8
LLEVARON a Aidregh hasta la superficie, a través de una compleja red de corredores de piedra cuyo trazado le fue imposible de recordar. Se halló por fin dentro de una de aquellas enormes y multicolores tiendas que había visto durante su viaje a través del desierto; su cumbre se perdía en la oscuridad. La luz caía hacia el suelo —que era de arena apisonada, puesto que el pabellón resultaba una verdadera tienda, sin cimientos, pese a su tamaño— desde una especie de cendal que pendía a mitad de camino de la cumbre.
Diez de los doce Margent estaban allí, lo que Aidregh encontró de por sí turbador. Parecían exactamente iguales —tal como se le advirtiera—, y su voz sonaba idéntica. Aunque sus túnicas diferían en pequeños detalles, Aidregh perdió a los pocos minutos la pista de cuál era el Margent que conocía. Aunque quizá no hubiese habido nunca tal persona unitaria; podían fácilmente haber hablado una vez cada uno ante las cámaras de televisión, sin que reparase en el cambio. Para aclarar esta irrelevante confusión y quitarla de su camino, adoptó la estratagema de mirar al que hablaba como si fuera el «suyo». Era un pobre resultado, pero resultó mejor que ninguna otra cosa.
—Lo que confiamos en enseñarle, es un truco —le dijo Margent, sentándose en una alfombra entre los demás—. Evidentemente sería imposible educarlo en toda una ciencia en tres días... o siquiera lo bastante de ella para dejarle al nivel de un investigador de los más bajos. Pero si podemos proporcionarle suficiente comprensión para que realice un truco, eso servirá a nuestro propósito.
—No es una afirmación muy abrumadora —comentó Aidregh ceñudo.
—Pero es cierta. ¿Quién fue el mayor genio de ustedes en física, hace una veintena de años?
—Un hombre llamado Arod —contestó Aidregh, turbado—. Descubrió el aspectro electromagnético y lo definió matemáticamente.
—El hecho es suficiente; fue un logro impresionante. Ahora, supóngase que trae usted a ese hombre por tres días a la era presente. ¿Le enseñarían física nuclear en ese lapso?
—Hum —murmuró Aidregh—. No, no podríamos. Tendría que aprender bastante más sólo para darse cuenta de que existía tal campo de conocimiento. Podría realizar tal vez unos pocos trucos con aparatos que le hubiésemos preparado... y volvería a su tiempo con un terrible dolor de cabeza.
Uno de los Margent sonrió brevemente.
—Y después de que hubiera regresado a su propio tiempo, ¿podría refinar los metales energéticos, computar las secciones de captura de los neutrones y preparar su propio reactor?
—No, no creo. Probablemente moriría de frustración. Créame, Margent, estoy convencido. Además, yo no soy Arod; aprender un truco es suficiente para mí. ¿En qué consiste?
Todos los Margent fruncieron el ceño simultáneamente y se miraron unos a otros. Por primera vez, sus expresiones reflejaban verdadera intranquilidad, o por lo menos, incertidumbre.
—Vamos a tener que responderle dando un rodeo —dijo por fin uno de ellos—. Su idioma simplemente no contiene los vocablos necesarios, y substituirlos por términos apropiados de nuestro idioma sería un galimatías sin significado alguno para usted. Vamos a enseñarle a manipular una energía, una de las que hemos llamado fuerzas del Voisk, que puede ayudarle a convencer a una audiencia.
Aidregh estaba a punto de exclamar: «¿Es eso todo?», cuando vio que todos los Margent, y Mareton también, se inclinaban hacia delante, tensos. El movimiento fue tan ligero dentro de las túnicas que les ocultaban que casi no reparó al verlo.
Aspiró profundamente y dijo, en su lugar:
—Muy bien. Adelante.
Los Margent y Mareton se volvieron a reclinar, y algo de la tensión desapareció en la catedralicia atmósfera de la enorme tienda. Evidentemente, pensó Aidregh, una de las normas de conducta —o de la ciencia en sí, quizás— fracasaba en hacer adoptar la actitud adecuada si no era divulgada, o enseñada. Una relación estrecha entre las palabras y los trabajos... una doctrina ética, y el efecto hacia el observador... ¿una doctrina médica, quizás? En cualquier caso, el error había estado muy próximo; tendría que conservar a cada instante esta cuidadosa norma de comportamiento.
