿Conoce nuestras condiciones, señor Fitzgerald?

—Seré expuesto en su instituto en la Tierra. Ustedes pagarán mis servicios, transportes y gastos. No se me exigirá que esté expuesto más de un tercio de cada día sidéreo de la Tierra.

—Y la paga será de... esto... cincuenta créditos galácticos por semana, más gastos y transporte.

El ser esférico palmoteo alegremente, con tres manos por un lado y dos por otro.

—¡Maravilloso! ¡Al fin veré la Tierra! ¡Acepto las condiciones!

Le di un timbrazo a Ludlow y le hice el signo que quería decir que íbamos a contratar a aquel extraterrestre por la mitad de la paga habitual, y Ludlow se lo llevó a la otra oficina para hacerle firmar el contrato.

Sonreí, complacido conmigo mismo. Necesitábamos un reguliano verde para nuestro espectáculo; el último que habíamos tenido se había marchado hacía cuatro años. Pero el que lo necesitásemos no quería decir que tuviéramos que hacer derroches para contratarlo. Un ser terrófilo que llega hasta el punto de adoptar un nombre terrestre está casi dispuesto a trabajar gratis, o hasta pagarnos, con tal de que lo llevemos a la Tierra. Mi conciencia no me deja explotar de verdad a un ser, pero tampoco malgastar dinero.

El siguiente candidato era un carnoso ursinoide de Aldebarán IX. Nuestra firma tiene a todos los ursinoides que necesita o que necesitará en las próximas décadas, así que me deshice de él en un par de minutos. Fue seguido por un rechoncho humanoide de piel azul del Planeta de Donovan, de un metro veinte de alto y de doscientos kilos de peso. Ya teníamos a una pareja de su especie en nuestro espectáculo, pero a la gente les caían muy bien, por ser tan gordos y alegres. Así que se lo pasé a Auchinleck para que lo contratase a algo menos de la paga máxima.

A continuación entró una zarrapastrosa araña siriana que estaba más interesada en una limosna que en un trabajo. Si de alguna especie tengo una verdadera superabundancia es de esas arañas plateadas, pero aquel andrajoso espécimen hizo un intento, de todas formas. Lo despaché en menos de medio minuto, y ni siquiera le di la limosna que me pedía. No me agradan los pordioseros.

El desfile de candidatos era continuo. Ghryne está en el mismo centro del Cúmulo de Caledonia, allí donde se cruzan las líneas interestelares. Habíamos esperado encontrar muchos ejemplares nuevos allí, y estábamos en lo cierto.

Fue el aislacionismo de finales del siglo XXX lo que me convirtió en el afortunado propietario del Instituto Corrigan, tras algunos años de ser un paupérrimo feriante en el sistema de Betelgeuse. Allá en el año 2903 el Congreso Mundial declaró a la Tierra zona prohibida para los seres extraterrestres, a consecuencia de la campaña «La Tierra para los terrestres».

Antes de eso, cualquiera podía visitar la Tierra. Después de que se cerrasen las puertas, un extraterrestre sólo podía introducirse en Sol III como espécimen de una colección científica... o, en otras palabras, como ejemplar de un zoo.

Naturalmente, eso es lo que en realidad es el Instituto Corrigan de Ciencias Morfológicas: un zoo. Pero no vamos a cazar nuestros especímenes; ponemos anuncios y ellos mismos vienen a nosotros. Todo ser desea ver la Tierra al menos una vez en su vida, y ésta es la única forma en que puede hacerlo.

No tenemos un inventario demasiado grande. En el último recuento, antes de este viaje, teníamos seiscientos noventa ejemplares, que representaban a doscientas noventa y ocho formas de vida inteligente distintas. Mi objetivo es lograr al menos un miembro de como mínimo quinientas razas distintas. Cuando logre esto, me pondré a descansar y dejaré que la competencia llegue a mi nivel... si es que puede.

Tras una hora de trabajo continuo, aquella mañana ya habíamos contratado a once nuevos ejemplares. Al mismo tiempo, habíamos rechazado a una docena de ursinoides, cincuenta reptiles nativos de Ghryne, siete arañas de Sirio, y nada menos que diecinueve respiradores de cloro de Proción, con sus equipos respiratorios.

También tuve que decir con gran pena que no a un vegano que negociaba a través de un agente ghryniano. Un vegano sería una atracción de primera clase, con sus ciento veinte metros de largo y su aspecto feroz, pero no veía cómo podía acomodarlo. Son seres amables y pacíficos, pero su alimentación consiste, literalmente, en toneladas de carne fresca a diario, y no podía ser de baja calidad. Así que tenía que pasar sin el vegano.

—Un espécimen más antes de la comida —le dije a Stebbins—, para llegar a la docena.

Me miró en forma rara y asintió. Entró un ser. Le di una larga mirada a la forma de vida que acababa de entrar, y luego la miré de nuevo. Me pregunté qué clase de broma me estaban gastando. Por lo que podía ver, aquel ser no era mas que un vulgar terrestre.

Se sentó frente a mí, sin esperar a que se lo indicase, y cruzó las piernas. Era alto y extremadamente delgado, con ojos azul pálido y cabello rubio sucio, y aunque iba limpio y bastante bien vestido, había en él algo de dejadez.

—Deseo un empleo en su firma, Corrigan —me dijo con acento terrestre.

—Debe de haber algún error. Únicamente nos interesan los extraterrestres.

—Yo no soy terrestre. Mi nombre es Ildwar Gorb, del planeta Wazzenazz XIII.

No me importa reírme del público de vez en cuando, pero desde luego no soporto que me tomen el pelo a mí.

—Mire, amigo, estoy ocupado, y desde luego no soy muy famoso por mi sentido del humor, o por mi generosidad.

—No busco limosna. Deseo un trabajo.

