9
LA primera mitad de la jornada fue algo borrosa. Aparte de que los nervios de Aidregh estaban en tensión por la falta de sueño, su memoria de los pequeños incidentes parecía casi la de un drogado, y a los cinco minutos de haber empezado algún nuevo proyecto apenas podía recordar cuál fue el anterior. Y había allí toda clase de subcorrientes emocionales, que podía captar pero sin identificarlas. Veía ahora a otros rathenios además de los Margent y Mareton, y la mayoría de ellos no se molestaban en ocultar su hostilidad. Estaba convencido de que pocos de ellos le habrían dirigido siquiera la palabra, a no ser por la abrumadora autoridad de los Margent.
Pero el adiestramiento siguió su curso, y ahora en un nivel donde los experimentos y pruebas casi carecían de sentido para él. Con toda evidencia, habían querido que comprendiese de manera consciente sólo aquellos puntos que le habían sido demostrados ayer. Ahora, en su lugar, le estaban perforando, enseñándole mediante taladro y sin que les importara si comprendía o no el material que estaba incorporando. No era su memoria lo que perforaban, sino alguna otra parte de su mente, de cuya misma existencia él no se había dado cuenta andtes; sólo sabía que no la conocía.
Muchos de los ejercicios, sin embargo, requerían plenamente el uso de alguna clase de criterio o discriminación, aunque no podía decir tampoco cuáles eran las normas básicas. Se le mostró un apretado rollo de pergamino y se le pidió que emitiese una reacción emocional contra el argumento escrito en él, sin tener en cuenta el hecho de que ni siquiera sabía de qué materia trataba el pergamino. Se le enseñó una fotografía, en cristal, de algún objeto informe y casi transparente, y se le pidió que le diese dos nombres..., uno familiar y uno formal. Se le proporcionó un juego de tonos para escuchar, y se le dijo que seleccionara secuencias que pudieran aplicarse a él mismo, al doctor Ni, a sus hijos, a Margent...
Y por encima de todo, vio a rathenios, centenares de ellos..., y se le pidió que les hablase de asuntos sin importancia, mientras los Margent y Mareton cerraban los ojos y escuchaban como si cada trivial palabra pudiera ocultar alguna verdad universal. Algunas veces lo producido —aunque siempre indetectable para Aidregh— pareció complacerles. Con mayor frecuencia, no. Pero gradualmente, la incidencia de éxitos o de triunfos parciales pareció incrementarse.
Eso hubiera envalentonado a Aidregh, de haber tenido idea de que estaba triunfando.
Al final, se vio obligado a crear su propia analogía, puesto que los rathenios no querían ofrecerle explicación alguna. Le pareció que estaba siendo adiestrado en algo muy emparentado con el diagnóstico: el arte del médico nato, que con sólo mirar al paciente sabe de qué padece, prescindiendo de los signos físicos de la enfermedad... a los que luego recorre para cerciorarse, pero consiguiendo invariablemente confirmación en su posterior examen. La analogía le conturbó, puesto que de nuevo provocaba la pregunta de si había sido una decisión sabia el negarse a que el doctor Ni ocupase su lugar.
Sin embargo, Ni no tenía reputación como médico de fácil diagnóstico; quizás era demasiado escéptico. Además, no había manera de saber si la analogía que encontró era correcta o no.
—Basta —dijo con dureza Margent—. Las últimas seis respuestas han sido estériles repeticiones. Simplemente, es inútil intentar ir más lejos.
Aidregh miró al rathenio, su corazón como petrificado.
—¿Tan pronto? —murmuró.
—Eso me temo. Yo mismo estoy algo sorprendido. Pero hemos agotado cada aparato adiestrador que pudimos reunir en tan breve período; el sistema queda ahora fijo.
—¿Sin esperanzas?
—Nada es desesperado —dijo Margent—. Pero el resto le corresponde a usted.
—No lo entiendo.
—Usted posee ahora el truco, en cierta medida —explicó Margent—. Sabe lo que es y puede utilizarlo conscientemente..., es decir, a voluntad. Lo que esto significa es que ahora posee una técnica tosca pero efectiva... y la técnica es todo lo que se le puede enseñar. Lo bien que use la técnica y lo poderosa que sea en sus manos, resulta algo enteramente personal. Eso no se lo podemos enseñar. Todos los científicos conocen el método de la ciencia, pero sólo unos pocos hacen grandes descubrimientos; todos los músicos saben leer música, pero pocos escriben buena música. La cosa es así.
