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EL navío efectuó su primera parada en el Archipiélago, para que bajasen los científicos que habían venido de allí. El Archipiélago era muy importante políticamente hablando, porque representaba el equilibrio del poder entre Thrennen y Noone. Aidregh abandonó la nave y cogió un avión que partía del aeropuerto de Bros, en dirección a Drash.

El doctor Ni no quiso unírsele; dijo que disfrutaba con el crucero. Aidregh no insistió, aunque se preguntó qué tendría de nuevo un crucero que llamara la atención a un oficial de la marina.

El piloto del avión logró inadvertidamente profundizar la tristeza de Aidregh al aproximarse a Drash por el lado de Thrennen, mirando hacia el vacío océano del otro costado del mundo, pasando así directamente sobre una franja irregular de cemento instalada en el suelo, cerca de la costa. La banda, una acera de varios kilómetros cuadrados, estaba salpicada de regordetas cajas de cemento, y cerca de cada una de ellas había un pequeño lunar en sombras.

Poquísimas personas en el mundo sabían lo que era aquella zona, pero Aidregh la conocía bastante bien. Los lunares de sombra eran los tejados movibles de unos pozos de cemento, de treinta metros de diámetro, introduciéndose profundamente en el suelo. Unas vías de acero corrían a lo largo de las paredes de los tubos, y al fondo de cada uno de ellos, sobre las vías, descansaba un enorme proyectil teledirigido. Muchos estaban ya armados con cabezas de guerra termonucleares. Las cajas de cemento visibles desde el avión eran los techos de las cúbicas cámaras de control clavadas en el suelo.

Unos cuantos informes de espionaje indicaban que había otra batería parecida en Noone, quizás aún mayor que la de Thrennen. Aidregh no sabía cómo estaban armados los proyectiles de Noone, y los noonitas no hablaban; pero se habían producido varias explosiones de pruebas nucleares en Noone pocos años atrás. De eso no parecía caber la menor duda.

Ni tampoco podía haberla acerca de que hubieran tales instalaciones en Rathe. Que las armas rathenias fuesen nucleares, más que termonucleares, no constituía ninguna diferencia práctica; considerando la relativa pequeñez de los blancos en el mundo de Aidregh, las bombas atómicas serían más que suficientes.

Los dos planetas daban vueltas mutuamente como duelistas, con sus espadas amenazando la garganta del oponente.

Luego la faja de cemento se desvaneció tras el aparato y llegaron sobre Drash. Una vez fue un escondido poblado de chozas, ubicado en la boca del río mayor que se vaciaba en el mar occidental de Thrennen; pero casi un millar de años de sedimentos de aluvión habían hecho su trabajo: ahora el edificio más próximo quedaba a dos kilómetros de distancia del mar, a lo largo de una amplia y suave playa. Vistos desde el aire, los edificios de la ciudad parecían paralelogramos, de diez a treinta metros de lado; sus tejados de cemento estaban ligeramente inclinados para permitir el drenaje de las frecuentes lluvias. Las casas estaban muy separadas y la lujuriosa vegetación de Thrennen escondía el cemento de las calles y senderos que las entrelazaban, igual que los propios tejados escondían los enormes pilares de cemento que los sostenían y las paredes de madera impregnada de plástico, con sus grandes y oblongas ventanas.

Los noonitas por lo general despreciaban la arquitectura threnniana, a la que acusaban de que jamás había salido de la época de los planos rudimentarios; pero Aidregh la encontraba tranquilizadora... después de todo, era su patria. Oscuramente se alegraba de estar de vuelta; aquel eclipse le había transtornado mucho más de lo que quería admitir.

