PRÓLOGO

MUCHO después encontraron un cadáver andrajoso a la deriva, cerca de San Francisco. La policía decidió que debía haber saltado desde el Golden Gate en algún día brumoso. Aquel era un lugar singularmente solitario y limpio para que algún tipo oscuro muriera, pero nadie en definitiva pareció interesarse mucho. Bajo la camisa llevaba una Biblia, con una señal marcando cierto pasaje que había sido subrayado.

Por pura curiosidad, un miembro de la Brigada de Homicidios estudió aquella pulpa acuosa de papel hasta que dedujo la sección: Ezequiel, VII, 3-4 ¹ç

1

Azotó una borrasca cuando Shorty McClellan casi se había instalado. Tiró de la palanca; los cohetes rezongaron y el ferry se plantó sobre su cola, tratando de alcanzar el cielo. Más tarde se tambaleaba como una hoja a merced del viento, con los ventanales en total oscuridad. El huracán y la lluvia eran como un trueno, y Nat Hawthorne cerró los azotados canales sensores.

Bienvenido, pensó. ¿O lo dijo en voz alta? El trueno rodó, si no eran risas. Notó cómo el navío se cerraba en su torno. Cuando los ojos se le aclararon de la turbación, vio nubes y calma. Una humosa claridad azul en el aire le dijo que se acercaba la puesta del sol. Lo que equivalía a la puesta del sol en Venus, se recordó a sí mismo: la luz del día vacilaría durante horas, y la noche jamás sería verdaderamente oscura.

—Sí que estuvimos cerca —dijo Shorty McClellan.

—Creí que estas naves estaban diseñadas para superar las tormentas —apuntó Hawthorne.

—Seguro. Pero no para cumplir servicio como submarino. Estábamos muy cerca de la superficie cuando esa borrasca se deslizó sobre nosotros. Pudimos hundirnos, y entonces... —McClellan se encogió de hombros.

—No hubo real peligro —respondió Hawthorne—. Hubiéramos podido salir por la escotilla con máscaras, estoy seguro, y permanecer flotando hasta que viniesen a recogernos de la estación... Eso, si Oscar y compañía no nos rescataban primero. Te has de dar cuenta de que no habría amenaza por parte de ninguna forma de vida nativa. Nos encuentran tan ponzoñosos como nosotros a ellos.

—¡Dices que no hubo peligro! —gimió McClellan—. Es que no has tenido en cuenta los cinco millones de pavos que vale la lancha...

Comenzó a silbar desentonadamente, mientras descendían en espiral para intentar otra aproximación. Era un hombre pequeño, robusto, vivaz, de rostro pecoso y cabello pajizo. Hawthorne le había conocido casualmente; por años fue uno de los pilotos que llevaban cargas entre las espacionaves en órbita y la Estación Venus: un tipo algo gallito, dado a fanfarronear y a narrar improbables relatos sobre sí mismo y lo que él llamaba la raza de las sombras. Pero en un viaje que compartieron desde la Tierra, había terminado mostrándole tímidamente películas tridimensionales de sus hijos, y describiéndole sus planes para abrir un pequeño establecimiento en Great Lake cuando llegara a la edad del jubileo.

Doy gracias al Señor por ser biólogo, pensó Hawthorne. La sainetesca decisión de aceptar o rechazar un trabajo de oficinas a los treinta y cinco años, todavía no ha llegado a mi campo. Espero seguir trazando cadenas ecológicas y contemplando auroras sobre el mar Fosfóreo a los ochenta, si puedo.

Mientras el bote oscilaba hacia adelante, vio a Venus por debajo. Uno jamás hubiera supuesto que un planeta completamente oceánico, sin tierra emergida, estuviera tan vivo. Pero allí había mil escenas climáticas, cada una con su propio millón de inquietos matices: el color de la luz, la variedad de los organismos vivos, en ninguna parte los mismos... Un mar en Venus no era una arbitraria sección de agua, sino un cinturón iridiscente en torno al mundo. Y luego contaban también el ángulo del sol, la iluminación nocturna, las brisas, las galernas y los tifones, las distintas estaciones, las mareas solares que no tenían barreras en sus treinta y dos mil kilómetros de marcha, y los grandes ritmos biológicos que los hombres todavía no comprendían. Realmente, uno podía sentarse durante cien años en un lugar, mirando, y no vería jamás la misma cosa dos veces. Y todo lo que viera sería hermoso.

El mar Fosfóreo fajaba el planeta entre los cincuenta y cinco y los sesenta y tres grados de latitud norte. Ahora, desde arriba, por la noche, había oscurecido en su color índigo, con salpicaduras de blanco; pero en el mismísimo borde del mundo tornaba al color negro en el norte y a un verde absolutamente claro por el Sur. De trecho en trecho, aparecían venas escarlatas por debajo de la superficie. Una isla flotante —una jungla retorcida sobre gigantescas algas nadadoras— se veía por arriba de un amarillo llameante, con una particular turbulencia. Hacia levante marchaba la borrasca, azul negra y relampagueante, el agua rugiendo en su estela. A poniente, las nubes inferiores estaban teñidas de rosa y cobre. Y por encima, la capa permanente del firmamento oscilaba desde un gris perla en el este hasta un blanco cegador en el oeste, donde ardía el siempre invisible sol. Un doble arco iris formaba un puente por el horizonte.

Hawthorne suspiró. Era estupendo volver.

El aire silbó bajo las resbaladizas alas del trasbordador. Luego tocó el agua con los pontones, rebotó, volvió a caer y marchó directo hacia la estación. Una ola de proa rompió contra los flotadores y salpicó hacia la cubierta superior y los edificios, que, giroestabilizados, ignoraron tal perturbación. Como siempre, la tripulación entera de la estación había salido a recibir al navío. Las llegadas solían espaciarse por meses.

—Fin del trayecto.

McClellan detuvo el navío, se soltó el cinturón, se puso en pie y forcejeó para colocarse el equipo respiratorio. Observó:

—Ya sabes, nunca me siento cómodo en estos aparatos.

—¿Por qué no? —Hawthorne, colgándose el tanque en sus hombros, miró sorprendido al piloto.

McClellan se ajustó la máscara, que cubría la nariz y la boca con una especie de casquete hermético de plástico celuloso. Ambos hombres ya se habían colocado las lentes de contacto, que filtraban los rayos ultravioleta sobre las pupilas.

—No me acostumbro a la idea de que no hay una molécula de oxígeno natural en cuarenta millones de kilómetros —confesó. El tubo respiratorio le apagó la voz, sonando para Hawthorne un acento ahogado—. Me sentiría más seguro con un traje espacial.

—De gustibus non disputandum est —dijo Hawthorne—, que se puede traducir como: «Sin la menor disputa, Gus está en el este». Yo no he estado jamás dentro de un traje espacial que no crujiera y oliese al sudor de otro sujeto.

A través de la portezuela vio un grande y largo torbellino azul en el agua, y una salpicadura de impaciente espuma. Una sonrisa asomó a sus labios.

—Oh, apuesto a que Oscar sabe que estoy aquí —dijo.

—Sí. Compañeros en cuerpo y alma —gruñó McClellan.

Salieron por la escotilla. Los oídos les zumbaron, mientras se ajustaban a la ligera diferencia de presión. Las máscaras filtraron algo de vapor de agua por motivos de comodidad y virtualmente todo el dióxido de carbono, porque allí había bastante como para matar a un hombre en tres sorbos. El nitrógeno, el argón y los rastros de otros gases pasaron, para mezclarse con el oxígeno del tanque respiratorio al ser inhalados. Ya existían unidades que electrolizaban el elemento vital de la Tierra sacándolo directamente del agua, pero hasta ahora eran demasiado pesadas e incómodas.

Un hombre en Venus hacía cuanto podía para tener un aparato de esos en funcionamiento en su lancha o en el muelle, con el fin de recargar la botella de su espalda cada pocas horas. A los recién llegados de la Tierra siempre les parecía un infernal estorbo, pero al cabo de una temporada en la Estación de Venus uno se acostumbraba y lo consideraba normal.

¿Se había vuelto un hombre más cuerdo? Hawthorne se lo había preguntado a menudo. Su última visita a la Tierra casi le había convencido.

El calor le golpeó como un puño. Había ya adoptado la vestimenta local: trajes flotantes y sueltos de materias sintéticas, diseñados para paliar la radiación ultravioleta —evitándole que le diera en la piel— y para no absorber el agua. Ahora hizo una pausa momentánea, se recordó que el hombre era un mamífero capaz de desenvolverse muy bien incluso a temperaturas más altas, y se relajó. El mar lamió sus pies desnudos cuando los plantó sobre un pontón. Sintió su frescor y de pronto dejó de acordarse del calor; lo olvidó por entero.

Oscar apareció. Sí, claro, era Oscar. Los otros cetoides —una docena poco más o menos— parecían más interesados por el ferry: lo olfateaban, frotando contra el metal sus suaves flancos, y apoyaban las aletas anteriores en el pontón, manteniendo alzadas sus abecerradas mitades superiores para mirarlo bien.

Oscar sólo prestó atención a Hawthorne. Alzó su abultada cabeza, olfateó los dedos de los pies del biólogo y lanzó salpicaduras de agua a seis metros de distancia.

Hawthorne se puso en cuclillas.

—Hola, Oscar —dijo—. No creías que volvería, ¿verdad?

Rascó a la bestia bajo la barbilla. Maldita sea si estos cetoides no tenían verdaderas barbillas. Oscar se puso panza arriba y rezongó.

—Pensaste que me dejaría pescar por alguna dama terrestre y me olvidaría de ti, ¿eh? —murmuró Hawthorne—. Dios te bendiga, gusano feo... ni soñar en ello. ¡Claro que no! No desperdiciaría mi tiempo terrestre “soñando” en abandonarte por una mujer... ¡lo haría! Vaya criatura horrible...

Rascó la piel gomosa precisamente detrás de la característica ampolla. Oscar chocó contra el pontón y se retorció de placer.

—Basta, ¿quieres? —dijo McClellan—. Todavía no tengo ganas de un baño.

Arrojó un cabo. Win Dykstra lo pilló al vuelo, lo enrolló en torno a un malacate y comenzó a cobrar cable. El ferry avanzó despacio hacia el muelle.

—Está bien, Oscar, está bien, está bien Llegué a casa. No nos pongamos tristes por ello —Hawthorne era un hombre alto, bastante huesudo, de cabellos rubio oscuro y un rostro prematuramente arrugado—. Sí, también traigo un regalo para ti, lo mismo que para el resto de la estación, pero déjame primero que deshaga las maletas. Te traje un patito de celuloide. ¡Vamos allá!

El cetoide hizo un ruido. Hawthorne estaba a punto de bajar por la escalerilla del muelle cuando volvió Oscar. Con gran cuidado, el cetoide empujó con suavidad los tobillos del hombre y luego, con torpeza —porque éste no era el muelle normal de comercio— sacó algo de la boca para depositarlo a los pies de Hawthorne. Después volvió a emitir un sonido y se alejó.

Hawthorne murmuró una profana maldición de asombro y sintió cómo los ojos le picaban un poco. Acababan de regalarle una de las más estupendas gemas de fuego que se habían visto en el planeta.

2

Después de oscurecer, la aurora se hizo visible. El sol está tan cerca y el campo magnético venusino es tan débil, que incluso en el ecuador el cielo parecía a veces entrecruzado por grandes pancartas de luz. Aquí en el mar Fosfóreo la noche era de un verdadero azul, con velos rosas y silenciosas y temblorosas fajas blancas. Y el agua misma brillaba por bioluminiscencia, cada onda entrelazada por fuegos fríos. Allí donde las gotitas chocaban contra la cubierta de la estación relucían durante unos minutos antes de evaporarse, como si unos dorados carbones hubieran sido desparramados al azar por toda su brillante circunferencia.

Hawthorne alzó la vista de la pared transparente de la sala de guardia.

—Es bueno haber vuelto —dijo.

—Oh, comprendo eso —afirmó Shorty McClellan—. Después del vino, y de las mujeres que compiten entre sí por la compañía de un encantador explorador interplanetario, siempre resulta bueno volver... Este hombre está loco.

El geofísico, Win Dykstra, asintió con seriedad. Era un hombre alto y mimbreño, holandés, cuyos ancestrales recuerdos eran de las tierras altas castellanas. Quizás por eso muchos de ellos se sentían siempre sin hogar.

—Creo comprenderte, Nat —dijo—. Leí entre líneas mi correo. ¿Están tan mal las cosas en la Tierra?