—Hay varias palabras en su idioma que bordean lo que nosotros tenemos en mente —dijo un Margent—. Una de ellas es empatía; otra es carisma. Ninguna, sin embargo, refiere al poder de que hablamos. Palabras tales como simpatía, calor, accesibilidad, súplica, personalidad... todas caen dentro de la misma área. Ninguna de ellas, sin embargo, describe completamente al poder.
Aidregh comenzó a ver otro motivo por el que el camino ante él iba a ser duro. Trató de imaginarse una zona conceptual amojonada o limitada por todas estas definiciones, pero en lugar de lograrlo todas se sobreponían en su mente y no dejaban espacio a través del cual pudiera emerger algún concepto.
—¿Pueden ustedes mostrármelo en operación? —dijo—. Debería ser posible una definición funcional... una que no dependa del contenido semántico.
—Ciertamente; ése es el paso siguiente. Mareton, ¿quieres leernos?
De sus ropas Mareton sacó un pequeño rollo, lo desenvolvió y comenzó a leer con una voz seca y precisa:
—En la época 480, mientras la política de suministros proporcionales de agua seguía en efecto a pesar de sus desigualdades, el uso del agua del terreno para propósitos industriales subió a doce grandes megabires por ciclo, mientras que los suministros adicionales, hasta la suma de un total de un gran megabire, fueron extraídos de las reservas... tales como lagos y oasis. Lo recuperado de la lluvia durante el mismo período ascendió a un gran megabire, mientras las reservas perdían área superficial, obligando a la transferencia de la mayor parte de la carga hacia el sistema de tuberías, que eran por entonces toscamente inadecuadas para el transporte. No obstante, el sistema proporcional de reparto fue mantenido durante otra época de ciclos, completando así la quiebra de las tribus-naciones, sobre las que recayó la principal escasez. Ahora ocurre que este efecto político fue lo que pretendieron sus creadores, quienes establecieron el sistema de repartos.
Aidregh tragó saliva. Aunque la historia era parte de los hechos pasados en otro planeta, jamás había oído nada que resonase con una nota más profunda de tragedia; con tal prosa, notó realmente seca su garganta. Sólo la aparente irrelevancia de las fuerzas del Voisk le hicieron dudar y así decirlo; pero sin embargo, ahora estaba perfectamente convencido de que, de haber sido artista, hubiera sido capaz de construir un poema épico inmortal sacado del relato de Mareton.
Los Margent le miraban en silencio. Lentamente recuperó su compostura y meditó sobre lo que Mareton había leído, con tanto cuidado como un hombre que caminase sobre hielo recién endurecido. ¿Tragedia? Oh, no. Quizás in esse, pero no in posse. Lo que Mareton había leído fue un trozo de desapasionadas estadísticas. ¡Y casi le habían dado ganas de llorar al oírlo!
—Comprendo —dijo por fin—. Es un truco sorprendente, y me doy cuenta de que sería inapreciable en política. ¿Da resultado con una gran multitud, o simplemente se debilita?
—Da resultado incluso a distancias interplanetarias sin disminución detectable alguna, como pasa con todas las fuerzas del Voisk; lo probamos durante nuestra expedición a Nesmet, de la que ustedes ya tienen noticias. La única requisitoria física es que la audiencia sea capaz de ver o visualizar al locutor. El público ha de tener delante una imagen televisada, una fotografía inmóvil, un cuadro, una caricatura, o simplemente un recuerdo, y el truco funcionará mientras posea algo que le ligue con el locutor en los circuitos visuales del cerebro.
Aun los escasos conocimientos de física de Aidregh le decían que eso era del todo inaceptable... es más, irracional. Pero puesto que jamás había recibido enseñanza científica, encontróse capaz de recobrarse de aquel caos mental con una comparativa indiferencia. Se preguntó si Ni hubiera podido comprenderlo claramente.
—¿Utilizaron este truco para hacerme venir a Rathe? —preguntó de pronto.
