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CONSEGUIR un decreto del Tribunal proporcionando los fondos necesarios para armar los tres navíos capaces de llegar a Rathe y volver, no resultó tan difícil como Aidregh había imaginado. Públicamente, claro, el decreto fue etiquetado sólo como «necesario para la defensa nacional»; a los pocos tribunos que inevitablemente debían saber para qué se necesitaba el dinero extra —incluyendo por razones de tranquilidad al presidente de Noone y al primer ministro del Archipiélago—, se les comunicó en el mayor secreto que se trataba de un segundo intento para llegar a Nesmet.
El truco sirvió, y el decreto fue aprobado. Después, Aidregh se sintió capaz de dejar de pensar en el viaje a Rathe durante una temporada. Al menos, por la mayor parte del tiempo.
Los días estuvieron, con bastante asiduidad, llenos de trabajo; pasaron con rapidez, como ratones fugitivos ante la proximidad del gato. Primero que todo, los resultados del eclipse llegaron y resultaron ser bastante mejores de lo que Aidregh había esperado. Claro que las observaciones hechas desde la superficie del mar no significaron mucho, pero nadie había esperado realmente que lo hicieran. Las que vinieron de las estaciones satélite, sin embargo, estaban llenas de detalles. Sumadas todas, daban un mapa casi completo de la superficie visible de Rathe, tal como podía haber sido fotografiada desde un navío navegando sólo a cincuenta millas por encima del astro vecino. El hemisferio visible era ahora conocido al por mayor y menor; la extensión y naturaleza de los desiertos quedó catalogada con seguridad; los cuerpos de agua, hasta los lagos pequeños, identificados; los caminos y rutas, registrados. Era una verdadera mina de oro, mucho mejor que lo obtenido hasta entonces.
—Esto es muy bueno —dijo Aidregh por último, después de leer el informe de su hijo con prolongada e intensa concentración—. Ahora tenemos blancos... no sólo las grandes ciudades que ya conocíamos, sino los nudos de comunicaciones más pequeños, los suministros de agua, etc. Y los generales dicen que esta cosa de aquí, que en la foto aparece como una telaraña, es un punto clave de alguna clase; el grueso sistema de carreteras que conduce a él se supone que confirma el aserto... —suspiró—. Si llegara la guerra ahora, podremos dejar nada excepto escombros en la cara visible de Rathe. Vaya cosa horrible para estar segura de ella...
—Todo marcha muy bien —dijo Aidresne—, pero lo que me preocupa es que seguimos sin tener datos del poder defensivo de Rathe. En este material no aparece nada de esa índole.
—Lo sé. No podíamos esperar que fuesen lo bastante locos como para colocar tales instalaciones en donde pudiésemos verlas. Creo que todo lo más que sabremos, será esto, Aidresne: cualquiera que sea su fuerza de ataque, resultará suficiente.
—Pero... ¿cómo lo sabemos? —objetó el muchacho—. Sus armas son sólo nucleares, y tendrían que dispararlas más o menos a ciegas. Algunos sobreviviríamos, mientras que estamos convencidos de que podríamos asolar su hemisferio visible y probablemente saturar su lado invisible, con armas de muchos megatones apropiadamente espaciadas.
Aidregh sacudió la cabeza.
—No debemos arrollarnos con tan estúpida noción —dijo—. Tienen mucha más tierra emergida de la que poseemos nosotros. Sin un conocimiento seguro de los blancos, «saturar» el hemisferio opuesto de Rathe es sólo un sueño. Conseguiríamos la completa exterminación de los rathenios sólo por suerte..., si a tal cosa se le puede llamar suerte. Y en caso de que ellos posean refugios profundos, ni siquiera llegaríamos a eso. El único modo cuerdo de enfrentarse a la cuestión es presumir que la guerra significaría la muerte tanto para ellos como para nosotros.
Un zumbido le interrumpió. Accionó un conmutador y la voz del doctor Ni llegó por el altavoz; Ni estaba aun en Drash, como miembro del equipo del eclipse.
—¿Aidregh? Tengo noticias para usted. Pensé que sería mejor que las supiese ahora mismo. Pagué por tener la posibilidad de ser el primero en contárselas.
—Está bien, Ni, adelante.
—La expedición a Nesmet está entrando. No esperaron a la posición favorable; partieron en cuanto Nesmet rodeó el sol en su camino de regreso hacia nosotros. ¡Llevan en vuelo casi un año!
Aidregh y su hijo intercambiaron miradas de estupefacción. Eso sólo podía significar que el capitán Arpen había descubierto algo de abrumadora importancia. Jamás hubiera corrido tal riesgo por otro motivo.
—Prosiga usted —apremió Aidregh, tenso.