—Comprendo.
No era tan malo como supuso cuando Margent decidió detener el entrenamiento unos pocos momentos antes, pero sí resultaba lo suficientemente perjudicial.
—Pero... Margent, si esas analogías tienen significado, ustedes deben tener alguna estimación de mi talento. Los maestros siempre desarrollan ese criterio, ese arte de juzgar a los alumnos. ¿Cuál es?
Margent le miró muy serio.
—Tales juicios son más a menudo equívocos que ciertos, como veo que usted ha de saber.
—Es algo perfectamente comprensible. No obstante, quiero oír el de ustedes.
Margent pareció conferenciar brevemente con otros dos y luego habló con tono definido:
—Tal y como están las cosas ahora, usted podría ser capaz de embelesar a un grupo pequeño, particularmente si el grupo está formado por personas que no saben qué es lo que usted les hace... tal como ocurriría, es claro, en su planeta. Pero el impulso es débil en su fuente. Para aportar absoluta convicción, tendría que desarrollar una fuerza mucho mayor... y ahí no podemos ayudarle en absoluto, ni decirle cómo hacerlo. O tiene usted los recursos, o carece de ellos. No podemos saberlo.
Aidregh meditó un momento.
—¿Y qué hay de una amplificación... mecánica, o de algún tipo?
—Es perfectamente posible —admitió Margent—, pero sin valor. No se mejora a un mal gaitero aumentado el sonido de su gaita cuatro veces. Hay que mejorar al hombre, y eso no puede hacerlo la máquina. No puede hacerse en absoluto; es el hombre mismo quien lo tiene que lograr, nadie más.
Bruscamente pareció estallar una especie de discusión, casi una pelea, entre los rathenios. Mareton dijo:
—¿Prueba?
Dos o tres Margent hablaron a la vez, luego Mareton y varios Margent más, después el primer Margent otra vez... todos en singulares explosiones elípticas de palabras, imposibles de seguir porque se pronunciaban a alta velocidad en la lengua de Rathe. Pudo detectar una de cada tres palabras, como mucho: Destructivo... Momento crucial... Condiciones... Tensión... Macizo... Favorable... Así no... Oposición en masa... Factores críticos... ¿Presentarlo? Justo... Afirmación... Afirmación... Afirmación... Afirmación... Acuerdo.
—Creemos que se le debería preguntar si quiere usted dar un... concierto —dijo Margent.
—¿Un concierto? —preguntó Aidregh, boquiabierto.
—Sí. La palabra es bastante pobre para lo que tenemos en mente, pero es la más próxima que se puede hallar en su idioma. Significa que el único medio de comprobar la eficacia de su talento es ante un público. Mañana, si usted quiere, daremos a su don el examen más crítico que jamás se haya podido preparar. Las configuraciones de las estrellas son perfectamente adecuadas, como me han recordado mis colegas. ¿Consentirá usted?
—¿Quieren que yo... pronuncie un discurso? ¿Ante el público de Rathe?
—Exactamente. Si puede embelesarles, podrá arrastrar a su propio mundo por aclamación. Especialmente con las estrellas situadas tal y como lo están ahora.
La idea era desalentadora y aterrorizante. Incluso las referencias a las estrellas eran casi tan inquietantes como la propia proposición. Nada de lo que había experimentado en Rathe había incrementado su confianza en la astrología; la afirmación implícita de Margent profundizaba el aire de irrealidad que había sido siempre el obstáculo principal respecto a aprender algo de los rathenios.
—Será peligroso —dijo Margent—. La hostilidad será considerable. Muchos, quizá la mayoría, esperarán verle fracasar. Y si lo hace, tenga la seguridad de que se le tendrá que ayudar a bajar del podio.
—¿Por qué?
—A causa de la reacción. Probablemente le convertirán a usted en algo muy parecido a un idiota.
—Si fracaso, daré por bien empleada la pérdida de mi mente —dijo Aidregh, con amarga convicción—. Y... ¿qué ocurrirá si triunfo?
—Entonces... la reacción puede ser muy útil para usted. Posiblemente avanzaría algunos años en poder y control; la confianza es importante en estos asuntos. Pero no será fácil.
—Seguro que no lo será —asintió muy serio Aidregh—. Pero lo intentaré. Claro.
