9

SU consciencia volvió como si alguien hubiera accionado un interruptor. Fue un chisporroteante volver en sí, luego del que notó el frío del metal bajo su cuerpo. Una aguda embestida de aire llenó sus oídos, y por un momento creyó que estaba en un helicóptero. Luego se dio cuenta de que ningún helicóptero era capaz de tal velocidad. Abrió los ojos y vio luces ámbar y metal reluciente a través de una bruma bailarina. Luego una oleada de náuseas le sobrevino, y cayó otra vez en una anestésica oscuridad.

Cuando de nuevo se vio plenamente consciente descubrió que la metálica superficie había sido reemplazada por la suavidad de la espuma de plástico. Trató de volverse de lado y descubrió que tenía las manos atadas por delante. Sus piernas estaban igualmente ligadas.

—Siento haber tenido que hacerlo, Ken —dijo una voz.

Volvió la cabeza. Dykeman estaba sentado al borde del diván relajador en el que yacía. Los ojos de Huber viajaron brevemente por el cuarto, advirtiendo suaves luces indirectas y una amplia ventana acortinada.

—Todo está bien —dijo Dykeman—. Estamos en mi casa.

—Basta de flores —intervino Besser, adelantándose y colocándose en la línea de visión de Huber—. No veo por qué te molestaste en traerle aquí. No sabe más sobre la chica y su organización de lo que sabemos ya.

—Pensé que usted... —comenzó Huber.

—No sea estúpido —rezongó Besser—. Yo coloqué la bomba en los restos del avión. ¿Piensa acaso que me quedaría allí hasta que estallara?

—Bastardo asesino —exclamó Huber, y comenzó a forcejear.

—Es inútil, Ken —dijo Dykeman, con tono cansado—. Oye, si cooperas no recibirás el menor daño.

Huber se dejó caer, agotado.

—Debí haberme dado cuenta de que sólo tú pudiste haber destruido esos cuerpos del navío —dijo—. Pero... ¿cómo encajo yo en vuestra pequeña raza de ratas?

—Tú eres la fuente de la raza de ratas —contestó Dykeman—. Tu misma existencia ha convertido esta operación en una comedia de enredos. Ahora tenemos que hacer ciertas cosas que yo deseaba no fuesen necesarias... —extendió las manos—. Ken, no somos un rebaño de monstruos inhumanos, ni siquiera si nos juzgas según vuestras normas. El hecho de que hayamos tenido éxito durante tanto tiempo en nuestra mascarada así lo señala.

—Pero vuestra mascarada no fue perfecta —dijo Huber—. ¿Qué hay de las cicatrices?

Dykeman levantó la mano. Era perfecta, sin tacha.

—Tuvimos que traer ayuda rápidamente cuando esta situación se desarrolló. No hubo tiempo para estas exquisiteces, que son obra de una larga y cuidadosa cirugía. Por eso decidimos disfrazar a nuestros nuevos hombres como androides: nadie se fija en ellos.

—¿Son vuestras primeras tropas de ataque? No habrá sido tan fácil.

—No seas tonto —contestó el médico, con impaciencia—. Debieras darte cuenta de que cualquier clase de ataque a distancias interestelares es logísticamente imposible...—se inclinó hacia adelante y miró pensativo el suelo—. Además, ¿para qué molestarnos? Dentro de otro siglo vuestra ciudad entera se habrá hundido en un silencioso ocaso. Habéis perdido ya toda fuerza de crecimiento. Y podemos utilizar el espacio mucho mejor que vosotros. Aún descontando la tierra que habéis destruido, este planeta vuestro es una joya en comparación con los otros mundos que están a nuestro alcance.

—Por ello —intervino Besser— esperaremos hasta que os hayáis hundido a un nivel de decadencia y letargo tal, que nos permita con un simple movimiento ocupar el planeta tal como lo necesitamos.

—Vuestra raza no sufrirá el menor daño —dijo Dykeman—. Somos tan poco felices con la exterminación como vosotros... y menos aún, si recuerdo los conocimientos que tengo de historia humana. ¿No comprendes? Ésa ha sido mi única misión aquí, el conservar el estado de cosas. Por eso planeamos movernos en contra de los clubes de caza, porque teníamos que impedir que el conocimiento acerca del síndrome de Touzinsky se extendiera con amplitud. Tú eres el primero que no ha logrado destruirse a sí mismo.

—¿Suicidio? —dijo Huber, incrédulo. Recordó el incidente de la ventana.