—Entonces búsquelo en otro sitio. Ya está bien de hacerme perder el tiempo, compañero. Es usted tan terrestre como yo.

—Nunca he estado a menos de una docena de parsecs de la Tierra —dijo suavemente—. Resulta que soy un representante de la única raza de aspecto humano que existe en la Galaxia, aparte de la terrestre. Wazzenazz XIII es un pequeño y poco conocido planeta de la Nebulosa del Cangrejo. Por un azar de la evolución, mi raza es idéntica a la suya. Así que, ¿no me acepta en su circo?

—No. Y no es un circo. Es...

—Un instituto científico. Acepto la corrección.

Había algo voluble y atractivo en aquel absurdo falsario. Supongo que reconocí en él a un espíritu similar al mío, o lo hubiera echado a patadas sin más palabras. En lugar de ello, le seguí la corriente.

—Si es usted de un sitio tan lejano, ¿cómo es que habla tan bien el terrestre?

—No lo hablo. Soy un telépata... no del tipo que lee mentes, sino del tipo que proyecta. Me comunico por símbolos que usted traduce a su lenguaje coloquial.

—Muy interesante, señor Gorb —sonreí y agité la cabeza—. Cuenta usted una historia muy interesante... pero por lo que a mí respecta, es en realidad Sam Jones o Phil Smith, de la Tierra, que se ha encontrado en este planeta sin un céntimo para volver. Desea un viaje de vuelta gratis a nuestro planeta. No hay nada a hacer. La demanda de seres de Wazzenazz XIII es muy baja en estos días. De hecho, no hay demanda. Adiós, señor Gorb.

Me apuntó con un dedo y dijo:

—Está usted cometiendo un grave error. Soy exactamente lo que su firma necesita. ¡Un representante de una raza desconocida hasta ahora, idéntica a la humana en todos sus aspectos! Mire, examine mi dentadura. ¡Es idéntica a la dentadura de un humano! Y...

Me aparté de su abierta boca.

—Adiós, señor Gorb —le repetí.

—Lo único que le pido es un contrato, Corrigan. No es mucho. Seré una gran atracción. Seré...

—¡Adiós, señor Gorb!

Me contempló con mirada de reproche durante un momento, se alzó y se dirigió a la puerta.

—Pensaba que era usted un hombre de talento comercial, Corrigan. Bueno, piénseselo bien. Quizá luego lamente la premura de su decisión. Volveré a darle otra oportunidad.

Cerró la puerta de golpe y dejé que mi hosca expresión se transformase en una sonrisa. Aquella era la mejor mistificación que había visto: ¡Un terrestre haciéndose pasar por extraterrestre para conseguir un trabajo!

Pero no iba a tragar el anzuelo, aunque podía apreciar la belleza de su argumentación. No existe un lugar llamado Wazzenazz XIII, y solo hay una raza humana en la Galaxia: la de la Tierra. Sería precisa una muy buena razón antes de que le diera a un charlatán como aquél un billete gratuito de regreso a casa.

Por aquel entonces no lo sabía, pero antes de que acabase el día, ya existiría esa razón. Y, con ella, un buen lío sobre mis espaldas.

Los primeros presagios de la fatalidad llegaron tras la comida, en la persona de un kalleriano. El kalleriano era el sexto candidato de aquella tarde. Había rechazado a otros tres ursinoides, contratado a un vegetal de Miazán y dicho que no a un escamoso seudoarmadillo de uno de los Mundos Delta. Apenas había salido, apesadumbrado, el armadillo de mi oficina, cuando entró el kalleriano a grandes pasos, sin esperar siquiera que Stebbins le hiciera pasar.

Era grande hasta para los de su especie: alrededor de dos metros setenta de alto, y de una tonelada de peso. Se plantó firmemente sobre sus tres gruesas patas, extendió sus macizos brazos en un gesto de saludo kalleriano y gruñó:

—Soy Vallo Heraal, Hombre Libre de Kaller IV. Usted va a firmar inmediatamente un contrato conmigo.

—Siéntese, Hombre Libre Heraal. Gracias, pero me gusta tomar mis propias decisiones.

—¡Va a establecer un contrato conmigo!

—¿Quiere hacer el favor de sentarse?

—Permaneceré de pie —dijo hoscamente.

—Como prefiera —mi escritorio tiene algunos aparatos ocultos que ocasionalmente son útiles para tratar con formas de vida beligerantes o disgustadas. Mis dedos acariciaron el gatillo del lanzaredes por si acaso.

El kalleriano estaba inmóvil frente a mí. Son seres peludos, y éste tenía una mata de pelo recio y espeso que cubría completamente su cuerpo. Dos fieros ojos brillaban por entre la densa pelambrera. Llevaba el faldellín, el corsé y la atomizadora ceremonial de su raza guerrera.

—Tendrá que comprender, Hombre Libre Heraal —le dije—, que nuestra política es mantener únicamente unos pocos miembros de cada especie en nuestro Instituto. Y no necesitamos en la actualidad ningún macho kalleriano, porque...

—¡Me contratará o causaré grandes líos!

Abrí el libro de inventario. Le mostré que ya teníamos cuatro kallerianos, y que ya eran demasiados.

Los ojillos como cuentas destellaban entre la pelambrera.

—¡Sí, tienen cuatro representantes... del Clan Verdrokh! ¡Ninguno del Clan Gursdrinn! ¡Durante tres años, he esperado una oportunidad para vengar este insulto contra el noble Clan Gursdrinn!

Ante la palabra clave vengar, me dispuse a enredar al kalleriano con la espuma del lanzaredes en el mismo instante que tratase de sacar su atomizadora, pero no se movió. Aulló:

—¡He jurado un juramento, terrestre! ¡Lléveme a la Tierra, contrate un gursdrinn, o las consecuencias serán terribles!