—Se acaban de poner en contacto por radio con Drash hará unos quince minutos, a través de la estación satélite —dijo la voz de Ni; incluso él parecía excitado—. Están ahora a unos miles de kilómetros de la órbita de la estación, pero en nuestro lado del planeta. Arpen esperó hasta que Rathe estuviera en nuestro cono de sombra antes de llamarnos.
—Claro, ésas eran sus órdenes. ¿Cuándo aterrizará?
—Pasado mañana. Está muy bajo de combustible, y tiene que tomar tierra por el método más conservador. No entendí los detalles, como es lógico..., pero creí que usted querría saberlo de inmediato.
—Sí. Gracias, Ni.
Aidregh cortó la comunicación con una débil sonrisa. Evidentemente, su viejo amigo no era tan inmune como pretendía a los grandes acontecimientos fuera de la medicina. Pero su sonrisa desapareció a toda prisa.
—Esto —dijo, lentamente— es una verdadera sorpresa. Una conmoción.
—¿Qué puede significar?
—Desearía saberlo. Todo lo que puedo decir ahora es que es una mala noticia.
—¿Mala noticia? —preguntó Aidresne—. ¿Cómo puedes saberlo?
—Estoy pensando en la expedición a Rathe, Aidresne —dijo el gobernante con impaciencia—. Conseguimos el dinero para el viaje con el subterfugio de construir otro navío para Nesmet, no te olvides. Le dije a Signath y a esos otros idiotas que no creía que Arpen lograra volver, y que no debíamos ser pillados por sorpresa si no lo hacía. Yo no quería decirles tal cosa, pero después del ultimátum de Margent, nada podía hacer por evitarlo. Y ahora, tenemos a Arpen que vuelve... y no sólo vuelve, sino que lo hace sesenta días antes de que pudiéramos empezar a considerarle como perdido.
Aidresne le miró con justiprecio y un poco intranquilo, como si estuviese viendo a su padre por primera vez.
—Me pregunto... Padre, ¿estás realmente deseando que Arpen se estrelle? —dijo.
—¡Oh, no! ¡Por el Macizo, Aidresne! Me conoces demasiado bien para pensar eso de mí. Tenemos que descubrir qué es lo que le ha hecho correr un riesgo como éste. Yo sólo te explico lo que ha puesto sobre nuestras espaldas su temprana llegada, y bajo el aspecto político. Es un hecho consumado, eso es todo. No hay nada más.
Pero la sugestión de Aidresne tenía, de momento, algo tan insinuante, que despertó en él una llamarada de esperanza. Pero la reprimió, ceñudo.
El capitán Arpen hizo que su maltrecho y abollado navío aterrizara en el aeropuerto de Drash tan ligeramente como una hoja al caer, quedándole sólo el suficiente combustible en sus tanques como para empapar una esponja de baño de tamaño medio. Por ser un aterrizaje que se suponía secreto, de un vuelo que se suponía también que nadie conocía, acumuló una considerable recepción, incluso antes de que el casco del navío estuviera lo bastante frío como para que se abrieran las escotillas.
Arpen pasó a través del comité de recepción como un cuchillo cortando el queso. Aunque estaba agotado y descompuesto, se mostró igualmente sordo a todas las súplicas de que él y su tripulación descansaran unos cuantos días antes de presentar informe.
—¿Dónde está el primer ministro? —siguió exigiendo—. Osanto, si dejas caer esas latas de película te... Está bien, está bien, no te apartes de mí y mantente despierto. ¿Dónde está el primer ministro? ¡Ah! ¡Aidregh, Aidregh! ¡Permita que estos pelmazos me dejen pasar! Necesito hablar con usted donde haya tranquilidad. Osanto, entra en el coche del ministro y entrégame esas latas. Y que no se te ocurra dormirte, o no despertarás durante toda una semana. Señor, ¿podríamos llegar a la isla fuera de aquí? Hemos estado conduciendo casi un año para traer a casa este material... ¡Osanto, despierta! ¡que el Macizo te destruya el alma!
Aidresne impartió las órdenes necesarias a toda prisa, y el coche salió disparado del aeropuerto. Se daba completa cuenta de que aquel joven cadavérico le miraba con ojos febriles, vidriosos; pero, después de todo, el capitán Arpen tenía en su haber el haber terminado el viaje más épico de la historia humana; e incluso ahora, cuando estaba a un paso de caer de rodillas, era como la furia de un horno de fundición. Al verlo, Aidregh se reprimió al ver su actitud tan pasiva como la de una cuchara cuando se le vierte encima agua caliente.