—Quizás podríamos llamarlo un deseo subconsciente de muerte. Simplemente sembramos la adecuada sugestión y... Bueno, el campo heterodino funciona sólo por la expresión consciente de un impulso suicida.

Sonrió con amargura.

—No ibas a saltar anoche, claro. Pero el casi apagón que Besser preparó y mi propia excitación aparente... Bueno, sembró la sugestión con bastante efectividad. No tienes idea de cómo el miedo al dolor y a la muerte ha dominado la psicología de tu raza desde que conseguisteis la inmortalidad.

—Lo que hace que sea tan irónico —dijo Besser—, es que el síndrome nace de un desequilibrio bioquímico producido por el propio suero de la longevidad. Los efectos se extenderán ampliamente dentro de otros cincuenta años. Entonces será cuando toda vuestra cultura empiece a desmoronarse.

—Ya veo —rezongó Huber—. No sois capaces de una exterminación total... pero sí sois capaces de dejar que una raza muera por vuestra inacción. No me vengáis más con vuestras monsergas idealistas.

Dykeman se ruborizó y se puso en pie de un salto, furioso.

—Maldición, vosotros os lo buscasteis —dijo—. Fue decisión vuestra, esta vida de aburrimiento completo e infinito. Mi raza tuvo la misma elección, pero prefirió las estrellas a vivir como vacas gruesas, rumiando apretadas en un pequeño prado.

—Siempre podemos dar la vuelta, y dirigirnos otra vez hacia las estrellas —afirmó Huber—. Tenemos el motor planetario, y más tarde...

—Te corrijo: tú, como individuo, tienes el motor. Eso fue obra de la chica... De algún modo, uno de sus confederados se infiltró en nuestro grupo aquí y logró destruir el navío esta noche.

El pensamiento de un doble agente golpeó a Huber con el peso de su ironía, y comenzó a reírse.

—No tiene gracia —dijo Dykeman—. Esas fuerzas metidas entre nosotros me obligan a tomar medidas que preferiría haber eludido. Tenemos la ciudad perfectamente sellada, pero no podemos asegurar qué daño podría hacer el simple conocimiento de nuestra existencia. La gente de fuera de la ciudad, que sabe lo que pasó aquí esta noche, va a tener que pagar las consecuencias.

—No podéis arreglar cuentas con toda la ciudad —dijo Huber—. Hay aquí demasiadas personas.

—Eso es lo que te crees —dijo Besser, sus labios retorciéndose en una mueca—. También vosotros habéis proporcionado el agente de vuestra propia derrota aquí.

—Cállate, cretino sanguinario —exclamó Dykeman, girando hacia su compañero—. Si no te hubieras equivocado de manera tan triste, permitiéndole ver el motor en vez de descubrir al agente de la chica en el navío, no tendríamos que hacer lo que nos espera. —Volvió a dirigirse a Huber—. En cuanto a ti, Ken, ya decidiré qué hacer contigo cuando regrese.

El médico estaba pálido mientras giraba y salía.

—¿Qué vais hacer? —gritó Huber, forcejeando con sus ligaduras.

—¿Qué podemos hacer? —dijo Dykeman—. Cambiaremos un poquito el campo heterodino. Va a ser algo caótico, pero nadie imaginará que fue otra cosa que un accidente, una avería.

La puerta se cerró a sus espaldas. Poco después, Huber oyó el zumbido del aire proyectado a chorro y algo, moviéndose de prisa, pasó por encima de la casa.

—¿El tercer navío? —preguntó.

—Un bote de desembarco —contestó Besser lacónico—. El navío va hacia el norte, para destruir la máquina de tu amiga.

—¿Máquina?

Huber maldijo su vehemencia al ver la súbita sonrisa en el rostro de Besser.

—Ya le dije a Dyke que no sabías nada de ella.

—¿Al norte? —dijo Huber—. Eso significa que la máquina a que te refieres es la responsable de la radiación que destruyó esta noche las transmisiones por radio.

—Es una lástima que desarrolles tus talentos para la deducción tan tarde ya en este juego —comentó Besser.

—Pues tu tampoco lo has hecho muy bien. Dedujo lo que planeabais hasta el menor detalle... Me refiero a ella, mi amiga.

—Bueno, eso ya se solucionó —contestó Besser.

—No gracias a tu torpeza —afirmó Huber.

