LA ESTRUCTURA

RODOLFO GIL

Rodolfo Gil nació en Madrid en 1931. Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de esa villa, ha pasado gran parte de su vida en el extranjero, especialmente en los países del área mediterránea. Ha sido en diversas ocasiones Director de los Centros Culturales que España mantiene en el exterior, y en la actualidad es colaborador de la ONU y profesor Titular de la Universidad de Rabat (Marruecos). Ha publicado diversos escritos, pero este es el primer relato de SF suyo que sale a la luz.

Desde que lo pusieron estaba allí. Más de mil ventanas sobre la plaza, los laterales y la espalda. Una gran puerta cuadrada daba acceso, entre pilares altos, a la enorme caja de resonancia interior, paladar que terminaba en una bóveda, recorrida hasta arriba por una escalera ancha en espiral. De la caja partían pasillos con ángulos y recodos, abiertos a los lados en salas y habitaciones casi sin nombre. Todo impersonal, gris, blanco, gris, un verde viscoso a veces. Los pasillos terminaban en ventanas. Debajo de la puerta y a la sombra que rayaban los pilares, un hombre contrahecho vendía pólizas y sellos, uno con ojos muertos cigarrillos y hasta un guardia a quien nadie hacía caso se pasaba el día agitando autoridades. Enfrente se extendía la vida hacia confines que no eran tales, largos y varios por cuanto abarcaban los cuatro elementos y todas las dimensiones. Autobuses, insectos, bilariosis, quioscos con periódicos y retratos borrosos de líderes, jardines de raíces agarradas o de palma frufruantes al viento, torres de templos recamados y de operantes fábricas, casas, rojos, oros, polvo, sol.

Pero él estaba ahí y miraba. Dicen que veía a través de las seis mil facetas de sus mil ventanas, a veces en posesión de calidades de monóculo, con un intento paralítico de palpar huesos, carnes, tonos y nervios de la gente: el que sale, este que entra, el que come, ese que ama, el que caga, uno que se bebe una cerveza, otro que rompe un diente a un vecino porque sí, aquél que se rasca con gusto la sarna primaveral en un balcón y al fresco.

Curioso de observar —y horrible, diríamos, por la extraña simetría que ofrecen los diversos casos— eran los jóvenes que trabajaban en los complicados pasillos de la Casa. Entraban por la mañana recién despiertos, bien planchadas las camisas, eructados, con las faces brillantes y, poco a poco, iban transformándose en algo parecido a la superficie correosa y plástica de un hongo con la misma animación proteínica y fría de éste, salvo un ligero temblor que crecía progresivamente al avanzar el día. El caso espeluznante, que no se dio a conocer en la Prensa, fue el de un muchacho muerto en acto de servicio sin causa aparente, al que las autoridades hicieron la autopsia y descubrieron que, en su cerebro, las circunvoluciones eran rectas y estaban manchadas de una sustancia azul. Incluso algún sabio afirmó que las manchas afectaban formas regulares y geométricas, aunque no complicadas. Como puede suponerse, el caso quedó cubierto completamente por el silencio oficial. Silencio tenso y replegado, que ahora puede ser roto porque todo el mundo sabe en qué terminó la aventura, aunque haya tantas especulaciones sobre las causas profundas de la misma y su verdadero sentido.

En los años siguientes a su establecimiento empezó a observarse que la tonalidad gris del edificio se derramaba sobre la zona circundante. Las flores se curvaron jadeando hacia abajo, las botellas de coco-cola estaban cubiertas de polvo, las sombrillas de los escribanos públicos que se sentaban frente a la fachada perdieron sus listas de colores y quedaron laceradas por lo desvaído, el monumento central dejó de verse y un conductor de autobús lo tomó un día por una mancha de niebla; incluso el cercano ministerio de negocios extranjeros pasó insensiblemente a serlo de asuntos comarcales.

Cuando navegaban por el río, los barqueros apresuraban el ritmo de sus palos sobre el fondo cremoso del lecho, o extendían las velas entre juramentos. Más que nunca gastaron dinero en los remolcadores para cruzar debajo de los puentes, con cuya curvatura de ojos venían a chocar las puntas de sus altas vergas.

El café dejó de ser amargo y el té oscuro, los zumos perdieron la alegría, el bocadillo el hambre. Y los desocupados se fueron a otros barrios.