Yo soy un hombre de principios, como todos los tramposos redomados, y uno de los más importantes de esos principios es no dejarme nunca avasallar por nadie.

—Lamento profundamente el haber insultado, sin desearlo, a su Clan, Hombre Libre Heraal. ¿Quiere aceptar mis excusas?

Siguió clavando en mí su mirada, en silencio.

Proseguí:

—Le ruego que crea que repararé ese insulto en la primera ocasión que me sea posible. No puedo, en estos momentos, contratar a otro kalleriano, pero daré preferencia al Clan Gursdrinn en cuanto quede un puesto vacante...

—No. Me contratará ahora.

—No puede ser, Hombre Libre Heraal. Tenemos un presupuesto, y nos atenemos al mismo.

—¡Lo deplorará! ¡Tomaré medidas drásticas!

—Las amenazas no le llevarán a parte alguna, Hombre Libre Heraal. Le doy mi palabra que entraré en contacto con usted tan pronto como nuestra organización tenga necesidad de otro kalleriano. Y ahora, por favor, hay muchos otros candidatos que esperan...

Uno creería que el entrar a formar parte de un zoo es algo humillante, pero, por el contrario, la mayor parte de esas razas lo tienen por un gran honor. Y siempre hay la gran posibilidad de que, al escoger a un determinado miembro de una raza, estemos insultando a los demás.

Apreté el botón de problemas situado al costado de mi escritorio y Auchinleck y Ludlow aparecieron simultáneamente por las puertas de la izquierda y derecha. Rodearon al gigantesco kalleriano y hablándole con suavidad se lo llevaron. No debía haberse hecho aún a la idea de tener una pelea, o de lo contrario podría haberles enviado a la ciudad más cercana de un manotazo de su peluda mano, pero lanzó un torrente de amenazas e insultos hasta que salió de la sala.

Me sequé el sudor de la frente y me dispuse a señalar a Stebbins que dejase pasar al siguiente candidato. Pero, antes de que mi dedo tocase el botón, se abrió la puerta de golpe y entró a toda prisa un pequeño ser, seguido por el irritado Stebbins.

—¡Vuelva!

—¿Stebbins? —dije con suavidad.

—Lo siento, señor Corrigan. Perdí de vista a éste durante un momento, y entró a la carrera...

—Por favor, por favor —chirriaba penosamente el pequeño ser—. ¡Debo hablar con usted, honorable señor!

—No es su turno —protestó Stebbins—. Hay al menos unos cincuenta antes que él.

—De acuerdo —dije cansinamente—. Ya que está aquí dentro, lo voy a recibir. Pero tenga más cuidado la próxima vez, Stebbins.

Asintió apenado, y se marchó.

El extraterrestre presentaba un aspecto patético: un stortuliano, ser parecido a una ardilla, de unos noventa centímetros de alto. Su piel, que debería haber sido de un lustroso color negro, era de un apagado color gris, y sus ojos estaban tristes y húmedos. Tenía la cola caída. Su voz era apenas un débil susurro, aún a pleno volumen.

—Le ruego muy humildemente me conceda su muy honorable perdón, muy ilustre señor. Soy un ser de Stortul XII, que he vendido mis últimas pocas pertenencias para viajar a Ghryne con el humilde deseo de obtener una entrevista con usted.

—Lo mejor será que le diga, para empezar, que ya tenemos todos los stortulianos que necesitamos —le dije—. Tenemos un macho y una hembra y...

—Eso ya lo sé. La hembra... ¿será por casualidad su nombre Tiress?

Busqué en el inventario hasta que hallé a los stortulianos.

—Sí, ese es su nombre.

El pequeño ser emitió de inmediato un suspiro que estremecía el alma.

—¡Es ella! ¡Es ella!

—Me temo que ya no puedo aceptar más...

—No comprende en absoluto la pena que me embarga.. La hembra, Tiress, es... fue... mi propia esposa, enviada por el Fuego, mi solaz y mi consuelo, mi vida y mi amor.

—Es extraño —comenté—. Cuando la contratamos hace tres años, dijo que era soltera. Aquí lo tengo, en el registro.

—¡Mintió! Abandonó mi madriguera porque ansiaba ver los esplendores de la Tierra. Y aquí estoy, solo, obligado por nuestras sagradas costumbres a no volver nunca a casarme, languideciendo en mi tristeza y llorando por su regreso. ¡Debe llevarme a la Tierra!

—Pero...

—Debo verla... a ella y a ese amante suyo, que ha causado mi desgracia. Tengo que razonar con ella. Terrestre, ¿no comprende que debo suplicar a su llama interna? ¡Tengo que recuperarla!

Mi rostro era inexpresivo.

—No tiene usted intención alguna de unirse a nuestra organización... Únicamente desea un pasaje gratuito a la Tierra, ¿no?

—¡Sí, sí! —gimió el stortuliano—. Busque algún otro miembro de mi raza, si es que le es necesario. ¡Devuélvame a mi esposa, terrestre! ¿O es su corazón duro como la roca?

No lo es, pero otro de mis principios es negarme a ser movido por los sentimientos. Me apenaban los problemas domésticos de aquel ser, pero no iba a deshacerme de un buen espécimen sólo para contentar a una ardilla extraterrestre... sin contar con los gastos de transporte.

—No creo que eso sea posible —le dije—. Las leyes son muy estrictas acerca del llevar vida extraña a la Tierra. Únicamente puede ser con propósitos científicos. Y si yo sé, por anticipado, que su propósito al ir allí no es científico, estaría mintiendo, ¿no es así?

—Bueno...

—Y usted no querrá que haga eso —me aproveché de su patética condición para llevarlo a donde yo quería—. Si hubiera entrado aquí y me hubiera pedido un contrato, quizá se lo hubiera dado. Pero no... tenía que descargar sus penas en mí.

