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EL mar, en el rojo mediodía, brillaba reluciente hasta el horizonte por ambos lados, visto desde el casco del crucero de reconocimiento. El rojizo sol caía implacable sobre la cubierta desde el cenit, coloreándolo todo excepto la inmediata sombra de cada hombre, aquella de las tres que los antiguos habían llamado el Alma. Eso hacía parecer como si el crucero estuviera navegando a través de una niebla de sangre.

La segunda sombra, la Mente, se extendía a lo largo de la cubierta, muy imprecisa en sus bordes. Era arrojada por la brillante masa de fuego estelar visible en el horizonte norte, el gran macizo de estrellas de la que todo este sistema formaba un miembro marginal. La tercera sombra, el Aliento, era —como siempre— más aguda, pero más vacilante que la Mente, porque el blanco sol que la proyectaba estaba ahora a meons de treinta grados por encima del horizonte del oeste, y era también menos brillante que el macizo estelar. Ambas sombras, como el Alma y todo lo demás, se veían entintadas por el sol rojo.

Y en unos momentos más, el Aliento moriría. El sol blanco estaba a punto de ponerse.

La lancha de reconocimiento continuaba navegando por el mar, con el motor cohete montado sobre su popa aullando pese al silenciador. El tiempo era claro, aunque una línea negra a lo largo del horizonte de poniente indicaba que no permanecería así por mucho tiempo. Había mar franco a la vista, sin tierra. El océano en este lado del mundo —el lado que daba siempre la cara al planeta mellizo de Home, Rathe— estaba vacío, excepto por unos cuantos atolones insignificantes. Todo un desierto hemisferio de agua ondeante.

El emisario Margent le había dicho que en Rathe habían estado mirando aquel vasto mar durante milenios, con las gargantas secas. Rathe estaba compuesto principalmente por arena.

Aidregh volvió a mirar el brillante firmamento, pero ahora no se veía rastro de Rathe. El cielo parecía tan vacío del planeta mellizo como si estuviesen del otro lado del mundo. Pero estaba allá arriba, sin duda: un planeta de once mil kilómetros de diámetro, casi exactamente del mismo tamaño que éste y sólo a cuatrocientos mil kilómetros de distancia. Los dos planetas giraban en torno a un centro común, que a su vez seguía la misma órbita del sol rojo a una distancia de sesenta grados por detrás, los tres viajando en torno al sol blanco... la relación troyana tan común en los sistemas planetarios, aunque sólo recientemente comprendida.

Rathe estaba allí, de acuerdo. Era ahora invisible sólo porque se aproximaba a uno de sus eclipses totales del sol blanco, cada mitades del año. Contemplar el eclipse era el motivo por el que la tripulación de la nave había viajado desde tan lejos.

Aidregh había visto a Rathe al principio en el viaje; la primera vez lo vio directamente, y el recuerdo era aún capaz de provocar las emociones más ambiguas, más potentes, más complejas y abrumadoras. No importaba, en realidad, que no pudiera ver ahora al planeta. Allí no tenía nada que hacer, excepto vigilar al equipo de su continente patrio de Thrennen, que colocaba sus instrumentos para presenciar el eclipse. Como primer ministro de Thrennen —la mayor de todas las masas de tierra y, esperaba, la más potente—, casi cada despertar en estos días pensaba en Rathe, de un modo u otro. Pero ahora, mientras estaba bajo la mirada de aquel planeta —lejano, pero demasiado próximo—, se sentía completamente inútil.

¿Cómo habría impresionado la vista de Rathe a los primerísimos marineros, cuando cruzaron el meridiano entre el hemisferio ocupado y este otro? En cierto sentido, cada explorador que cruzó la imaginaria línea limítrofe había sido el «primero» hasta hace un siglo, puesto que ninguno de ellos pudo volver; cada nueva expedición había empezado con mejor equipo que la anterior, pero esencialmente con la misma ignorancia. Todos habían esperado encontrar algún precipicio en el otro lado de Home; costó mucho tiempo descubrir que no había nada allí, excepto el agua imperturbable.

La uniforme desaparición de todos los marinos había dado a las antípodas un sino maléfico. La invención de la turbina hizo finalmente practicable el cruzar el mar por el Gran Círculo, pero durante algún tiempo nadie se prestó voluntario para intentarlo. Nadie... hasta que Clian lo hizo.

Había sido un viaje épico. Clian salió de la bahía de Drash, el mayor puerto de Thrennen, con una flota de cuatro toscos cascos impulsados por turbinas, y algunas órdenes igualmente toscas: traer perlas, capturar un demonio o dos y establecer la latitud y longitud de la Isla de la Muerte. Había sido una aventura típica de aquélla época: una mezcla de atrevimiento, ingeniería y viva superstición. Una gran época, en realidad; una en la que Aidregh a veces deseaba haber vivido.