El anfiteatro en el lado lejano de Rathe era tan vasto que incluso aparecía en las fotografías que el capitán Arpen había tomado; el equipo asesor de la patria lo tomó por el cráter de un antiguo meteoro. Las gradas amontonadas, que ahora estaban llenas de rathenios con sus túnicas, parecían como la transformación ingenieril de inmensas laderas en forma de talud. Mirando hacia arriba desde el centro de la pista, Aidregh trató de calcular el número de rathenios que ocupaban ya aquellos bancos de piedra, y fracasó. El total estaba fácilmente muy por encima del medio millón, pero cuánto superaba a esta cantidad no podía deducirlo. Sólo el marco del cráter podía contener a una pequeña ciudad. Las túnicas teñidas se movían como píxeles en una transmisión de televisión en colores, cada una destacada claramente por la luz del Macizo, que estaba alzándose por encima del muro de levante.
—Han pasado muchos años desde la última vez que intentamos algo parecido a esto —decía Margent—. Los presagios son buenos, pero dudo un poco de la lectura, puesto que esto no tiene precedentes y hemos perdido mucho más de cincuenta años en esta regresión.
Aidregh no contestó; estaba casi del todo preocupado por lo que iba a decir. En un banco ubicado seis gradas más arriba pudo ver a Aidresne, a Corlant y al doctor Ni; no había podido intercambiar más que unas cuantas palabras con ellos, pero intentó tranquilizarles. Como aquella primera prueba de su truco no había tenido éxito, las frentes aparecían arrugadas y sudorosas por encima de sus respiradores. Si había alguien más de la expedición de la patria aquí, no pudo localizarle.
El movimiento a lo largo de los grandes escalones de piedra casi había cesado ahora. El anfiteatro estaba lleno. El Macizo en tanto continuaba ascendiendo, ocupando la mitad de lo que podía verse del firmamento desde dentro de las paredes del anfiteatro, y llenando el resto con su fulgor. Era como estar en el fondo de un cálido y agitado mar tropical, cuyas aguas presentaban olas irregulares, de blanca luz sin sombras. El débil aire estaba inmóvil.
—Estamos preparados para comenzar —dijo Margent.
Tras un momento de duda, Aidregh se adentró en la losa de blanco puro que iba a ser su podio. Aunque la acústica del anfiteatro haría que su voz llegase hasta los brazos y gradas superiores, no podía hablar en el aire de Rathe; tenía un pequeño micrófono dentro de su respirador. El propio respirador enmascararía también cualquiera expresión, por muy desapasionada que fuese, de su rostro.
Los miles y miles de rathenios le miraban, inmóviles, silenciosos; en el gran recinto el silencio era profundo.
Al lado de Aidregh, Margent parecía estar tallado en piedra. El firmamento se encontraba cubierto de llamas.
—Espero triunfar —les dijo Aidregh—. Lo espero porque vosotros no podéis hacer nada más por mí de lo que ya habéis hecho. Vosotros no sois dioses, y no os habéis propuesto resolvernos todos los problemas en nuestro propio beneficio.
»Que yo triunfe o no depende de mí, no de vosotros. Depende de mi inteligencia, de mi dedicación, de la pureza de mis intenciones. Aún puede haber guerra entre nuestros pueblos... quizá no inmediatamente, pero sí dentro de pocas generaciones. Sin embargo, vosotros no deberíais hacer que fuera imposible para mí escoger algo que no sea la paz, porque lo contrario sería tan ruinoso para vuestro pueblo como la posible guerra de mañana lo sería para todos. Debéis permitirme la elección consciente, porque estas decisiones son puntos cruciales y revolucionarios para vosotros, al igual que para nosotros.
»Si todos nosotros..., hablo de vosotros, rathenios, y de los de mi patria... sobrevivimos a esta crisis, estoy perfectamente preparado para dedicar el resto de mi vida a hacer imposible que sobrevenga cualquier otra. Nada menos que esto nos serviría. Pero ya ahora nos hemos servido bien los unos a los otros, y continuaremos necesitándonos en los años que siguen... al menos, mientras la cuestión de la Tercera Raza no esté resuelta.
»Por esto me refiero ahora a la raza que aterrizó en el planeta que llamamos Nesmet, antes de que nuestras dos expediciones lo hicieran. Os recuerdo que lo que nosotros sabemos es prácticamente nada. ¿Sabéis vosotros más que yo acerca de ellos? Creo que no. Pero su campamento era evidentemente una estación de observación, igual que las dos que hemos enviado. ¿A quiénes podían estar acechando si no a nosotros... a ambos pueblos? Y... ¿por qué?