Frente al primer ministro, el capitán Arpen y el muerto ambulante llamado Osanto, su oficial de observaciones —antes del viaje el astrónomo joven más prometedor de todo Thrennen—, extendieron sus fotografías y mapas indiscriminadamente por todo el suelo alfombrado. Arpen habló a Aidregh y a Aidresne, al doctor Ni y a dos generales anónimos como si no reconociera a ninguno de ellos, expresando las palabras con una velocidad de pistola neumática entre sorbos de una bebida caliente que un camarero le había puesto en su mano. Sus ojos miraban con fijeza, como los del individuo que acababa de asistir a una visión. Osanto no dijo ni bebió nada; sólo señalaba adormilado a las copias adecuadas, siguiendo las órdenes de Arpen apenas éstas le llegaban, demostrando sacar fuerzas de un lugar donde, evidentemente, ya no las había.
—Nos mantuvimos en el lado oscuro de Nesmet todo el tiempo, excepto unos cuantos viajes a la zona crespuscular —narró Arpen—. Nesmet tiene algún rastro de atmósfera que no esperábamos... gases pesados, y aún no muchos. El lado oscuro es un terreno salvaje de nieve; claro que no es verdadera nieve, sino metano helado y dióxido de carbono, y otros gases orgánicos. Cada vez que uno de esos campos nevados asoma a la zona crepuscular, se evapora y se va aullando hacia el lado caliente. Al mismo tiempo, en el otro terminal, cuando la atmósfera se ve pillada en la sombra, se congela en menos de media hora. Hay enormes espirales que se alzan a mayor altura que las montañas, y antes de que uno haya empezado a comprender qué sucede; pero a la siguiente liberación todo se sublima de nuevo como dos millones de huracanes. Enséñaselo, Osanto.
Osanto mostró una foto con el expeditivo procedimiento de indicarla con la punta del pie; el capitán Arpen dio un trago a su bebida.
—Es un lugar miserable para trabajar —dijo Arpen—. A causa de la atmósfera y la distancia, nuestras fotografías del lado opuesto de Rathe no son nada maravillosas. Pero tampoco están nada mal... ¿Dónde estaba? Oh, las fotos. Confirman muy bien nuestras especulaciones acerca de dónde deberían estar los continentes y las tierras bajas. Y muestran varias de las ciudades mayores. Hay una verdaderamente interesante; no puede ser otra cosa que la capital de Rathe. También muestran que el único cuerpo mayor de agua que los rathenios tienen en la otra parte es más pequeño que nuestro mar de Niabrand; una sola bomba de fusión lo haría hervir y lo secaría. ¿Dónde está la instantánea tomada con infrarrojos, Osanto?
Gesto de señal. Trago.
—Esto es maravilloso —dijo Aidregh—. Es más de lo que esperábamos, pero... Capitán, de todas maneras no vio nada lo bastante sensacional como para justificar el riesgo que usted corrió. ¿Qué hubiera pasado si no hubiese vuelto a...?
—Volvimos —contestó Arpen con fiereza—. Y ésto es sólo el principio. Señor, si no me interrumpe, supongo que permaneceré lo bastante despierto durante toda la conversación. Fíjese en qué forma física está Osanto, y yo no me encuentro mucho mejor, aunque estoy atiborrado de anfetaminas. Créame, estas fotos que tomamos en Nesmet no son nada. Tomamos unas series de treinta y cinco instantáneas del lado opuesto de Rathe en el camino de vuelta.
»Tratamos de utilizar el gran telescopio estando ya cerca de casa, pero, claro, no funcionó. Lo perdimos, y también a los dos hombres que flotaban por el espacio tripulándolo... Un meteoro, sólo una partícula pequeña de algo y... ¡puf!, nada excepto gas. Pero incluso desde dentro del navío, sin nada más que el periscopio, las fotos salieron aún mejor que las de Nesmet. Enséñaselas, Osanto.
No hubo respuesta. Osanto estaba dormido de pie, y tan profundamente que ni siquiera se tambaleaba después de su larga batalla contra la falta de gravedad: estaba tan ligado a su planeta natal como si fuese un hongo plantado en el suelo.
—¡Por el Macizo! —exclamó Arpen—. Está bien, déjenlo dormir. Ha estado trabajando como un esclavo...
El capitán cayó de rodillas como un paraguas roto y comenzó a dar zarpazos él mismo a través de las fotos. Por último se puso en pie triunfante, aunque tambaleándose visiblemente por el mareo.
—Aquí están —dijo—. Mire esto, señor. Casi tan bueno como un mapa. Y aquí... este retazo blanco y regular en el continente del noreste. Está camuflado, pero apareció en los infrarrojos. ¿Qué deduce de él?
Los generales se unieron a Aidregh en un espeso grupo mirando a la foto, pero no los necesitó. Había visto una cosa así algún tiempo atrás, desde el aire, cerca de Drash.
—Es un emplazamiento artillero —dijo despacio—. Una plaza de misiles, como las nuestras... y las que tienen los de Noone. Pero... bastante mayor.