Fue directamente a su despacho y llamó a Aidresne, que según la costumbre servía de ayudante. Mientras esperaba, revisó la pila de documentos que había en su escritorio y que reclamaban su inmediata atención. No formaban una pila muy grande; el eclipse se había manifestado convenientemente en un momento en que el tribunal no estaba en sesión, así que no tenía que leer decretos nuevos. El sumario político, preparado por el secretario general del partido de Aidregh, mostraba que la situación empeoraba al ritmo ordinario: demasiado deprisa. La Oposición ganaba terreno; incluso en ausencia de Signath, el populacho se estaba haciendo más belicoso..., y algo similar ocurría en Noone.

Era perfectamente posible —aunque no predecible— que tuviera que emprenderse una guerra contra Rathe, con el único medio de evitar que las dos islas se destruyesen mutuamente. Era una cura comparable a pegar un tiro al paciente..., pero tal cosa parecía ser lo que estaba oculto en lo más profundo del cerebro de Signath. Sólo el Macizo sabía los inflamados discursos que estaría cocinando ahora mismo, más allá de lo que creyera haber visto en el crucero de reconocimiento.

Con un suspiro, Aidregh abrió la pequeña máquina cocinera para ver lo que el personal le había enviado como comida de bienvenida, aunque, de hecho, no tenía mucha hambre. Resultó ser un asado de tapir —su plato favorito—, con tres clases de verduras cultivadas y otras dos silvestres, todo en los tres platos «mecánicos» que eran el servicio de vajilla tradicional para el Primer Ministro: uno mostrando un navio como el de Clian, otro, una aeronave primitiva con un reactor montado en la popa, y el tercero un cohete tan delgado como un lápiz. Éste último había sido adición de Aidregh; se esperaba que cada nuevo Ministro añadiese un plato y retirase otro, como símbolo del progreso adquirido bajo su ministerio. Los bordes de los platos estaban decorados con guirnaldas de la flor nacional de Thrennen, en grupitos de a cuatro.

Nuestra arquitectura puede no ser muy imaginativa, pensó Aidregh, pero en cerámica nadie nos vence en cuanto a gracia en el diseño, o fino trabajo. Sintiéndose oscuramente mejor, se dispuso a comer.

—Bienvenido, padre.

Aidregh levantó la vista del plato con una sonrisa. El pelo corto e hirsuto de Aidresne era negro, lo que lo colocaba en minoría entre los hombres generalmente rubios de Thrennen; naturalmente, lo había heredado de su madre. Era un jovenzuelo fuerte, un poco más bajo que Aidregh; su padre jamás le había considerado guapo —por fortuna, Corlant estaba en desacuerdo— pero era pensante y rápido, lo que revelaba cualidades mucho mejores.

—Me alegro de verte, Aidresne. Quiero que te hagas cargo de los informes del eclipse en cuanto lleguen (estarán aquí en un día o dos), y que prepares un sumario para mí. A menos que sean abrumadoramente importantes, no quiero detalles; dame un resumen sopesado, junto con las opiniones que los militares puedan ofrecer. Pero quiero que ese informe militar esté bien hervido; ya sabes lo exagerados que son los generales cuando se lo proponen.

—Muy bien —contestó Aidresne—. Espero que valga la pena. ¿Crees que se sacará algo en claro?

—Es difícil decirlo. No puedo imaginarme que los rathenios hayan instalado ningún enclave allí donde podamos verlo. Cualquier emplazamiento importante que esté en nuestro lado de Rathe, debería evidentemente pasar inadvertido... y si fue alzado mientras los rathenios creían que nuestro planeta no estaba habitado, ya lo habrán desmontado.

—Tienes razón —dijo juiciosamente Aidresne—. Deben saber que nuestro mundo está habitado desde hace unos quinientos años, según calculo.

—Exageras. Quizá supusieron que el planeta era habitable mucho antes de ese tiempo, pero no estuvieron seguros de eso hasta que descubrimos la radio. De todas maneras, un siglo es tan bueno como un milenio cuando se trata del trabajo militar de camuflaje. ¿Cómo está Corlant?

—Igual —dijo el muchacho, sonriendo con ensoñación—. Estupenda.