—Pensé que la verdad lo conmovería.

—Así fue. Pero el caso es que ahora está pidiéndome que sea su cómplice en un acto fraudulento y criminal. Amigo, no me es posible hacerlo. Mi reputación significa demasiado para mí —le dije, con tono digno.

—Entonces, ¿rehúsa ayudarme?

—Mi corazón se funde en compasión por usted; pero no puedo llevarlo a la Tierra.

—¿Podría, entonces, enviar a mi mujer de vuelta?

Hay una cláusula en cada contrato que me permite deshacerme de cualquier espécimen que me moleste. Lo único que tengo que hacer es declarar que ya no tiene interés científico, y el Gobierno Mundial deporta aquel extraterrestre indeseable, de vuelta su mundo de origen. Pero yo no iba a hacerle esa mala pasada a nuestra stortuliana.

—Le rogaré que vuelva a casa —le dije—. Pero no la enviaré en contra de su voluntad. Y quizá sea más feliz donde ahora se encuentra.

El stortuliano pareció encogerse. Sus párpados se entrecerraron para ocultar las lágrimas. Se volvió y trastabilleó lentamente hacia la puerta, caminando como si fuera un trapo sucio con vida. Con voz gimiente dijo:

—Entonces, no quedan esperanzas. Todo está perdido. Nunca volveré a ver a mi compañera del alma. Buenas tardes, terrestre.

Hablaba en un tono monótono que casi me hizo llorar; casi. Contemplé cómo desaparecía. Aún me queda algo de conciencia, y tenía la incómoda sensación de que había estado hablando con un ser que iba a suicidarse por culpa mía.

  

Otros cincuenta candidatos fueron entrevistados sin problemas. Luego, la vida volvió a complicarse.

Nueve de esos cincuenta nos iban bien. El resto eran inaceptables por una u otra razón, pero recibieron la mala noticia de buen talante. La cosecha de aquel día era, hasta el momento, de dos docenas de nuevas formas de vida.

Había comenzado a olvidar los incidentes del orgullo ultrajado del kalleriano y la esposa infiel del stortuliano, cuando se abrió la puerta y el terrestre que se llamaba a sí mismo Ildwar Gorb de Wazzenazz XIII entró.

—¿Cómo ha logrado entrar? —le pregunté.

—Su perro guardián miraba hacia otra parte —dijo alegremente—. ¿Ha cambiado de idea acerca de mí?

—Salga antes de que lo eche a patadas.

Gorb se alzó de hombros.

—Me imaginé que no habría cambiado de idea, así que he alterado un poco mi presentación. Si no se cree que soy de Wazzenazz XIII, le diré que soy terrestre, y que estoy buscando un empleo en su equipo.

—¡No me importa cuál sea su historia! Salga o...

—... me sacará a patadas. De acuerdo, de acuerdo. Déme solo medio segundo. Corrigan, usted no es ningún estúpido, ni yo tampoco... Pero ese tipo que tiene ahí afuera lo es. No sabe cómo manejar a los seres extraterrestres. ¿Cuántas veces ha entrado uno de ellos hoy inesperadamente?

Hice una mueca.

—Demasiadas.

—¿Lo ve? Es un incompetente. Podría despedirlo, y contratarme a mí. He estado viviendo en los mundos exteriores la mitad de mi vida. Sé todo lo que se pueda saber acerca de las forma de vida extrañas. Puedo serle de utilidad, Corrigan.

Inspiré profundamente y miré al techo, antes de responder:

—Escuche, Gorb, o como sea su nombre. He tenido un mal día. Acaba de estar aquí un kalleriano que me ha amenazado de muerte, y un stortuliano que va a suicidarse por culpa mía. Tengo una conciencia, y me está causando problemas. Pero entienda bien esto: lo que quiero es terminar con mi contratación, hacer las maletas y volver a casa. No deseo que esté por aquí, dándome la lata. No pienso contratar nueva gente para mi equipo, y si vuelve a su primitiva historia de qué es un miembro de una forma de vida desconocida, procedente de Wazzenazz XIII, la respuesta es que no estoy interesado en esa forma de vida. Ahora, lárguese con viento fresco o...

En aquel momento se abrió la puerta de un empellón y entró, arrollándolo todo, Heraal el kalleriano. Iba vestido de pies a cabeza con una lámina metálica, y en lugar de su atomizadora ceremonial enarbolaba una espada que tenía el largo de un ser humano. Stebbins y Auchinleck iban tras de él, colgados, sin que lograsen frenarlo, de su cinturón.

—Lo siento, jefe —jadeó Stebbins—. Hemos tratado de mantenerlo fuera, pero...

Heraal, que se había plantado frente a mi escritorio, apagó su voz con un rugido:

—¡Terrestre, ha insultado mortalmente al Clan Gursdrinn!

Sentado, con la mano cerca del gatillo del lanzaredes, estaba dispuesto a emplearlo al primer intento de violencia física.

—Es usted responsable por lo que va a pasar ahora —retumbó Heraal—. ¡He notificado a las autoridades y lo condenarán por causar la muerte de una forma de vida! ¡Sufra, macaco terrestre! ¡Sufra!

—Ojo, jefe —aulló Stebbins—. Va a...

Un instante antes de que mis paralizados dedos pudieran tirar del gatillo del lanzaredes, Heraal blandió la enorme espada por el aire y se la hincó salvajemente en su propio cuerpo. Se derrumbó hacia adelante, sobre la alfombra, con la punta de la espada saliéndole un par de palmos por la espalda. Unos chorritos de sangre azul-púrpura fluyeron bajo él.

Antes de que pudiera reaccionar frente al hara-kiri de la enorme forma de vida, se abrió de nuevo la puerta de un empellón y entraron tres estilizados reptiles, ataviados con las fajas verdes de la fuerza local de policía. Sus ojos dorados contemplaron la figura del suelo, y luego se clavaron en mí.

