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LE costó casi media hora regresar a la ciudad y dirigirse a una estación de helicópteros. Las mascaritas iabn apuradas por las calles y se amontonaban en las aceras rodantes, alejándose de la detonación hacia el oeste. Había una subcorriente de inquietud en las multitudes, en donde poco antes sólo existía alegría carnavalesca.

Encontró vacía la estación, aunque tenía el aspecto de un establo; no tuvo dificultad en conseguir un helicóptero de uno de los garajes de la ciudad. En cuanto la luz del gigantesco tablero de llamadas cambió al número de su cabina, tomó el ascensor de inducción hacia el tejado. Encontró la nave asignada, marcó las coordenadas de la casa de Dykeman fuera de la ciudad y se instaló en el grueso asiento de gomaespuma. Las aspas mordieron el aire de la noche impulsadas por el motor eléctrico, y luego los reactores de sus extremos se inflamaron con un murmullo mientras el helicóptero despegaba.

Desde el aire, la ciudad parecía un tablero de control salpicado de luces azules, con lunares amarillos más débiles que seguían el curso del Mississippi. El río se perdía en la oscuridad de la crecida vegetación a dos kilómetros, en donde se unía al Missouri. El resplandor de los bajos edificios de la urbe era muy escaso, pero pudo distinguir los colores individuales y la bruma de cobalto de las luces callejeras. De trecho en trecho, las luces rojas de los edificios de terraza plana destinados a estaciones puntuaban los tonos más suaves de sombra. En el centro geométrico de la ciudad, el Edificio Universal señalaba al cielo como un dedo brillante.

Ciudad Universal no era la capital del mundo. Eso estaba en las Great Smokies, cerca de las ruinas de la ciudad de Asheville, Tennessee, destrozada atómicamente. No, no era la capital, pero si la ciudad más importante de un mundo pequeñísimo. Porque después de la guerra de extinción, el mundo se había desplomado de manera alarmante.

Las fuerzas desatadas durante aquel último gran conflicto calcinaron el rostro de la antaño fértil tierra. Nubes de ponzoñosos isótopos pasaron por el suelo; crueles olas de insectos destruyeron cosechas e infectaron al ganado y a los hombres con un millar de virulencias; el conocimiento tóxico en masa de la humanidad se volvió loco, envenenando ciudades enteras, convirtiendo a los humus de los campos en un polvo venenoso que quemaba la piel hasta el hueso nada más tocarlo. Todo esto había perdido a grandes zonas de la superficie terrestre, convirtiéndola para siempre en inhóspita para el hombre. En aquella pesadilla de muerte, el mismo hombre casi se extinguió.

Si la destrucción no hubiera reducido la tecnología física del hombre hasta el punto en que ya no se podía solventar la guerra, hubiera sido el final... si al horror no hubiese seguido otro horror: la Enfermedad Jadeante.

Nadie supo dónde se originó. Algunos dijeron que en los últimos de los laboratorios de Camp Dietrich, o en los Grovensworth Laboratories de Inglaterra... o en las plantas Lubinov, en el valle del Don. Quizás fue una mutación fortuita... Pero en poquísimos meses amenazó destruir lo que quedaba de humanidad.

Fue aquel fantástico recluso, aquel imposible y rebelde bioquímico llamado Meintrup, quien encontró la respuesta. No por ningún trabajo cuidadosamente planeado, sino por la aplicación de una serie completa de péptidos y de cuasiproteínas que había estado produciendo en impredecible profusión durante la guerra. Ocurrió simplemente que uno de los fragmentos de proteínas que había aprendido a sintetizar se combinó con la molécula del virus, se adhirió a la molécula casi como una enzima... y la partió en fragmentos inofensivos.

La Enfermedad Jadeante había pasado. Así de sencillo.

Las Naciones Unidas habían caído, claro, al empezar la guerra; pero hubo una nueva organización, la Federación de Estados Mundiales. La F. E. M. había amanecido en un intento de solucionar los imposibles problemas de la cuarentena, los ultrajantes problemas hereditarios, los millares de problemas insolubles que fueron herencia común de la Guerra de Exterminación. Tuvo poder, proporcionado con largueza por el pánico, y la F. E. M. conservó tal poder.

No trataron, sin embargo, limpiamente a Meintrup. Le dijeron: «Gracias, pero su trabajo es demasiado lóbrego. Tenemos hombres más competentes, que son elegantes, que tienen aseados libros de notas, que pueden predecir dentro de un margen razonable lo que ocurrirá después».

