5
—LA primera estalló y voló —gritó Besser por encima de la vibración del rotor—. La explosión pilló a la segunda, y la dejó fuera de control.
Recortado en el destello de luz de abajo, Huber pudo ver las torpes formas de por lo menos una docena de naves de auxilio, con rotores gemelos. Sus tanques, grandes en exceso y llenos de combustible, abultaban como carros blindados gemelos en las puntas de unos vástagos, convertidos en un denso sistema de aterrizaje. La onda expansiva de la explosión había despojado la zona de los robles y pinos que normalmente convertían en sabana la llanura al oeste de la ciudad. En los límites extremos del círculo del desastre, pudo ver ocasionales pinos aún enraizados, pero se les veía retorcidos, con aspecto ajado e inclinados en vivos ángulos con respecto al desnudo centro del círculo.
Contó catorce rayos gemelos en la periferia de la zona. Sus brillantes arcos habían sido dirigidos en forma paralela al suelo. Toda el área tenía una apariencia áspera y granular, como si algún monstruoso rastrillo hubiese revuelto la tierra en círculos concéntricos a partir del epicentro. Allí había una zona de casi cien metros de diámetro, en el centro de la explosión, que relucía como la superficie de un lago helado.
—Debe ser donde la bola de fuego tocó el suelo —dijo Wortman excitado.
Besser señaló hacia el este.
—Y ahí es donde cayó la segunda. Debió chocar a media milla fuera del círculo, y luego se creó un sendero a través de los árboles.
—Igual que una piedra resbala por la superficie de un estanque —gritó Huber.
—Un estanque condenadamente duro —rió Wortman—, y una piedra condenadamente grande.
Los restos del segundo navío se habían diseminado a través de la zona abierta bajo las luces, en un largo y estrecho sendero. La nave se había roto en tres partes, y Huber vio lo que dedujo debía ser la sección de cola junto a los maltrechos tubos cohete.
Besser había conectado de nuevo a mando manual y guiaba al navío a un aterrizaje cerca de la zona vitrificada.
—¿Qué hay de la radiación? —preguntó Wortman.
—Un equipo androide fue quien primero revisó —respondió Besser—. No hay ni un miliröentgen por encima de lo normal. Nada tampoco en la nube.
—¿Alguien oyó jamás que una explosión de ese tamaño careciera de flujo neutrónico? —preguntó Huber.
—Gran medicina —dijo Wortman, con una voz en que se mostraba la repugnancia.
Mientras bajaban, un centípodo mecánico venía rugiendo a través del blando suelo desde la sección delantera de la nave caída, salpicando polvo y barro desde debajo de sus múltiples ruedas. Un escarabajo convencional equilibrado por giróscopo, supuso Huber, posiblemente no podría haber navegado por un terreno tan desigual. El vehículo terrestre se detuvo cerca de ellos con un apagado chirrido de las transmisiones, y Dykeman, que compartía el asiento delantero con el conductor androide, se asomó.
—Besser —gritó—, ¿quién va contigo?
—Ken Huber y Vic Wortman.
—Maldición, te dije que no trajeses extraños.
—El Director me envió, Dyke —contestó Wortman, avanzando hada el vehículo—. Me dijo que recogiera a Ken y le trajese conmigo.
Esa es una vil mentira, pensó Huber. Confirmó sus dudas acerca de Wortman: algo era radicalmente equívoco aquí.
—¿Qué tal está la situación? —preguntó Besser.
—No sé. Me dirigía hacia la sección delantera cuando aterrizasteis vosotros. Decidí volver para ver quiénes érais.
—Bueno, vayamos, pues —dijo Wortman.
—Esa zona está prohibida para vosotros dos —dijo Dykeman, mirándoles con fijeza—. Y no me digáis que tenéis autorización de nadie. Yo soy el juez final en cuestiones de posible radiación.
—Pero Besser dijo... —comenzó Huber.
—No importa lo que Besser dijera. Ambos os quedaréis aquí. Es una orden.
Antes de que ninguno pudiera responder, Besser había montado en el asiento trasero y Dykeman decía:
—Partimos.