—Eso es lo que dice Osanto —confirmó Arpen, recuperando el equilibrio con un terrible esfuerzo. Tenía los ojos semicerrados—. Ahora sabemos dónde está. Podríamos alcanzarla primero, si fuese preciso. Osanto captó también otras cuatro o cinco estaciones, más pequeñas. Se las enseñará. Yo no puedo, no conozco los signos...
—¿Cuatro... o cinco? —susurró Aidregh—. ¿Nos sobrepasan tanto?
—No lo sé —contestó el capitán Arpen con voz de borracho. Se esforzó por volver a abrir los parpados—. De todas maneras, estas fotos no son el motivo por el que salimos tan temprano de Nesmet. Queríamos tratar de conseguirlas en el camino de regreso, y no podíamos predecir cómo resultarían..., pero no despegamos hasta que encontramos... era...
Se detuvo y miró con ojos terribles a Aidregh.
—¿Qué decía? —preguntó—. Estaba diciendo algo.
—Algo que usted encontró en Nesmet, algo que le hizo volver a casa a escape. Capitán Arpen, ¿no podría usted esperar hasta...?
—¡No! —dijo Arpen—. No. Señor, hubo una expedición de Rathe a Nesmet. Eso es lo que le quería decir. Señor, nos vencieron... se nos adelantaron.
—¿Está usted seguro? —susurró Aidregh.
—No tengo la menor duda. Su campamento estaba bastante maltrecho, pero no tanto como para no poderlo identificar positivamente. Es de ellos. Y... hay restos de una tercera estación observatoria en el planeta. No es nuestra y no es de Rathe; es mucho más vieja, mucho... más vieja. Quién pudo instalarla allí, es cosa que no sabemos. Pero ya nos costó infinito trabajo deducir la edad y naturaleza del campamento de Rathe. Los rathenios aterrizaron en Nesmet un año antes que nosotros... Quizá dos.
—Ajá —exclamó uno de los generales, como si lo que había ocurrido le satisfaciera profundamente—. Eso significa que los rathenios también tienen fotografías de nuestro hemisferio invisible. Muy interesante.
—Sí —dijo Arpen—. Pensé que era interesante. Por eso partí de Nesmet temprano —suspiró, desgarrado—. Aquí están las... fotos. Yo... las traje... —su desesperación quedó rota por una súbita convulsión, y comenzó a inclinarse—. La patria... —dijo.
Cerró los ojos, y se bamboleó como si le hubiesen dado una pedrada. Las fotografías cayeron, revoloteando, al suelo. El doctor Ni se arrodilló junto a él al instante, buscando su pulso, auscultando su pecho. Las fotografías descansaron en general desorden. El médico alzó la cabeza despacio, mirando a Aidregh con rostro estupefacto e inexpresivo a la vez.
—Oh —dijo maravillado el doctor Ni—. Está muerto, Aidregh. Le cedió el corazón.
Aidregh no pudo ni moverse. Miró apenado aquel cuerpo descoyuntado, desperdiciado... los restos de un héroe. Jamás había conocido bien al capitán Arpen.
Mezclado inexplicablemente en esta pena, estaba el conocimiento de que nadie sabría jamás quién estableció aquella tercera... no, primera base observatoria en Nesmet, ni por qué. ¿De dónde pudieron haber venido los observadores? Seguramente no del frígido Gao, un planeta del doble de tamaño que el planeta patrio, o que Rathe; a setecientos veinte millones de kilómetros del blanco sol, con su atmósfera tan venenosa, mezcla de hidrógeno, metano y amoníaco. Seguramente tampoco del satélite más próximo de tamaño planetario, Herak I, a seis millones doscientos mil kilómetros de Gao y trece mil sescientos millones de kilómetros del sol blanco...
¿Qué forma de vida, increíblemente diferente de la raza de Aidregh o de los rathenios podría estar recorriendo este frío sistema solar, perfectamente hostil? Nunca lo sabrían. Ni ellos ni los rathenios debían molestarse en formular tal pregunta, y mucho menos esperar una respuesta.
Esto era el final de la línea. Se conocían ahora los sitios, en ambos mundos. Cuando volasen los proyectiles dirigidos, darían en el blanco sin desviarse. Arpen murió para hacer eso factible, y quizás algunos rathenios hubieron muerto antes por la misma causa. ¿La causa del suicidio? Eso era cosa que la juzgase Margent, si podía. Ahora no quedaba nada a Aidregh excepto la expedición a Rathe, demasiado temprano y con pocas esperanzas... con ninguna esperanza en absoluto. Los cuchillos no estaban ahora en la garganta de los mundos, a punto de degollarlos: estaban posados de punta sobre sus espaldas.