—En cierto modo.

Hawthorne se apoyó contra la pared, mirando hacia la noche de Venus.

Los cetoides jugueteaban en torno a la estación. Alegres formas de torpedo saltaban del agua, ferreando líquida radiación, arqueándose por encima y bajando en una especie de fuente que ardía. Luego surcaban el mar y se alejaban en un círculo de casi dos kilómetros de amplitud, rodando y tambaleándose. El cañonazo provocado por los golpes en el agua de los cuerpos y las aletas podía oírse aún a esa distancia.

—Ya me temía eso. No sé si quiero aceptar mi próximo permiso cuando lo tenga —dijo Dykstra.

McClellan parecía azorado.

—¿De qué estáis hablando, amigos? —preguntó—. ¿Qué hay de malo?

Hawthorne suspiró:

—No sé por dónde empezar —dijo—. Lo malo es, Shorty, que uno mira hacia la Tierra continuamente. Se vuelve de un viaje y se está allí durante semanas o meses antes de partir de nuevo. Pero nosotros... hemos ido cada tres, cuatro, cinco años a veces. Advertimos los cambios.

—Oh, claro —McClellan cambió el peso de su cuerpo arrellanándose intranquilo en su silla—. Claro, supongo que no estéis acostumbrados... bueno, a las pandillas, o a las multitudes, o al hecho de que han comenzado a racionar el espacio en América desde la última vez que han estado allí. Pero sin embargo, estáis bien pagados y vuestro trabajo tiene prestigio. Gozáis de privilegios especiales. ¿De qué os quejáis?

—Llámalo... la atmósfera, si quieres —contestó Hawthorne, y esbozó una sonrisa—. Parece como si Dios se hubiera olvidado de la Tierra.

Dykstra enrojeció:

—Dios no olvida —dijo—. Los hombres, sí.

—Lo siento, Win —se apresuró a decir Hawthorne—. Pero he visto... no sólo la Tierra. La Tierra es demasiado grande para ser alguna otra cosa que estadísticas. Visité mi propio país, el lugar en donde crecí. Y el lago en donde fui a pescar cuando niño, hoy es una granja de algas, y mi madre tiene que compartir una sola y triste habitación con una charlatana mujer cuya presencia ni siquiera puede soportar.

»Lo que es peor, han talado Bobolink Grove para poner en práctica otro de los mal llamados proyectos de viviendas, y las pandillas operan ahora a la luz del día. La escolta armada se ha convertido en una industria importante. Entro en un bar y no se ve ni un rostro feliz. Están allí todos, mirando estupefactos la pantalla de televisión y... —hizo una pausa—. No importa. Probablemente exagero.

—Yo diría que sí —afirmó McClellan—. Oh, yo puedo mostrarte lugares en donde no ha estado ningún hombre desde que los indios se fueron... si es naturaleza lo que deseas. No has estado jamás en San Francisco, ¿verdad? Bueno, ven conmigo a una taberna que conozco en North Beach y pasarás los mejores momentos de tu vida.

—Claro —dijo Hawthorne—. Lo que me extraña es, ¿por cuánto tiempo sobrevivirán esos fragmentos?

—Algunos indefinidamente —contestó McClellan—. Son propiedad corporativa. En estos días, P. C. significa haciendas privadas.

Win Dykstra asintió.

—Los ricos se hacen más ricos —dijo—, los pobres más pobres y la clase media desaparece. Eventualmente el Imperio se ha fosilizado. He leído historia... —miró a Hawthorne con ojos sombríos y pensativos—. El feudalismo medieval y el monasticismo evolucionaron dentro del dominio Romano: estaban allí cuando ese imperio se derrumbó. Me pregunto si un desarrollo paralelo puede estar tomando lugar en la Tierra. El feudalismo de las grandes organizaciones terrestres; el monasticismo de las estaciones planetarias, como ésta.

—Completo, con el celibato —McClellan hizo una mueca—. ¡Yo prefiero el feudalismo!

Hawthorne volvió a suspirar. Siempre había un precio. Los comprimidos supresores de la sexualidad y el recuerdo de los labios fervientes y de los brazos que te rodeaban en la Tierra eran a menudo un triste consuelo.

—No somos una buena analogía, Win —arguyó—. En primer lugar, vivimos por entero del comercio de joyas. Porque es beneficioso, se nos permite llevar a cabo el trabajo científico que nos interesa personalmente: eso es parte de nuestro salario, en efecto. Pero si los cetoides dejaran de traernos gemas, seríamos devueltos a casa tan de prisa que apenas nos daríamos cuenta del regreso. Ya sabes que nadie pagaría el coste fabuloso del transporte carguero interplanetario por puro altruismo científico; sólo lo pagan por los lujos.

Dykstra se encogió de hombros.

—¿Y qué? La economía es irrelevante con nuestro monasticismo. ¿Has bebido alguna vez benedictine?

—Ejem..., sí, lo entiendo. Pero también, somos célibes únicamente por necesidad. Nuestra gran esperanza es que eventualmente podamos tener nuestras propias mujeres.

Dykstra sonrió.

—No quiero acercar tanto la analogía —dijo—. Mi punto de vista es que nos sentimos sirviendo a un propósito mayor, un propósito cultural; en nuestro caso, la ciencia. Pero, sin embargo, es un propósito que vale por todo el aislamiento; eso, si consideramos al aislamiento como sacrificio.

Hawthorne parpadeó. A veces Dykstra era demasiado analítico. En realidad, pensó Hawthorne, los miembros del personal de la estación eran monjes. Win mismo... pero era un hombre apasionado, lo bastante afortunado para tener una mente sencilla. Hawthorne, con menos suerte, había pasado quince años sacudiéndose de encima su educación puritana y finalmente se dio cuenta de que nunca lo lograría. Había matado al Dios implacable de su padre, pero el fantasma siempre le perseguiría.

Ahora hubiera podido tratar de compensar la larga negativa de sí mismo mediante un permiso terrestre que fuese una continua orgía, pero el sentido del pecado le abrumaba, disfrazado de amargura. Yo he sido inicuo en la Tierra. Por tanto, la Tierra es un pozo de mal.

Dykstra continuó, con una innecesaria tensión en su voz:

—La analogía con los monasterios medievales es correcta en otro aspecto: ellos pensaron que se retiraban del mundo, pero en lugar de ello, se convirtieron en el núcleo de la siguiente etapa. Y nosotros también, involuntariamente hasta ahora, podemos haber cambiado la historia.

—Ajá —lanzó McClellan—. No se puede tener una historia sin próxima generación, ¿verdad? Pero no hay una sola mujer en todo Venus.

Hawthorne se apresuró a decir, para alejarse de sus propios pensamientos:

—Se hablaba de eso en las oficinas de la compañía. Les gustaría arreglarlo, si pudieran, para darnos más incentivos que nos hagan permanecer aquí. Creen que quizás sea posible. Si el negocio continúa en expansión la Estación tendrá que ser ampliada, y los nuevos técnicos y científicos podrían ser igualmente mujeres.

—Eso traería disgustos —afirmó McClellan.

—No si hubiese bastantes por aquí —dijo Hawthorne—. Y nadie de nosotros afirma haber abandonado cualquier esperanza de enriquecer su vida con un amor romántico, o incluso una paternidad.

—Podría hacerse —murmuró Dykstra—. Me refiero a la paternidad.

—¿Niños? —Hawthorne estaba asombrado—. ¿En Venus?

Una expresión de alegre triunfo destelló en el rostro de Dykstra. Hawthorne, recordando la sensibilidad de los años en que fueron íntimos, intuyó que Dykstra tenía un secreto, que quería gritar universalmente, pero aún no podía. Dykstra había descubierto algo maravilloso.

Para tantear una pista, Hawthorne dijo:

—Yo he estado muy atareado oyendo murmuraciones, casi no tuve tiempo para conversaciones vulgares. ¿Qué habéis aprendido de este planeta desde que me fui?

—Algunas cosas, bastante prometedoras —contestó Dykstra, evasivamente. Su tono, sin embargo, no era muy firme.

—¿Descubristeis cómo crear las gemas de fuego?

—Cielos, no. Si pudieran ser fabricadas sintéticamente... eso nos dejaría cesantes, ¿verdad? No... Pregúntale a Chris, si lo deseas. Pero sé que sólo ha establecido que son un producto biológico, como las perlas. En apariencia, están complicadas varias cadenas de bacteroides, que existen sólo en las profundas condiciones marítimas de aquí.

—¿Averiguasteis algo más del ciclo vital? —preguntó McClellan. Tenía aquélla mórbida fascinación del hombre espacial por los organismos que prescinden del oxígeno.

—Sí. Chris, Mamoru y sus colaboradores han desarrollado mucho de la química detallista —dijo Dykstra—. Eso cae sobre mi cabeza, Nat. Pero tú querrás estudiarla, y se han mostrado ansiosos de tu ayuda como ecólogo. Conoces ese asunto de las plantas, si es que se le puede llamar así, que utilizan energía solar para construir componentes no saturados, que las criaturas que llamamos animales luego reducen, ¿verdad? La reducción no siempre requiere oxígeno, Shorty.

—Conozco suficiente de química para comprender eso —dijo McClellan, con expresión dolorida.

—Bueno... De una manera general, las reacciones entrañadas no parecen lo bastante energéticas para impulsar animales del tamaño de Oscar. No se han podido identificar enzimas que... —hizo una pausa, frunciendo algo el ceño—. Bien, de cualquier manera, Mamoru llegó a sugerir la fermentación, la analogía terrestre más próxima. Y parece ser que los microorganismos realmente están envueltos en ella. Las enzimas venusinas son indistinguibles de los..., habrá que llamarles virus, por falta de nombre mejor. Ciertas formas incluso parecen funcionar como genes. ¿Qué te parece si lo definimos como simbiosis, ¿eh? Poniendo en el tono los ejemplos clásicos.

Hawthorne emitió un silbido.

—Me atrevería a decir que es un concepto muy fascinador —dijo McClellan—. Pero en cuanto a mí respecta, deseo daros prisa y entregaros la carga, para poder volver a casa. No es que no me gustéis vosotros, amigos, pero no sois exactamente mi tipo.

—Eso llevará unos cuantos días —dijo Dykstra—. Siempre ocurre.

—Bueno, mientras sean días terrestres, no venusinos.

—Puede que tenga una carta importantísima par» que la entregues —dijo Dykstra—. Todavía no he reunido los datos cruciales, pero puedes esperar si no hay otra cosa que hacer.

De pronto se estremeció de emoción.

3

En las largas noches se dedicaban a estudiar el material reunido durante el día. Cuando Hawthorne salió al sol, en medio de las brumas que humeaban a lo largo de las aguas púrpuras bajo un firmamento como de nácar, toda la estación pareció estallar hacia fuera, en su torno. Win Dykstra ya había salido con su nuevo ayudante, el pequeño Jimmy Cheng-Tung —el de la sonrisa esperanzada—, y su submarino de dos plazas estaba en el horizonte, recogiendo los datos de las unidades grabadoras del fondo del mar. Ahora las lanchas dejaban el muelle en todas direcciones: Diehl y Matsumoto para coleccionar falso plancton, Vassiliev tras alguna hermosa coralita en Erebus Bank, Lafarge para continuar su mapa de las corrientes, Glass dirigiéndose a investigar un poco más las nubes...

El trasbordador espacial había entregado su primera carga durante la noche. Shorty McClellan caminaba por la desnuda cubierta con Hawthorne y el capitán Jevons.

—Esperadme que vuelva a la puesta del sol local —dijo—. Es inútil venir antes, con todo el mundo fuera trabajando.

—Eso imagino...

Jevons, con el pelo blanco y digno, miró pensativo la nave de Lafarge que se retiraba. Cinco cetoides jugueteaban con su estela, saltando, salpicando y formando anillos al nadar alegremente en su torno. Nadie les había invitado, pero ahora pocos hombres se aventurarían a salir de la estación sin tal escolta.

Más de una vez, cuando ocurría un accidente —y sucedían más a menudo que en un planeta grande y variado como la Tierra—, los cetoides habían salvado vidas. Un hombre podía cabalgar a lomos de uno de esos animales, si sucedía lo peor; pero más a menudo varios trabajarían para mantener la nave estropeada a flote, como si supieran lo que costaba transportar una lancha de remos a través del espacio.

—Me encantaría ir a buscar tesoros —dijo Jevons, soltando una risita—, pero alguien tiene que ocuparse del almacén.

