7
ECHÓ a correr, con Loira pisándole los talones. Maldijo en silencio cuando comprendió que no había manera de acercarse a la escena de la acción. Se volvía para cazar algún móvil, cuando oyó el sonido de motores rugientes: un centípodo irrumpió de pronto en la zona iluminada y se dirigió hacia ellos.
La máquina rugió hasta detenerse; Wortman saltó de la cabina y trotó en busca del helicóptero del Director.
—¡Vic! —gritó Huber.
El hombre se detuvo y se volvió.
—Ve y ayuda —gritó—. Hay una metralleta en el asiento del centípodo.
—¿Adónde vas?
—Ésto es sólo un movimiento de distracción —volvió a gritar—. Escucha...
Huber percibió unas apagadas explosiones a lo lejos. Una luz roja destelló brevemente en el distante firmamento.
—Las estaciones Orestes... —dijo.
—Los bastardos han de haber colocado hombres propios en las dotaciones que allí dejé —conjeturó Vic, y se volvió al helicóptero.
Un momento más tarde, la máquina despegaba del suelo.
—Quédese aquí —gritó Huber a Loira, mientras trepaba al vehículo dejado por Wortman.
Soltó el embrague del centípodo. Un instante más tarde marchaba a gran velocidad hacia la zona que quedaba más allá de las luces. El fuego se había apagado, pero se agazapó aún más, utilizando el metal del salpicadero para protegerse. Detuvo bruscamente la máquina, empuñó el arma del asiento de al lado y saltó al suelo.
Por poco tropieza con un cuerpo caído. Su mano descubrió la áspera tela de un uniforme androide. Luego empezó a avanzar.
Alguien se movía a su izquierda.
—¿Quién es? —gritó.
—Baje esa arma y salga de aquí —era la voz de Besser.
El tiroteo cesó de pronto, y Huber se quedó plantado, esperando que Besser se acercara. Una luz salió de pronto de uno de los extinguidos reflectores.
—¡Apague esa maldita cosa! —gritó Huber—. El tercer navío debe estar en la zona.
—Está usted loco —exclamó Besser.
Huber alzó la metralleta y envió una ráfaga al receptor. Se apagó con un chisporroteo. Besser comenzó a jurar. En el instante siguiente, un creciente siseó llenó el aire.
—¡A tierra! —gritó Huber—. Ya viene...
El siseo creció hasta convertirse en un rugido ensordecedor. Alzó la vista y vio una pesada forma ocultar las estrellas; se movía con agonizante lentitud. Luego vio al helicóptero que bajaba hacia la mole: no había duda acerca de su propósito.
—Lo va a atacar —gritó Besser.
—No puede derribar a esa cosa... —adujo Huber.
—¡Y un infierno que no puede! —exclamó Besser, y se lanzó al suelo a los pies de Huber.
El silbido de pronto aumentó de tono. El gran navío se pintó vivamente de un color rojizo.
—Lo está derritiendo —gritó Huber.
Era cierto, increíblemente cierto. El gran navío alzó vivamente el morro para evitar al helicóptero. El brillo rojizo se apagó con brusquedad y el navío empezó a alzarse verticalmente. Más y más alto, cobrando velocidad. Y luego desapareció.
—Ahí está la debilidad —dijo Besser—. No pueden manejar bien la nave en una atmósfera. Incluso un helicóptero puede expulsarlos... —Huber le ayudó a levantarse—. ¿Quién fue ése? —preguntó Besser.
—Wortman.
—Me lo imaginé.
—¿Qué ocurrió aquí fuera? —preguntó Huber.
Otro de los reflectores próximos se inflamó con un chisporroteo, y una luz blanca iluminó la zona.
—No lo sé —dijo Besser—. No estaban aquí cuando empezó. Quienesquiera que fuesen, debieron escapar por los bosques.
