6
Y aterrizaron a la hora señalada. Como aventura, el vuelo fue algo aburrido.
Aidregh estaba familiarizado con aquella porción de literatura popular que consideraba al vuelo espacial como algo único y maravilloso en sí mismo, y siempre supuso que así tendría que ser. La tremenda y terrible prueba del capitán Arpen en Nesmet también le ayudó a convencerse. Pero no había nada abrumador en este vuelo... Siendo un hombre tan preocupado por el resultado del viaje y tan cargado con el trabajo y la responsabilidad, no se le permitiría disfrutar del presente, sin importarle dónde se hallase... un hombre, en resumen, que iba a alguna parte porque era importante para él estar allí, más que permanecer donde estaba cuando se inició el periplo.
Para empezar, el viaje era claramente distinto de uno efectuado mediante reactor, principalmente por el gran número de incomodidades adicionales que entrañaba. Varias veces durante el vuelo tuvo intención de tomarse un rato para mirar las estrellas, y en realidad vio de ellas pequeños vistazos; pero se veían igual que las estrellas que viera desde la estación satélite: puntos fríos y duros, increíblemente numerosos, sin oscilar y dando en cierto modo una impresión de frialdad, excepto en el furioso torbellino de llamas que era el Macizo.
Se veían sumergidos en el silencio más profundo que Aidregh conoció jamás, un silencio que incluso los ruidos ocasionales hechos por el personal a bordo no podían disipar. Un silencio tan intenso, que sonaba como algo podrido... un suave eco sibilante, como la resaca o el rumor que hay dentro de una concha marina. Era el ruido de su propia sangre, precipitándose por los vasos capilares del oído interno.
Excepto por las estrellas y el fluído silencio sospechó que su primer vuelo espacial iba a resultar muy parecido a su primer vuelo aéreo: excitante en perspectiva, pero monótono, terriblemente aburrido en retrospectiva. Sin embargo, eso lo discurrió antes de dar la vuelta y de la subsiguiente y educada invitación del capitán Loris para que viesen el globo de Rathe desde los ventanales posteriores, mientras efectuaban su aproximación previa al aterrizaje.
Rathe ya no era un globo para cuando Aidregh se dejó ligar en su asiento. Estaba tan cerca ya que parecía más un platillo que una esfera... una tremenda extensión de desierto ocre y amarillo, brillando cegadoramente bajo su triple iluminación y sembrada allí y aquí con salpicaduras azules o esmeralda, de lagos u oasis.
Aunque había visto substancialmente el mismo panorama desde un telescopio en la estación satélite cuatro días atrás, ahora resultaba completamente distinto: sin el límite definido por los bordes del campo de visión del telescopio, y haciéndose manifiestamente mayor, minuto tras minuto, hasta que terminó llenando todo el cielo.
—Creo que puedo ver la ciudad que localizamos en las fotografías del eclipse —dijo Aidregh, parpadeando—. Hacia allá, a unos veinte grados, a una tercera parte del centro del disco.
—Sí, lo es —dijo Loris preocupado.
No miraba por la burbuja; las gruesas láminas de plástico y vidrio eran muy groseras para dar definición a la imagen. Contemplaba el planeta en una gran pantalla, casi en su regazo; de vez en vez unos grupos fantasmales de instrumentos se sobreimponían en la imagen, cuando sus dedos los convocaban mediante un simple tablero de teclas. Ocasionalmente una linea métrica destacaba en rojo sobre la pantalla mientras los escrutadores de la sección del cerebro electrónico —carente de tripulantes— captaban alguna extraordinaria lectura y la ofrecían a la cabina de control para que fuera considerada; pero hasta entonces Loris no había hecho nada sino apretar teclas en su tablero. Las vibraciones eran de poca importancia y al azar. Parecía estar prestando mucha más atención a los zumbidos puramente musicales que llenaban el aire en su torno: las lecturas de los cuatro o cinco instrumentos que ahora más necesitaba conocer de minuto a minuto.
El doctor Ni se mostró muy intrigado por el descubrimiento de que los capitanes espaciales, como Arpen y Loris, debían tener un oído perfecto.
—¿Vamos a aterrizar cerca de ahí? —preguntó Aidregh, al cabo de un momento.
—No, señor —contestó Loris—. Aterrizaremos en pleno desierto. En un círculo de cinco millas, a bastante distancia de cualquier ciudad u oasis. Los tres navíos han de descender dentro del círculo.
Los tonos en el aire hicieron un acorde. Loris oprimió una tecla y la raíz del acorde se acentuó; oprimió dos más. El acorde desapareció por entero, con una especie de lamento en sus últimas dos notas y siendo reemplazado por el pitido insistente de un oscilador.
