5
QUIZÁS yo no tuviera que ser el Primer Ministro de Thrennen, pensó más tarde Aidregh; cada vez que creo haber comprendido la forma de pensar de la gente, ésta me demuestra que no tengo ni la más ligera idea.
Por ejemplo: la primera reacción contra la expedición a Rathe, no fue en absoluto política. Se alzó a partir del hecho de que el viaje aplazaría una boda.
El noviazgo de Corlant y Aidresne había sido seguido con la mayor avidez por la prensa casi desde sus principios, para desaliento de ambos novios. Inevitablemente, y contra los deseos de ambos, la ceremonia matrimonial se planteó como un impresionante asunto de estado, y sería presenciada por funcionarios de ambos partidos de Thrennen, lo mismo que por diplomáticos de cada una de las demás naciones. Había transcurrido toda una generación desde que Thrennen no viera tanta pompa, y tan estupendamente ligada con el sentimentalismo; y el público, ya harto hasta la coronilla de la constante y pendiente amenaza de la guerra, había esperado con ansia este nuevo espectáculo, dando rienda suelta a su especulativa lengua.
No obstante, aplazar la boda era necesario, no importaba lo que pensara el público. Aidresne tenía que ir con Aidregh a Rathe, como cosa natural, y no había manera de dorar la pildora; de haberse tenido que quedar Aidresne, Signath no hubiera perdido el tiempo catalogando la expedición como un acto suicida, dejando deliberadamente a Aidresne en una posición fácil para coger las riendas del poder y mantener a la oposición fuera del gobierno. Eso sería suficiente por lo menos para provocar una petición de referéndum, que debilitaría a quien lo ganara. Claro, llevarse a Aidresne exponía al partido de Aidregth a la carga contraria: se diría que Aidregh cortaba la cabeza de su propio gobierno. Pero eso era una maniobra débil para que la aceptara un público que esperaba que el hijo del primer ministro le acompañase en todo viaje político de importancia, por muy lejos que éste fuera.
Entonces, anunciaron a Corlant.
Aidregh se alegró mucho de verla, y felizmente aplazó la resolución de los asuntos pendientes. Estaba convencido de que era la chica más adorable que había visto en su vida —a excepción, quizá, de su propia esposa—, y aprobó el buen gusto de su hijo cuando se decidió lo del compromiso. Pero la expresión del rostro de ella cuando entró causó una especie de premonición de desgracias al Primer Ministro.
Como en todas las threnianas, en ella faltaba la mandíbula saliente común a los hombres de Thrennen; en realidad, la barbilla de Corlant era muy redondeada. Pero hoy aquella firme punta de flecha recibía el eco de otra herida, también de saeta, profundamente marcada entre sus cejas. Los temores de Aidregh quedaron confirmados al oír las primeras palabras de la muchacha.
—Aidregh —dijo ella, con su voz baja y melodiosa—, traigo una petición ciudadana. Quiero ir a Rathe.
—No puedo dejar que vayas —contestó Aidregh con suavidad—. Va a ser muy peligroso, Corlant.
—El capitán Arpen fue y volvió de Nesmet —contestó ella tranquila—. Eso es mucho más lejos. Y el navío que utilizó no era tan bueno como la nave que nos llevará a Rathe. Y aquél tampoco era un planeta vivo, con gente que le ayudara a uno al llegar.
—Es cierto —admitió Aidregh—. Pero la hazaña de Arpen fue más que un milagro, Corlant... y aun así, le causó la muerte. Este viaje nuestro va a ser muy azaroso; no hemos avanzado mucho en el arte del vuelo espacial, y no hemos tenido tiempo de aprovecharnos de la mayor experiencia de Arpen.
—Correré el riesgo contenta.
Aidregh lo pensó por un momento. La expresión que Corlant le ofrecía no le dejaba esperanza de una fácil persuasión; el aspecto de la joven era gracioso, femenino y razonable, pero tan fácil de dominar como una tigresa defendiendo su cachorro. Era magnífica, pero le acababa de colocar en uno de los peores aprietos de toda su vida.
—¿No tienes miedo de los rathenios? —preguntó tentativo—. Pueden no ser tan... serviciales... como tú imaginas.
—No, no me dan miedo —contestó ella—. Incluso creo que me gusta Margent, aun lo poco que he oído hablar de él. De cualquier manera, parece mucho más atractivo que Signath u otros threnianos que conozco.
Puesto que ésta era precisamente la propia opinión de Aidregh, no podría contrarrestarla de manera convincente, y no lo intentó. El hecho de que él sintiera una subrepticia simpatía hacia Margent no podía ser defendido con lógica, y no convertía a Margent —o a los rathenios en general— en enemigos menos potenciales; pero si Corlant no les tenía miedo... y era muy evidente que la muchacha decía la verdad, entonces... nada había que hacer.
Preparó su última pieza de artillería colocándola en la línea de fuego, absurdamente consciente de su pequeño calibre y de lo inefectiva que parecía.