—En parte —admitió Margent con compostura—. Pero no se le obligó; esta fuerza no puede utilizarse para convencer al sujeto de la realidad de una situación irreal. La lógica de los acontecimientos debe estar sintonizada con ella, como fue en su caso. Ahora le pediremos que lo intente, Aidregh.
—Pero aún no sé cómo...
—No se preocupe, nos damos cuenta. De todos modos, inténtelo.
Mareton se levantó y le entregó el rollo. El objeto era extraño para un hombre acostumbrado a los libros, pero al cabo de un momento Aidregh descubrió cómo manejarlo: los dos rollitos podían ser extendidos entre las manos, de manera que el párrafo deseado quedase tenso ante los ojos. Lo poco del texto que podía ver era tan aburrido como el párrafo que leyera anteriormente Mareton... y era sorprendentemente difícil hacerlo sonar convincente. Pero se esforzó cuanto pudo, consciente de las miradas fijas de los rathenios.
—Un fracaso total —dijo Margent muy serio, cuando hubo terminado.
Mientras el corazón le zozobraba en el pecho, otro Margent añadió:
—No se alarme. Lo que pretendíamos de usted era otra demostración negativa. Usted necesita saber lo que no es esta fuerza del Voisk en el nivel operacional. Hasta ahora ha logrado eso.
—¿Cómo lo hice? —preguntó Aidregh incrédulo.
—Utilizando todas las técnicas que su mundo ha creado, desde que no han poseído la fuerza. Leía el párrafo con gran elocuencia. Su tono puso pesado énfasis en el pequeño retazo de satisfacción humana que posee el texto. Con su expresión corporal, el método de comunicación que su cultura llama «parataxis», reforzó cada punto. Su dicción fue clara, controlada y elegante; sin embargo, dejó a todo el parlamento carente del menor sentido de esfuerzo. Las variaciones, en volumen, en grosor de voz y otros tonos sugirieron emoción, y fueron tan preciosas como una música. En otras palabras, sacó tanto del párrafo como un gran actor o político pudo haber sacado.
—Y... si mal no entiendo, nada de esto es pertinente o útil ahora. Nada de eso tiene que ver con el truco que quieren enseñarme...
Durante un momento, Aidregh se quedó sentado, estupefacto. Sin embargo, era verdad: cuando Mareton leyó aquel mismo pasaje, no empleó ni una sola vez las evolucionadas técnicas de oratoria que Aidregh usaba como cosa natural. Simplemente lo leyó, e incluso de manera monótona. Sin embargo, el impacto emocional había sido profundo.
No había realmente nada en el texto que mereciese el elaborado arte de la retórica, aunque ese arte pudiera usarse de manera espuria. Para este público, tal cumbre era evidentemente peor que inútil: constituía en realidad el sistema del que trataban de hacerle desistir.
De paso, por la forma en que le miraban, se dio cuenta de que ya había llegado la primera prueba. No iba a conseguir más ayuda pasada esta primera época de comprensión. Si fracasaba en integrar y utilizar todas las definiciones negativas que ahora poseía, y de manera tan profusa, el experimento habría terminado. Haría fracasar tanto a sus hijos como al mundo que era su patria.
—¿Puedo intentarlo otra vez? —preguntó por fin.
—Sí —dijo uno de los Margent, sin expresión—. Una vez más.
Leyó el párrafo para sí mismo. Trató de reproducir lo que él había sentido dentro de su alma, cuando Mareton narró en alta voz aquel seco hueso de historia económica. Se obligó a ir despacio, tratando de recordar cómo surgió a la superficie cada emoción... casi palabra por palabra, conservando cada nuevo recuerdo en la vanguardia de su mente, con la esperanza de amontonar ese sentimiento acumulativo de consentimiento total que Mareton había provocado en él. Fue terriblemente difícil. Por primera vez, tenía una dudosa idea de lo que podía ser componer una ópera.
Luego, muy despacio, empezó a leer en voz alta. Su voz sonó sin vida en sus oídos, pero trató de no prestar atención a ese detalle. En su lugar, «recorrió» el texto como un compositor dentro de su propia cabeza, usando los recuerdos de cómo había sentido cuando Mareton lo leyera antes.