—¿Es usted J. F. Corrigan? —preguntó el que los mandaba.

—Sí.

—Hemos recibido una denuncia en contra de usted. Una denuncia referente a...

—... que sus actos, faltos de toda ética, han contribuido directamente a la muerte prematura de una forma de vida inteligente —completó el segundo de los policías ghrynianos.

—La evidencia se halla ante nosotros —entonó el líder—, bajo la forma del cadáver del infortunado kalleriano que presentó la denuncia hace algunos minutos.

—Y, por consiguiente —dijo el tercer lagarto—, es nuestro deber el arrestarle por este crimen y notificarle que queda sujeto a una multa de no menos de 100.000 créditos galácticos, o dos años en prisión.

—¡Un momento! —exclamé—. ¿Quieren decir que si un ser de cualquier rincón del universo viene aquí y se destripa sobre mi alfombra, yo soy el responsable de ello?

—Así es la ley. ¿Niega acaso que su terca oposición a aceptar la petición de la forma de vida fallecida constituye la raíz de su triste fin?

—Bueno, no, pero...

—El no negar es una admisión de culpa. Es usted culpable, terrestre.

Cerrando mis ojos, cansinamente, traté de hacerlos desaparecer con mi solo deseo. Si era necesario, podría reunir esos cien grandes, pero iba a darle un buen mordisco a las ganancias de ese año. Y me estremecí cuando recordé que en cualquier momento podía entrar aquel ajado stortulianillo para suicidarse a su vez. ¿Sería constante la multa de 100.000 por suicidio? A ese ritmo, podían dejarme en la ruina antes de que llegase la noche.

Mis mórbidos pensamientos fueron cortados por otra llegada inesperada.

La figurilla del stortuliano trastabilleó por la puerta abierta y se detuvo tambaleante junto al umbral. Los tres policías ghrynianos y mis tres asistentes se olvidaron, por un momento, del kalleriano muerto y volvieron sus ojos hacia el recién llegado.

Tuve visiones de problemas sin fin con la ley de Ghryne. Decidí que nunca más volvería allí en busca de contratos... o que, si lo hacía, buscaría antes un método más efectivo de evitar que llegasen hasta mí todos aquellos locos.

Con un tono que rompía el corazón, el stortuliano declaró:

—Ya no vale la pena vivir. Mi última esperanza ha muerto. Sólo me queda una cosa que hacer.

Yo me estremecía ante el pensamiento de otros cien mil machacantes echados a la basura.

—¡Que alguien lo detenga! ¡Se va a suicidar! ¡Se...!

Entonces, alguien saltó hacia mí, chocó contra mi estómago y me arrastró tras el escritorio, antes de que tuviera oportunidad de disparar el lanzaredes. Mi cabeza dio contra el suelo y, durante cinco o seis segundos, no me enteré de lo que pasaba.

Gradualmente, la escena fue recobrando su forma, a mi alrededor: había un monstruoso agujero en la pared tras mi escritorio; un atomizador humeante yacía por el suelo, y vi a los tres policías ghrynianos sentados sobre el babeante stortuliano. El hombre que se llamaba a sí mismo Ildwar Gorb se estaba poniendo en pie y sacudiendo el polvo.

Me ayudó a alzarme.

—Lamento haber tenido que derribarlo, Corrigan, pero ese stortuliano no había venido a suicidarse. Iba a cargárselo a usted.

Caminé atontado hasta la silla y me desplomé sobre ella. Una esquirla de pared había desinflado el cojín neumático. El aire hedía a yeso hecho cenizas. La policía estaba envolviendo cuidadosamente al pequeño ser, que se debatía, en una red irrompible.

—Evidentemente no conoce nada acerca de la psicología stortuliana, Corrigan —dijo displicentemente Gorb—. El suicidio es aborrecible para ellos. Cuando se encuentran en problemas, matan a la persona que los causa. En este caso, a usted.

Comencé a reír, más para disipar mi tensión que porque me hiciera gracia la situación.

—Parece extraño —dije.

—¿El qué? —preguntó el autodenominado wazzenazziano.

—Esos extraterrestres. El enorme y fanfarrón Heraal llega aquí con los ojos de un asesino, y se suicida, y el diminuto stortuliano, que parece tan triste y patético, casi me vuela cabeza —me estremecí—. Gracias por el empujón.

—No hay de qué —dijo Gorb.

Lancé una mirada irritada a la policía ghryniana.

—¿Y bien? ¿A qué esperan? ¡Llévense a ese animalillo asesino de aquí! ¿O acaso el asesinato no va contra las leyes locales?

—El stortuliano será convenientemente castigado —replicó con calma el jefe de los polizontes ghrynianos—. Pero queda el asunto del kalleriano muerto y la multa de...

—... cien mil créditos. Ya sé —gruñí, y me volví hacia Stebbins—. Telefonea al Consulado Terrestre, Stebbins. Haz que envíen un abogado. Averigua si hay alguna manera en que podamos salir de esto, sin dejarnos la piel.

—De acuerdo, jefe —Stebbins se dirigió al visífono.

Gorb dio un paso hacia delante y me puso la mano sobre el pecho.

—Un momento —dijo secamente el wazzenazziano—. El Consulado no puede ayudarles. Yo sí.

—¿Usted? —interrogué.

—Puedo sacarles de este lío, a muy buen precio.

—¿Qué precio?

Gorb sonrió abiertamente.

—Cinco mil en efectivo más un contrato como espécimen de su firma. Por adelantado, naturalmente. Pero es mucho mejor que tener que soltar cien grandes, ¿no?