—Bien. Debo decir que tu casi suegro tiene una idea muy sombría acerca de vuestro futuro y... por lo que importa, del futuro de cada cual.

—Igual me pasa a mí —dijo Aidresne, en voz baja—. Pero aún puedo tener esperanzas. Creo que el doctor Ni se ha olvidado de cómo es eso, o quizá perdió la práctica.

—Bueno, yo también sigo esperando. Es necesario. Bien, ¿hay noticias de Nesmet?

—Ninguna en absoluto. El planeta está llegando lentamente a la posición que nos conviene, aunque los astrónomos del satélite están alerta por cualquier signo de actividad. Lo que esperan ver queda más allá de mi capacidad. No puedo creer que el capitán Arpen intente el despegue antes del momento de la aproximación máxima; noventa y seis millones de kilómetros ya es mucha distancia para viajar.

—Es más que eso —le recordó Aidregh—. La que citas es sólo la distancia primitiva entre los dos planetas. Pero no te olvides que la órbita de Nesmet está inclinada ochenta y siete grados respecto de la nuestra. Eso incrementa el viaje a un tercio más... —apoyó un codo en el escritorio y depositó su barbilla sombríamente en la palma de su mano—. La cuestión es que, de hecho, no estábamos preparados para emprender algo tan grandioso; y no será así hasta que pasen muchos años. Nos lanzamos a esto únicamente por causa de Rathe. Me asombraría si esa expedición lograra volver, Aidresne... Pero no digas a nadie lo que te he dicho.

Ambos hombres guardaron silencio largo rato. Luego Aidregh suspiró.

—Todo depende de Rathe, como siempre —dijo—. Supongo que sería mejor que tratásemos de volver a hablar con Margent.

Aidresne se encogió de hombros y abrió la puerta. Salieron juntos, cogidos del brazo, padre e hijo. Aún quedaba eso en aquel mundo vacilante.

El centro de comunicaciones, como todo lo concerniente a Rathe, era secreto; incluso la línea subterránea monorriel que a él conducía desde el edificio del gobierno era conocida sólo por unas pocas personas. Sin embargo, la comunicación con Rathe —vía estación orbital— era sólo una pequeña parte de sus funciones; también recibía informes de clima de todo el planeta, datos astronómicos, físicos y de investigación médica, e información de las estaciones particulares; luego, todo lo canalizaba por el planeta entero. A partir del tratado con Noone, la estación orbital ya no era estrictamente una empresa de Thrennen, y el tamaño que había alcanzado el centro reflejaba debidamente esa circunstancia.

La mayor parte del personal del centro no pareció reconocer al Primer Ministro y a su hijo en absoluto; esto era protocolario, aunque la mayor parte de los hombres estaban tan atareados que era posible que no se diesen cuenta de la llegada de Aidregh y Aidresne. Un ordenanza les llevó directamente a la pequeña cámara con aire acondicionado utilizada por el alto jefe para recibir en directo importantes comunicaciones. Estaba sobriamente amueblada: unos pocos divanes, unos pocos sillones, un pequeño bar para refrescos... y tres pantallas de televisión.

Aidresne se sentó y aguardó con indiferencia, pero Aidregh no eligió su diván; estaba muy tenso para sentarse, y en cualquier caso siempre prefería trabajar de pie. Esto iba a resultar trabajoso. Al cabo de varios instantes, la pantalla central se iluminó, mostró torbellinos y luego se serenó.

Margent les estaba mirando.

Resultaba tan difícil como siempre ver exactamente a qué se parecía Margent, porque como de costumbre, iba encapuchado y abrigado con tantas túnicas y capas... Los rathenios las necesitaban por los salvajes rigores de calor y frío por los que Rathe, con su atmósfera enrarecida, pasaba diariamente. El rostro que miraba desde la pantalla era toscamente parecido al de Aidregh; es decir, poseía los mismos órganos y en el mismo número y casi la misma relación de uno a otro; pero habían ciertas diferencias.