Para cuando llegó a la última palabra temblaba, y estaba empapado de sudor a pesar de la casi total sequedad del aire de la tienda. Nada de lo que había intentado en toda su vida anterior había sido tan difícil como esto. Los Margent y Mareton escuchaban muy serios, sus ojos amarillos fijos en él con intensidad. Después, los brumosos confines del pabellón quedaron en silencio por un espacio que pareció de horas.
—Débil —dijo por último uno de los Margent—. Y considerablemente confuso. Pero hubo alguna transmisión. Ha de retomar su camino hasta el principio. Pero posee el concepto, por lo menos de manera intuitiva.
Mareton asintió.
—Lo tiene —dijo—. Pero ahora debe enfrentar el problema real: hacerlo funcionar y que resulte.
El doctor Ni estaba todavía despierto cuando Aidregh, después de dieciocho pesadas horas, regresó al alojamiento subterráneo para un merecido descanso. Pero aunque los nervios de Aidregh reclamaban el sueño, vio en seguida que el suspenso había conducido al doctor casi a la histeria. No quedaba más remedio que describirle, tan brevemente como fuera posible, lo que había ocurrido en la superficie.
—Es... es todo tan subjetivo —murmuró Ni, mordiendo lo que le quedaba de una uña—. Nada que se pueda medir... sólo un conjunto de sentimientos, que consiguen reflejarse en los sentimientos de alguien más. De cualquier manera, no veo cómo puede fiarse de eso. Especialmente con tantas vidas pendientes...
—Oh, puede medirse —dijo Aidregh, cansino—. La prueba en la tienda fue sólo el principio. Luego me llevaron fuera, por la ciudad, a otra tienda: una cubierta achaparrada, octogonal, mucho mayor en volumen que la primera. Era, con toda evidencia, alguna especie de laboratorio. Máquinas sobre bancos, desparramadas por todo el suelo. La mayor parte de ellas parecían como si hubiesen sido reunidas por un ignorante tratando de pasar por genio: unas cosas de pesadilla, semicableadas; unos trozos de cañería, algunos pegados, otros que parecían cúmulos de basura...
»Pero no dije nada; y aprendí que mucho, por lo menos, podía sacarse de ellos. Margent... es decir, uno de los Margent, me contó que todos los aparatos funcionaban en una parte u otra del espectro del Voisk, y demostró varios de ellos. Por ejemplo, había un chisme que parecía ser una especie de traductor del Voisk; de todos ellos, era el más similar a los sistemas electrónicos que he visto en la patria. Hizo que Mareton reprodujese el truco que han tratado de enseñarme y me mostró los rastros e imágenes que producía. Luego siguió con curvas comparativas de otras partes del espectro, como las zonas precognitivas y de lectura del pensamiento descritas antes. No hay duda de que las fuerzas del Voisk pueden ser medidas a través de los instrumentos apropiados, una vez se ha captado una parte de ellas juntamente con la masa principal.
Hizo una momentánea pausa, dándose cuenta de que lo que iba a decir ahora sonaría de muy especial manera a Ni. Pero estaba demasiado cansado para preparar un trabajo extra de lectura en su memoria; era todo lo que pudo decir acerca de la historia no editada.
—La cuestión es... qué cosa es lo que constituye un instrumento adecuado —dijo—. Después de que Margent me hubo señalado las diversas curvas, hizo hincapié en el hecho de que los tubos electrónicos del traductor llevaban agotados mucho tiempo. Ni siquiera había energía de suministro; la única fuente de poder que el instrumento utilizaba venía directamente del orticón de la imagen. Para demostrarlo, quitó todas las válvulas del chasis. El aparato siguió funcionando.
—Eso no es posible —exclamó Ni, sentándose bruscamente.
—Soy testigo de que sí lo es; ocurrió frente a mis ojos. Y eso no es todo. Lo siguiente que hizo fue arrancar totalmente el chasis entero del aparato y sustituir un diagrama de cableado, sujetándolo a los conductores del orticón con clips.
—¿Y aún así... funcionó? —preguntó Ni.
—Funcionó estupendamente.
—Eso... no es otra cosa que la sala de trabajos de un prestigitador —dijo Ni con desesperanza—. Lo siento, Aidregh, pero... están jugando con usted. Todo el asunto es una broma; no puede ser de otro modo.