—Trae fotos de tus hombrecitos verdes —dijo Wortman sardónico.
Dykeman le ignoró, pero Besser se volvió a Wortman, los ojos hundidos ardiendo en aquel rostro extraño:
—Tú te burlarías en el funeral de tu madre —aseguró.
El centípodo se puso en marcha con un sobresalto y volvió corriendo hacia la sección delantera.
—Mira, hay algo que quiero saber... —comenzó Huber.
—¿Sabes manejar un centípodo? —preguntó Wortman.
—Sí, pero...
—Vi uno aparcado en el extremo lejano de la zona de aterrizaje cuando vinimos. ¿Qué dirás si echamos un vistazo a esa sección posterior? —y se lanzó hacia allí a paso vivo.
Huber le siguió.
—Dykeman dijo que nos quedáramos aquí —jadeó.
—Al diablo con lo que Dyke diga —repuso Wortman, trepando por las ruedas del vehículo aparcado e instalándose en el asiento del pasajero.
Huber se colocó a su lado y puso en marcha el motor. El aparato rezongó suavemente mientras su pie soltaba el embrague y lanzaba al vehículo hacia delante.
—¿Qué haces aquí, Wortman? —preguntó, mientras giraba para esquivar una maciza pieza de metal roto.
—Oficialmente estoy a cargo de las operaciones de la Compañía. Sólo unos pocos de los de complemento estaban a mano en la noche de Carnaval. El resto se marchó a pasar el fin de semana.
—¿Qué hay de la radiación?
—No seas tonto. ¿Crees que aquel idiota se adentraría allí a menos de que la cosa fuera segura?
Mientras se acercaban a la sección posterior con sus impresionantes tubos cohete, los fragmentos metálicos se hicieron más profusos y Huber necesitó toda su atención para esquivarlos. El impacto inicial había arrancado a la nave todas las aletas y las vigas de ensamblaje, y la piel metálica exterior se había desprendido del armazón a cada impacto de refilón, para despedir enorme cantidad de restos por todo el camino seguido por el navío.
No se había dado cuenta de lo grande que era la parte motora, hasta que se detuvieron junto a ella y miró para ver el suelo calcinado y ennegrecido; desde él se alzaba una pared curva que sobrepasaba su altura y aún con mucho la de su vehículo. Un agujero abierto en un lado —aparentemente debido al soplete de uno de los androides de salvamento— estaba lo bastante cerca para que llegasen allí desde el centípodo. Huber se deslizó por él y se asomó para ayudar a Wortman, que subió jadeando y resoplando. Llevaba una linterna de mano.
Huber le tomó la linterna y abrió la marcha hacia adelante. La sección parecía dividida —por el breve pasillo por el que habían entrado— en otros dos cuartos de mayor dimensión en forma de cámaras, quebrados y doblados ahora en torno a los motores, por los que pasaban pasarelas ramificadas.
Huber se detuvo para contemplar varias palancas adjuntas a un complejo de tuberías que parecía un sistema hidráulico.
—Hay una cosa segura —dijo—: nuestros hombrecitos verdes tenían sólo cuatro dedos, si es que pueden llamarse dedos.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Wortman.
—Por los controles. Están diseñados para ser cogidos por tres dedos y un pulgar opuesto. También tienen casi altura humana, diría, aunque el aspecto que tengan... Bien, eso nos lo podrá contar Dykeman.
Empezó a inspeccionar los enormes tanques que llenaban el primer compartimento, y al cabo de un rato dijo:
—Estas malditas cosas no pueden ser sólo masas de reacción. ¿Dónde está el combustible?
Se arrodilló y abrió una escotilla en la ingente tubería que partía de uno de los tanques. Un líquido claro salió. Reunió el flujo empapando una toalla y olió el líquido. Finalmente lo probó.
—Toma —ofreció a Wortman.
Wortman probó una gota.
—¡Sal!
—Cierto. Una débil salinidad.
—Pero... ¿qué hay del combustible?