Clian volvió sin nada excepto unas tripulaciones diezmadas, medio muertas, y un relato de un océano sin isla alguna que truncase su superficie, sólo agitada por las tormentas, «...y ni una piedra para descansar en el cuello del mundo, por siempre jamás.»

Todo escolar sabía aquella parte de su cuaderno de bitácora. Decía:

«Allá donde más nos adentrábamos, nuestra mortalidad y los vapores densos se hacían más débiles, y más infinito se alzaba el mar, con una luz tal como nadie la había visto antes; hasta [...] cuando llegamos a ciento treinta y cinco grados [...] entonces se alzó revelándose sobre el borde del agua una maravilla tan grande como el sol blanco, aunque no tan brillante, ni más brillante que el rojo. Y ahora estábamos todos calmados, de modo que navegamos de aquí para allá y yo ordené que fuesen disparadas las ruedas de turbina, pero aun cuando esto se efectuara, vimos con gran maravilla que el globo cresciente se movía no en el cielo en donde nosotros estábamos, sino que permanecía pendiente y en silencio por encima de las aguas. Y cuando nos movimos de nuevo, con más violencia que antes a causa de nuestra necesidad, esta maravilla se alzó más rápidamente en el firmamento, como si estuviera allí posado eternamente sobre algún lugar mágico de encima de las aguas.

»Ahora necesitamos más pericia y arte, porque el astro maravilloso se nos escapa; porque las naves del capitán Dro y del capitán Fieze han agotado todas sus provisiones. Así que nos vimos desesperados e inconformes, tuvimos que suplicar a todas las tripulaciones diciéndoles que dentro de un día o dos encontraríamos alguna corriente, en donde todas nuestras necesidades y deseos serían aliviados porque habría tierra; sin embargo si volvíamos atrás, seríamos recibidos con desdén, eso si no nos moríamos por el camino; así que tuvimos la gran suerte de mantener nuestro rumbo.

»Sin embargo, siempre que cruzamos aquel mar el globo cresciente se alzaba sobre nuestras cabezas, cambiando sus aspectos en la longitud catorce días y desvaneciéndose durante otros catorce, pero de todas maneras sobre aquel lugar mágico que nunca podremos describir. Y de todas sus apariencias, era su color lo más sorprendente, puesto que cambiaba desde el rojo hasta el plata continuamente y era todo un color sangre hasta el momento de desvanecerse».

El zumbido de los reactores se cortó bruscamente y murió, despertando a Aidregh de su ensueño. La nave de reconocimiento perdió velocidad, hundiéndose su alzada proa y recobrando su posición de crucero. Se acercaban al sendero de la totalidad. El mar parecía igual que siempre, pero los astrónomos se situaban ceñudos ante sus instrumentos, prestando miradas ocasionales de reojo a la tempestad que se desarrollaba en el oeste.

Casi como un remedo de la nave de reconocimiento, un calamar de cerca de un pie de largo rompió la superficie del agua, sus dos tentáculos atelarañados extendidos tensos en sus brillantes bocas de aire, descargando su chorro impulsor. Segundos más tarde, un delfín brincó furioso tras él, pero cayó al poco. Un segundo salto le llevó más cerca, pero el calamar, ahora con su chorro agotado, marchó vivamente hacia la derecha y continuó su nadar; el siguiente salto del delfín quedó fuera de su rumbo. El calamar continuó nadando casi cien metros antes de volver a desaparecer en las profundas aguas; pero incluso eso no pudo demostrar que se encontraba lo bastante lejos del peligro, porque los delfines viajan en grupos.

—Inútil, ¿no?

Aidregh se sobresaltó y se volvió, y luego tuvo que reprimir el impulso de mostrar los dientes. No había nada en el aspecto de Signath, se recordó a sí mismo, que inspirase ninguna revolución. El tribuno del partido de la oposición tenía una mandíbula que no sobresalía más que la de la mayoría de los hombres de Thrennen, o aquellos del otro continente de Noone, en lo que a eso respectaba; tenía seis dedos en cada mano como cada cual, incluyendo los corrientes dos pulgares; incluso si uno le quitaba las sandalias, encontraría que no tenía más o menos vestigio de enteladuras entre sus dedos que Aidregh o su hijo Aidresne... o Corlant, su futura nuera. Comparado con los hombres de Rathe, cuyas brumosas imágenes Aidregh había estado mirando durante casi un año ahora por la televisión, Signath debería haber sido una belleza reconocida.

Por desgracia, estaba loco, en opinión de Aidregh.

—No, no creo que sea inútil —dijo con cuidado—. Cuanto más conozcamos acerca de la geografía de Rathe, mejor será. Y nunca tendremos mejor oportunidad de fotografiarlo como la de ahora, en un eclipse espacial en que las luces incidirán también de manera muy particular.

—¡Fotografías! —exclamó Signath—. En mi opinión, deberíamos dejar de fotografiar y comenzar a actuar. Sabemos que va a haber una guerra entre ellos y nosotros tarde o temprano. Uno no puede apaciguarlos tanto tiempo, Aidregh. ¿Por qué darles la oportunidad de que den el primer golpe?