—Uf... ¿Qué tal recibieron el último género los venusinos? —preguntó McClellan—. La joyería de plástico.

—No la recibieron —contestó Jevons—. Simplemente la ignoraron... demostrando, por lo menos, que tienen buen gusto. ¿Quieres volver a llevarte las baratijas?

—¡Dios mío, no! Tiradlas al océano. ¿Podéis recomendarme alguna otra cosa? ¿Algo que penséis que podrá gustarles?

—Bueno —contestó Hawthorne—, he especulado sobre las herramientas que pudieran usar, diseñadas para ser utilizadas con la boca y...

—Sería mejor que experimentásemos eso aquí mismo, antes de traer muestras de la Tierra —anunció Jevons—. Soy por naturaleza escéptico. ¿Para qué le serviría un martillo o un cuchillo a un cetoide?

—En realidad —dijo Hawthorne— más bien pensaba en una sierra. Para cortar bloques de coralita y construir cobijos en el fondo del mar...

—¿Te parece que los harán? —preguntó McClellan, estupefacto.

—No lo sé —dijo Hawthorne—. Sabemos muy poco. Probablemente los cobijos no funcionarían contra el clima submarino... aunque tampoco sería una cosa absolutamente fantástica. En las profundidades hay corrientes frías, estoy seguro. Lo que yo pensaba era... Bien, he visto cicatrices en muchos cetoides, como marcas de dientes hechas por algo gigantesco.

—Es una idea —sonrió Jevons—. Es estupendo tenerte de vuelta pensando, Nat. Y resulta honrado para ti mostrarte voluntario para efectuar tu guardia en la estación en primer lugar, después de tu regreso. Eso no era de esperar de tu parte.

—Ah... Tiene recuerdos que ablandarán la monotonía —dijo McClellan—. Le vi en un lugar de mujerzuelas en Chicago... ¡Hermano, se lo estaba pasando en grande!

Las máscaras respiratorias ocultaban la mayor parte de las expresiones, pero Hawthorne notó que sus oídos se enrojecían. Jevons se preocupaba de sus propios asuntos..., pero era anticuado, y era más parecido a un padre que aquél implacable hombre vestido de negro, a quien Hawthorne recordaba de manera confusa. Nadie jamás fanfarroneaba de sus canitas al aire en la Tierra en presencia de Jevons.

—Quiero meditar sobre los nuevos datos bioquímicos y trazar un programa de investigaciones basado en ellos —se apresuró a decir el ecólogo—. Y, también, renovar mi amistad con Oscar. Realmente me sentí conmovido cuando me dio esa gema. Me sentí un canalla al entregársela a la Compañía.

—Al precio que la pagarán, yo también me sentiría un canalla —dijo McClellan.

—No, no me refería a eso. Quise decir... Oh, bien, no importa. Vete de una vez.

Hawthorne y Jevons se quedaron mirando cómo la espacionave se alejaba por el agua. Se elevó lentamente al principio... mucho fuego y ruido; luego una aceleración gradual. Pero cuando hubo perforado las nubes, se convirtió en un meteoro en vuelo invertido. Y aún se movió más de prisa, dejando una estela a través del plomizo y espeso cielo del planeta, hasta que quedó muy alto en el firmamento.

Las nubes no parecieron grises, sino de un blanco cegador para el hombre a bordo. A muchas millas de altura, incluso el aire de Venus se hacía fino y perforantemente frío, y el vapor de agua se congelaba. Ese espectro de absorción no había revelado a los astrónomos terrestres que este planeta era simplemente agua. Los primeros exploradores habían esperado un desierto, y en su lugar encontraron un vasto océano. Pero aún McClellan cabalgaba en el relámpago de su caballo más de prisa y más alto, adentrándose en un fulgor de constelaciones.

Cuando hubo desaparecido el morro del cohete, Hawthorne salió de su ensueño y dijo:

—Por lo menos hemos creado una cosa hermosa con nuestra ingenuidad... sólo una, el viaje espacial. No estoy seguro de cuánta crueldad y destrucción compensa eso.

—No seas tan cínico —contestó Jevons—. La humanidad también creó las sonatas de Beethoven, los retratos de Rembrandt, los dramas de Shakespeare... y tú, entre todas las personas, serías capaz de hacer una rapsodia sobre la belleza de la ciencia en sí.

—Pero no de la tecnología —dijo Hawthorne—. La ciencia, como puro conocimiento ordenado, sí. Yo me pongo en la fila allí, junto a lo que hayan hecho tus Beethovens y tus Rembrandts. Pero este asunto de la maquinaria, calibrando un planeta para que más gente pruebe a pulular...

Era bueno haber vuelto con Jevons, pensó. Uno podía atreverse a hablar en serio al capitán.

—Te has estado entristeciendo en tu soledad —afirmó el anciano—. Deberías ser de otra manera. Eres demasiado joven para la tristeza.

—Mis ancestros son de Nueva Inglaterra —Hawthorne trató de sonreír—. Los cromosomas insisten en que yo debo desaprobar algo.

—Yo tengo más suerte —contestó Jevons—. Como hace un par de siglos Pastor Grundtvig, he hecho un maravilloso descubrimiento. Dios es bueno.

—No es sabio enseñar romanticismo a los cetoides —le recordó Hawthorne—. Admito que muestran un grado de inteligencia, pero...

—Lo sé: no construyen espacionaves. No tienen manos, y claro, les es imposible preparar fuego. Ya he oído eso antes, capitán. Lo he discutido centenares de veces aquí, y en la Tierra. Pero, ¿cómo podemos afirmar quá hacen y no hacen los cetoides en el suelo marino? Pueden permanecer debajo del agua durante muchos días cada vez, recuérdelo. E incluso aquí arriba; yo he contemplado esos juegos de «apéndice» a que ellos se dedican. Son, en algunos aspectos, juegos muy notables.

—Juro que puede haber un sistema, demasiado intrincado para que tenga mucho sentido para mí, pero un claro sistema sin embargo. Una forma de arte, como nuestro ballet, pero utilizando el viento, unas corrientes y las olas para bailar. ¿Y cómo consideras tú su despliegue de gusto y de discriminación en la música? Tienen un gusto individual, como el que muestra Oscar hacia esas viejas cintas de jazz. Y Sambo no quiere acercarse a ellas, pero en cambio pagaría quilate por quilate si le proporcionases algo de Buxtehude... ¿Por qué comerciamos con esas cosas?

—Un nido de ratas el comercio con la Tierra —dijo Jevons.

—Ahora no te muestras muy limpio. La primera expedición que atracó aquí pensó también que era la psicología de un nido de ratas... los cetoides arrebatando tonterías brillantes de la cubierta inferior y dejando pedazos de concha, coralita... y finalmente joyas. Claro, sé todo eso. Pero ahora el asunto se ha convertido en un sistema de precios demasiado intrincado. Los cetoides son muy agudos en la materia... honestos, pero agudos. Han comprendido hasta el milímetro nuestra escala de valores: desde una concha de caperuza a una gema de fuego. Completamente al milímetro ... fíjate bien en eso.

»Ahora bien, ¿por qué unos meros animales desearían cintas de música, cerradas herméticamente dentro de un plástico y comandadas por una célula termoiónica? ¿O para qué querrían reproducciones de nuestras grandes obras de arte, hechas a prueba de agua? Y las herramientas, ¿no les servirían? A menudo se les ve auxiliarse por escuelas de pececitos especializados, que rodean a las criaturas marinas, matándolas y despedazándolas, en una especie de cosecha. No necesitan manos, capitán: ¡utilizan herramientas vivas!

—Llevo aquí muchísimos años —comentó Jevons con sequedad.

Hawthorne se ruborizó.

—Lo siento. He dado ese sermón con tanta frecuencia en la Tierra, a gente con la que ni siquiera tenía tratos, que se me ha convertido en un reflejo.

—No era mi intención rebajar a nuestros húmedos amigos —dijo el capitán—. Pero sabes tan bien como yo que todos estos años de lucha intentando alguna comunicación con ellos, símbolos, señales... todo fracasó.

—¿Está seguro? —preguntó Hawthorne.

—¿Qué?

—¿Cómo sabe que los cetoides no han aprendido nuestro alfabeto, sacado de esos letreros?

—Bueno... después de todo...

—Han podido tener sus buenos motivos para no aceptar en sus fauces un lápiz grasoso con el que garrapatear los mensajes. Quizá sea un cierto grado de desconfianza. Enfrentémonos a ello, capitán: nosotros somos los seres extraños aquí, los monstruos. O quizá simplemente no sientan interés: nuestras naves son divertidas y vale la pena el comercio, pero nosotros mismos parecemos torpes. Oh, además... y creo que ésta es la explicación más probable: nuestras mentes son demasiado extrañas. Considera los dos planetas, lo diferentes que son. ¿Cómo esperarías que fuese parecida la manera de pensar entre dos razas totalmente distintas?

—Una especulación interesante —dijo Jevons—. Aunque, claro, no es nueva.

—Bueno, iré a ver los últimos chismes que les tenemos preparados —dijo Hawthorne.

Caminó unos pasos, pero se detuvo y giró en redondo.

—Ya sabes —dijo—, estoy portándome como un estúpido. Oscar se comunicó con nosotros la noche pasada. Un mensaje perfectamente ambiguo, en la forma de una gema de fuego.

4

Hawthorne pasó ante una de las pesadas ametralladoras, cargada con balas explosivas. Despreciaba la norma de que debía mantenerse siempre preparado todo un arsenal. Si los hombres querían amenazar a Venus, ¿qué arma mejor y de consecuencias más impersonales que la ignorancia?

Siguió adelante por el muelle comercial. Su metal relucía, casi pulido. Unos recipientes en forma de cesto habían sido descargados por la noche, con mercancías comunes. Muchas veces se incluían grabaciones e imágenes que los cetoides ya conocían, pero que siempre parecían desear con ansiedad. ¿Era un deseo individual, o distribuían esas cosas en torno a su mundo, en el equivalente submarino de museos o bibliotecas?

Luego había unos cuantos recipientes de plástico con cloruro de sodio, amoníaco y otras materias primas, cuyo sabor era apreciadísimo por los cetoides, por lo menos en apariencia. A falta de continentes que vertiesen sales en el mar, el océano venusino estaba menos mineralizado que los de la Tierra y esos productos químicos resultaban exóticos. Sin embargo, los cetoides habían rechazado unos bulbos de plástico con ciertos componentes, tales como los permanganatos... y más tarde la investigación bioquímica demostró que tales productos resultaban venenosos para la vida venusina.

Pero ¿cómo habían sabido tal cosa los cetoides, sin siquiera romper un bulbo entre sus dientes? Simplemente lo supieron, eso era todo. Los sentidos y la ciencia humanos no agotaban toda información en el cosmos. La lista normal de mercancías había llegado a incluir unos cuantos juguetes, como pelotas flotadoras, que los cetoides utilizaban para algunos juegos de apariencia ruda; y especialmente sistemas de vendaje especiales, para curar las heridas...

Oh, nadie dudaba que Oscar era mucho más inteligente que un chimpancé, pensó Hawthorne. El problema había sido siempre: ¿era tan inteligente como un humano?

Apiló los cestos y sacó las pagas corrientes que habían sido dejadas en ellos. Eran gemas de fuego, pequeñas y perfectas... o grandes y deformes. Una era a la vez enorme e impecable, como una redonda gota de arco iris. Habían muestras especialmente bellas de coralita —que se convertirían en adornos en la Tierra— y varias clases de bivalvos exquisitos.

Habían muestras de vida marina para el estudio, la mayor parte de ellas jamás vistas antes. ¿Cuántos millones de especies puede contener un planeta? Se veían unas cuantas herramientas, que habían caído al agua y sólo ahora se veían libres de suciedad, debido a las movedizas corrientes. También un montón de algo inidentificable, ligero, amarillo y grasiento al tacto; quizás un producto biológico como el ámbar gris, posiblemente de escaso interés... o quizás fuera una pista para descubrir un campo enteramente nuevo en química. En las cajas de recolección de Hawthorne parecían estar depositados los residuos de todo un mundo.

Todo lo que fuera novedad tenía un valor fijo bastante pequeño. Si los humanos las tomaban en la próxima oferta, su precio subiría, y así hasta llegar un valor estable, no demasiado escarpado para los terrestres ni tan bajo que no valiera la pena ni la molestia para los cetoides. Fue sorprendente descubrir con cuánto detalle se puede negociar sin emplear idioma alguno.