—Estamos sobre el blanco —dijo Loris por su micrófono de solapa. Y añadió, en dirección a Aidregh—: Los rathenios captaron el lugar.
—No corran riesgo alguno —dijo Aidregh, muy serio.
—No, señor. De aquí en adelante seremos conducidos. Si nos desviamos de nuestra órbita más de un dos por ciento, nunca sabremos lo que nos atacó.
Aidregh captó la insinuación y guardó silencio. Un momento más tarde hubo un estallido atronador de notas de órgano, y un color blanco brillante y vaporoso borró a Rathe durante varios minutos, y una fuerza abrumadora lo oprimió contra el asiento.
La larga prueba del aterrizaje directamente vertical comenzaba; la prueba que agotaría por completo hasta la última gota de su masa reactiva y les dejaría a merced de los rathenios para obtener el suficiente combustible con el que volver a la patria. Y los hombres del desierto de Rathe nunca proporcionarían agua para los reactores de unos enemigos potenciales.
Los tres navíos estaban plantados en el desierto y allí permanecieron quizá durante dos horas, en apariencia solos..., aunque Aidregh sabía muy bien que estaban siendo vigilados con atención desde el Macizo antes de que se viera ningún rastro físico de los rathenios. Un mensaje por radio acusó recibo a su anuncio de llegada, y luego incluso la radio guardó silencio; increíblemente, parecía no haber programas «normales» en las bandas de radiofrecuencia del planeta.
El grupo de Aidregh aprovechó el tiempo para aposentar correctamente los navíos y preparar los grupos de desembarco; aún estaban en dicha tarea cuando aparecieron los rathenios.
Vinieron corriendo desde el horizonte de dunas en una ola de achaparrados coches terrestres, formados por tres secciones unidas. Cabalgaban sobre una multitud de hinchadas esferas de plástico que rodaban por la resbaladiza arena dorada sin pérdida aparente de tracción. Los coches se detuvieron en ordenadas filas al pie de las espacionaves y sus conductores bajaron, inmóviles dentro de sus túnicas, cada hombre a la cabeza de su propio vehículo.
—No parecen artefactos militares —dijo el capitán Loris—. Son muy pequeños.
—No —asintió intranquilo Aidregh—. Pero hay muchos. Me parece a primera vista que hay más coches que hombres somos nosotros. ¿No traen pasajeros?
Habían traído uno: un rathenio alto se dirigió sin vacilaciones al navío de Aidregh y comenzó a trepar por las escaleras que conducían a la cabina de control. Aidregh envió apresuradamente a un ordenanza con un respirador, para dejarle entrar por la portezuela de carga más próxima.
El rathenio rehusó el aparato respiratorio. Llegó ante Aidregh flanqueado por centinelas armados, pero no pareció fijarse en ellos. Parecía mucho más alto que la imagen televisada de Margent, mayor incluso del concepto que se tenía de los rathenios.
—Me llamo Mareton, sirviente de Margent —dijo el rathenio, en perfecto idioma de Thrennen—. Nos alegramos de que hayan venido. Hay medios de transporte afuera para cuantos de ustedes quieran visitarnos.
—Gracias —dijo formalmente Aidregh—. Si no tienen objeción, dejaremos aquí parte de nuestro grupo.
—No hay objeción; les aprovisionaremos. Aquellos que me acompañen deben dejar en los navíos sus armas, y estar preparados para viajar individualmente. Los coches no pueden llevar a más de dos personas, una de las cuales tiene que ser el conductor.
Aidregh esperaba la prohibición de armas, pero esta fragmentación propuesta de su delegación en unidades le puso intranquilo.
—¿Es que no hay ninguna otra forma de transporte asequible?
—No —contestó Mareton.
Aidregh pareció advertir algo de adormilada burla en los amarillentos ojos del rathenio. Espero una explicación detallada, pero Mareton evidentemente no tenía nada más que decir al respecto.
Con brevedad, Aidregh consideró la posibilidad de esperar vehículos mayores, pero se decidió en contra. No tenia prueba de que existieran esos vehículos de mayor capacidad, ni estaba en situación de presionar con tal prueba, aun si la hubiera tenido. Además, probablemente no había peligro todavía... y él deseaba de todo corazón no crear una mala atmósfera en esta primera etapa de las negociaciones.
Pero el asunto le puso nervioso.