Contemplé incierto a Gorb. Los del Consulado Terrestre no serían, probablemente, de mucha ayuda; trataban de permanecer fuera de los líos locales, a menos de que fueran realmente serios, y por mi experiencia pasada ya sabía que los burócratas no se preocupaban mucho por el estado de mi bolsa. Por otra parte, el darle a aquel marrullero un contrato podría ser algo peligroso.

—Le haré una propuesta —dije finalmente—. Acepto sus términos, pero condicionalmente. Sáqueme de esto, y tendrá sus cinco mil y el contrato. De lo contrario, no hay nada de lo hablado.

Gorb se alzó de hombros.

—No pierdo nada intentándolo.

Antes de que la policía pudiera intervenir, Gorb se acercó al enorme cadáver del kalleriano y le largó una tremenda patada.

—¡Despierta, farsante! ¡Deja de hacerte el muerto y ponte en pie! ¡No engañas a nadie!

Los ghrynianos se levantaron de encima del pequeño asesino y trataron de detener a Gorb.

—Le rogamos nos excuse, pero los muertos son dignos de su respeto —comenzó a decir, suavemente, uno de los lagartos.

Gorb se volvió irritado.

—Quizá lo merezcan los muertos... ¡pero este tipo no lo está!

Se arrodilló y gritó muy fuerte al oído, en forma de disco, del kalleriano:

—Déjalo correr ya, Heraal. Escucha, montaña de carne: ¡Tu madre hace servilletitas de punto para el Clan Verdrokh!

El supuestamente muerto kalleriano emitió un rugido de veinte ciclos que estremeció el suelo, poniéndose en pie, arrancándose la espada del cuerpo y blandiéndola en el aire. Gorb dio un ágil salto hacia atrás, recogió el atomizador caído del stortuliano y lo apuntó directamente a la garganta del enorme extraterrestre antes de que pudiera hacer nada malo. El kalleriano gruñó y bajó la espada.

Me sentí anonadado. Creía saber mucho acerca de las formas de vida extraterrestres, pero hoy me estaba enterando de unas cuantas cosas.

—No comprendo. ¿Cómo...?

La policía estaba azul de vergüenza:

—Un millar de excusas, terrestre. Parece haber existido cierto error.

—Parece haber existido un intento de incriminar a alguien —indicó con voz suave Gorb.

Recuperé mi equilibrio.

—¿Intentar sacarme cien grandes cuando no ha habido ningún crimen? —estallé—. ¡Desde luego que ha habido un error! ¡Si no fuera un hombre bondadoso, los metería a todos en la cárcel por intentar defraudar a un terrestre! ¡Fuera de aquí! ¡Y llévense a ese asesino en potencia con ustedes!

Se fueron, y lo hicieron deprisa, farfullando excusas al hacerlo. Habían tratado de tomarle el pelo a un terrestre, y ése es un deporte peligroso. Arrastraron a la envuelta figura del stortuliano con ellos. El aire pareció clarificarse, y volvió la paz. Le hice una señal a Auchinleck y cerró la puerta.

—De acuerdo —miré a Gorb y señale con el pulgar al kalleriano—. Ese es un buen truco. ¿Cómo lo hace?

Gorb sonrió placenteramente. Estaba disfrutando, me daba cuenta de ello.

—Los kallerianos del Clan Gursdrinn se especializan en una disciplina mental muy concreta, Corrigan. No es muy conocida en esta área de la Galaxia, pero el caso es que los hombres de este clan tienen un control mental poco habitual sobre sus cuerpos. Pueden interrumpir la circulación y la respuesta nerviosa en grandes parte de los mismos durante horas... en una imitación totalmente perfecta de la muerte. Y, naturalmente, cuando Heraal se clavó la espada, tan solo debía cuidar no herir ningún órgano vital.

El kalleriano, aún bajo la amenaza del arma, dejó caer la cabeza, avergonzado. Me volví hacia él:

—Así que trató de estafarme, ¿eh? Preparó ese supuesto suicidio en combinación con esos polizontes.

Presentaba una visión asombrosa, con aquella herida abierta en su cuerpo. Pero los bordes de la misma ya habían comenzado a cicatrizar.

—Lamento el incidente, terrestre. Me siento mortificado. Le ruego sea tan bondadoso como para destruir a esta miserable persona.

Era una idea tentadora, pero mi mente de feriante ya comenzaba a albergar otra.

—No, no lo destruiré. Dígame: ¿con qué intervalo puede hacer ese truco?

—Los tejidos se regeneran en unas pocas horas.

—¿Le importaría suicidarse una vez por día, Heraal? ¿Y dos veces los domingos?

Heraal parecía dudar.

—Bien, por el honor de mi clan...

—Jefe, ¿quiere decir que...? —dijo Stebbins.

—Cállate. Heraal, queda contratado; a setenta y cinco créditos semanales más gastos. Stebbins, prepara un contrato... Y añade una cláusula requiriendo que Heraal realice el truco del suicidio al menos cinco veces por semana, pero no más de ocho.

Noté una satisfacción interior. No hay nada más placentero que el convertir un timo en una atracción de primera.

—¿No se olvida de algo, Corrigan? —preguntó Ildwar Gorb con una voz suave pero amenazadora—. Tenemos un cierto trato.

—Oh, sí —me mojé los labios y paseé la mirada rápidamente por mi oficina. Había demasiados testigos. No podía echarme atrás. No tenía más remedio que firmar un cheque por cinco grandes y darle a Gorb un contrato estándar como espécimen extraterrestre. A menos que...

—Un momento —dije—. Para entrar en la Tierra como espécimen extraterrestre, necesita probar su procedencia.

Sonrió, y sacó un montón de documentos.

—No hay problema. Todo está con sus sellos y en orden... ¡Y cualquiera que desee demostrar que esos papeles son fraudulentos tendrá primero que encontrar Wazzenazz XIII!

