10

LA única aeronave disponible en el garaje de Dykeman era un helicóptero de salvamento, pesado y anticuado, igual al que habían visto en el emplazamiento del desastre. Lo habían tomado prestado.

—¿Y qué hay del campo heterodino? —preguntó él, mientras cruzaban volando la ciudad.

—No sé. El campo es muy complejo. Hay muchas cosas que se pueden hacer con él.

—No pueden ocultar su existencia con un movimiento así.

—Sí, pueden... si son lo bastante brutales. No sabes de lo que son capaces, ni cuan lejos tu mundo se ha apartado de la realidad.

—Pero... toda una ciudad, todo un grupo de pruebas... ¿Qué pueden hacer?

—Eso no importa. Este mundo tuyo olvidaría el peor desastre en el trancurso de apenas un siglo.

—Ahí...

Huber señaló de la forma brillante del Edificio Universal, alanceando el cielo. El helicóptero giró y rebotó bajo las corrientes térmicas, mientras atravesaba el sendero de tráfico regular y caía hacia la ciudad.

Durante un momento oscilaron por encima de las amplias calles. Abajo la gente se arremolinaba, apretándose en densas masas. Todos se movían a lo largo de la calle en la misma dirección, sus cuerpos apretados uno contra otro en una masa casi cohesiva. Lo más terrible, comprendió Huber de pronto, era que no hacían el menor ruido. Tenía que haber sido capaz de oír el murmullo de tan enorme multitud, incluso por encima del ruido del helicóptero. Pero sólo había un movimiento silencioso en el gentío, como el trigo empacado bajo el impulso de un viento insonoro.

El helicóptero siguió adelante, pasando por encima de más y más personas, todas moviéndose con estolidez en la misma dirección. Cuando bajaban buscando la amplia plaza ante el Edificio Universal, les vio las caras: las bocas, abiertas como para gritar... pero silenciosas, las miradas inexpresivas hacia delante, con fijeza idiota...

El helicóptero aterrizó en una de las calles laterales que conducían a la plaza. Huber saltó de la escotilla y vio a un grupo de gente saliendo de la plaza en dirección a ellos.

—Aguarda un momento —le gritó, y se volvió para interceptar al musculoso hombre rubio que iba en cabeza.

—Ken —respondió Loira—, no te alejes demasiado. No podré protegerte si perdemos el contacto.

Durante un instante notó una débil turbación, y una súbita y pesada opresión. Era imposible seguir adelante. Mejor abandonar, mejor dejar de intentarlo. Nada quedaba, excepto... sí..., la única solución. La muerte, un sueño silencioso y sin pesadillas... morir...

Se sujetó al hombre rubio. Al instante siguiente, unas manos se crispaban en su espalda. El hombre rubio le dirigió un golpe, un pesado anillo resbaló por su mejilla. Cayó hasta la acera, notando la frialdad del cemento. Frío como la muerte.

Había un sólo medio seguro: el río. Hundirse en sus oscuras y frías profundidades... para...morir.

Entonces Loira estuvo a su lado, golpeándole en la cara una y otra vez, arrancándole de la oscuridad, de la negrura.

—Está utilizando el campo para estimular un impulso de muerte —sollozó ella—. ¡Los conduce hacia el río!

—Dios mío —jadeó Huber—. Destruirá a todos los habitantes de la ciudad. Eso es lo que decía... sobre que todo el mundo pensaría que fue un accidente, una avería en el campo heterodino...

Se puso en pie y echó a correr hacia la plaza. La cruzó con rapidez, con Loira pisándole los talones. Los fríos ojos de la estatua de Meintrup les miraron cuando se detuvieron al exterior de la puerta.

—¿Dónde está el generador del campo? —preguntó.

—En el segundo piso, a contar desde arriba —contestó ella jadeando—. Pero muy probablemente ha cortado los campos de inducción. Nunca llegarás hasta él.

Huber se quedó mirando con fijeza al costado del impresionante edificio. Cerca de la cumbre de la esbelta aguja vio un reluciente cilindro metálico.

—El bote de desembarco... —gritó—. Está adentro.

Se volvió y echó a correr, desandando el camino por el que viniera. Trepó al helicóptero; a sus espaldas oyó la súplica de Loira.

—¡No, Ken! ¡No!

Conectó el piloto automático, pulsó el botón de la puesta en marcha y aguardó a que los motores eléctricos rechinaran y los cohetes prendieran. Luego pulsó rápidamente los datos en el programador del autopiloto y tiró de la palanca. La nave estaba a dos metros de altura cuando saltó.