Cada papel y eran muchos los que a lo largo del día entraban en el edificio en manos de quien fuera, o por correo, era minuciosamente analizado y tamponado. El número de tampones imprescindible fue aumentando con el paso del tiempo: cuadrados, en triángulo, redondos y poligonales, con o sin letras. Cada uno daba fe de la legalidad del anterior, hasta llegar al último, grande, que acreditaba la inutilidad del espacio blanco persistente. Digno de admiración era ver el cuidado con que el tampón dejaba huella, si corrida por culpa de la mala calidad del papel, que no de la mano del funcionario cuyo temblor continuo era contenido en el momento del acto. En fase subsiguiente hubo necesidad de duplicar los impresos, uno para los sellos y otro para los datos; y de éste, en las márgenes útiles, aparecieron pronto florones especialmente delicados que prometían una nueva expansión y un nuevo orgasmo.

Hasta que un día ocurrió. El pobre hombre contrahecho quedó paralizado de miedo. El ciego vio luces en su excitación. El guardia dejó de aventar autoridades. Y las gentes, los que andaban por la calle, los otros, los de siempre, miraron de reojo, de frente, cara a cara o bajo el brazo. El edificio se movía. Ondulaba en su estructura. El edificio era un ser vivo.

No diré que rugió ni lanzó un gemido, pero sí produjo un sonido que tampoco compararé al de una sirena, sin embargo profundo, largo y vibrante, como asomado a un antepecho muy cercano.

Plof, plof, hicieron los remolcadores al pararse. Un chasquido las cuerdas que los brazos membrudos soltaron. Un lametón de olas el líquido de los zumos en las paredes de las frascas, el café en la taza. En los puestos de frutos secos las pipas y los cacahuetes se abrieron solos. Y hubo un momento de espera...

El escribano cerró la sombrilla. Los ojos del monstruo brillaban enloquecidos o asustados; trató de recobrar la compostura, sin lograrlo. De sus fauces abiertas brotaba una masa de empleados que se derramaban por la escalera como un vomitado. El que se rascaba en el balcón dejó de rascarse y bajó a la calle. El que amaba se ajustó los pantalones y bajó a la calle. A medias la comida y a medias la cerveza abandonaron otros para ponerse a andar. Los barqueros acostaron sus barcas a los muelles, una junto a la otra como un tapiz de madera sobre el agua, para subir a tierra. Todos los relojes daban la hora. El monstruo no sacó escamas, ni olor fétido, ni tentáculos, ni cola, ni alas. Los hombres sacaron pies, brazos, manos, lenguas. En columnas filtradas por la ciudad, que tomaron la forma de la ciudad, ya sin prisa, desembocaron en la plaza. Una gran humanidad a la que daban aire, abanicándola, millones de moscas, de pájaros, de halcones, cuerpo contra cuerpo en planos oscilantes, y las hojas de las palmeras, y las copas de las acacias. Atacaron. Con un breve ronquido colectivo, saltando persona sobre persona. Se produjo un gran silencio sin acuerdo previo: ruido de pasos solo, latidos largos. El monstruo trató de cerrar la puerta, las otras entradas, las ventanas. Hubo un grito feroz, uno, el de él. Otros gritos separados e individuales, de ellos. Las gentes pasaron a través de los muros, atravesando el bronce, a través de la piedra y el cristal. Y él se defendió como pudo, lanzando por sus pasillos trombas de papel, archivos enteros mezclados con muebles y cuerpos de funcionarios fieles que nadaban con los brazos hacia delante, la boca abierta sin más. El contrahecho se vio sumergido. Por la escalera bajaba un río de goma derretida y chispas de madera ardiendo, producto de miles de tampones. Pero el Hombre avanzó destruyendo, arrasando, limpiando. La estructura en aquella mañana de sol, cayó trozo a trozo, despaciosa y rápida. Faceta por faceta terminó.

Del desescombro se ocupó el guardia, dirigiendo la operación desde una torre de las utilizadas para regular el tráfico, sobrio y escueto de gesto como nunca, al menos en un principio. Todos los restos fueron tirados al río, excepto unas piedras con las que edificaron una tumba pequeña para el contrahecho, a la sombra de la cual el hombre privado de ojos tuvo permiso por vida para vender cigarrillos. Nunca quedó claro el por qué el monstruo, procedente de cercanos mundos, de mundos radicados en el nuestro, se había manifestado en su verdadera esencia, descubriéndose en el momento en que obtenía la victoria. Quizás estaba cansado, quizás le era insoportable por más tiempo una tensión tan prolongada, quizás creyó llegado el plazo en que impondría su dominio por las claras. Es posible que de todas maneras los hombres le envenenaran poco a poco.

Hoy como todos saben, en el solar que dejó su cuerpo se levanta un árbol. Verde. Las sombrillas de los escribanos, copiadores de cartas solamente, hacen con sus rayas un contraste vivo y bello.

© Rodolfo Gil y Ediciones Dronte, 1972