Firmamos y archivé los contratos. Y sólo fue entonces cuando se me ocurrió que los acontecimientos de la pasada hora pudieran haber sido más complicados de lo que parecían. Supongamos, me dije, que Gorb hubiera conspirado con Heraal para organizar el supuesto suicidio, y contratado también a los polizontes... a cambio de contratos para ellos dos.

Podía ser. Y, si era así, significaba que me habían tomado el pelo tan bien como a cualquier zoquete al que yo hubiera engañado.

Manteniendo cuidadosamente un rostro inexpresivo, ardí en cólera. Gorb, o como fuera que se llamase, iba a tener que cumplir la última letra de aquel contrato que había firmado... ¡La última letra, y todas las comas!

Partimos de Ghryne a finales de aquella semana, habiendo entrevistado a unas mil cien formas de vida extraterrestres, y contratado a cincuenta y dos. Esto llevaba el registro de nuestro zoo... perdón, instituto, a la agradable cantidad de 742 especímenes, que representaban 326 formas de vida inteligentes.

Ildwar Gorb, el wazzenazziano, que admitió que su verdadero nombre era Mike Higgins, de San Louis, fue de una gran ayuda en el viaje de regreso. Resultó que sabía todo lo que se podía saber acerca de las formas de vida extraterrestres.

Cuando se enteró de que había rechazado al vegano de ciento veinte metros a causa de que su manutención sería demasiado costosa, Gorb-Higgins se apresuró a contactar al agente del vegano y a establecer un trato por el que adquirimos un huevo fertilizado de vegano, que apenas si pesaba veinticinco gramos. El transportar eso era muchísimo más barato que llevar a un vegano adulto. Además, me aseguró que la criatura podía ser acostumbrada, sin problemas, a una dieta vegetal.

Me hizo la vida mucho más fácil durante las seis semanas de viaje de vuelta a la Tierra en nuestra nave de construcción especial. Con cincuenta y dos formas de vida diferentes a bordo, se presentaban todo tipo de problemas dietarios, para no mencionar los otros quebraderos de cabeza, sobre preferencias de lugar y similares. El kalleriano, por ejemplo, se negó a ser instalado en otro lugar que no fuera el costado izquierdo de la nave; pero ése era el costado que habíamos habilitado para los seres acostumbrados a bajas gravedades, y no había lugar para él allí.

—Viajaremos por el hiperespacio durante todo el trayecto a la Tierra —le aseguró Gorb-Higgins al testarudo kalleriano—. Y, como ya sabes, nuestra polaridad cosmostática estará invertida.

—¿Qué? —preguntó Heraal confuso.

—La polaridad cosmostática. ¡Si tienes una litera en el costado izquierdo de la nave, resultará que estás viajando todo el camino en el lado derecho!

—¡Oh! —exclamó el enorme kalleriano—. No lo sabía; gracias por explicármelo.

Se instaló muy agradecido en el camarote que le dimos.

Realmente, Higgins tenía buena mano con los extraterrestres. Hacía que los demás pareciésemos unos aficionados ignorantes, y eso que yo llevaba más de quince años en aquel negocio.

En alguna forma, siempre se las arreglaba para estar en el punto en que surgía un lío. Un quisquilloso habitante de Norvennith empezó a pelearse con una pareja de vanoinanos sobre una falta de tipo moral; los norvennithas pueden ser muy quisquillosos en ciertas ocasiones. Pero Gorb convenció al ultrajado ser que lo que estaban haciendo los vanoinanos en el lavabo era perfectamente digno. Bueno, lo era, pero lo cierto es que a mí nunca se me hubiera ocurrido utilizar el símil que él usó para arreglar la situación.

Podría mencionar otra docena de incidentes que fueron superados por los especiales conocimientos de Gorb-Higgins acerca de los seres extraterrestres, en aquel viaje de vuelta. Era la primera vez que tenía a otro tipo con cerebro en mi organización, y eso me preocupaba.

Cuando monté el instituto, allá a principio de los noventa, fue con mi propio capital, ahorrado mientras tenía un espectáculo de biología comparada en Betelgeuse IX. Me cuidé mucho de ser el único propietario. Y tuve mucho cuidado en contratar gente competente, pero nada espectacular, para que me ayudase: gente como Stebbins, Auchinleck y Ludlow.

Sólo que ahora tenía una víbora en mi regazo, en la persona de ese Ildwar Gorb-Mike Higgins. Era un hombre que pensaba. Se daba cuenta de lo podía ser buen negocio en cuanto lo veía. Higgins y yo éramos pájaros del mismo plumaje. Dudaba mucho de que hubiera sitio para los dos en el mismo equipo.

Lo mandé llamar cuando estuvimos a punto de aterrizar y le ofrecí unos tragos de coñac antes de llegar al grano:

—Mike, he estado observando la forma en que manejaba a los especímenes en el viaje.

—A los otros especímenes —señaló—. Yo soy uno de ellos, y no un empleado de la empresa.

—Su ciudadanía wazzenazziana es un truco que se ha inventado para engañar a los agentes de inmigración, Mike; pero tengo una oferta mejor que hacerle.

—Hágala.

—Estoy haciéndome algo viejo para estos viajes por las estrellas —le dije—. Hasta ahora, he llevado lo de los contratos por mí mismo, pero era tan sólo porque no podía confiar en nadie para que hiciera ese trabajo. Ahora creo que usted podría encargarse de ello —apagué el cigarrillo y encendí otro—. Le diré lo que haremos, Mike... romperé su contrato de espécimen y firmaremos otro como empleado, con el doble de paga. Su trabajo será viajar por los planetas buscando nuevo material. ¿Qué le parece?

Tenía el nuevo contrato preparado. Lo empujé hacia él, pero colocó su mano sobre la mía y sonrió amablemente mientras decía:

—No hay trato.

—¿No? ¿Ni por una paga doble?