Hawthorne vio emerger a Oscar. El gran compañero había alzado el morro cerca del muelle y ahora yacía idílicamente agitando la cola. La aleta azul a lo largo de su convexa espalda era agradable de contemplar.

—Oye —murmuró Hawthorne—, durante años la Tierra entera ha estado burlándose de vosotros por darnos artículos casi inapreciables a cambio de unas baratijas sin valor, pero... he comenzado a preguntarme si el sentimiento no sería recíproco. ¿Son muy raras las gemas de fuego en Venus?

Oscar hizo un pequeño pucherito y uno de sus maliciosos ojillos emitió un destello. Una expresión curiosa le cruzó el rostro. Indudablemente sería muy poco científico considerar la mueca como una sonrisa..., pero Hawthorne estaba convencido de que lo que Oscar pretendía presentarle era eso.

—Está bien —dijo—. Está bien. Ahora veamos lo que piensas de nuestros nuevos y maravillosos productos, que os hemos traído después de años de investigación sobre una forma de que viváis mejor. Todas y cada una de estas mercancías, damas y caballeros cetoides, ha sido comprobada en nuestros maravillosos laboratorios, y no creo que sea fácil encontrar una forma de quebrantar la patente en terreno particular. Ahora...

Las burbujas musicales de Schönberg habían sido rechazadas. Quizá habrían gustado otros atonalistas, pero con las escasas relaciones de masa espacial por viaje que traía carga, el experimento no se efectuaría durante largo tiempo. Por otra parte, una cinta de canciones tradicionales japonesas había desaparecido; dejaron a cambio dos gemas de varios quilates, el doble del precio normal de una novedad: eso indicaba que algún cetoide estaba pidiendo más de lo mismo.

Como siempre, los artistas pictóricos contemporáneos fueron rechazados, pero Hawthorne estuvo de acuerdo —no eran tampoco de su gusto—. Ningún cetoide quería a Picasso —período central—, aunque Mondrian y Matisse se habían vendido bien. Una muñeca fue aceptada pero a bajo valor, un pequeño trozo de mineral. Eso significaba «Está bien, nosotros —¿yo?— nos quedaremos con esto como muestra, pero no se molesten en traernos más».

Una vez más, los libros ilustrados a prueba de agua habían sido rechazados. Después de los primeros, los cetoides nunca compraron libros. Era algo muy peculiar de su idiosincrasia, algo que entre otros detalles había conducido a muchos investigadores a dudar de su inteligencia básica y de su percepción.

Eso no concuerda, pensó Hawthorne. No tienen manos, así que un texto impreso no es natural para ellos. Tal vez a causa de su belleza... o interés, o humor, o lo que saquen de ello, algunas de nuestras mejores obras de arte valgan la molestia de llevarlas bajo el agua y conservarlas. Pero si fueran generando un registro de hechos, quizá puedan poseer métodos más convenientes para ellos que un libro escrito. ¿Cómo cuáles? Sólo Dios lo sabe. Quizá tengan memorias perfectas. Puede que, por pura telepatía o algo por el estilo, escriban sus mensajes en la estructura cristalina de unas piedras en el lecho oceánico...

Oscar se afanó a lo largo del muelle, siguiendo al hombre. Hawthorne se puso en cuclillas y frotó la frente lisa y húmeda del cetoide.

—Eh, ¿qué piensas de mí? —preguntó en voz alta—. ¿Te preguntas si yo pienso? Está bien. Está bien. Mi raza bajó del firmamento y construyó las casas flotantes de metal, y trajo toda clase de mercancías curiosas. Pero las hormigas y las termitas tienen unos sistemas de comportamiento muy intrincados, aun sin ser inteligentes, y en Venus tenéis cosas similares.

Oscar rezongó y olfateó los tobillos de Hawthorne. Lejos en el mar, su gente estaba jugando con la espuma que ardía —blanco contra el púrpura de las aguas—, arqueándose hacia el firmamento y volvendo a caer. Aún más lejos, en el brumoso límite de la visión, unos cuantos adultos estaban trabajando, pastoreando un cardumen de peces con la ayuda de tres especies domesticadas. Parecían disfrutar con el trabajo.

—No tienes derecho a ser tan listo como eres, Oscar —dijo Hawthorne—. Se supone que la inteligencia evoluciona en respuesta a un rápido cambio de ambiente, y se cree que el mar no es lo suficientemente inestable para provocarla. Bueno, quizás el mar terrestre no lo sea. Pero esto es Venus, y ¿qué sabemos de Venus?

»Dime, Oscar ¿acaso vuestros peces tipo perro y tipo ganado son esclavos animales de cerebro escaso, como ciertos insectos utilizados por las hormigas, o son verdaderos animales domésticos, conscientemente adiestrados? Tiene que ser esto último. Seguiré insistiendo que lo es, aunque las hormigas desarrollen un interés por Van Gogh y Bieder Becke.

Oscar emitió un sonido, salpicando a Hawthorne con espumas carbónicas del agua; la espuma creció espectacularmente y brilló en su piel. Un viento leve cruzó el mundo, absorbiendo la humedad de sus ropas. Suspiró. Los cetoides eran como niños; jamás se estaban quietos... otro motivo por el que muchos psicólogos los catalogaban sólo unos centímetros por encima de los monos terrestres.

Una conclusión lógica, pero sin garantías, por decir algo. Al paso rápido de la vida venusina, se alzarían asuntos urgentes en cuestión de segundos. O, incluso si los cetoides fuesen simplemente unos seres caprichosos, ¿podría considerárselos estúpidos? El hombre es una bestia de paso pesado, que siempre olvida cómo jugar y cuando no, se le está siempre recriminando el hecho. Aquí en Venus podrían ser por naturaleza más amantes de la alegría de vivir...

No debería rebajar a mi propia especie tal y como lo hago, pensó Hawthorne. Caería en aquello de menospreciar todos los siglos excepto éste, y todos los países excepto el mío. Somos distintos de Oscar, eso es todo. Pero aún aceptando lo anterior, ¿es acaso él peor que nosotros?

Enfocó su mente al constante problema de diseñar una sierra que pudiese manejar un cetoide. ¿Man-ejar? ¿Man-ipular? No, cuando todo lo que éste tenía era la boca. Pero si la especie aceptaba tales herramientas en comercio, se habría dado un gran paso para demostrar que eran comparables a los hombres. Y si no las aceptaban, sólo mostraría que tenían otros intereses, no necesariamente inferiores.

Sería del todo concebible. La raza de Oscar era más intelectual que la humanidad, ¿por qué no? Sus cuerpos y su medio ambiente les liberaban de ayudas materiales tales como el fuego, la piedra labrada, la fundición de metal o los ideogramas. ¿Acaso esto no podía permitir a sus mentes a adoptar canales más sutiles? Tal vez fueran una raza de filósofos, incapaces de hablar con el hombre porque hacía mucho tiempo que habían olvidado la charla infantil...

Por supuesto, era una hipótesis muy rebuscada. Pero permanecía el hecho indiscutible de que Oscar era mucho más que un animal listo, aun cuando no estuviese al nivel del hombre.

Sin embargo, si la gente de la raza de Oscar había evolucionado para, digamos, llegar a un equivalente del pitecántropo, lo habían logrado porque algo en las condiciones de Venus otorgaba un premio a la inteligencia. El mismo factor debía continuar operando. Dentro de otro medio millón de años, poco más o menos, los cetoides casi con seguridad tendrían tanto cerebro y alma como el hombre de hoy... y el hombre mismo podía haberse extinguido o degradado. Quizá más alma... más sentido de belleza, de piedad y de alegría, si uno extrapolaba desde su presente conducta.

En resumen, Oscar era: a) igual al hombre; o b) superior al hombre; o c) una especie en camino de ascenso, y sus descendentes con el tiempo lograrían a) y luego b). ¡Bienvenido, hermano mío!

El muelle vibró. Hawthorne volvió a mirar hacia abajo. Oscar había vuelto. Estaba olfateando el metal con impaciencia y haciendo gestos con sus aletas anteriores. Hawthorne se acercó y le miró. Oscar curvó su cola y echó la espalda hacia atrás, todo el tiempo haciendo gestos.

—¡Eh, espera! —Hawthorne comprendió la idea. Sintió esperanzas—. Aguarda. ¿Quieres que vaya contigo a dar un paseo? —preguntó.

El cetoide parpadeó con ambos ojos. ¿Era el parpadeo una comprensión o una afirmación? Y si era así, ¿verdaderamente Oscar habría comprendido las palabras?

Hawthorne se apresuró a sacar el electrolizador de oxígeno. El equipo de buceo estaba almacenado en un armario cercano. Se colocó un traje de goma flexible, que retendría el calor de su cuerpo. Conteniendo el aliento abrió la máscara, quitó la conexión del mezclador de aire que llevaba y puso un par de frascos de oxinitro en su lugar, convirtiéndola de ese modo en una escafandra autónoma.

Por un momento dudó. ¿Debería informar a Jevons, o por lo menos llevar a dentro las cajas de recolección? ¡No, al diablo con todo! Esto no era la Tierra, en donde uno no puede dejar una botella de cerveza vacía sin que se la robasen. Oscar podía perder la paciencia. Los venusinos... —oh, maldita sea, les llamaría así y al diablo con la precaución científica— habían rescatado a varios en apuros, pero jamás se habían ofrecido a llevarlos sin un propósito utilitario. El pulso de Hawthorne latió con fuerza.

Volvió corriendo. Oscar estaba a nivel del muelle. Hawthorne montó sobre él, cogiéndose a la pequeña aleta cervical y apoyando la espalda contra la dorsal, potente y musculosa. El largo cuerpo resbaló desde la estación. El agua burbujeó sensual en torno a los pies desnudos de Hawthorne. Allí donde su rostro no iba enmascarado, el viento le resultaba fresco. La espuma sobre Oscar se desprendió, formando estela en el agua como una especie de adiós.

El desplazamiento era tan suave que Hawthorne se asombró al mirar hacia atrás al rato y ver la estación a unos diez kilómetros de distancia. Entonces Oscar se sumergió.

Hawthorne se había zambullido muchas veces, tanto en el trabajo extensivo con los submarinos como dentro de las campanas. No se sorprendió ante la violenta claridad de los primeros metros, ni del enriquecimiento de la oscuridad al seguir bajando. Los peces dorados que pasaban por su lado como irisados cometas le resultaban familiares. Sin embargo, jamás había sentido el juego vivo de unos músculos entre sus muslos, y de pronto supo por qué unos pocos hombres ricos de la Tierra seguían conservando caballos.

Cuando se encontró en la fresca, silenciosa y absoluta oscuridad, notó cómo Oscar comenzaba a acelerar. Casi se vio arrojado de los lomos del cetoide por la corriente; se perdió en la aguda alegría del nado. Usando los otros sentidos en lugar de la visión, se daba cuenta de que serpenteaban a través de cuevas y cañones en las enterradas montañas. Habría pasado una hora cuando una luz brilló ante él, una chispa. Llevó otra media hora llegar a su fuente.

Con frecuencia había visto bancos de coralita luminosos..., pero jamás éste. No estaba muy lejos de la estación, dada la enormidad de las distancias venusinas; pero incluso un radio de treinta y cinco kilómetros comprendía un gran territorio y los hombres no habían tenido ocasión de estar allí. Y un arrecife ordinario en Venus era muy parecido a su contrapartida terrestre: una jungla rasgada de espigas, acantilados y grutas, una belleza fantasmal y desorganizada.

Pero aquí la coralita tenía forma. Una ciudad de nácar se abrió ante Hawthorne.

Después no pudo recordar qué aspecto tenía. Los formatos eran tan extraños, que su cerebro no estaba adiestrado para registrarlos. Recordó que había unas delicadas columnas como flautas, cámaras arqueadas con paredes llenas de arabescos, una pila de limpias masas en un lugar... y en otra parte una ironía gótica. Vio torres que subían en espiral como el cuerno de un narval, arcos y fortalezas de frágil filigrana..., y una unidad por encima de todo, a la vez tan ligera, tan complicada y tan fuerte como una inmensa marea que circundara el mundo, inmensa, compleja y serena.

Un centenar de especies de coralita —cada cual con su resplandor propio— estaban fundidas para hacer que el lugar apareciera como un juego sutil de color: cálidos rojos y helados azules, y vivos verdes y amarillos contra la negrura oceánica. Y de alguna fuente, nunca supo cuál, venía un débil sonido cristalino, una continua sinfonía en contrapunto que no comprendió pero que le recordaba las flores congeladas de las ventanas de la casa donde transcurrió su infancia.