Ya en el suelo, los cochecitos demostraron ser más rápidos de lo que parecían cuando fueron observados desde la altura. El que llevaba a Aidregh volaba sobre las monótonas dunas del desierto con una suavidad casi hipnótica, ascendiendo por las cumbres y bajando hasta los valles llana y silenciosamente, sin variación aparente en su velocidad de marcha. Las dunas no eran muy altas —el débil aire de Rathe no podía producir vientos lo suficientemente fuertes para producir enormes montones de arena—, pero puesto que eran las primeras dunas que Aidregh viera jamás, le impresionaron. En la patria no había desiertos similares.
El conductor del coche estaba tan silencioso como el propio motor. Respondió con un gruñido a los intentos de Aidregh de entablar conversación en la lengua de Rathe y no le permitió que viese nada de su persona, excepto su encorvada y abrigada espalda.
El desierto se hizo rápidamente monótono; al cabo de una hora las tres naves de la patria habían desaparecido en el horizonte y no se veía nada excepto arena. Aidregh volvió el cuello para mirar al cielo de Rathe en busca de su planeta patrio, pero no vio nada excepto una extensión de azul profundo, casi azul marino, en el que tanto el Macizo como el sol blanco flameaban. A excepción del color —algo más oscuro—, igual podía haber sido el firmamento de su planeta patrio; aquí, como allí, nunca era completamente de noche.
Aidregh volvió a ajustarse el respirador —el chisme parecía cortarle la cara en un punto u otro, por mucho que tratara de acomodarlo— y trató de arrellanarse. Arena y más arena. Luego, desde lo alto de una duna extraordinariamente masiva, quizás una verdadera colina con una capa de arena superpuesta, vio la ciudad.
Al principio fue sólo una serie de sombras puntiagudas, pero cuando el coche culminó la siguiente elevación, quedaron marcadamente más cerca. Para un hombre acostumbrado a la arquitectura baja y organizada horizontalmente de Thrennen, la cosa era propicia a confusiones: las estructuras estaban verticalmente organizadas, con tejados puntiagudos, como sostenidos por un mástil central. Techos piramidales con lados escarpados, terminando muy alto por encima del suelo en un solar rectangular o poligonal, desde el que las paredes tipo cortina caían, también curvadas, hasta una base más amplia entre las dunas. Unos árboles peculiares, con troncos largos y copas frondosas que parecían estallar de pronto, crecían en torno a sus bases, formando un contraste verde con los paneles de color que se cernían por encima. Ninguna de las estructuras tenía ventanas, pero algunas parecían plegadas en su parte delantera, como hechas de tela; otras tenían fachadas de tapices sostenidos por postes decantados hacia arriba desde entre los árboles. De trecho en trecho se agitaban unas largas y diáfanas banderas, movidas por alguna escasa corriente de aire en la gran atmósfera, y volvían a caer en pliegues graciosos desde sus astas.
Una vez, también, creyó ver Aidregh cómo una de las bastas fachadas plegadas comenzaba a separarse, como si se descorriera desde el fondo hacia ambos lados; pero el aire estaba tembloroso por el calor y los pliegues frecuentemente se agitaban por sí mismos en lo que parecía en la distancia ser un movimiento natural; el efecto quizá fuera puramente óptico. El enorme conjunto de pabellones parecía silencioso y solemne, como si esperase algún acontecimiento que quizá no llegaría a ocurrir en absoluto.
Una colina baja y redondeada se interpuso en el panorama y luego el coche comenzó a deslizarse a lo largo de un valle. Ahora había menos arena; los lados del valle eran rocosos. Minutos más tarde el vehículo se dirigía zumbando hacia un bajo acantilado, con un callejón sin salida a su extremo... o quizá no, quizá no fuese un callejón sin salida; había un agujero oscuro que parecía algo más que un manchón. El coche se introdujo por la abertura sin dudarlo ni un instante.
Durante casi otra hora —según el cronómetro de Aidregh— el vehículo continuó corriendo en la completa oscuridad, marchando recto y retorciéndose a través de un invisible corredor para entrar en otro. Durante todo este tiempo Aidregh no tuvo qué mirar, excepto el suave resplandor azul de los instrumentos en el salpicadero del vehículo y la espalda de su silencioso conductor.
Acuciando obsesivamente los oídos, creyó que bajaban rápidamente por una rampa, y al cabo de un rato se detuvieron. Aidregh se atrevió a respirar sin utilizar su aparato respiratorio. La presión del aire seguía baja y la humedad era casi inexistente, pero la atmósfera era lo bastante espesa para respirar sin incomodidad, mientras no hiciera nada excepto permanecer sentado. Se quitó el aparato respiratorio con alivio.