Esa fue la filosofía básica de la nueva seguridad, y del comienzo de la época cuerda. Tras una pesadilla de incertidumbre vino la adoración de lo predecible, la desconfianza de la más pura suerte.

Para entonces, Meintrup había modificado la vacuna. Descubrió que la molécula original se condensaría en sí misma, formando una doble cadena con propiedades extraordinarias. Así, fue hacia la gente que todavía tenía dinero, los propietarios de recursos indestructibles como el petróleo, carbón, hierro, estaño, bauxita. Entre todos formaron la Compañía de Seguros Universal.

Había un miedo casi maniático hacia la muerte por todas partes. La Compañía ofreció inmortalidad en el plan de instalación, a cambio de la asignación de un cierto porcentaje de los beneficios asegurados. Al principio habíamos estado pagando sobre las muertes accidentales, pero éstas habían decrecido casi exponencialmente de año en año mientras la Compañía avanzaba para reconstruir el estrecho mundo conformándolo en una especie de cálido seno materno. Los suicidios aumentaron durante una temporada, pero la invención del campo heterodino solucionó tal problema.

En cinco años, Seguros Universal se convirtió en un poder financiero monolítico. Al cabo de una década, la F. E. M. quedaba bajo control de la Compañía.

Vino después la Ley de la Longevidad Obligatoria. Nadie se opuso; por lo menos, no seriamente. Hubo alguna violencia abortiva, pero ninguna persona habló de aquello... ni siquiera los que estaban en Universal City cuando fue bombardeada. Se podían ver aun unos cuantos proyectiles y emplazamientos antiaéreos abandonados en las islas del Mississippi, pero pocas personas recordaban para qué fueron construidos.

La Compañía poseía literalmente el mundo, pero no gobernaba. Eso habría sido contrario a la filosofía del siglo, que colocaba tal valor en la libertad humana. Pero la Compañía trataba más íntimamente con las vidas diarias de las personas del mundo que lo que hiciese la legislatura de la F. E. M., reunida en las montañas de Asheville, porque guardaba el artículo más preciado del mundo: la vida eterna.

Una luz verde destelló de pronto en el salpicadero del helicóptero y Huber despertó de su ensoñación. La luz era señal de que el piloto automático de la nave se había hecho cargo de las tareas de conducción. Se inclinó hacia adelante luego de una breve hesitación y oprimió el botón cancelador, borrando la ubicación de la casa de Dyke.

Luego marcó las coordenadas de otro lugar, veinte millas al oeste.

Los mecanismos tras el salpicadero murmuraron durante un segundo y luego la pantalla de comunicaciones se iluminó. El rostro inexpresivo y azulado de un androide se formó en la pantalla. Tras él, Huber vio las amplias ventanas del despacho principal de la ciudad y a través de ellas los desparramados cobertizos de los androides en el borde occidental de la urbe.

—¿Qué coordenadas, por favor? —modularon los azules labios.

Huber repitió las coordenadas que había marcado.

—Lo siento, señor. Esa zona está restringida por esta noche.

—¿Por qué? —preguntó.

—Desconozco el motivo. Todo el tráfico tiene que ser desviado en torno a la zona. Escoja un destino alternativo, por favor.

—Conécteme al mando manual —ordenó.

—Lo siento —repuso el androide. Una mano azul apareció brevemente en la pantalla y marcó unos signos crípticos en el panel de control que tenía ante sí. Había algo raro en la mano, pero Huber no pudo distinguir qué era—. El control manual queda temporalmente suspendido para todas las unidades. Por favor, elija un destino alternativo.

Durante un momento hubo cierta expresión en el rostro azulado. ¿Impaciencia? Claro que no, decidió Huber.

—Eso es una tontería completa —dijo—. Haz lo que te mando.

Ahora no hubo duda en la expresión.

—El mando manual está suspendido en su unidad. Por favor, déme el número de su póliza de la Compañía.

—Maldita sea...

—Por favor, déme el número de la póliza.

Huber obedeció y luego dijo:

—Ponme con tu supervisor humano.

—Naturalmente.

Una mano azul se adelantó, hizo una indecisa pausa y luego tocó un conmutador de la compleja consola.

Un instante después, Huber olió a aislante quemado. Por encima de su cabeza, los rotores comenzaron a vibrar irregularmente. Huber notó com sobresalto que se desmoronaban, y el helicóptero se precipitaba al vacío.

Comenzó su larga caída en dirección al río, que quedaba allá muy abajo.