—Se me ha ocurrido una idea loca. Fíjate que no hay pantallas protectoras que valgan la pena en ninguna parte de esta sección... —comenzó a cruzar la segunda cámara—. Aguarda, quiero inspeccionar abajo —dijo Huber, bajando despacio por una escalera.
Pasaron quince minutos antes de que se reuniera con Wortman.
—¿Encontraste algo? —preguntó éste.
—Parece ser que mi loca idea era cierta. Nuestros seres extraños saben cómo manipular una reacción controlada de fusión del sodio.
—Oh, vamos... —protestó Wortman—. Sé lo suficiente de física nuclear como para saber que eso es imposible.
—Palabra que sí —afirmó Huber—. Nuestros hombrecitos verdes pueden hacer lo imposible. Y no reciben fuertes radiaciones de la reacción. Disuelven el combustible directamente en la masa reactiva, sal en agua, y consiguen calor y unos cuantos rayos Beta desperdigados, que incluso la lámina más fina de estaño podrían detener.
—¿Y qué hay del propio motor? ¿Podríamos copiarlo?
—Eso creo. El secreto parece estar en el pequeño dispositivo de la parte trasera del conjunto, que envía un chorro de rayos Alfa desde un pedazo de polonio a la masa reactiva, y entonces genera alguna especie de campo atómico en torno a la cámara. Parece sencillo, pero que me condenen si veo cómo pueden agitar unos cuantos átomos de sodio y un par de partículas Alfa y conseguir de ellos energía.
—¿Tienes alguna idea del impulso y de la potencia?
—¿Cuánto crees que pesará este casco?
—Bueno...
Huber dio una patada en la cubierta. Sonó hueco.
—Acero vulgar y corriente —dijo—. Estos motores tienen impulso suficiente para elevar y maniobrar a un navío de quinientos metros de longitud hecho de sólido acero.
—Si podemos desentrañar estos motores —dijo Wortman—, significaría que nos han puesto en las manos el vuelo espacial.
—Hay más aún.
Huber alzó la linterna y la enganchó en una rasgada pieza de metal que se doblaba en la pared. La pared metálica, hecha de planchas, estaba combada y doblada como si el impacto mayor del golpe se hubiese concentrado en aquel punto. El extremo lejano del espacioso compartimiento inferior estaba lleno de una confusa masa de complejas hélices y de relucientes barras plateadas de palmo y medio de espesor. Abajo y a ambos lados de la pasarela que cruzaba el centro del compartimento había un complicado panel de instrumentos, y lo que con toda evidencia eran sillones anatómicos de aceleración situados en varios lugares de su superficie. Todo el conjunto ahora se inclinaba locamente, y la pared estaba rayada como si hubieran empleado una gigantesca lima.
—Eso no es el motor —susurró Wortman.
—No. Parece algo así como esos generadores de electrogravedad que se utilizaron hace cincuenta años cuando el sabio Chang, de Lima, desarrolló el campo de inducción. Si hay algún físico competente en ese continente, sería conveniente traerlo aquí. Esto queda por encima de mi capacidad.
—¿A qué te refieres?
Huber hizo una pausa, indeciso.
—Fíjate en eso, y... —señaló los sillones anatómicos de aceleración situados ante el gran tablero— dime, ¿dónde están los técnicos que lo gobernaban? Este chisme necesita mucho control.
—Está bien, desembucha —acució Wortman.
Huber hizo un gesto de silencio, tomó la linterna y condujo a Wortman a lo largo de la pasarela hacia el profundo pozo que albergaba el tablero de control; entonces enfocó la luz hacia las profundidades de la espacionave.
—Parece como si algo se hubiera quemado ahí abajo —comentó Wortman.
—Cierto —dijo Huber—. Algo... no me preguntes qué... literalmente quemó a la tripulación. Algo los amontonó, inconscientes o muertos, ahí abajo y deliberadamente trató de reducirlos a cenizas.
—¿Quién...?
—En cuanto a tu pregunta anterior... —dijo Huber sintiendo de pronto como si las palabras se le estrangularan—, creo que esta maldita cosa es un motor interestelar.