El rostro de Besser se enrojeció. Por primera vez Huber comenzó a notar los sutiles detalles no humanos del hombre: la peculiar forma de la nariz, la extraña constitución de sus orejas, y otras diferencias menos advertibles.

—Has sido un pobre estúpido —provocó Huber.

—No abuses de tu suerte —contestó Besser furioso, la mano puesta sobre un pesado bulto en su bolsillo.

—Dykeman te conocía. No me extraña que le hayan encargado el mando de esta operación en lugar de a ti.

Huber se dio cuenta de que había puesto el dedo en la llaga. El color llameó en la cara de Besser y sus ojos de pronto se hicieron tan fríos como la muerte; avanzó decidido hacia el diván y le miró.

—Para que sepas, este lío no hubiese tenido lugar si él no se hubiera mostrado tan blando contigo —dijo Besser—. De haberlo hecho a mi gusto...

—Entonces, ni siquiera hubieras puesto un pie aquí. Con mucha razón te llamó cretino. Porque eso es lo que eres, un cretino.

Besser apretó los labios y de pronto alzó una mano. Las rodillas ascendentes de Huber le alcanzaron en la base de las falsas costillas. El ser extrahumano se tambaleó hacia atrás, jadeando.

Huber rodó frenético, tratando de ponerse en pie. Tiró con frenesí de las bandas que rodeaban sus muñecas, notando cómo le cortaban la carne.

Besser había tropezado contra un escritorio, con las manos aferrándose a su estómago; luego se incorporó, el odio retorciendo su rostro hasta convertirlo en una máscara animal, sin apariencia concreta alguna. La mano palpó casi con adoración el abultado bolsillo y una reluciente pistola salió de su escondite. Alzó el cañón, los ojos destellando. Huber cerró los párpados y aguardó la muerte.

Entonces hubo un áspero zumbido que pareció hacerle vibrar los dientes hasta sus raíces. Olió la aguda mordedura del ozono... pero nada le pasó. Milagrosamente, seguía vivo. Oyó a Besser maldecir en voz baja, y abrió los ojos.

Loira estaba plantada en el extremo lejano del escritorio, su cuerpo bañado por un parpadeante nimbo de luz amarilla. El bajo zumbido provenía de una brillante caja metálica, que colgaba de la correa pasada por uno de sus hombros. Tocó la caja con una mano; el zumbido aumentó de tono y luego cesó de pronto.

—Tu arribo resulta muy conveniente —dijo Besser, y alzó la pistola.

Pero antes de que pudiera disparar, un pálido rayo violeta surgió de la caja del costado de Loira, se conformó en una esfera de brillantes llamas y voló en silencio hacia Besser. El borde le tocó y la pistola cayó al suelo con un ruido apagado.

Durante varios segundos, una chisporroteante figura con vaga forma de hombre permaneció donde él había estado. Luego también eso desapareció. Huber notó en su mejilla el más débil de los calores.

Loira estaba ya a su lado, sus manos operando en las ligaduras. Él notó los brazos libres y luego las piernas.

—¿Dónde está Dykeman? —preguntó ella.

—En la ciudad... en el Edificio Universal, creo.

—¿Y el navío?

—Al norte... enviado a destruir la máquina.

—¿El proyector? ¿Acaso Dykeman comentó algo de lo que planeaba hacer?

—Dijo algo acerca del campo heterodino... —comentó él.

—Lo que me temía. Necesitamos encontrar un helicóptero y detenerle.

—¿Qué hay de tu particular medio de transporte? —Huber señaló la caja brillante de su costado.

—No, esto es un simple aparato de control a distancia y un detector para el mecanismo que está en la zona de la bahía del Hudson. Controla mi proyección desde la máquina. ¿No te parece que de otra forma me hubiera sido imposible sobrevivir a la explosión de los restos del navío?

Huber extendió la mano, tocando la solidez de su cuerpo.

—No eres ninguna proyección —la acusó.

—No como tú la comprendes. Eso no significa que yo tenga ninguna realidad material cuando estoy utilizando la máquina.

—Pero...

—Mira, no tenemos tiempo para explicaciones. Además, las leyes que describen el fenómeno todavía no han sido descubiertas.

—La máquina —dijo él—, aquella que ese navío trata de destruir...

—Sí —contestó la chica—. Este fue el medio por el que Vic y yo fuimos capaces de volver y ponernos en contacto contigo... —se detuvo, indecisa. Y luego dijo—: No es muy exacto del todo, pero la mejor descripción que puedo darte es que se trata de una máquina del tiempo.