Aidregh permitió que un rathenio le cogiera por el brazo. Era Margent. De pronto advirtió que había estado conteniendo el aliento y lo expelió con un largo suspiro. ¿Acaso esperaba, inconscientemente, que Margent... oliera mal? No; no olía mal, ni siquiera tenía aroma perceptible. Aidregh confió en que Margent pudiese decir de él lo mismo... Era curioso que no hubiera experimentado tal reacción con respecto al conductor del coche.
Las habitaciones más allá de la puerta eran en verdad confortables, aunque un poco raras según el concepto de la patria. La iluminación seguía siendo aquel fulgor implacable de lo alto, que hacía que todo pareciese desnudo y desangelado, especialmente en razón de que allí no había muebles. En su lugar, la habitación estaba amontonada de tapices de todas clases: mantas, alfombras, etc., de un género parecido a la seda. El doctor Ni estaba sentado en una de tales acumulaciones, con un aspecto de notable incomodidad. Se puso en pie con una exclamación intraducibie al entrar Aidregh.
—Hola, Ni —dijo Aidregh—. Me alegro de verle también. ¿Cómo está el resto del grupo?
—No se encuentra aquí —dijo Ni—. Margent no quiso decirme dónde están.
—No —afirmó de inmediato Margent—. Tenemos para ellos habitaciones separadas, eso es todo. No queremos meterles a todos en cuarteles. Ésta será su casa mientras estén en nuestro planeta.
—Pero... ¿dónde nos hallamos? —preguntó Aidregh.
—La situación exacta no importa. Como creo que han debido comprender, se hallan a muchos kilómetros bajo la superficie de Rathe; esto es uno de los refugios que hemos excavado, en los que confiamos salvar una fracción de nuestra raza en caso de que haya guerra. Su hijo y la hija del doctor Ni se encuentran en otro refugio parecido, con varios de los oficiales de sus naves, puesto que las costumbres de ustedes parecen requerir que una pareja de novios no quede nunca a solas.
Tanto Ni como Aidregh sonrieron al oír esto. El interés de los rathenios por poner carabinas a los novios hubiera sido grotesco de no considerar las circunstancias; pero ¿cómo iban a saber los rathenios qué costumbres no tenían que ser violadas nunca jamás y cuáles eran meramente convencionales? Su precaución tenía sentido.
Margent no se fijó en las sonrisas... o prefirió no fijarse.
—Los demás están similarmente alojados por todas partes. Pero esta cuestión no es todavía de especial importancia. Tras el viaje necesitarán descansar; luego hablaremos de asuntos importantes.
—¿Podemos el doctor Ni y yo hablar a nuestros hijos y a la otra gente que vino con nosotros? —preguntó Aidregh.
—No —contestó Margent, sin expresión—. No en este momento. Tampoco pueden salir de estas habitaciones, por ahora. Después conocerán las razones, luego de que hayan descansado. Volveré mañana.
Se fue, con la misma brusquedad con que tenía por costumbre terminar sus entrevistas. Aidregh y el doctor Ni se quedaron mirándose uno a otro.
—Se supone que usted tiene que llamar a Drash esta noche, ¿verdad? —dijo el doctor Ni.
—Sí.
—¿Qué pasará si no llama?
Aidregh se sentó sobre el montón de telas.
—No lo sé —contestó—. Me da miedo pensarlo.
Margent volvió al día siguiente, muy temprano, mucho antes de que Aidregh y el doctor Ni hubieran comenzado a liberarse de la rigidez de sus músculos; habían permanecido despiertos hasta muy tarde en infructuosa especulación, y los montones de telas no habían sentado muy bien a sus huesos.
—Inmediatamente comerán —dijo Margent—. ¿Hablaremos ahora, Aidregh?
—Por todos los medios —contestó Aidregh—. No sé qué caos ha creado usted ya, Margent, con este confinamiento; pero puede que aún no sea demasiado tarde. De todas maneras, a pesar de todo, creo que es usted un hombre razonable; lo siento en mis huesos.
Margent se inclinó ligeramente.
—Hago lo que puedo —dijo.
—Está bien. He recorrido todo este trecho para complacerle. Seguramente algo podemos hacer, algo decisivo, que labre la amistad de nuestros pueblos.
—Puede ser —afirmó Margent—. No le hice venir en balde.
Se detuvo, mientras tres silenciosos rathenios entraban con el desayuno: una bandeja enorme y circular para cada uno de ellos, llevando frutas secas, una especie de pan y un cacharro con un largo pico del que salía un vapor humeante que desaparecía al instante en el seco aire. Cuando los sirvientes —¿centinelas?— se hubieron marchado, Margent dijo:
—He de hacerle algunas preguntas. Por ejemplo, ¿por quién juran ustedes?