—Todavía no veo cómo se pueda conseguir —dijo—. Se me ha dicho que el peso permitido de las naves tiene que ser calculado con la mayor exactitud. No podemos correr el riesgo de llevar a nadie con nosotros que no tenga alguna pericia absolutamente indispensable, o, por otra parte, que no sea necesario en las negociaciones. En caso contrario, quizá no llegaríamos. En otras palabras, Corlant... no podemos llevar pasajeros. En un sentido u otro, todos seremos tripulantes.
—Yo puedo ser tan tripulante como Aidresne —dijo ella—. Sus habilidades duplican a las de usted; es un diplomático, y sin embargo será usted quien maneje toda la diplomacia. Aidresne va porque es tradicional que vaya, y porque es una buena táctica política. Pero eso le convierte en pasajero, según su propia definición. ¿No es verdad?
—Bueno... —Aidregh se detuvo y lanzó un triste suspiro—. Sí, Corlant, es verdad. Pero...
—¿Y qué hay de mi padre?
—Oh, vamos, ése es un caso por entero diferente... —repuso Aidregh, con algo de alivio—. Será el médico de a bordo; el único. Claramente resulta indispensable.
—No estoy de acuerdo —repuso Corlant, con una súbita e inquietante sonrisa—. Hay mejores médicos que él para el viaje; ni siquiera es miembro de la oficina de Medicina Aérea. Le designaron porque es el cirujano del Primer Ministro, y no por otro motivo. No puede negármelo, Aidregh.
Se encogió de hombros, desvalido. Lo que ella decía era cierto, pero resultaba muy simplificado; sabía que no le causaría la menor impresión con los miles de motivos correlativos para esa elección. Ella se adelantó y tomó una mano del Primer Ministro entre las suyas, mirándole con súbita seriedad, como una criatura.
—Aidregh, por favor, escúcheme... —dijo—. Sé que es peligroso. Pero se lleva a Aidresne y a mi padre con usted al mismo tiempo. Si todos mueren, ¿qué me quedará a mí? Más de la mitad de mi vida quedará destruida; yo no seré nada. No haga que me enfrente con eso. Sería mucho mejor que muriera con ustedes, si así tiene que ocurrir. No puede condenarme a quedar atrás, esperando que todas las personas que más amo queden destruidas de un sólo golpe... y luego seguir viviendo, como si una vida vacía valiera la pena. No la vale. Usted sabe que no la vale.
Lo sabía muy bien. El fantasma de su esposa volvió a asomar brevemente en su cerebro. ¿Qué le hubiese quedado, en aquellas negras horas, de no haber sido por Aidresne, el niño recién nacido a quien ella gentilmente cedió su propia vida? Ahora no sería Primer Ministro de Thrennen; seguramente no lo sería. Probablemente, no sería nada excepto un hombre roto y amargado, tempranamente senil e inútil por el resto de su vida. Sólo el impulso animador de aquella vida entregada le hizo aceptar la custodia de la existencia de su mundo patrio.
—Está bien —dijo con voz ronca—. Puedes venir, Corlant. Creo que... te necesitamos.
Sus manitas se apretaron sobre la suya. Apenas se dio cuenta de que ella le había besado ligeramente, hasta después de que se marchó; pero los restos de la impresión permanecieron en su frente, como el roce de un ala de mariposa en una noche de primavera, hasta que se hubo calmado lo bastante para advertirlo. En una calamitosa niebla de dudas, la impronta sensoria fue como un momento de veracidad.
Cosa curiosa, la reacción de la prensa fue regañona... pero favorable. Un columnista muy leído, favorito durante dos décadas de la parte de la prensa controlada por la oposición, se secó sus ojos y llamó al acuerdo algo «divinamente consolador». El resto de los editoriales eran capaces de meter la nariz compulsivamente en la decisión de que Corlant acompañara a su padre y a su novio a Rathe, pero tampoco encontraron en sus plumas nada que oponer. Lo mejor que lograron fue sugerir, entre líneas, que Aidregh había planeado desde el principio esta soberbia pieza de sentimentalismo, para jugar con los sentimientos del público. Aidregh estaba satisfecho; esa línea de crítica no les permitiría ir muy lejos, dado el hecho de que los sentimientos públicos habían sido, con bastante evidencia, pulsados favorablemente.
Pero Aidresne estaba furioso.
—Lo siento, hijo —le dijo Aidregh—. Pero, después de todo, ella me pidió ir. Y esta reacción total al aplazamiento de la boda me ha dado un inesperado asidero, lo reconozco, para apartar a la gente de las implicaciones políticas mucho más peligrosas concernientes al vuelo. Éste es un frente sobre el que Signath no puede volcar su fuego; si lo hace, irritará aun a sus propios partidarios. Todo el mundo piensa que vosotros sois maravillosos, aunque piensen lo contrario de mí. Y mientras el mayor interés de la masa resida ahí, pues... debo fomentarlo.