Oscar le permitió que nadara con libertad y que mirase cuanto quisiera. Vio a unos cuantos cetoides vagando también por allí, a menudo acompañados por jóvenes. Pero con evidencia, no vivían en aquel lugar. ¿Sería esto un cementerio, una galería de arte, o... alguna especie de monumento? Hawthorne no pudo descifrarlo. El sitio era de ingente extensión; llegaba hacia abajo más allá de lo que podía ver, más lejos de lo que había ido antes con peligro de que la presión le matara: por lo menos descendía un kilómetro hacia el fondo del mar. Sin embargo, este maravilloso lugar jamás habría sido hecho por ninguna razón práctica. ¿O sí? Quizá los venusinos mantuvieran lo que la Tierra había olvidado, desde los antiguos griegos: que la contemplación de la belleza es esencial para la vida meditativa.

Esa mezcla submarina de todo lo que era constructivamente hermoso, no podía ser un accidente de la naturaleza, pero tampoco había sido excavado de alguna montaña preexistente. Por muy de cerca que la mirase, el fuego sin llamas no entorpecía su visión con el brillo y Hawthorne no encontró rastros de cincel o de molduras. Sólo pudo decidir que de algún modo desconocido la raza de Oscar había creado aquella cosa.

Se perdió en las bóvedas. Fue Oscar quien finalmente le dio un golpecito... para recordarle que sería mejor que volviera, antes de que le escaseara el aire. Cuando llegaron al muelle y Hawthorne hubo descendido, Oscar pasó su morro por el pie del hombre, muy brevemente —como un beso—, y luego armó un tremendo ruido con su salpicadura.

5

Cerca de la hora cuarenta y tres del período de luz diurna, volvieron las lanchas. En su mayoría habían estado en turno rutinario; traían unas cuantas docenas de descubrimientos, libretas e instrumentos llenos de datos para ser examinados y quizá comprendidos. Los hombres desembarcaron cansados, descargaron las naves, colocaron sus hallazgos en orden y salieron para comer y descansar. Más tarde llegarían las sesiones comentadas.

Win Dykstra y Jimmy Cheng-Tung habían vuelto más pronto que la mayoría, con miles de metros grabados. Hawthorne supo de una manera general lo que habían estado haciendo. Mediante sismógrafos, ondas sónicas, estudios del núcleo, análisis minerales, medidas de la temperatura y de la radioactividad y un centenar de otras facetas, trataban de comprender la estructura interna del planeta. Formaba parte de un antiguo enigma; Venus tenía el ochenta por ciento de la masa de la Tierra y su composición química era casi idéntica.

Los dos planetas deberían haber sido gemelos. En cambio, el campo magnético venusino era tan débil que las brújulas de hierro resultaban inútiles; la superficie era tan lisa que ninguna tierra se alzaba por encima del agua; la actividad volcánica y sísmica no sólo era mínima, sino que se mostraba inobjetablemente distinta en sus medios de expresión; flujos de lava y ondas de choque aquí tenían sus propias leyes. Las rocas eran de tipos singulares y de distribuciones también raras. Y había una galaxia de otros tecnicismos que Hawthorne no intentó seguir.

Jevons había observado ya que por algún motivo Dykstra se encontraba más y más excitado en las últimas semanas. El holandés era un científico del tipo precavido, que jamás decía una palabra sobre sus resultados hasta que los consideraba seguros y por encima de toda discusión. Se había pasado días sin fin metido en cálculos. Cuando alguien finalmente insistía en ocupar la computadora, Dykstra a menudo continuaba calculando con un lápiz. Era de suponer que se encontraba en buen camino para resolver el problema geológico de Venus.

—¿O el afroditológico? —había murmurado Jevons—. Pero conozco a Win. Hay algo más detrás de esto que la curiosidad, o la posibilidad de la gloria. Tiene algo importante entre manos, y muy cerca de su corazón. ¡Espero que no le lleve demasiado tiempo!

Hoy Dykstra había bajado precipitadamente las escaleras y jurado que nadie ocuparía el computador hasta que hubiera terminado. Cheng-Tung permaneció por allí durante un rato, le trajo bocadillos y finalmente subió a cubierta con el resto de la gente para ver el regreso de Shorty McClellan.

Hawthorne le interrogó:

—Eh, Jimmy —dijo—. No necesitas mantener esa conducta misteriosa. Te encuentras entre amigos.

El chino sonrió.

—No tengo derecho a hablar —dijo—. Soy sólo el aprendiz. Cuando tenga mi doctorado, entonces me oirás conversar. Luego desearás que hubiera conservado algo de la inescrutabilidad propia de los orientales.

—Sí, pero... infiernos, es esperable que vayáis pergeñando un contorno general —dijo Hawthorne—. Tengo entendido que Win ha estado calculando con anticipación qué clase de datos debería conseguir si su teoría fuera cierta. Ahora está reduciendo esas especulaciones deductivas para compararlas. Así que, ¿cuál es su teoría?

—No hay nada secreto en esencia —contestó Cheng-Tung—. Es sólo una confirmación de una hipótesis hecha hace más de un centenar de años, antes de que nadie hubiera siquiera abandonado la Tierra. La idea es que Venus tiene un núcleo distinto al de nuestro planeta, y esto explicaría las grandes diferencias que hemos observado. El doctor Dykstra ha estado elaborándolo y los datos hasta ahora han confirmado sus suposiciones. Hoy tomamos lo que pueden ser las mediciones cruciales; principalmente los ecos sísmicos de las bombas de profundidad que hicimos estallar en los pozos submarinos.

—Hum. Sí, sé algo de eso.

Hawthorne miró hacia el océano. No se veían cetoides. ¿Habrían bajado a su hermosa ciudad? Y de ser así, ¿por qué? Es algo bueno que las preguntas no encuentren respuesta, se dijo. Si no hubiese ya más enigmas en Venus, no sabría qué hacer con su vida.

—El núcleo aquí se supone considerablemente más pequeño y menos denso que el de la Tierra, ¿verdad? —prosiguió.

No era muy grande su curiosidad, pero quería entablar conversación mientras esperaban a la espacionave. El joven chino había arribado en el mismo navío que se llevó a Hawthorne a casa de permiso. Ahora estarían juntos largo tiempo, y resultaba adecuada una rápida amistad. Le parecía de todas maneras un individuo simpático.

—Cierto —asintió Cheng-Tung—. Aunque «supuesto» es una palabra equívoca. La acepción general fue demostrada de manera satisfactoria hace algún tiempo. Desde entonces el doctor Dykstra ha estado estudiando los detalles.

—Me parece haber oído en algún lugar que Venus podría carecer en absoluto de núcleo —dijo Hawthorne—. No hay bastante masa para que efectúe la presión suficiente, o algo por el estilo. El planeta debería tener un continuo carácter rocoso hasta el centro, como Marte.

—Su memoria no es del todo correcta —afirmó Cheng-Tung; el sarcasmo era gentil e inofensivo—. En realidad, la situación resulta una pizca complicada. Vea, si se utilizan las leyes cuánticas para calcular la curva de presión en el centro de una masa planetaria, no se obtiene una cifra sencilla. Hasta las ocho décimas partes de una masa terrestre, la relación sube en forma normal, pero hay un cambio que se ha llamado el punto Y. La curva se aplana, como si la masa fuese decreciendo con el aumento de presión, y sólo después de que ha retrocedido una cierta cantidad, equivalente al dos por ciento de la masa terrestre... la curva reasume una segura elevación.

—¿Qué ocurre en ese punto Y? —preguntó Hawthorne bastante distraídamente.

—La fuerza es lo bastante importante para empezar a colapsar la materia central. Primero los cristales, que ya han asumido su forma más densa posible, se rompen por completo. Y luego, cuando más masa se añade al planeta, los átomos mismos colapsan. No su núcleo, claro; eso requeriría una masa del orden de la de una estrella. Pero las órbitas de los electrones se ven aplastadas a su mínima expresión. Sólo cuando esta etapa de degeneración cuántica se ha alcanzado, cuando los átomos ya no ceden más, y forman una sopa con los núcleos, con una gravedad específica mayor que diez... sólo entonces aumentará de nuevo la masa con una elevación firme en la presión interna.

—Ejem..., sí. Recuerdo haber oído a Win hablar de eso, hace algún tiempo. Pero nunca le gustaba conversar gratuitamente, excepto ante unos cuantos especialistas. De otro modo se hubiera producido un debate sobre la historia. Supongo, pues, que Venus tiene un núcleo que no se ha desplomado tanto como podía haber ocurrido, ¿verdad?

—Exactamente. A la temperatura interna que posee, Venus apenas ha superado el punto Y. Si se añadiera algo más de masa a este planeta de alguna manera, su radio disminuiría en lugar de aumentar. Esto, aunque no muy incidentalmente, explica bastante bien las peculiaridades observadas. Se puede ver cómo la concreción del material al principio, cuando se formaron los planetas, llegó a un punto en donde Venus empezó a hundirse... y luego, tan rápido como ocurrió, se detuvo, no llegando a la densidad máxima del núcleo y por tanto a un rápido incremento del tamaño, como sucedió en la Tierra.

»Esto significa un planeta liso, sin masas que se proyectaran hacia arriba para llegar a la hidrosfera y formar continentes. Al no haber rocas al descubierto, no habría necesidad de extraer del aire todo el CO2. Así, la vida evolucionó en una atmósfera distinta. El manto relativamente grande, y el núcleo de baja densidad, conducen a una sismología no terrestre, a una vulcanología y a una mineralogía distintas. El núcleo de Venus es menos conductivo que el de la Tierra, porque la conductividad tiende a aumentar con la degeneración... así que las corrientes circulan en él de modo mucho menor, son más pequeñas. Por tanto, he aquí la explicación del débil magnetismo planetario.

—Muy interesante —exclamó Hawthorne—. Pero... ¿por qué es un gran secreto? Quiero decir, es una buena pieza de trabajo, pero todo lo que han demostrado es que los átomos de Venus obedecen a las leyes cuánticas. Eso no puede ser una sorpresa que abrume al universo.

El cuerpecito de Cheng-Tung se estremeció.

—Ha sido más difícil de lo que cualquiera podría sospechar —dijo—. Pero sin embargo, resulta cierto. Nuestros datos revelan ahora en forma inequívoca que Venus tiene precisamente el tipo de núcleo que podría tener... bajo las actuales condiciones.

Puesto que Cheng-Tung había pedido a todos durante las horas nocturnas que corrigiesen cualquier error de su excelente inglés, el americano dijo:

—Querrá decir, el tipo de núcleo que debiera tener.

—Quise decir lo que dije, y no es una equivocación de lenguaje —la sonrisa era abrumadora; Chen-Tung se incorporó y efectuó unos cuantos pasos de danza—. Pero es la criatura del doctor Dykstra; dejémosle que la cuide él —y bruscamente cambió de conversación.

Hawthorne se sintió turbado, pero dejó de lado toda emoción. A poco el transbordador de McClellan destelló de entre las nubes y amerizó. Era una visión bastante espléndida, pero Hawthorne se encontró mirándola con sólo medio ojo. Aún se encontraba bajo el océano, en el templo vivo de los venusinos.

Varias horas después de ponerse el sol, Hawthorne puso un manojo de informes sobre su escritorio. Chris Diehl y Mamoru Matsumoto habían hecho un trabajo soberbio. Incluso en este primer estado de investigaciones, su concepto de la simbiosis enzimática ofrecía posibilidades más allá de toda imaginación. Aquí estaba el trabajo de un siglo de la ciencia del porvenir. Y de ese trabajo se obtendría una visión interior más profunda de los procesos vitales —incluyendo los de la Tierra—, algo de tal categoría que colmaba las esperanzas más ambiciosas de los hombres.

¿Quién podría decir qué beneficios prácticos se extraerían? La perspectiva le dolía en el corazón. Hawthorne ya se había dado cuenta de lo poco que él mismo podía hacer. Si al menos de una manera brumosa pudiera comenzar a imaginar —si no comprender— cómo los venusinos habían creado aquella cosa adorable debajo de las aguas... Pero una persona sólo puede concentrarse en una cosa cada vez. Hawthorne dejó su despacho y caminó por la pasarela hacia la sala de guardia.