—Por nadie, de ordinario —dijo extrañado Aidregh—. A veces por el Macizo. No es en realidad un juramento obligatorio, sólo una costumbre.
—Comprendo. Pero eso significa que rinden ustedes culto al Macizo en su planeta, o que lo tuvieron. Sí; igual que nosotros; aún lo conservamos. Ahora bien, ¿también tienen las Tres Sombras?
—Sí, realmente.
—No podría ser de otro modo —contestó Margent con sombría satisfacción—. Ahora por lo menos lograré expresarme con claridad, Aidregh, y luego usted comprenderá el enorme problema al que tenemos que enfrentarnos los dos. La adoración del Macizo es muy poderosa en Rathe, y como siempre hemos sido capaces de ver a su mundo desde los primerísimos tiempos, su planeta desempeña un papel importante en la religión. Somos gentes de costumbres, con ceremonias para todo, cada una de ellas gobernada a su turno por las posiciones de las Tres Luces y el Mundo Hermano. Esta simple conversación, por ejemplo, no podría prolongarse un minuto más allá de una determinada hora, porque las estrellas no nos serían propicias. ¿Queda esto claro? Y, más importante aún, ¿le resulta creíble?
—Ambas cosas —contestó Aidregh—. En nuestra patria, este sistema de creencias se llama astrología; pero ha quedado ampliamente desacreditado, y sus seguidores sienten vergüenza de declararlo.
—Aquí no —dijo Margent—. Hay motivos detrás de los rituales; establecen sistemas que facilitan el movimiento mental en la dirección deseada, como ocurre con la música. Cuando toda una raza se mezcla en tales costumbres, es porque esa raza tiene sus metas; cuando esas costumbres se interrumpen, el rencor probablemente será muy grande. En nuestro caso, la interrupción no puede ser tolerada en absoluto. Mi gente exige que esta situación entre nuestros mundos acabe de una vez. Usted no se da cuenta del hecho, pero nuestra cultura ya casi ha sido medio destruida por ello. No creo que comprenda la amenaza que ustedes representan para nosotros.
—¿Amenaza? —Aidregh soltó una breve carcajada—. Me doy perfecta cuenta, sin duda. La mayor parte de las armas que poseemos fueron construidas siguiendo mis órdenes.
—Se equivoca usted de medio a medio —dijo Margent, tranquilo—. Las armas que nos amenazan no son las de ustedes. Esas únicamente pueden matarnos, y cada hombre muere a su tiempo. Las armas que han hecho tan enorme daño son las nuestras.
—No lo entiendo.
—Hay un aparato que hemos perfeccionado —dijo Margent—. Nuestras bombas de fisión están encerradas en láminas de cierto metal. Cuando las bombas estallen, tendrán un efecto que sobrepasará en mucho a la destrucción inmediata que puedan causar. Emponzoñarán su aire con un isótopo radiactivo de este metal, que tiene una vida media superior a los cien años. Poseemos armas para destruir profundamente no sólo a su pueblo, sino a cada forma de vida respiratoria de su planeta, hasta el gusano más inferior de la escala animal. Ni siquiera es necesario para nosotros alcanzar blancos específicos. Sabemos que el secreto que ustedes poseen produce explosiones enormemente mayores que las de nuestras bombas, porque vimos una de las pruebas; así que sospechamos que pueden destruir la superficie entera de nuestro planeta. Pero dudamos que sus bombas emponzoñen nuestro aire, excepto transitoriamente. En refugios profundos como éstos, quizás algunos de nosotros sobrevivan.
De haber estado tratando con alguien de su propia raza, Aidregh hubiese sabido sin lugar a dudas que el rostro de Margent estaba descompuesto por la mayor de las penas mientras decía aquellas cosas, aunque su voz era del todo uniforme. De todas maneras, Aidregh no dudó de que allí había emoción. Estaba asombrado al comprobar cómo su corazón simpatizaba con aquel hombre; sintió un apremio, un impulso irracional de consolar de algún modo ese sufrimiento.
—Sigo sin entender —dijo—. Lo que usted me dice es horripilante, claro. Pero, según lo que afirma, la amenaza por parte nuestra es mayor que la que ustedes penden sobre nuestras cabezas.
—La existencia de estas armas es la más grande amenaza que sobre Rathe haya existido jamás —dijo Margent—. Son el motivo del por qué su planeta es una amenaza a nosotros: porque nos han obligado a pensar en la forma de destruir a otra raza. En Rathe por muchos siglos ese pensamiento ha sido desconocido, y ahora nos arrolla como si fueran llamas. Tiene que ser detenido.