Fue hacia el centípodo en el que Huber había venido. Huber miró la desmadejada forma del androide con el que estuvo a punto de tropezar. Había algo raro en su mano extendida. Luego recordó la diestra del androide en la sala de control, con el que habló antes de que su helicóptero cayera al Mississippi.
Y entonces lo vio. La mano.
Cogió el brazo inerte y lo mantuvo en alto para mirarlo mejor. El dedo meñique estaba circundado por una delgada pero clara línea de color azul oscuro. Tejido cicatrizado, pensó. Rápidamente inspeccionó la otra mano. Era igual.
—Vamos —dijo Besser, volviendo hasta donde Huber estaba plantado—. Es sólo un pedazo de carne.
—Aguarde un momento —gruñó Huber.
Buscó en el bolsillo, tratando de encontrar la ampolla que Loira le diera. Rápidamente la destapó y extrajo del bolsillo un pañuelo. Humedeció la tela con el líquido, se agachó y empezó a frotar la frente del androide muerto.
—¿Qué diablos hace? —preguntó Besser.
—Eche un vistazo —contestó Huber.
Alzó el pañuelo: estaba manchado de azul oscuro. A sus pies, el androide muerto tenía los ojos vidriosos. La piel de la frente era casi blanca.
—Dios mío —exclamó Besser.
—¿Es ése uno de los suyos? —preguntó Huber.
—¿Quién sabe? Todos parecen iguales. Resulta evidente el por qué lo colocaron aquí.
—No es lo único evidente —afirmó Huber, y habló a Besser del androide de la sala de control de vuelos—. Deben tener agentes por todas partes, en posiciones claves.
—Volvamos —dijo el hombre; por primera vez su fría autoposesión parecía haberlo abandonado.
Subieron al centípodo y Huber volvió la máquina hacia la zona de aterrizaje. Cargando a través del roto terreno, miró de reojo a Besser. El rostro del hombre estaba anormalmente pálido, y se mordía con fiereza el labio inferior.
El helicóptero había aterrizado, según vio Huber. Detuvo el centípodo, desmontaron y caminaron hacia la máquina voladora. Loira estaba plantada fuera, mirando al navío. Mientras caminaban hacia allí, Dykeman asomó la cabeza por la escotilla. Huber pudo oír la voz del Director diciendo algo. Hablando por la radio, supuso. Dykeman saltó al suelo.
—Dyke —dijo Huber—, tenéis que sacar una dotación de los cobertizos androides.
El Director asomó de pronto por la escotilla.
—Eso estamos haciendo ahora. Espero que no sea demasiado tarde...
—¿Qué hay de malo?
El rostro del Director estaba tenso bajo la luz difusa.
—Hubo otra ráfaga de radiación cuando pasó el navío. Ahora las estaciones satélite de comunicaciones de la ciudad están sin funcionar. Todos los helicópteros públicos aterrizaron. Eso significa que no tenemos nada excepto la comunicación local dentro de la zona inmediata. No hay helicópteros, a no ser los administrativos como éste. Todos los demás se encuentran en la ciudad, atinados por un rayo muy denso.
—Lo que quiere decir...
—Que Universal City ha quedado herméticamente apartada del mundo exterior —dijo Loira con desaliento.
—Tan sencillo como eso —afirmó el Director—. Todas las instalaciones de la Compañía están centralizadas en la zona de Administración. Los cobertizos androides también. Quienesquiera que sean los seres extraños, lo poseen todo ahora... y con ello la vida de la ciudad.
—¿Dónde está Wortman? —preguntó Huber.
—No lo sé —dijo el Director.
—¿Qué quiere decir?
—El helicóptero aterrizó con piloto automático. No había nadie en él. Nada excepto...
Hizo un gesto a Huber para que se adelantara, y se apartó. Huber introdujo la cabeza por la escotilla. Las luces internas estaban encendidas, y a causa del deslumbramiento por un instante no vio nada. Luego sus ojos captaron el montón de ropa, apretujada descuidadamente en una esquina.
Una túnica y sandalias. La túnica que Wortman había estado usando.