—No parecen dispuestos a lanzar ningún golpe en absoluto —contestó Aidregh—. Y sería igual de bueno no blandir nuestros puños hacia ellos justamente cuando el partido de usted está cortando los créditos concedidos a nuestro departamento militar.

—Usted es muy blando con ellos, eso es todo. Esos seres no comprenden ningún lenguaje, excepto el de la fuerza. Fueron ustedes quienes nos metieron en esta alianza con Lune, en primer lugar, y ahora han estado hablando tanto tiempo con esos hombres de Rathe, que han comenzado a pensar igual que ellos. Pondremos punto final a eso cuando consigamos el control, puede estar bien seguro.

—Bueno, nosotros no podríamos tratar muy bien con Rathe si los hombres de Noone se alzaran en contra nuestra... —comenzó Aidregh, pero no esperaba que esta idea penetrase en la mente de su interlocutor. La parte del populacho a que representaba el partido de Signath era incapaz de comprender esa clase de razonamientos; sería impolítico para Signath prestar alguna atención, fuera cual fuese la impresión que él tuviera personalmente. En su lugar, Aidregh dijo—: Mire, realmente conocemos muy poco todavía acerca de Rathe. ¿No es razonable el criterio de reservarnos hasta que conozcamos más datos? ¿Y hacer, mientras tanto, lo más que podamos por conseguir tales datos?

No, eso tampoco iba a resultar. ¿Por qué sería que el criterio de reserva, el más fuerte de todos los argumentos, siempre sonara como debilidad? ¿Y cómo podía uno hacerlo prevalecer contra los acalorados?

Pero Signath ya estaba mirando hacia arriba. Se había olvidado por completo de Aidregh. Mostraba ligeramente los dientes, y las sombras de su cara trascendían cambiantes de manera gradual, volviendo prominencia por prominencia en el fantasma de un cráneo, como si a pesar de la oscuridad estuviesen penetrando en su tensa carne y transformándola en vapor. En cubierta, su sombra Aliento se enturbió junto a la de Aidregh.

El eclipse comenzaba. Duraría algo más de una hora.

El borde negro y sólido de Rathe cortaba rápidamente su camino sobre el blanco resplandor del sol primario. La nave de reconocimiento, ahora en reposo, se deslizaba por las quietas olas, su cubierta mantenida en un plano horizontal por el zumbido lejano y débil de los giróscopos. Los instrumentos apuntaban hacia el firmamento con una vigilancia quieta e inhumana.

Con rapidez, Rathe extendió su oscuridad por el mar. Aidregh encontró que jadeaba muy a su pesar, tratando de absorber aire.

Al rato, el sol blanco había desaparecido en su totalidad, excepto por su larga cabellera atmosférica, y Rathe quedaba brillantemente iluminado: en un lado por el resplandor del macizo estelar, y más débilmente por el otro lado, debido al sol rojo. Entre las dos capas de luz había una banda fina de bordes espinosos y de absoluta negrura. Los instrumentos comenzaron a cliquear, mordiendo con sus mandíbulas invisibles el mundo flotante en el firmamento.

Aidregh hizo pantalla con la mano sobre los ojos y esforzó la visión, pero de alguna manera el planeta —ahora revelado— parecía menos real para él de lo que había sido en las fotografías. El alumbrado multicolor era en parte responsable, al destruir la ilusión de redondez. Además, la brillantez del firmamento y la temblorosa corona blanca de tonos perlíferos del sol oculto hacía imposible el captar a simple vista los detalles de Rathe.

No había nada que ver en el planeta a no ser con instrumentos, puesto que el ojo desnudo únicamente podía captar las blancas y leprosas zonas desérticas. Habían unos cuantos oasis e istmos verdosos, cubriendo una cuarta parte de la esfera iluminada por el macizo estelar. En la zona alumbrada por el sol rojo había un puntito brillante, como un alfiler de luz... ¿Podría ser una ciudad? No; era la reflexión del sol rojo en el pequeño y único embalse de agua de Rathe. Es decir, el único embalse de agua de este lado del astro.

El planeta entero estaba rodeado de otro anillo aún más brillante: la dilatada atmósfera de Rathe, transmitiendo la luz del sol blanco tan fieramente como para hacer imposible divisar el real perímetro. Aidregh se preguntó cómo podrían los instrumentos enmascarar ese fulgor, pero los astrónomos con toda presunción habían anticipado ya este problema. Precisamente después del aumento de la totalidad, el conjunto de Rathe se vio consumido en el resplandor brillante, como si en el intento de devorar al sol blanco hubiese sido devorado en su lugar.

«¿Será eso una profecía?», pensó Aidregh. «Y, si lo es... ¿se aplica a Rathe, o a Home?»

Un rumor rodó por encima de la nave desde el oeste. La tempestad se acercaba.