La estación murmuraba en su torno. Vio a cierto número de los cincuenta hombres trabajando. Algunos se dedicaban a tareas rutinarias, el mantenimiento de los aparatos, escoger y apilar las mercancías comerciales y otras cosas por el estilo. Otros manipulaban felices los tubos de ensayo, microscopios, espectroscopios y algún equipo menos comprensible. O se recostaban en los bancos de laboratorio, tomando café cerca de un quemador Bunsen mientras discutían, o se sentaban en la cubierta con la pipa en la boca, las manos tras la cabeza y meditando. Aquellos que se fijaron en Hawthorne le saludaron al pasar. La propia estación le murmuraba cosas familiares: los motores, los ventiladores, un débil vibrar de las siempre agitadas aguas que le rodeaban.

Era estupendo volver a casa.

Hawthorne subió por una escalerilla, llegó a otro corredor y entró en la sala de guardia. Jevons estaba sentado en un rincón, con su bienamado Montaigne. McClellan y Cheng-Tung estaban jugando a los dados. Por otra parte, la gran habitación se encontraba desierta. Su pared transparente abierta a los mares —que esa noche eran casi negros— parecía estar lanceada por una rara luminosidad.

El cielo parecía hecho de capas infinitas de azul y gris. Una bruma baja difuminaba la aurora, y una tempestad de lluvia se acercaba desde el oeste con su negrura y relampagueo. El único signo de vida era una serpiente marina de quince metros, retorciéndose rápidamente de un horizonte a otro, con sus crestadas mandíbulas goteando fosforescencia.

McClellan alzó la vista.

—Hola, Nat —dijo—. ¿Quieres sentarte con nosotros?

—¿Después de pasar un permiso en la Tierra? —contestó Hawthorne—. ¿Y qué utilizaría como dinero? —fue hasta la cafetera y se sirvió una taza.

—Ocho más de Decatur —cantó Jimmy Cheng-Tung—. Vamos, muchachos, veamos lo buena que es la distribución del viejo Maxwell.

Hawthorne se sentó a la mesa. Aún se preguntaba cómo dar la noticia acerca de Oscar y del lugar sagrado. Debía haber informado inmediatamente a Jevons, pero se sintió turbado durante horas después del regreso, y luego la falta de palabras adecuadas formó una barrera. Estaba demasiado acostumbrado a no mostrar emociones para querer hablar de ello en absoluto.

Sin embargo, tenía preparadas algunas conclusiones lógicas. Los venusinos eran por lo menos tan inteligentes como los constructores del Taj Mahal; finalmente habían decidido que los forasteros bípedos eran capaces de ver algo y posiblemente tenían las riquezas totales de un planeta y los misterios propios para mostrar en ocasiones especiales. Hawthorne se quemó la lengua con el negro café.

—Capitán —dijo.

—¿Sí? —Jevons dejó el volumen, paciente como siempre ante cualquier interrupción.

—Algo ocurrió hoy —anunció Hawthorne.

Jevons le miró con interés. Cheng-Tung terminó una tirada, pero no se movió más, ni tampoco McClellan. Afuera podía oírse la pesada modorra de las olas y del creciente viento.

—Adelante —le invitó por último Jevons.

—Estaba en el muelle comercial, y mientras me encontraba plantado allí...

Entonces entró Win Dykstra; sus zapatos resonaron sobre el suelo metálico. La voz de Hawthorne vaciló hasta cerrarse en el silencio. El holandés dejó caer cincuenta hojas de papel grapadas sobre la mesa. Parecía que fueran clasificadas, y la manera de arrojarlas semejó a lanzar un guante en gesto de desafío, pero sólo respondió el viento.

Los ojos de Dykstra destellaban.

—Lo tengo —dijo.

—¡Por Dios! —estalló Cheng-Tung.

—¿Qué diablos? —preguntó Jevons con su temblorosa voz de viejo.

—Querrá usted decir qué no diablos —corrigió McClellan. Pero la tensión creció en él mientras miraba a Dykstra.

El geofísico paseó los ojos por todos ellos durante varios segundos. Soltó una risa seca.

—Traté de elaborar una conveniente frase dramática—dijo—, pero no se me ocurrió ninguna. Lo lamento por los historiadores.

McClellan cogió los papeles, se estremeció y los volvió a dejar caer.

—Mirad, compañeros... todo está muy bien, pero mantengámonos dentro de la razón —dijo—. ¿Qué significan esos garabatos?

Dykstra sacó un cigarrillo e hizo toda una ceremonia del encenderlo. Cuando tuvo los pulmones llenos de humo, dijo tembloroso:

—He pasado las últimas semanas elaborando los detalles de una vieja hipótesis poco conocida, hecha primero por Ramsey en el año 1951; la he aplicado a las condiciones de Venus. Los datos obtenidos aquí se acaban de revelar por sí mismos como final y definitiva prueba de mis asertos.

—Bueno, no hay ningún hombre en este planeta que no espere conseguir el premio Nobel —dijo Jevons.

Pero su triquiñuela para aliviar la tensión no dio resultado en esta ocasión. Dykstra le apuntó con el cigarrillo como un arma y respondió:

—Eso no me importa. Lo que me interesa principalmente es el proyecto de ingeniería más significativo de toda la historia.

Aguardaron. Hawthorne comenzó a sentir frío, aunque sin saber el motivo.

—La colonización de Venus —dijo Dykstra.

6

Las palabras de Dykstra rodaron en el silencio como si hubiesen sido lanzadas a un pozo. Y luego, como una salpicadura, Shorty McClellan dijo:

—¿Eh? ¿No está cerca de casa la fosa de Mindanao?

A Hawthorne se le derramó el café caliente sobre los dedos.

Dykstra comenzó a pasear, arriba y abajo, fumando a breves y nerviosas chupadas. Sus palabras resonaban:

—El motivo básico para el rápido ocaso de la civilización terrestre es lo que nosotros llamamos entumecimiento: cada día tenemos más habitantes y menos recursos. Ya no hay extranjeros exóticos para desafiar y estimular cualquier espíritu fronterizo... no, sólo podemos sentarnos y esperar una eventual e inevitable guerra civil atómica. Pero... ¡qué distinto sería si tuviésemos algún sitio donde ir! Oh, uno no podría aliviar mucho la presión de la población mediante la emigración a otro planeta... aunque una gran demanda para tal transporte reportaría con toda seguridad más y mejores espacionaves, y también más económicas. Pero el hecho de que el hombre pudiera irse, fuese como fuese, quizás a endurecerse con aspiraciones, pero seguramente hacia una libertad y una oportunidad... constituiría una gran diferencia, incluso para los que se quedasen en casa.

»En el peor de los casos, si la civilización en la Tierra debe morir, sus mejores elementos estarían en Venus, llevando hacia adelante lo que es bueno, y olvidándose de lo que fue malo. Una segunda oportunidad para la humanidad... ¿Me comprendéis?

—Al menos, es una teoría agradable —contestó Jevons despacio—. Aunque aplicada a Venus... No, no me imagino una colonia permanente obligada a vivir en complicadas casas flotantes y a usar máscaras para salir al exterior. No se sostendría.

—Pues claro que no —dijo Dykstra—. Por eso hablé de un proyecto de ingeniería: la transformación de Venus en otra Tierra.

—¡Eh, aguarda un momento! —exclamó Hawthorne, saliendo disparado y poniéndose en pie de un salto.

Nadie le hizo caso. Para ellos, en aquel momento, sólo tenía realidad el hombre moreno, que hablaba como un profeta. Hawthorne crispó los puños y volvió a sentarse, haciendo un esfuerzo.

Dykstra dijo a través de un velo de humo:

—¿Conocéis la estructura de este planeta? Su masa queda apenas más allá del punto Y...

Incluso entonces, McClellan tuvo que decir:

—No, no lo sé. ¿De qué punto hablas?

Pero fue automáticamente ignorado. Dykstra estaba mirando a Jevons, que asentía. El geofísico continuó rápidamente.

—Ahora bien, en la región en donde la presión de la masa retrocede en su curva, no hay una función de un único valor. Un planeta con la masa de Venus tiene tres posibles presiones centrales. Una de ellas es la que posee actualmente, correspondiendo a un núcleo pequeño de acreción comparativamente baja y un gran manto rocoso. Pero hay también una situación de presión más alta, en donde el planeta tiene un gran núcleo degenerado, y por tanto una mayor densidad total y un radio más pequeño. Y, en el otro lado del punto Y, está la situación de una presión central más baja. Eso es cuando el planeta no tiene un verdadero núcleo, sino que, como Marte, está simplemente formado con capas de roca y magma.

»Ahora bien..., una condición tan ambigua resulta inestable. Es preferible para el pequeño núcleo que tenemos aquí el cambiar de fase. Esto no sería posible en la Tierra, que tiene demasiada masa, o en Marte, que no tiene la suficiente. Pero Venus está muy próximo al punto crítico. Si el manto inferior se desplomara para producir un núcleo mayor y un radio total más pequeño, la energía sería emitida primero como vibraciones y después como calor.

Hizo una pausa, como para dar peso a sus palabras.

—Por otra parte, si los átomos actualmente colapsados del núcleo pequeño se calentaran a un alto nivel de energía, se producirían ondas de explosión que viajarían hasta la superficie, la destrucción a una verdadera escala astronómica... y, cuando las cosas se hubieran calmado, Venus sería mayor y menos denso que ahora, sin ningún núcleo en absoluto.

—¡Aguarda un momento, camarada! —exclamó McClellan—. ¿Quieres decir que esta maldita pelota de golf es capaz de estallar bajo nosotros en cualquier momento?

—Oh, no —contestó Dykstra, más calmado ahora—. Venus posee una masa demasiado poco por encima de la crítica para que existan esas temperaturas. La condición de su núcleo es más metaestable que inestable, y no habría motivo para preocuparnos durante centenares de millones de años. E incluso si la temperatura aumentara lo suficiente para causar una expansión, no sería del todo tan violenta como creía Ramsey, porque la masa venusina es mayor que su valor del punto Y. En realidad, la posible explosión no arrojaría mucha materia al espacio. Pero, con seguridad, serviría para hacer emerger continentes.

Hawthorne estaba sentado, sumido en una pesadilla. Afuera se alzó el viento, y la tempestad se acercó más a través del mar.

—¡Eh! —ahora era Jevons. Se había puesto en pie de un salto—. Quieres decir... un radio planetario incrementado, y regularidades apareciendo en la superficie...

—Y la salida de las rocas más ligeras —añadió Dykstra asintiendo—. Todo está aquí, en mis cálculos. Incluso puedo predecir la zona aproximada de tierra seca resultante: casi igual que la de nuestro planeta Tierra. Las rocas recién aparecidas consumirían el dióxido de carbono en cantidades importantes, para formar carbonatos. Al mismo tiempo, las bacterias especialmente desarrolladas de vida terrestre fotosintética, muy parecidas a aquellas que utilizamos ahora para mantener limpio el aire de las espacionaves, se mostrarían también.

»Eso produciría y liberaría oxígeno en cantidad, hasta que se produjese un equilibrio. Puedo demostrar que es factible de hacerlo idéntico al que ahora existe en la atmósfera de la Tierra. El oxígeno formará una capa de ozono, bloqueando así el ahora peligroso nivel de radiación ultravioleta. Eventualmente, tendríamos otra Tierra. Más cálida, claro... pero un clima más suave que el de ahora, que es demasiado cálido para el hombre... nuboso todavía, porque se encuentra más próximo al sol... pero, no obstante, ¡una nueva Tierra!

Hawthorne se sacudió, tratando de encontrar las fuerzas que parecían haberse evaporado de su persona. Pensó con torpeza que una buena objeción terminaría con todo y luego podría despertar.

—Alto ahí —dijo, con la voz de un extraño—. Es una idea inteligente, pero este proceso del que hablas... quiero decir... de acuerdo, quizá podrían alzarse continentes en cuestión de horas o días, pero cambiar la atmósfera... eso llevaría millones de años. Demasiados para que sirviera de algo a los humanos.

—Ah, no —contestó Dykstra—. También he investigado eso. Hay cosas tales como los catalíticos. Además, el crecimiento de los microorganismos bajo condiciones favorables, y sin ningún enemigo natural, no presenta dificultades. Utilizando sólo técnicas conocidas, calculo que Venus podría hacerse lo suficientemente seguro para que un hombre caminara desnudo por su superficie, en... digamos... unos cincuenta años.