»Podemos alegrarnos, ambos pueblos, de haber construido emplazamientos de armas encarados hacia fuera, desde cada uno de nuestros planetas. Quizá tengamos que disparar en esa dirección algún día. Sé que vuestra fe en esa clase de defensa es muy limitada, pero... supongamos que combinamos nuestros diferentes modos de abordar el universo real, cualesquiera que ellos sean, y los desarrollamos en plan cooperativo. Creo que estamos situados en forma muy apropiada para eso, aunque de momento tenemos nuestras manos preparadas para saltar a la garganta unos de otros. Nuestras investigaciones en física probablemente no interferirán con vuestros estudios del espectro del Voisk si no las forzamos contra vosotros, como hemos hecho hasta ahora. Incluso podéis muy bien encontrar aplicaciones a nuestros descubrimientos que quizá jamás pudiérais desarrollar por vuestra cuenta, o tal vez lo contrario, lo opuesto, cree verdad para nosotros.
»Y alguna Tercera Raza que se acerque a nuestro sistema con intenciones poco amistosas, puede encontrarse con que cualquier intento de invasión resulte... muy poco prudente.
Hizo una pausa, aunque no quería hacerlo; respirar por el respirador era difícil tras un prolongado parlamento. Mientras forcejeaba por calmar su pecho, se dio perfecta cuenta de que algo ocurría. No podía decir qué era. Nada había cambiado, y sin embargo sentía una enorme dedicación en el aire que lo rodeaba, como si unos agentes poderosos e invisibles se movieran a través de él, en algo inimaginable. El Macizo estaba ahora directamente encima de las cabezas: una suprema masa de fuego estelar borraba por completo todo el firmamento. La sensación en el aire era como una oleada de emoción en masa, tal y como había sentido él una o dos veces de las multitudes; pero al mismo tiempo era como moverse a través de un poderoso campo electroestático, con el cabello de punta, un cosquilleo chisporroteando entre las yemas de los dedos, y la sensación de estar a un paso de recibir una chispa de muerte... Y sin embargo, nada se movía, nada excepto las sombras.
¡Sombras! Con un agudo siseo al aspirar, Aidregh alzó la vista. Era verdad.
Su mundo patrio estaba eclipsando al Macizo. El torbellino de fuego estelar ya había desaparecido en una tercera parte.
¡De modo que eso es lo que Margent había querido decir, al afirmar que las estrellas eran favorables! Ya había un escalofrío en el aire... No era sólo un efecto, sino una verdadera baja en la temperatura. Rathe estaba devolviendo su calor al espacio interestelar, cortando la fuente mayor de la temperatura mediante la profunda y amenazadora oscuridad del mundo de Thrennen.
—Pero, ¿qué... qué me habéis dado vosotros a mí? —dijo Aidregh, intranquilo en la creciente oscuridad—. Me enviáis de regreso a mi patria con un regalo que ningún hombre en mi planeta podrá resistir. No me habéis enseñado nada de los principios que entraña, sino únicamente las pistas más pequeñas que pueden conducirme a mí, o a hombres mucho más inteligentes que yo, a las fuerzas del Voisk, entre las que vosotros os movéis por encima de todos los demás. Sé que tenemos siglos de aprendizaje por delante, siquiera para ponernos a la altura de comenzar a saber lo que puede ser el espectro del Voisk.
»Mientras tanto, me habéis enseñado un truco. Me habéis dado una fuerza salvaje, que ninguno de mis compañeros puede resistir... y me devolvéis irresponsablemente a la patria para jugar con ella... o para convertirme en rey de mi propio mundo. Habéis hecho esto para conservar vuestra propia seguridad. ¿Cuánto tiempo estaréis a salvo, mientras los salvajes juegan con las fuerzas del Voisk? ¿Cuánto tiempo estaréis vosotros a salvo de mí?
Nadie se movió. La oscuridad creció; ni el sol rojo ni el blanco podían pasar las altas murallas del anfiteatro. El Alma y el Aliento se habían ido, y la Mente se marchaba. Incluso mientras hablaba, Aidregh no pudo recordar nada excepto a sí mismo siendo un cadete de doce años, arrancado de la civilización junto con un pequeño pelotón dentro de un bosque, explorando con la fría luz de una linterna. Habían dejado su luz apuntando al firmamento mientras cocinaban sus raciones de campaña, y cuando volvieron dos horas más tarde, el agua de las bobinas de refrigeración se había convertido en hielo... todo su calor latente irradiado a la Nada desde el espejo parabólico. Ése había sido su primer contacto con el espacio profundo, allá en la tierra de su propio país de Thrennen; y ahora se encontraba en el foco de otro espejo más vasto, mientras la oscuridad se extendía por encima...