—Ya he viajado demasiado —me contestó—. No me ofrezca más dinero. Lo que deseo es quedarme tranquilamente en la Tierra, Jim. No me preocupa el dinero, se lo aseguro.

Era todo muy sentimental, y poco convincente, pero no había nada que pudiera hacer para quitármelo de encima. Tenía que llevarlo a la Tierra.

Los empleados de Inmigración discutieron acerca de sus papeles, pero los había falsificado tan hábilmente, que no había forma de probar que no fuera de Wazzenazz XIII. Lo instalamos en un punto clave de nuestro edificio.

El kalleriano, Heraal, es ahora una de nuestras principales atracciones. Cada día, a las dos de la tarde, comete un suicidio ritual, y poco después se alza de entre los muertos al toque triunfal de una fanfarria de trompetas. Los otros cuatro kallerianos que teníamos antes están muy celosos de las multitudes que atrae, pero no pueden hacer nada, pues no están capacitados para imitarle.

Pero, incuestionablemente, la atracción número uno es mi hombre de confianza, Mike Higgins. Lo anunciamos como la única forma de vida absolutamente humana procedente de un mundo extraterrestre, y aunque nos han gastado muchas bromas, esto solo ha servido para aumentar la asistencia.

Parece extraño que la atracción mayor de un zoo como el nuestro sea un terrestre puro, pero así son los negocios del espectáculo.

Un par de semanas después de que regresásemos, Mike añadió un nuevo elemento a su acto. Apareció con una corista rubia llamada Marie, y ahora tenemos también una mujer de Wazzenazz. Mike se lo pasa mejor así; es realmente astuto.

De hecho, es demasiado astuto. Como ya dije, me gusta un buen hombre de confianza, del mismo modo que a algunas personas les gusta un buen vino. Pero desearía haber dejado a Ildwar Gorb allá en Ghryne, en vez de contratarlo.

Ayer vino a mi oficina después de que hubiéramos cerrado las puertas. Traía esa sonrisa que siempre pone cuando prepara algo.

Aceptó un trago, como siempre, y luego me dijo:

—Jim, estuve hablando con Lawrence R. Fitzgerald ayer.

—¿El pequeño regulano? ¿La pelota de baloncesto verde?

—Exactamente. Me dice que sólo percibe cincuenta créditos por semana. Y muchos otros chicos están cobrando pagas verdaderamente bajas.

Mi estómago me dio un retortijón premonitorio.

—Mike, si está buscando un aumento, ya le he dicho una y otra vez lo valioso que es para mí. ¿Qué le parecerían veinte por semana?

Alzó una mano.

—No busco un aumento para , Jim.

—Entonces, ¿qué?

Sonrió beatíficamente.

—Los chicos y yo tuvimos una pequeña reunión ayer por la noche, y hemos... esto... formado un sindicato, del que me han nombrado jefe. Me gustaría discutir la idea de un aumento general de sueldos para todos los especímenes de aquí.

—Higgins, so chantajista, ¿cómo voy a poder...?

—Tranquilo —me dijo—; no le gustaría perder la ganancia de unas cuantas semanas, ¿no?

—¿Quiere decir que organizaría una huelga?

Se alzó de hombros.

—Si no me deja otra elección, ¿de qué otra manera puedo proteger los intereses de mis compañeros?

Tras media hora de regateo, me obligó a aceptar un incremento para todo el grupo, dejando bien claro que sólo era el primero de los que vendrían. Pero también me hizo saber, como al azar, el precio que aceptaría para no seguir creándome problemas. Desea una participación en el instituto; una tajada de los beneficios.

Si lo consigue, esto hará que sea miembro de la dirección, y no podrá continuar como líder sindical. De esta manera, no tendré que seguir peleándome con él, como negociador.

Pero entonces lo tendré firmemente introducido en la organización, y una vez meta el pie en la puerta no estará contento hasta que se halle en la cumbre... lo que significaría echarme a mí.

¡Pero aún no estoy derrotado! ¡No después de toda una vida de trampas y marrullerías! He estado estudiando una y otra vez todos los aspectos del asunto, y hay una cosa que es bien segura: un tramposo siempre se ahorca a sí mismo si se le da bastante cuerda. A mí me pasó eso con Higgins. Ahora le ha pasado a él conmigo.

Volverá dentro de media hora para que le diga si lo acepto como socio o no. Bueno, voy a contestarle. Voy a declarar, según está establecido en la cláusula de escape del contrato standard que firmó como espécimen, que ya no tiene ningún valor científico, y los federales lo agarrarán y lo deportarán a su mundo de origen.

Eso le deja frente a dos posibilidades igualmente molestas.

Esos documentos falsos que llevaba eran lo bastante buenos como para que fuera admitido en la Tierra como un auténtico extraterrestre. Cómo va a lograr la Policía Mundial devolverlo a su planeta es problema suyo... y de él.

Si admite que sus papeles eran falsos, la única forma en que logrará salir de la cárcel será cuando lo saquen en un féretro, tras haber muerto de anciano.

Así que le daré una tercera posibilidad: me puede firmar una confesión sin fecha, que yo guardaré en mi caja fuerte, como garantía contra cualquier maniobra futura.

Miren, yo no espero vivir siempre, aunque con aquel secretillo del que me enteré en Rimbaud II aún pasará bastante tiempo antes de que muera, descontando accidentes; y siempre me había estado preguntando a quién le iba a dejar el Instituto Corrigan de Ciencias Morfológicas. Higgins será un buen sucesor.

¡Oh, tendrá que firmar otra cosa! Seguirá siendo el Instituto Corrigan mientras tanto siga abierto.

Así que quería ser más listo que yo, ¿eh?

Título original:

BIRDS OF A FEATHER

© 1966 by Robert Silverberg

Traducción de M. Trevänner