Aidregh y Ni se miraron mutuamente, confundidos. Aidregh trató con desesperación de captar alguna idea del sistema de valores del que tenía que haber salido el parlamento de Margent, pero se le escapó casi sin dejar rastro.
—Comprendo dónde yacen sus dificultades —dijo Margent—. Trataré de explicarme...
—Margent.
—Sí, Aidregh.
—¿Está usted leyendo mis pensamientos?
—Sí —confesó Margent—. Espero que no le moleste, es del todo normal. Me explicaré. Considere, si puede, cuál ha sido nuestra situación aquí en Rathe. Como usted sabe, el planeta fue siempre muy pobre en agua y en tierra cultivable. Además hay escasez de metales, en particular de los más pesados; nuestros actuales elementos de guerra han agotado virtualmente las existencias. Bajo estas circunstancias, no desarrollamos ninguna ciencia física extensiva. El hecho de que aquí no haya habido jamás verdaderas barreras naturales entre las personas de Rathe hizo del arte de la guerra una cosa poco común, incluso en tiempos primitivos; de modo que el estímulo mayor de la ciencia física desapareció, y la falta de suministros para proseguir las investigaciones sirvió aún más de coacción.
»Así que fuimos creciendo, tendimos a concentrarnos en las humanidades: artes, ética, comunicación, conducta humana. Bajo la influencia de estos estudios eliminamos nuestras naciones primitivas, evolucionamos hacia un lenguaje común, redujimos nuestro gobierno hasta casi la nada, eliminamos el crimen y, en general, limpiamos lo bastante para hacer posible que nos ocupásemos de asuntos más serios. En el pasado siglo hemos estado explorando los alcances de la mente. No me refiero a la sombra que lleva ese nombre, sino la mente en sí, en el hombre vivo. La telepatía que usted ha advertido es un producto de estas investigaciones, e incidentalmente un producto menor.
—Es algo sorprendente —dijo Aidregh—, y una clara prueba de lo que me venía sospechando: que tenemos mucho que aprender de ustedes. Pero, sin embargo...
—Ya voy al grano. Piense ahora lo que nos pasó cuando nuestras primeras y toscas radios captaron las emisiones de su planeta... que, a causa de toda esa agua, era el paraíso del alma de nuestro pueblo primitivo..., y lo que esas emisiones nos revelaron de ustedes. Entonces tenían una guerra; fue durante la liquidación de los Medaníes. Ese crimen nos dejó abrumados; no obstante, nada podíamos hacer... excepto permanecer cruzados de brazos mientras se cometía. Y creció la convicción, poco a poco, de que nuestro tiempo debía estar por venir; eso sin tener en cuenta nuestros propios sentimientos, que nos indicaban que debíamos preparar alguna defensa contra vosotros.
»Usted no entenderá cuando le diga que el siguiente período fue como una especie de orgía, pero... no encuentro definición mejor. Durante medio siglo, apenas tuvimos dos pensamientos cuerdos en Rathe; nuestros cerebros estaban sumergidos en preparativos para el derramamiento de sangre. Habíamos regresado a un estado mental mediante el cual era posible pensar en barrerles por completo. Ese acontecimiento ha sido más devastador para nosotros que lo pudiera ser cualquier guerra actual. Además, ha hecho renacer nuestra investigación seria, no sabemos hasta cuan lejos..., quizá retrocediendo varios siglos.
—¿Y cómo es posible? —preguntó Ni con aire práctico—. Comprendo que pudo haberla detenido durante algún tiempo, pero seguramente el conocimiento ya ganado no se podía olvidar.
—En este campo sí —dijo Margent—. Las ciencias físicas son positivamente mortíferas para las más altas funciones de la mente. El único ejemplo que puedo darle, que le sería familiar, es uno sobre ética: ¿cómo es posible cultivar un sentido ético mientras simultáneamente se fabrican bombas de fisión? Las dos ideas no sólo son incompatibles, sino activamente hostiles. Similarmente, puedo decirles que una ciencia sofisticada de la radiocomunicación es antitética a cualquier orden real de telepatía. La misma antítesis existe a través de un rango mayor y total. Ése es el motivo por el cual la hostilidad entre nosotros debe terminar. La única salida posible es la paz. Su planeta y el mío son tan diferentes, que no podemos encontrar terrenos verdaderos para el desacuerdo; y mucho menos para un desacuerdo tan fundamental como el que pueda dar origen a una guerra.
Aidregh se secó la frente.
—No hay duda acerca de eso —dijo con aspereza—. Pero no puedo imaginarme cómo lanzar este argumento de modo que tenga alguna fuerza en mi patria. La oposición se reiría de él.