»De hecho, si quisiéramos invertir más esfuerzo, volcarnos de lleno a las investigaciones, podría acelerarse el proceso. Para estar seguros, luego debería venir el moler las rocas para convertirlas en tierra, la fertilización y la siembra, el lento y penoso establecimiento de una ecología. Pero eso, de nuevo, necesita sólo iniciarse. Los primeros colonos en Venus podrían fabricarse unos oasis de kilómetros de amplitud, y después extenderlos a su gusto. Utilizando plantas especializadas, puede incluso practicarse la agricultura en el desierto original.

»La vida oceánica se extendería mucho más rápidamente, claro, y sin cuidados humanos de ninguna clase. He aquí que los futuros venusinos no tardarían en poder dedicarse a la pesca y a la pedagicultura. He hecho algunos cálculos para mostrar que el desarrollo del planeta podría incluso exceder al crecimiento de la población. Los primeros que viniesen tendrían esperanza... ¡Sus nietos poseerían riqueza!

Hawthorne se arrellanó.

—Ya hay venusinos —murmuró.

Nadie le oyó.

—Dime —objetó McClellan—, ¿cómo te propones hinchar este balón, en primer lugar?

—¿No es evidente? —contestó Dykstra—. Incrementando la temperatura del núcleo se puede conseguir la presión necesaria para impulsar unas cuantas toneladas de materia en un estado de alta energía. Esto rebajaría la presión lo bastante para disparar el resto. Una sola bomba de hidrógeno, lo bastante grande y en el mismísimo centro del planeta lo conseguiría. Puesto que por desgracia eso no es factible, debemos perforar pozos de varios miles de kilómetros en el fondo del océano y producir simultáneamente explosiones nucleares en todos ellos.

»Sería suficiente para hacer el trabajo. Resultaría un escasísimo desplome de sólidos en la atmósfera, y lo que flotase se asentaría de nuevo en pocos años. Las bombas son asequibles, y de hecho, existen ya en cantidades mayores a las que serían necesarias para este proyecto. ¿No sería éste un uso mejor que emplearlas para destruir la vida humana?

—Y ¿quién pagaría la cuenta? —preguntó Cheng-Tung inesperadamente.

—Cualquier gobierno que tuviera la previsión... o quizá todos los gobiernos de la Tierra podían entrar juntos en el problema. No me interesa mucho eso. Los regímenes y las políticas se acaban, las naciones mueren, las culturas se olvidan. Pero yo quiero asegurarme de que el ser humano sobrevivirá. El coste por bomba sería muy grande... pero comparable, como máximo, al de un satélite militar, y la recompensa resultaría enorme incluso en los plazos más codiciosos e inmediatos. Considerad que las riquezas del uranio y de otros materiales, ahora escasos en la Tierra, se convertirían en accesibles...

Dykstra se volvió hacia la pared transparente. La tempestad les había alcanzado. Bajo los flotadores de la estación el mar había enfurecido, y golpeaba y desmembraba su propia superficie en radiante espuma. La profunda y enorme fuerza de aquellos golpes viajaba por el acero y el cemento como la acción de los músculos en los hombros de un gigante. La lluvia comenzó a caer a grandes láminas sobre la cubierta. Un relampagueo continuo destelló en torno a la flaca figura de Dykstra y el trueno sonó abrumador.

—Un mundo nuevo... —murmuró.

Hawthorne volvió a incorporarse. Se inclinó hacia adelante con los dedos apoyados sobre la mesa; los sintió fríos. Su voz aún sonaba como procedente de un ser extraño.

—No —dijo—. Absolutamente no.

—¿Eh? —Dykstra, ensimismado contemplando la tempestad, se volvió casi de mala gana—. ¿Qué hay de malo, Nat?

—Esterilizarías un planeta vivo —dijo Hawthorne.

—Bueno..., es cierto —admitió Dykstra—. Sí. Sería sin dolor, sin embargo. La primera onda de choque destruiría a todos los organismos antes de que tuviesen tiempo de notarlo.

—Pero... ¡eso es asesinato! —gritó Hawthorne.

—Vamos, vamos —le dijo Dykstra—. No nos pongamos sentimentales. Reconozco que sería una lástima destruir una vida tan interesante, pero cuando los niños se mueran de hambre y una nación tras otra caiga en el despotismo... —se encogió de hombros y sonrió.

Jevons, de nuevo sentado, acarició con su flaca mano el libro como si recordara a un amigo muerto quinientos años atrás, a juzgar por la pena que reflejaba su rostro.

—Esto es demasiado súbito para digerirlo, Win —dijo—. Tienes que darnos tiempo.

—Oh, habrá bastante tiempo, años —contestó Dykstra. Soltó una carcajada—. Primero mi informe debe ir a la Tierra y ser publicado, y debatido, y divulgado, y retorcido; luego enviarán elaboradas expediciones para hacer mi trabajo una y otra vez, y aún lo discutirán y... No hay miedo, pasará por lo menos una década antes de que se haga algo práctico. Y después de eso..., nosotros los de la estación, con nuestra experiencia, seremos del todo vitales para el proyecto.

—Cáscaras —exclamó McClellan, hablando livianamente para ocultar lo que sentía—. Yo deseaba almorzar en una excursión y ver cómo el planeta crecía el próximo cuatro de julio.

—No sé —Jevons se quedó mirando al vacío—. Hay una cuestión de... ¿prudencia? Llamadlo como queráis, pero Venus puede enseñaros mucho tal y como es. Un millar de años no es demasiado para estudiar todo lo que hay aquí. Podemos ganar unos pocos continentes al precio de comprender lo que es la vida, o los medios para la inmortalidad... si eso es la meta deseada... o quizás una filosofía. No lo sé.

—Bueno, es discutible —admitió Dykstra—. Pero dejemos que la humanidad lo resuelva, pues.

Jimmy Cheng-Tung sonrió a Hawthorne.

—Creo que el capitán tiene razón —dijo—. Y comprendo su punto de vista, como científico. No es noble que le arrebaten a uno el trabajo de toda una vida. Ciertamente discutiré en favor de esperar por lo menos cien años.

—Eso puede ser demasiado —previno Dykstra—. Sin alguna válvula de escape, la civilización tecnológica en la Tierra puede que no dure otro siglo...

—¡Vosotros no comprendéis! —les gritó Hawthorne a todos, mientras les miraba a los ojos.

La mirada de Dykstra en particular captó la luz de tal manera, que parecía un cráneo con dos círculos blancuzcos en vez de ojos. Hawthorne tenía la sensación de que estaba hablando a un grupo de sordos... o a hombres ya muertos.

—No comprendéis —repitió—. No se trata de mi trabajo, ni de la ciencia, ni de nada por el estilo; no es eso lo que me preocupa. Es el brutal acto de asesinato. El asesinato a una raza entera, y además inteligente. ¿Os gustaría que vinieran seres de Júpiter y se les antojase dar a la Tierra una atmósfera de hidrógeno? Dios mío, ¿qué clase de monstruos somos, que podemos pensar seriamente en tal cosa?

—¡Oh, no! —murmuró McClellan—. Ya volvemos a las mismas. El sermón veintiocho B. Lo escuche todo al venir desde la Tierra.

—Por favor —le atajó Cheng-Tung—. La cosa es importante.

—Los cetoides presentan un problema embarazoso —admitió Jevons—. Aunque no creo que ningún científico se haya puesto jamás a la vivisección... incluso al uso de parientes próximos como los monos... en beneficio de la humanidad.

—¡Los cetoides no son monos! —protestó Hawthorne, sus labios blanqueándose—. ¡Son más humanos de lo que vosotros podéis serlo!

—Aguarda un momento... —dijo Dykstra; dejó su contemplación del relampagueo y se dirigió a Hawthorne. Su rostro había perdido su gloria: estaba interesado—. Me doy cuenta de que tienes tus opiniones acerca de esto, Nat. Pero después de todo, no posees pruebas...

—¡Sí! —jadeó Hawthorne—. Por último las obtuve. He estado preguntándome todo el día cómo contároslo, pero ahora puedo hacerlo.

Lo que Oscar le había enseñado se había convertido en palabras, entre estallidos de los truenos. Al final, incluso la galerna pareció detenerse y por un rato sólo la lluvia y el rugido de las olas mar abajo rompía el silencio. McClellan se miraba con fijeza las manos, que se retorcían con algo entre los dedos; Cheng-Tung se frotaba la barbilla y sonreía con escasa felicidad. Jevons, sin embargo, parecía sereno y resuelto. Dykstra era más difícil de leer; su rostro chisporroteaba de una expresión a otra. Finalmente se abstrajo afanándose en encender un nuevo cigarrillo.

Cuando el silencio se hizo excesivo, Hawthorne dijo:

—¿Y bien? —las palabras le salieron como rotas.

—Esto en verdad da otro aspecto al asunto —dijo Chang-Tung.

—No es ninguna prueba —repuso Dykstra—. Fijaos en lo que hacen las abejas y ciertos pájaros en la Tierra.

—Eh —exclamó McClellan—. Cuidado, o terminarás demostrando que nosotros los humanos somos simplemente hormigas glorificadas.

—Exactamente —afirmó Hawthorne—. Mañana os llevaré en un submarino para enseñároslo, si el propio Oscar no quiere guiarnos. Añadid a este descubrimiento todos los demás detalles que hemos conseguido y, maldito sea, ya no podréis negar que los cetoides son inteligentes. No piensan exactamente como lo hacemos nosotros, pero por lo menos piensan también correctamente.

—Y sin duda nos podrían enseñar muchísimo —colaboró Cheng-Tung—. Considerad lo mucho que vuestra gente y la mía han aprendido una de otra... y eran de la misma especie.

Jevons asintió.

—Desearía que me hubieran contado eso antes, Nat —dijo.

—Claro que no habría habido discusión.

—Oh, bien —dijo McClellan—, me parece que tendré que volver a disparar cohetes el cuatro de julio.

La lluvia, impulsada por el viento, susurraba contra la pared. El relampagueo azul blancuzco seguía todavía, pero el fragor del trueno se alejaba. El mar estaba recubierto de salvajes fuegos congelados.

Hawthorne miró a Dykstra. El holandés estaba tenso como un cable. Hawthorne notó cómo sus articulaciones relajadas por un momento tornaban a ponerse tensas.

—¿Y bien, Win? —preguntó.

—Oh, seguro, seguro... —contestó Dykstra; se había puesto pálido. El cigarrillo pendía olvidado en sus labios—. Sigo sin estar absolutamente convencido, pero... puede deberse a mi propio desencanto. La posibilidad de un genocidio es demasiado grande para aceptarla.

—Buen muchacho —sonrió Jevons.

Dykstra se dio un puñetazo en la palma de la otra mano.

—Pero... mi informe —dijo—. ¿Qué haré con mi informe?

Había tanto dolor en su voz que Hawthorne se sintió impresionado, aun cuando el ecólogo sabía que esa cuestión tenía que plantearse.

—Bueno, sigue siendo una bonita muestra de investigación, ¿no? —dijo McClellan, sobresaltado.

Cheng-Tung tradujo en palabras el horror que todos sentían:

—Me temo que deberíamos suprimir el informe, doctor Dykstra —dijo—. Lamentablemente nuestra especie no puede recibir tal información, porque no es de confianza.

Jevons se mordió el labio.

—Me sabe mal aceptar eso que dices —dijo—. No querríamos exterminar a cien mil millones de seres racionales a sangre fría y deliberadamente por nuestra propia... conveniencia.

—Hemos hecho cosas similares con bastante frecuencia en el pasado —dijo Dykstra en tono duro.

He leído bastante de historia para darme cuenta de lo que ocurriría, pensó Hawthorne. Y comenzó a tamborilear los dedos. Troya. Jericó. Cartago. Jerusalén. Los Albigenses. Buchenwald. Ya basta por ahora, pensó, sintiendo deseos de vomitar.

—Pero seguramente... —comenzó Jevons—. Por ahora, al menos...

—Apenas creo posible que estas consideraciones humanísticas puedan triunfar en la Tierra una década o dos —dijo Dykstra—. El incremento de la brutalidad me da pocas esperanzas de que transcurra incluso ese tiempo, así que no nos queda más remedio que asumirlo. Sin embargo... ¿un siglo? ¿Un milenio? ¿Cuánto tiempo podemos vivir en nuestra creciente pobreza teniendo tal tentación al alcance de la mano? No creo que toda una eternidad.

—Si se llegara a considerar una elección entre ocupar Venus y ver cómo nuestra civilización se hundía —dijo McClellan—, francamente, yo mismo diría que lo sentía por Venus, pero que primero son los míos. Tengo esposa e hijos.