Cogió a la chica y la cubrió contra uno de los edificios que bordeaban la calle. El helicóptero rugió, las aspas gemelas batiendo el aire. Dudó un instante, mientras el piloto automático se ocupaba de los mandos. Luego se lanzó hacia arriba y hacia delante, encaminándose al piso alto del Edificio Universal.

Huber echó un vistazo a la nave de desembarco, a tiempo de ver cómo una sección del reluciente cilindro se plegaba. Durante un instante pudo ver la forma de un hombre moverse en la abierta ventana del edificio y saltar hacia el bote, recortado contra el temprano fulgor de la mañana. Luego...

Luego el helicóptero chocó, precisamente encima del bote. La aeronave se hizo astillas por el impacto, con los toscos tanques de combustible arrugándose en pliegues de acordeón.

Durante un segundo no pasó nada. Luego uno de los tanques entró en erupción, con un apagado rugido. Las llamas líquidas gotearon, engulliendo a la nave y bajando en cascada por el costado del edificio. Una segunda explosión, más violenta que la primera, hizo que el suelo temblara y que los ladrillos llovieran sobre la calle.

—Mira, mira... —dijo Loira, casi sin aliento.

Los pisos superiores del Edificio Universal se convirtieron en una enorme antorcha, proyectando blancas llamas en los cielos matutinos. Y a su alrededor, la gente salía del estado de sopor y miraba en su torno con azoramiento.

Permanecieron sentados en el Café Duval, allí donde se conocieron por primera vez. Alguien había bajado los paneles de cristal del tejadillo metálico, impidiendo el paso al frío aire de la mañana. A través de las paredes transparentes podían ver la espira ennegrecida y retorcida del Edificio Universal, aún ardiendo. A las primeras luces del alba parecía una torre leprosa y enferma.

—Has cambiado —dijo Loira—. Cambiaste mucho desde aquel hombre de ayer, asustado e irresoluto, que no podía enfrentarse al final de su vida.

—Han pasado muchas cosas. Hay una enormidad de preguntas que quiero hacerte.

—No queda mucho tiempo —dijo ella—. Pronto el navío encontrará mi máquina y...

—¿No podemos hacer nada para impedirlo?

—No —contestó ella—. De todas maneras, realmente no me encuentro cómoda en este mundo tuyo. Y menos, quizás, a cada minuto que pase.

—Pero...

—Déjame terminar. En mi mundo somos sólo unos pocos, si bien quedan unos cuantos humanos. Los seres extraños son del todo humanos, a su manera. No son monstruos, como tampoco lo era Dykeman. Hace muchos siglos, nosotros éramos del todo humanos para con los indios americanos, después de que les robamos su tierra. Únicamente... —su rostro se hizo frío, y sus ojos mostraron dolor—. Únicamente es que les dejamos algo de dignidad. No hicimos de ellos mascotas inútiles.

»Éramos tres: yo, Vic y otro más, a quien no conociste. Robamos una de sus máquinas, una máquina que los seres extraños no podrán inventar hasta dentro de un par de siglos. Entonces vinimos aquí, retrocediendo por el tiempo. El que no conoces logró infiltrarse durante estos dos años hasta encontrar una de sus bases en África, e instalarse secretamente a bordo de uno de sus navíos. Fue el responsable de los desastres aéreos de anoche.

—Y murió —dijo Huber con suavidad.

—No, no lo creo. No podemos realmente morir, puesto que no estamos de verdad aquí, al menos no de manera material. Pero no hay espacio en nuestra historia para esa catástrofe. Probablemente dejó de existir en ese punto, igual que Vic lo hizo anoche después de alejar al tercer navío con su helicóptero.

—Pero... eso significa que os habéis destruido vosotros mismos —protestó él.

—Quizás. No lo sé. Pero en mi mundo, en mi pasado, hubo un hombre llamado Kenneth Huber. Fue el primero en desarrollar la cura del síndrome de Touzinsky.

Su mano acarició la caja de su costado, los dedos buscaron superficies que cediesen. La caja comenzó a emitir bajos zumbidos de advertencia a intervalos regulares.

—Se acercan —dijo ella—. No me queda mucho tiempo. En lo que respecta a mí, Kenneth Huber... murió en una cacería. No, espera, eso fue en otro mundo —ahora ella hablaba rápidamente, apartando a un lado sus protestas—. Pero constituiría un punto crucial. Huber era uno de los pocos en este mundo que podía comprender el motor extrahumano si tenía una oportunidad de verlo. Supimos que uno de esos grupos entraría en actividad cerca de la ciudad, en la misma noche que el grupo de pruebas de Huber acabase esta semana. Si podíamos evitar su muerte, ponernos en contacto con él, llevarle a una situación donde pudieran ver el motor...