Por ejemplo, las cejas del rathenio, aunque eran oscuras y fieras, no estaban montadas en una huesuda prominencia como las de Aidregh. Su nariz no era plana y las aletas, tan pequeñas que parecían casi invisibles, apuntaban derechas hacia abajo; a ambos lados de la nariz había dos pequeños agujeritos, cuya función sensorial era desconocida. Su boca tenía quizá la mitad de extensión de la de Aidregh, y su barbilla no era tan sobresaliente, sino pequeña y puntiaguda. Todo esto, añadido a una frente que era casi tan amplia e incluso más alta que la de Aidregh, hacía que el rostro dentro de la capucha pareciera casi triangular.

El resto eran conjeturas, resumidas por los científicos; trabajando en parte por las pistas que Margent había dejado caer, en parte también por los vistazos ocasionales captados por debajo de los pliegues de las túnicas, y en parte siguiendo la evidente conformación del terreno y la meteorología del propio Rathe. Las manos del rathenio tenían seis dedos, como las de ellos mismos —y por ello, también, habían llegado a parar a un sistema de numeración duodecimal—, pero aquellos dedos resultaban más largos y más esbeltos. Sus cuerpos eran ligeros, delgados y duros, con la piel como cuero fino; pero eran casi uniformemente más altos que la raza de Aidregh.

Sin duda serían mamíferos, con dos sexos, como los paisanos de Aidregh; pero es que él en realidad no podía imaginarse una raza que no tuviera esas características. De alguna oscura manera, Margent le hacía sentir como si Aidregh representara a una especie que había evolucionado directamente de las ranas, mientras que los rathenios parecían una raza de lagartos sumamente inteligentes. Era absurdo..., pero simbolizaba la suma de las diferencias que Aidregh notaba entre Margent y él mismo.

—Esperamos que hayáis tenido una buena vista —dijo Margent, con su seca y susurrante voz.

Hablaba un threnniano excelente; Aidregh conocía el idioma de Rathe —el único lenguaje del planeta—, pero comparativamente de manera imperfecta.

—Muy buena, gracias —dijo Aidregh con indiferencia.

En los 1344 segundos que tardarían las microondas en llevar su voz e imagen hasta Rathe, y en el lapso idéntico de tiempo para su vuelta, Aidregh se impondría la tarea de imaginar lo que respondería Margent..., y aun tendría tiempo para preguntarse si el gambito de apertura tenía una intención irónica. Margent se refería al eclipse, claro; pero también sabía que el panorama del mundo de Aidregh era infernalmente malo aún en comparación con el de Rathe.

Margent, sin embargo, abandonó el asunto.

—Creemos que llegó el momento de tratar uno con otro directamente —dijo—. Hay altos asuntos que ocupan la atención principal de mi pueblo, y no permitirán mayor aplazamiento.

—Sea como fuere —dijo Aidregh sinceramente, pero sintiendo la invisible mano de la precaución siempre sobre su hombro—, la negociación es con toda evidencia la única salida de esta situación en la que nos encontramos. Adecuadamente, nuestros dos mundos deberían unirse por el comercio y el intercambio abierto como lo están por la gravedad; es la única manera civilizada de preceder.

—Llevo mucho tiempo promoviendo eso mismo —dijo muy serio Margent—. Pero mis pensamientos aquí no me pertenecen; son pensamientos compuestos, representando, en alguna manera, actitudes a las que Arpen como persona no puede eludir. La situación allí es la misma, según creo.

—Lo es, en realidad —dijo Aidregh de corazón—. Pero si usted y yo llegamos a un acuerdo razonable, creo poder controlar los elementos disidentes de entre mi pueblo... o, por lo menos, limitar cualquier acción hostil que ellos puedan llevar a cabo.