—No cuando lo comprendan —dijo Margent—. Su pueblo es neófito en cuestiones de conciencia. Usted no imagina cuánto daño les ha sido hecho ya por estos preparativos bélicos, pero puedo decirle lo que ocurrirá si logran tener éxito en destruirnos, en destruir a Rathe sin perder una sola vida en su planeta... lo que supongo que sería la mejor salida según la oposición...
—Me temo que sí.
—Bien, tal cosa sería un suicidio —dijo Margent con llaneza—. Si su raza aceptara que nuestra sangre recayera sobre ella como una carga, jamás resolvería sus propios conflictos locales. La evolución ética de ustedes quedaría detenida de inmediato, y poco después se matarían unos a otros.
Hubo un largo silencio, excepto por un respingo convulsivo del doctor Ni. Por último, Aidregh repuso:
—¿Y por qué no pudo decirme esto antes?
—Porque aún queda algo más, que no puede formularse concretamente en palabras —contestó Margent—. Ya os he dicho que nuestro desarrollo no se detuvo con las humanidades; que ha progresado en campos de los que vuestra raza ni siquiera conoce la existencia. Fuera de estas investigaciones nos proponemos darles a ustedes un arma, pero ¿qué podía haber dicho yo por radio? Hay un refrán en Rathe que dice: “el hombre ciego a los colores puede teñir su tienda de rojo o azul, pero jamás la pintará a tiras”. Lo mejor que podía hacer fue darles un atisbo de estas materias bajo el encabezamiento general de «religión», la única palabra en su idioma que se aplica a esto, incluso vagamente. Pero para entenderlas tienen que ser experimentadas, y por eso les hemos traído aquí. Una vez hayan aprendido lo que queremos enseñarles, descubrirán que su argumento, al volver a su patria, no carecerá de fuerza; el futuro es evidente en ese punto.
—¿El... futuro?
—Sí. Hace cincuenta años, cualquiera de nosotros pudo haberles dicho con seguridad y detalle lo que les quedaba por delante, pero lo que yo llamé orgía de preparativos de guerra casi ha estropeado esa facultad. Ahora sólo nos da vagas nubes de percepción del porvenir; pero en esta cuestión no parece haber la menor duda.
Aidregh estaba ahora tan acostumbrado a asombrarse que comenzaba a sentirlo como su estado normal. Por último dijo:
—Muy bien..., estoy en sus manos.
—Es un honor —contestó Margent—. Pero no es usted, hemos descubierto, quien debe sufrir la prueba. Desde que estáis aquí, hemos averiguado que usted será menos capaz de utilizar la experiencia que los demás de su partido. Y por eso incluí al doctor Ni en esta conversación: nos proponemos utilizar a Corlant y Aidresne.
—¡No! —Ni se puso en pie de un salto—. ¡No lo consentiré! Si alguien...
—Ni, aguarde un momento —dijo Aidregh, suave pero insistentemente—. No se pretende hacer daño, ¿acaso no se da cuenta? Aún está pensando en términos de la patria, cosa que aquí no tiene aplicación. Tratemos de comprender primero la cosa.
Ni le miró durante un momento y luego crispó despacio los puños.
—Si usted lo dice... —contestó, encogiéndose de hombros.
Volvió a sentarse, como una inquieta caricatura de la Sabiduría Mundanal, como si su irrupción emotiva le hubiera traicionado.
—Dígame, Margent, ¿por qué han de ser esos dos, y no otros?
—No es realmente preciso —dijo Margent, con lo que pareció ser un tono de mala gana—. Pero creemos que sólo ellos pueden soportar la instrucción de todo corazón y asimilarla en su plenitud.
—¿Porque son jóvenes?
—En parte, pero sólo en pequeña parte. Somos culpables de pensar también en términos inadecuados. Es cosa de naturaleza en Rathe que todos los hombres se amen mutuamente, y nosotros inconscientemente esperábamos que tal relación existiría entre ustedes también, aunque algo imperfecta. Pero no ocurre así. De todo su grupo, sólo cuatro están unidos por esos lazos, y evidentemente en Corlant y Aidresne éstos son llenos y perfectos. Puesto que el amor es el núcleo de la comprensión, ¿por qué utilizar algo que sea menos perfecto?
El punto, pensó Aidregh, era particularmente sensato; su largo adiestramiento en los conceptos de la política —aunque menos exaltados— le permitía detectar, a través del lenguaje, cuándo un oponente estaba a la defensiva. Miró con alarma a los ojos del rathenio.
—Pero... ¿también nosotros podríamos aprender?