—Pero no habéis resuelto nada, excepto impedir mi muerte —protestó Huber.

—Eso no es cierto. Lo único que necesita este mundo es un desafío. Ahora tenéis dos: el del vuelo espacial y el saber que, si no lo utilizáis, perderéis vuestro propio mundo y el resto de los planetas por negligencia.

—Pero la enfermedad... Eso significa el fin de la inmortalidad.

—No —contestó ella—. Dykeman se equivocaba. No hay nada intrínsecamente malo en la inmortalidad, mientras la raza se vea expuesta a nuevos estímulos. Tenéis las facilidades de encontrar la respuesta al síndrome con el tiempo. Lo sabemos. Incluso no tendréis que aceptar la sentencia de muerte de cinco años que Dykeman os impuso a vosotros. Quizá en vuestra época...

—Así que todo recae sobre mí. Pero... ¿qué puedo hacer?

—Sí. Ya sabes lo de la raza de Dykeman, y tienes el secreto del motor planetario. Una vez estéis fuera del planeta, los seres extraños tendrán que abandonar su plan de introducirse en silencio y ocupar vuestro mundo sin molestia alguna.

—¿Y el piloto? —dijo él—. ¿Quién dejará este mundo saludable y cómodo para dedicar su vida por algo tan inconmensurable en el futuro?

—¿Inconmensurable? Con el suero y una cura para el síndrome, tú mismo podrías vivir hasta mi propia época. Habrá muchos que voluntariamente aceptarán arriesgar sus vidas. Pero tiene que haber uno que lo haga primero.

—¿Y?

—Bueno, eso es decisión tuya. Eres uno de los pocos que no tienen miedo a morir. Los clubes de caza os proporcionarán otros.

Durante un momento permaneció sentado, notando como la sangre le subía a las sienes. Lo embargó la visión de distancias infinitas, de nuevos mundos... Notó un hambre súbita que antes no se imaginara poseer. Había encontrado algo nuevo para su espíritu. Su mano buscó la de ella y durante un momento la acarició, diciendo:

—¿Has estado alguna vez fuera?

Ella asintió.

—Jamás podrás imaginarte qué hay en tales estrellas —dijo ella.

Las señales de la caja de su costado comenzaron a aumentar de frecuencia.

—Por favor, Ken... me voy ahora —dijo la muchacha.

—¿Cuándo naciste? —preguntó él.

—Dentro de un siglo a partir de ahora.

—Pero... ¿qué sucederá a vuestro mundo... si decidimos pelear?

—Dejará de existir.

—¿Y tú?

—Quizá. No lo sé. No es importante.

—Esa es la parte más dura de todas...

—Tienes que decidirte. Quizá nos reunamos algún día. Quizá pueda recordar todo esto como un sueño.

Él se volvió, disponiéndose a marchar.

—Los años pasan con rapidez —la oyó decir—, y tú tienes mucho que hacer.

Las señales de la caja se fundieron en un monótono rugir a sus espaldas.

—De prisa... vete de prisa, si puedes. Ken... de alguna forma, de alguna manera... te estaré esperando.

Él se detuvo, deseando dirigirle una mirada final, una última palabra. Pero cuando se volvió, la mesa estaba vacía.

Salió a la calle, con su cuerpo poseído por algo fuerte y doloroso. Alzó la vista mientras vuelo tras vuelo de helicópteros se iba recortando en los cielos matutinos. El grupo de pruebas dejaba la ciudad. Antes de otros veinticinco años, antes de que otra vez volvieran...

Luego se fijó en la acera del café. Allí vio centenares de mariposas, con sus graciosos cuerpos aplastados por los descuidados pies de los transeúntes. Durante un momento sintió una pena acuciante y lejana hacia esos bellos seres sin inteligencia, cuyas entrañas manchaban el cemento.

Pero el calor de la noche veraniega se perdía en las frescas brisas del río, y la mañana era maravillosamente limpia.

El aire era como vino.

No, pensó; como el buen vino... el viejo.

Como sidra. Nueva.., fresca..., dulce.

1 “¡Ya ha llegado tu fin! Voy a derramar mi ira sobre ti, te juzgaré según tu conducta y haré recaer sobre ti todas tus abominaciones. No te miraré con piedad y no me compadeceré”, etc... (Nota del revisor digital)