—¿Una broma? ¿Con qué propósito? —preguntó Aidregh—. Margent es consciente de que nos encontramos todos bajo una sentencia de muerte, fechada para pasado mañana. ¿Por qué iba a desperdiciar el tiempo usando juegos de salón para engañarme?
—Trata de asustarle para que acepte sus condiciones...
—Tonterías; ya las he aceptado. Todo lo que nos pidió fue que emprendiéramos este entrenamiento. Además, Ni, esa no fue la única demostración que vi. Todas las máquinas de aquella tienda eran aparatos analíticos de una especie u otra. Había uno que se comportaba en forma bastante similar a un espectrógrafo. Margent colocó un pedazo de tejido vivo de pulmón dentro de él, incluyendo los gases atrapados en los alvéolos, y le exigió el análisis, por el peso, de cada elemento. Luego extrajo una pila de grandes tarjetas, cada una de las cuales estaba marcada con el símbolo de uno de los doce elementos químicos, y dio a la máquina al azar cinco de las cartas, barajándolas primero, para que las estudiase... dentro de un depósito de plomo. La máquina analizó la distribución de los símbolos con tanta presteza como antes, sin prestar atención a lo que significaban los elementos del papel de las tarjetas, o al plomo de las paredes del depósito. Ese ingenio es capaz de dar un análisis químico de un objeto trabajando a partir de una simple fotografía; también vi hacer eso.
—Y entonces —dijo el doctor Ni con profundo disgusto—, Margent rompió todos los tubos, cortó todas las conexiones y metió el aparato en un baño espeso de goma electrolítica... y siguió funcionando, ¿eh?
—En absoluto —dijo Aidregh, tratando de ocultar su súbita irritación, fruto del cansancio—. No se pueden cortar las conexiones de tal aparato, no importa de lo que estén hechas. Eso fue parte de la demostración. Las máquinas que manejan cualquier fuerza del Voisk no requieren energía del espectro electromagnético, sino que dependen profundamente de la conectividad. Las leyes que las rigen no siguen las normas cuantitativas de la física; por el contrario, son totalmente topológicas. Usted puede quitar a ese aparato su batería energética, o kilómetros o kilómetros de cable de cobre, o todo un grupo de componentes, y seguirá funcionando. Pero debe usted suministrarle alguna relación para que ocupe el lugar de la conexión que usted rompió. Si el aparato funciona a partir de un diagrama de cableado y usted borra un conductor esquemático, una línea en el papel..., ¡puf!... el chisme se muere.
—¡Ah! —dijo el doctor Ni, no menos suspicaz que antes, pero con menor tensión en su voz—. Eso tiene ahora algo de sentido... aunque poquísimo aún. Sigue siendo muy místico, Aidregh. De todas formas, yo... nunca comprendí muy bien la topología, debo confesarlo.
—Yo apenas había oído hablar de ella hasta hoy... —contestó Aidregh.
Se vio obligado a detenerse de pronto y a esbozar un bostezo. El cansancio se vertió sobre su cerebro como un torrente de tinta oscura; se vería anulado profundamente al cabo de un momento.
—Sin embargo, parece ser aquí vital. Y lo es: lo que cuenta es el desarrollo topológico de la mente, no de la máquina. Las máquinas son sólo unos instrumentos para mi uso, porque yo necesito de tales instrumentos; el tiempo que queda es demasiado breve para que aprenda cómo prescindir de ellos. Pero, tarde o temprano, tendrán que ser descartadas; tarde o temprano, como cualquier auxiliar, sólo servirán de estorbo.
Esta vez el bostezo le pilló desprevenido. Cayó entre los cojines, el mundo entero girando en torbellino, gritando sibilantes hurras en torno a su vibrante cabeza.
—Ni..., perdóneme usted..., buenas noches...
En apenas otro segundo se quedó dormido. Tuvo una negra pesadilla en la que sus hijos gritaban y no querían detenerse, y luego la luz se derramó de nuevo sobre sus ojos y alguien le sacudió con gentileza. Era Mareton.
—Despierte, Aidregh —dijo con estoicismo el rathenio—. Éste es nuestro último día.