—Quizá —dijo Margent, poniéndose ligeramente rígido—. Pero... nosotros no animaríamos el experimento. La mayor parte de su gente se mostraría profundamente recelosa, lo que sería una atmósfera muy pobre para el aprendizaje... y el tiempo es escasísimo. Incluso a Corlant y a Aidresne podemos enseñarles sólo rudimentos, pero esperamos que sirvan a nuestro propósito.
—Y ellos... ¿qué dicen? —preguntó tranquilo Aidregh.
—Han accedido.
El doctor Ni se retorcía las manos y miraba al suelo; evidentemente estaba angustiado. Aidregh no podía evitar compartir su pena, porque según las palabras de Margent, e incluso las posiciones de su cuerpo debajo de tantas túnicas, telegrafiaban que su propuesta ocultaba peligros. Aidregh hubiese aceptado sin dudar cualquier prueba que Margent tuviera en la cabeza, pero esta proposición era algo muy distinto. Al fin y al cabo, ¿qué sabía Margent acerca de los cerebros que se preparaba a someter a su misteriosa «educación»? ¿Qué ocurriría si acaso estallaban bajo el esfuerzo? Con toda probabilidad sobrevendría la guerra, y los muchachos estarían muertos, su sacrificio no valdría nada...
¿Qué fue lo que dijo Ni, hacía ya tanto tiempo? “En nombre de un conjunto de abstracciones, se matan ustedes a sí mismos”. A uno mismo, sea; pero... ¿a los hijos?
—No puedo estar de acuerdo —dijo por último—. Hay cuando menos una posibilidad que deberíamos primero explorar. Tienen que permitirme llamar a la patria y explicar este asunto de las envolturas metálicas de su bombas, y pedir un poco de paciencia. De todas maneras, no poseo detalles técnicos que proporcionar... ni siquiera el nombre del metal, y no mencionaré la vida media de su isótopo. No podríamos tampoco detener a tiempo sus bombas, no importa cuántos detalles pudiera yo dar inadvertidamente...
—Incluso estaba preparado para eso —contestó Margent, y ahora Aidregh estaba del todo seguro de haber visto una pizca de complacencia en la respuesta del rathenio—. No dará resultado, Aidregh; es un método basado en el miedo. Y nada nos servirá ahora, excepto los métodos basados en el amor —los ojos relucientes le miraban tranquilos. ¿Acaso Margent le estaba compadeciendo?—. Pero... puede intentarlo. Hay un equipo de radio preparado para usted en la habitación contigua.
Aidregh salió casi corriendo de la cámara. Hasta ahora, Margent no había leído lo que sucedía en los niveles más profundos de su cerebro. O bien su éxito al leer los pensamientos superficiales le había conformado, o el desparejamiento planetario de tales funciones —que él había descrito— impedía una verdadera penetración en las profundidades. La escapatoria de Aidregh dejó al doctor Ni mirando alternativamente al rathenio y al suelo.
Cuando Aidregh volvió, su rostro era fantasmal. Se daba cuenta de ello, pero nada podía hacer por evitarlo. Notaba sus hombros hundidos como si se viesen arrastrados hacia abajo por unas manos que se le aferrasen, las manos de mil millones, de cien mil millones de personas moribundas. El doctor Ni se puso en pie de un salto, con una sofocada maldición. Margent no se movió, pero las llamas que habían estado ardiendo en sus hundidos ojos se reavivaron y destellaron.
—Es demasiado tarde —dijo Aidregh, con voz hueca—. Tenía usted razón, Margent. Ya hay allí un gobierno de coalición. Signath trabajó más deprisa de lo que imaginé. El silencio de radio de anoche le ayudó. Le dije lo que usted me ha comentado, pero soy la última persona en el mundo... en los dos mundos... a quien él escucharía. Les otorga a ustedes tres días para que nos liberen a todos. Después de eso, después de eso... —se le quebró la voz por completo.
El doctor Ni se había vuelto blanco de rabia.
—¡El idiota criminal! —gritó—. ¡Plazo fijo en una guerra total! ¡Anuncia la fecha de un ataque!
Margent alzó su esbelta mano. Ni reprimió su furia con evidente mala gana.
—Eso no importa —dijo Margent con suavidad—. En ningún caso dispararíamos nosotros primero. Veremos cómo vienen sus disparos, con tiempo suficiente para lanzar nuestras propias armas antes de que las suyas lleguen hasta aquí; y así ambos planetas quedarán destruidos. Respetaremos el plazo, ¿por qué no?
—Como usted dice, no importa —afirmó Aidregh con voz ronca—. La guerra ha comenzado. Todos hemos perdido; el fin cae sobre nosotros.
—No —dijo Margent—. No del todo. Dé su consentimiento, y todo puede cambiar.