El lapso de tiempo pareció interminable. Margent casi le tenía abatido por completo. De ordinario el rathenio aparecía envuelto, sutil e indirectamente en todo lo que decía.

—Eso resulta también verdad en mi caso —dio Margent—. Pero no puedo acordar nada sin contacto directo; es el precio que exige la religión de mi gente. ¿Cuándo puedo esperarle, pues?

Tras él, Aidregh oyó el respingo de su hijo. Evidentemente, tampoco Aidresne había ido al grano hasta ahora; en su asombro ante las nuevas directivas de Margent, revelaba que había localizado la amenaza presente en las palabras del otro gobernante.

Y la pregunta era dinamita pura. Una visita personal a Rathe ahora —aun cuando el concepto tentase y mucho a Aidregh—, turbaría y asombraría a la mitad de la población, y, con unos pocos aguijonazos en la adecuada dirección por Signath y la Oposición, inflamaría absolutamente a la otra mitad. En total, no haría ni una ínfima porción de bien, porque cualquier acuerdo que pudiese formalizarse con Margent como resultado de esta entrevista carecería de fuerza: el gobierno de Aidregh nunca aprobaría tal viaje.

—Quizá le he comprendido mal —dijo por último Aidregh—. ¿Es que este contacto actual no es lo bastante directo? El rayo entre nosotros es razonablemente prieto, según se me ha dicho.

—El asunto del que hablo no puede discutirse de esta manera —dijo Margent—. Es un asunto de religión. De ninguna forma me permitirían que radiase siquiera su exposición. Es esencial el contacto personal.

¿Un asunto religioso? Pero de nada serviría preguntar a Margent qué quería decir con eso; después de todo, acababa de dar su única respuesta a tal pregunta: no podía ni discutirla.

—Comprendo —dijo Aidregh—. No obstante, Margent, usted me encuentra poco inclinado a ello por buenas razones. Hay asuntos de estado que exigen mi presencia aquí; si yo los dejara ahora, perdería el control sobre mi gente, y ese control es esencial para la supervivencia de ambos planetas. Perdón si hablo con torpeza, pero estoy seguro de que usted advertirá la fuerza del argumento, ¿no es así?

—La veo —dijo Margent—. Pero permítame recordarle que yo también estoy desvalido en el mismo sentido. Tiene usted que venir. Le aseguro solemnemente que nada más que eso impedirá la guerra entre nuestros mundos, a la larga.

El aire parecía pesado en la habitación. Quizás —incluso probablemente— Margent no había tenido intención de que se tomasen sus palabras como amenaza; le parecería una simple afirmación de hecho. Pero era una amenaza lo que resultaba..., la amenaza última. Con el corazón dolorido, Aidregh miró a Aidresne.

Su hijo comentó, en voz queda:

—Será mejor que vayamos.

—Muy bien —anunció Aidregh, volviéndose hacia las cámaras y las pantallas—. Para mí al menos, si no otra cosa, será una gran aventura. Pero usted también deberá ceder en alguna medida a la situación aquí presente, Margent. Me será completamente imposible ir en seguida. Ni siquiera puedo fijar una fecha ahora. ¿Hasta cuándo puede posponer su crisis, cualquiera sea la índole de ella?

—¿Hasta cuándo no podrá usted venir? —volvió a preguntar a su vez Margent.

Aidregh tomó una profunda bocanada de aire.

—No antes de un año..., a contar de ahora.

Margent pareció pensar largo rato, pero la tensión había distorsionado tanto el sentido del tiempo de Aidregh que podía haber sido sólo el inevitable lapso de 1344 segundos. Por último, el gobernante de Rathe dijo:

—Comprendo el aplazamiento. Mientras tanto, me sería imposible hablar con usted. Se entiende aquí que ahora ya no tenemos nada más que hablar, excepto de este único asunto. Adiós.

Al terminar la palabra, la pantalla quedó a oscuras.