—Podéis muy bien temerme —dijo a la noche total—. Con el don que me habéis enseñado a utilizar, puedo ser más peligroso para vosotros que todo mi planeta, dado que no teníamos con qué amenazarles excepto bombas. Vuestra única esperanza, ahora, es cooperar con nosotros al máximo. Jamás volveréis a sentiros de nuevo seguros al confinar aquí a cualquier hombre de mi patria, para enseñarle ciertos trucos menores. Las puertas de la presa están abiertas. Seguirá la inundación.
»Pero os haré una promesa, que os debo en pago por todo el daño que ya os hemos hecho. La promesa es ésta: después de que yo haya embelesado a mi gente apartándola de la guerra, dimitiré. Ningún político utilizará el truco que me habéis enseñado más que esa vez, y luego sólo porque crea que es preciso utilizarlo en una causa primitiva. Pero no prometeré contenerme, y no utilizar otra vez el truco. Lo emplearé. Pasaré el resto de mi vida utilizándolo... pero no como Primer Ministro de Thrennen.
»Eso lo prometo, junto con lo que digo que no prometeré. Ya me habéis oído. He hecho algo más que tratar de embelesaros mediante el truco que me han enseñado los Margent; os he dicho lo que pretendo. No tengo nada más que decir; juzgadme ahora, rathenios.
Se plantó sobre la piedra en la profunda oscuridad, sin una sola estrella por encima de sí. La tensión intangible e inaudible del aire aun crecía, hinchándose en una especie de crescendo que jamás entendería...
Y entonces, de la misma manera manera, desapareció.
Los bancos de piedra estaban vacíos.
Había perdido a su público... perdido como ningún hombre en la historia perdiera antes el auditorio. De toda aquella vasta congregación nadie quedaba, excepto el doctor Ni y sus hijos. No; había otro grupo, muy a lo lejos en las pétreas gradas... pero eran sus compatriotas también. La tripulación, evidentemente.
Aidregh notó que se le doblaban las rodillas. De cualquier modo, Ni llegó hasta él antes de que chocase contra el suelo por debajo de la blanca piedra.
—Aidregh, ¿qué ocurre? ¿Fue tan duro? Corlant, Aidresne, deprisa... Está como desmayado. Aidregh, estamos aquí... Ya todo pasó... lo hizo, lo hizo. La guerra pasó..., pasó, ¿no puede oírme?
—Le oigo —dijo Aidregh, ocupando una posición parecida a estar sentado—. Pero... ¿pasó acaso? ¡Se han ido! ¡No se quedaron a escucharme! Ni, tenemos que marcharnos sea como fuere; las bombas llegarán dentro de pocas horas.
—No, no, Aidregh. Somos libres. Por eso se fueron los rathenios. Toda la tripulación está aquí. Podemos irnos... usted lo logró.
—Ya estamos mandando aviso a Signath de nuestra liberación —dijo Corlant. La muchacha estaba arrollada a su lado, los ojos brillándole de lágrimas. Aidresne estaba plantado junto a ambos, mirándoles solemne y orgulloso—. Usted no vio a Margent cuando la luz comenzó a volver al principio. Se inclinó ante usted. Todos lo hicieron. Y luego se fueron rápidos como un relámpago. Nos dieron la libertad, dejándonos solos.
Aidregh se puso en pie inseguro, notando el sólido antebrazo de su hijo que le cogía por el codo. Ni ya estaba ascendiendo por el pasillo próximo, saliendo del cráter desierto; lo siguieron.
Ya fuera de los muros, la sombra de las murallas del anfiteatro se proyectaba a través del reluciente desierto gracias al Macizo poniente. Una falange de coches superficiales enganchados uno con otro estaba alineada en las salinas llanuras de algún viejo mar, y desde ellas Aidregh pudo oír susurros de voces hablando con los acentos de la patria: su tripulación, esperando. Se dio prisa.
—¿Aidregh? —dijo una voz desde detrás suyo.
—Sí, Ni.
—¿Y ahora, qué?
—Trataremos con Signath —contestó Aidregh.
—Sí, bien, pero... ¿y después? ¿De verdad piensa usted abandonar el Ministerio?