—Alegrémonos, pues, de que la elección no vaya a ser una cosa clara y vital durante nuestro tiempo de vida —dijo Cheng-Tung.

Jevons asintió. De pronto se había convertido en un anciano, cuyo trabajo se acercaba al final.

—Tienes que destruir ese informe, Win —dijo—. Totalmente. Ninguno de los presentes dirá jamás una palabra sobre él.

Y ahora Hawthorne deseaba llorar, pero no pudo. Había en él una barrera, como si su garganta se negara cerrándose. Dykstra aspiró una profunda bocanada de aire.

—Por fortuna —dijo—, he mantenido la boca cerrada. Ni un indicio se me ha escapado. Sólo confío que la compañía no me despedirá por creerme perezoso y no haber producido nada— durante todos estos...

—Me encargaré de que eso no ocurra, Wim —dijo Jevons. Su tono resultó inmensamente gentil bajo el estrépito de la lluvia.

Las manos de Dykstra temblaban un poco, pero arrancó la primera hoja de su informe, la arrugó, y en un cenicero les prendió fuego una a una.

Hawthorne salió corriendo de la habitación.

7

El aire era frío, en contraste con las horas diurnas. La borrasca había pasado y sólo caía una tierna lluvia, que resbalaba sobre su piel desnuda. En ausencia del sol podía salir sin llevar puesto más que unos pantalones cortos y la máscara. Eso le causaba una extraña sensación de ligereza, como la de volver a ser aquel muchacho en un bosque veraniego que los hombres habían empezado a talar. La lluvia lavaba las cubiertas y caía en las aguas, dos sonidos distintos y maravillosamente claros.

Las olas aún eran fuertes; barrían y chocaban, produciendo oscuros torbellinos. En el aire brillaba debilísimo el rastro de la aurora, apenas lo suficiente para teñir el firmamento con una niebla rosácea. Pero principalmente, puesto que Nat Hawthorne había dejado tras de sí las ventanas iluminadas, la luz venía del océano, donde las olas fluían verde brillante por sus lomos y profundamente blancas en sus espumas. De trecho en trecho, un cuchillo de negrura cortaba las aguas cuando algún rápido animal emergía.

Hawthorne pasó por delante de la ametralladora instalada en el mueble comercial. El mar rompía en su torno, llegándole hasta las rodillas y salpicándole con un fulgor fosfóreo. Se agarró a la barandilla y miró hacia la lluvia, esperando que viniera Oscar.

—Lo peor es que todos tienen buena intención —dijo en voz alta.

Un ser alado pasó por encima: sólo una sombra y un susurro.

—El proverbio está equivocado —balbuceó Hawthorne.

Sus manos se crisparon en la barandilla, aunque sabía que era una esperanza vana el aguardar a que una ola le barriese de allí... y que después los venusinos recuperaran sus huesos y no aceptaran pago alguno.

—¿Quién vigilará a los vigilantes? Sencillo: los mismos vigilantes, que de todas maneras son inútiles, si es que no son honrados. Pero... ¿qué hay de la cosa vigilada? Está en el lado enemigo. Wim y el capitán, y Jimmy y Shorty... y yo... podemos conservar un secreto. Pero la naturaleza no. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien más repita el trabajo? Estamos planeando extender la estación. Aquí habrá entonces más de un geofísico, y... y... ¡Oscar! Oscar, ¿dónde diablos estás, Oscar?

El océano le respondió, pero en un lenguaje que él no conocía.

Se estremeció, y le castañetearon los dientes. No había motivo para permanecer allí. Era perfectamente obvio lo que tenía que hacer. La visión del rostro feo y amistoso de Oscar no le facilitaría de ninguna manera la tarea. Incluso podría dificultarla. Imposibilitarla, quizás.

Oscar podría retornarme a la cordura, pensó Hawthorne. Fantasmas del trueno sinaico recorrieron su cráneo. No puedo hacer eso. Aún no. Oh, Dios, Señor de los seres, ¿por qué tengo que ser tan fanático? ¿Por qué no registrar mi protesta cuando se presente la cuestión, como cualquier acusador normal y decente, organizar grupos de presión, luchar con los adecuados medios legales? Oh, si el secreto dura toda mi vida, ¿por qué me ha de importar lo que pueda ocurrir después? Yo ni me enteraría.

No. Eso no basta. Necesito certeza... no de que la justicia será indefectible, porque eso es imposible, sino de que no se cometerá la injusticia. Porque estoy poseído.

Ningún hombre, pensó en aquella noche húmeda y ventosa, ningún hombre puede preveerlo todo. Pero él era capaz de hacer cálculos, y de actuar en base a ellos. Su cerebro estaba tan claro como el cristal y casi tan vivo, cuando contemplaba los datos puramente empíricos.

Si la Estación Venus dejara de rendir beneficios, el planeta no volvería a ser visitado otra vez. No al menos por muchísimo tiempo, durante el que cualquier cosa podría suceder: una raza venusina más capaz de defenderse a sí misma, o incluso una raza humana que hubiera aprendido a autodominarse. Quizá los hombres jamás volverían; la civilización tecnológica podía muy bien desmoronarse y no ser reconstruída. Quizás eso fuese lo mejor: cada planeta labrándose su propio destino.

Pero todo esto eran sólo cálculos. Habían hechos unos cuantos inmediatos a mano.

1) Si se mantiene la Estación Venus, aunque no se concretara la proyectada expansión, se repetiría con toda seguridad el descubrimiento de Dykstra. Si un hombre había encontrado el secreto alguna vez, en unos pocos años de curiosidad, otro hombre o dos o tres apenas necesitarían más de una década para abrirse paso hasta el mismo conocimiento.

2) Estación Venus era al presente económicamente dependiente de mantener cooperación con los cetoides.

3) Si la Estación Venus se arruinaba debido a la acción hostil de los cetoides, era improbable que la compañía tratase de reconstruirla.

4) Incluso si la compañía hacía tal intento, pronto volvería a ser abandonada otra vez si los cetoides realmente la boicoteaban.

5) Venus entonces sería dejado en paz.

Si uno creía en Dios y en el pecado, etc. —cosa que no le pasaba a Hawthorne—, podría argüir que el verdadero beneficiado sería la raza humana, salvada de la más penosa de las cargas pecaminosas después de aquel momento glorioso en el Gólgota.

Lo peor de esto para mí, llegó a darse cuenta Hawthorne, es que no me importa nada de la humanidad. Es a Oscar a quien quiero salvar. Y ¿cuánto odio puede esconder una especie bajo el manto del amor?

Notó oscuramente que podía haber algún modo de huir de la pesadilla. Pero el único camino que un hombre tenía para escapar —sin aletas ni oxígeno para respirar—, era volviendo por medio de la estación.

Marchó presuroso a lo largo del silencioso e iluminado corredor hasta una escalera, que descendía a las bodegas de la estación y más abajo. No había nadie por allí. Podía haber sido el último ser viviente en un universo convertido en cenizas.

Pero cuando entró en el almacén, resultó una sorpresa ver a otra figura humana allí plantada. Fantasmas, fantasmas..., ¿qué derecho tenía el fantasma de un hombre aun no muerto a caminar en este momento?

El hombre se volvió. Era Chris Diehl, el bioquímico.

—Oh, hola, Nat —dijo—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

Hawthorne se humedeció los labios. El aire terrestre parecía molestarle.

—Necesitaba una herramienta —dijo—. Un taladro, sí..., un pequeño taladro eléctrico.

—Sírvete tú mismo —contestó Diehl.

Hawthorne descolgó un taladro, pero las manos le temblaban tanto que dejó caer la herramienta. Diehl le miró con fijeza.

—¿Qué te pasa, Nat? —preguntó con suavidad—. Pareces un ladronzuelo de ínfima categoría.

—Me encuentro bien —murmuró Hawthorne—. Del todo bien.

Por fin cogió el taladro y salió.

El arsenal, cerrado con llave, estaba muy abajo en el casco de la estación. Hawthorne podía sentir el océano venusino extendiéndose por encima de las planchas de cubierta. Eso le dio la suficiente fuerza para taladrar la cerradura, aboliría y entrar, para romper las cajas de explosivos y preparar una mecha. No recordaba haber instalado alguna vez una espoleta de tiempo en un detonador. Sólo sabía que tenía que hacerlo.

Su siguiente recuerdo fue estar plantado en una lancha, cargando bombas oceanográficas de profundidad en uno de los pequeños submarinos. De nuevo, nadie se agitaba. Nadie estaba allí para interrogarle. ¿Qué tenían que temer los hermanos de la Estación Venus? Hawthorne se coló en el submarino y lo maniobró, saliendo por la puerta marina. Minutos más tarde notó el choque de una explosión. No fue grande, pero hizo tanto ruido en él que quedó como sordo, y no pudo ver cómo la Estación Venus se iba a pique. Sólo después observó que había desaparecido. Las aguas formaban torbellinos por encima, y unos cuantos restos del naufragio flotaban y cabeceaban en aquel vórtice.

Consultó la brújula y se sumergió. Luego de poco, la ciudad de coral apareció por el frente. Durante un largo rato miró sus espiras, sus grutas y maravillas, hasta que el miedo le advirtió que podía serle imposible escapar y hacer lo que era necesario. Así que dejó caer sus bombas apresuradamente y notó cómo su navío se estremecía por la fuerza expansiva, y vio cómo el inmenso templo se convertía en ruinas.

Y luego recordó haber emergido. Fue a cubierta del submarino, y su piel probó la lluvia. Los cetoides se estaban reuniendo. No podía verlos, a no ser fugazmente: una aleta o un dorso, el fósforo desprendiéndose en grandes oleadas, con un rostro visto de refilón precisamente debajo de la barandilla, casi como un nido humano en aquella luz incierta.

Se agazapó junto a la ametralladora, gritándoles, aunque ellos no podrían comprenderle y el viento borraba su voz:

—¡Tengo que hacer esto! No me queda más remedio, ¿comprendéis? ¿Cómo, sino puedo explicaros lo que mi gente es capaz de llevar a cabo, dominada por la codicia? ¿De qué otro modo puedo convenceros de que los eludáis, que hagáis lo que tenéis que hacer si queréis seguir viviendo? ¿No os dais cuenta? ¿No podéis? Pero no, no podéis, no debéis. Tenéis que aprender el odio de nosotros, puesto que jamás lo aprenderíais de vosotros mismos...

Y disparó en medio de aquella azorada masa de cetoides.

La ametralladora rugió largo rato, incluso después de que ya no existiesen más venusinos vivos en las cercanías. Hawthorne no dejó de gritar hasta que se quedó sin municiones. Luego recobró la conciencia. Su mente estaba tranquila y clarísima, como si la fiebre que le había poseído se hubiera disipado ya. Recordó las mañanas veraniegas cuando era niño; el sol matutino entraba por la ventana de su dormitorio y cruzaba hasta sus ojos. Volvió a entrar en la torreta y envió por radio un mensaje a la espacionave, hablando con la máxima coherencia posible.

—Sí, capitán, fueron los cetoides, sin ninguna posibilidad de duda. No sé cómo lo hicieron. Quizá desarmaron alguna de nuestras bombas sonda, la volvieron a traer y la hicieron estallar. Pero de todas maneras, la Estación ha sido destruida. Yo escapé en un submarino. Pude ver a otros dos hombres en una lancha abierta, pero antes de que pudiese llegar hasta ellos los cetoides les atacaron. Volcaron la lancha y mataron a los hombres mientras yo los miraba... ¡Dios, no me puedo imaginar la razón! ¡No importa el por qué! ¡Sáqueme de aquí inmediatamente!

Oyó la promesa de rescate por el transbordador, instaló una señal de localización automática y se tumbó en el camastro. Ahora ya todo ha pasado, pensó, en medio de un cansancio enorme. Ningún ser humano sabría jamás la verdad. Con el tiempo, quizá hasta él mismo la olvidara.

El navío espacial descendió al alba, cuando el firmamento se estaba convirtiendo en madreperla. Hawthorne salió a cubierta. Una docena de cadáveres venusinos flotaban a lo largo del casco. No quiso verlos... pero allí estaban, y de pronto reconoció a Oscar.

Oscar estaba boquiabierto y mirando a ciegas el firmamento. Pequeños crustáceos armados con pinzas se lo comían. Su sangre era verde.

Oh, Dios, pensó Hawthorne, existe, por favor. ¡Por favor, haz un infierno para mí!