—Pero, ¿por qué todo lo que hacemos, todo lo que pensamos o sentimos, tiene que convertirse en política? —preguntó Aidresne—. Yo ya estaba harto de que cada movimiento de Corlant y mío apareciese al día siguiente en la prensa de todo el mundo..., y ahora metes a mi amada en lo que es, en realidad, sólo el segundo vuelo interplanetario intentado por nosotros, a pesar de que no tiene pericia alguna, como se podría encontrar en miles de otras mujeres...
—Será útil, estoy seguro —dijo Aidregh—. Cálmate, Aidresne. La cosa ya está hecha, y parece que la mayor parte de la gente la aprueba. Incluso puede que tengan razón. Supongamos que la dejamos aquí, y que todos terminemos mal. ¿Cuál sería su situación entonces? La ex novia del hijo muerto de un Primer Ministro muerto... y sin siquiera un padre que la consuele.
—Está bien, está bien —dijo Aidresne, casi de mala gana—. Por favor, padre, no trates de convencerme. Conozco tus razones, pero sigue sin gustarme el asunto. Intentaba hacerme a la idea de que toda nuestra vida de casados se divulgara a bombos y platillos, pero... esto es otra cosa. No me gusta, lo reconozco.
Aidregh tuvo que dejarlo así. Tenía un poco de miedo de que el doctor Ni adoptara la misma táctica; después de todo, fue él quien primero le expuso, de regreso a la patria durante el eclipse, la mala decisión de sacrificar los valores personales a la política. Pero Ni pareció tomarse todo el asunto como algo natural. Estaba mucho más excitado sobre el viaje en un vuelo realmente espacial, una noción que parecía haberle conmovido por completo, haciéndole salir de su mundanal cansancio.
Incluso a veces, charlaba sobre ello como si fuera un adolescente. Cuando Aidregh tuvo que decirle que Corlant también efectuaría el viaje, se limitó a alzar las cejas y a decir distraído:
—¡Oh! Bueno, si ella quiere... pues... no se lo puedo censurar. Oiga, mire, Aidregh, el capitán Loris me estaba diciendo esta mañana que cuando nos aproximemos al momento de dar la vuelta, vendrá con nosotros un grupo de pequeños navíos exploradores tripulados por radar para detectar proyectiles, ya que entonces seremos incapaces de localizarlos nosotros mismos, y que...
En cuanto a Signath, aunque su línea principal de ataque había resultado algo más allá de toda cuestión, evidentemente resultó tan sorprendido como Aidregh por la reacción del público. Sin embargo, no tardó mucho tiempo en entrar en acción. La víspera del día en que los cohetes transbordadores tenían que empezar a transportar la expedición a la estación satélite —en cuya órbita esperaban los tres navíos que harían el viaje—, Aidregh oyó parte de uno de sus discursos.
Le llegó apenas después de haber sido pronunciado, a través de una grabación que había sido enviada a la oficina junto con el informe del secretario general del partido, pero quedó sin oír varios días después de recibirse; en esos momentos Aidregh tenía poco tiempo para la política de partidos. Signath había dicho:
—Dejadme recordaros que aún no se nos ha dicho por qué nuestro Primer Ministro quiere ir a Rathe, ante la invitación de esa criatura llamada Margent. Yo predigo que nunca nos lo dirá, a menos que se lo exijamos; y predigo que aún entonces nos contará un montón de mentiras.
»Dejadme que os recuerde que permitir negociar con el enemigo a cualquier miembro del partido en el poder, es invitar a la traición. Dejadme que os recuerde que fue el Primer Ministro Aidregh en persona quien negoció la entrega anterior con Noone. Pero, evidentemente, eso fue una nimiedad para él.
»No bastaba traicionar a todo el continente de Thrennen, cabeza de todas las naciones... hasta que su partido comenzara a guiar los destinos. No; Adreigh es ambicioso. Quiere ser el primer hombre en la historia que entregue a todo un mundo. Predigo que si esta expedición a Rathe se permite, nuestro Primer Ministro pro Rathe volverá a casa como el lacayo de ese tal Margent y de sus monstruosos amigos, a menos que lo impidamos.
»Pero tenemos que ser firmes y resueltos; éste no es momento de dudas, sino momento de acción...
Etcétera. Era el gambito esperado. Aidregh confió que por lo menos algunos de sus dientes hubieran sido limados por ese asunto —verdaderamente irrelevante— del aplazamiento de la boda. Por otra parte, pensó Aidregh con malicia, ¿acaso los gambitos pueden morder? Ya estoy otra vez mezclando metáforas; Ni dice que es señal segura de que realmente no sé lo que pienso. Quizá lo que pienso en realidad es que Signath es tan peligroso como siempre.
Pero los tres navíos despegaron a la hora prefijada de la estación satélite en dirección a Rathe.