—Sí —dijo Aidregh feliz, rodeando un peñasco para no tropezar con él—. Voy a intentar algo nuevo. No me atrevo a ser político por más tiempo; sería un monstruo cuanto menos. Voy a tratar de luchar por mí mismo.
—¿Cómo? —preguntó Ni.
Aidregh se detuvo al pie de un serpenteante sendero y miró hacia los coches que esperaban. Corlant le tomó de la mano y Aidresne cogió una de las de ella.
—Espere y verá —dijo; y de pronto estuvieron corriendo, los tres, gritando de alegría, cruzando las llanuras saladas hacia la patria. Se plantó durante un momento y miró tras de ellos, sacudiendo la cabeza; luego rompió en un trote desganado.
Era como una especie de danza, con los suspiros y gritos y los pies batientes de la multitud bajo la música. En la plataforma, bien en el centro del enorme pabellón, Aidregh se movía desde el borde de los tableros hasta el otro lado con desesperación, sus piernas descoyuntadas, sus brazos aleteando, el blanco torbellino de su rostro vuelto suplicante hacia el firmamento coloreado primero y luego al público que oscilaba.
Corlant y Aidresne podían oír su voz, pero no lo que decía. Sólo el sonido agitante de alguien gritando penetraba a través del rugido de la multitud.
Aidregh cayó de rodillas a un extremo del escenario y extendió los brazos. Un enorme gemido de pena orgiástica se extendió desde la gente más próxima a aquel lado de la plataforma, abriéndose paso hacia afuera a través del pabellón como una oleada contagiosa. Eso aún avanzaba hacia Corlant y Aidresne como una ola de espuma cuando Aidregh estaba de pie de nuevo, caminando hacia el poste central de la tienda, el puño alzado hacia dicho poste y luego en dirección al firmamento. Tras un momento de duda... que consiguió un segundo instantáneo en el centro del público... se precipitó para aferrar el propio poste, en lo que era aparentemente un esfuerzo loco de arrancar del suelo el inmenso mástil de duraluminio.
Toda la multitud se puso en pie al instante, gritando:
—¡Fuera de nuestro firmamento! ¡Fuera de...!
En el escenario, Aidregh se agarró al mástil y dio la vuelta despacio, mirando hacia la masa rugiente de voces y puños. Su rostro era inexpresivo excepto por una pequeña y negra O en donde debía haber estado su boca, pero resultaba perfectamente claro lo que significaba su gesto. Las palabras del cántico parecían echarle atrás como golpes, hasta que estuvo plantado sólo gracias al más grande de los esfuerzos.
El cántico comenzó a balbucear. La cabeza de Aidregh descansaba contra el poste, meciéndose un poco como si cada grito fuera un bofetón. Todo su cuerpo efectuaba una danza torturante y, sin embargo, al mismo tiempo no parecía moverse. Un ¡Ah! se alzó en medio del cántico y rompió su ritmo; murió rápidamente. En el silencio, alguien empezó a llorar.
Aidregh les había tentado, y habían caído. La vieja orgía de furia contra el firmamento había vuelto a estallar, sólo porque la evocó en su recuerdo. Ahora veían lo que les había costado su pasión. El aire del pabellón estaba denso de vergüenza.
El Primer Ministro de Thrennen y su novia se sentaron, abrazados uno al otro. Seguían sin oír ni una sola palabra inteligible de Aidregh, pero ya les había dejado como secos... y conociendo, aproximadamente, lo que estaba haciendo, no parecía haber protección. Aldreigh se enderezó a sí mismo contra el poste con un esfuerzo enorme, y el poste parecía enderezarse con él, como si a la vez estuviese más dispuesto a comprender su tarea inmemorial de mantener el firmamento familiar. Se adelantó con pasos lentos y penosos, alzó su cara distante... y les miró directamente a los ojos.
En el intenso susurro, comenzó a hablar. Ahora podían oír la voz familiar, diciendo cosas no familiares y místicas, como correspondían al Profeta de Rathe. Pero sabían que les hablaba a ellos.
—Hijos... Aún hay tiempo.
Y en realidad lo había. Aidregh lo había conseguido para ellos y, como Profeta de Rathe en Home, estaba en el proceso de conseguir aún más tiempo. La nueva adoración al planeta hermano ya había superado a la adoración del Macizo y se había convertido en centro de las doctrinas sobre astrología. Tomaba cuerpo allí donde Aidregh hablaba.
—Aún hay tiempo —dijo, y el público escuchaba—. Aquí es donde nosotros y la hierba crecemos como música.