8
El interfono dejó oír su llamada. Apretó el pulsador.
—¿Sí, señorita Crane?
—El señor Garside está aquí y quiere verle. El señor Hawkes y el señor Snell lo acompañan.
Creyó captar en su voz un claro acento de satisfacción.
—Está bien. Dígales que pasen.
Recogió los esparcidos papeles y los metió en su propio maletín portadocumentos y luego se reclinó mientras entraban.
—Oh, caballeros, esto es una verdadera invasión.
Mientras decía aquello, se dio cuenta de que había cometido una equivocación. Ni siquiera sonreían. Y comprendió que la situación era desfavorable. Cada vez que Jurídica y Relaciones Públicas se reunían era de mal agüero.
Se sentaron.
—Hemos pensado —comenzó Snell con su más educada voz de R. P.— que si nos pusiéramos a discutir conjuntamente...
Hawkes lo interrumpió bruscamente, dirigiéndose a Spencer con tono acusador:
—Ha conseguido usted colocarnos en una posición sumamente embarazosa.
—Oh, sí, lo sé —dijo Spencer—. Enumeramos sus distintos elementos. Uno de mis hombres ha traído consigo a un ser humano del pasado. Un hombre ha muerto en mi oficina. He olvidado mostrarme cortés con un pretencioso que ha llegado a paso de carga para ayudarnos a dirigir nuestros asuntos.
—Me parece que se está tomando usted todo esto muy a la ligera —observó Garside.
—Es posible. Vayamos pues un poco más lejos. Todo esto me importa un rábano. No podemos permitir a un grupo cualquiera que presione para la formulación de la doctrina de la empresa.
—Por supuesto, se está refiriendo usted en este momento al asunto Ravenholt —dijo Garside.
—¡Chris! —gritó Snell, entusiasta—. ¡Acaba de meter el dedo en la llaga! He aquí una ocasión para atraernos verdaderamente el favor del público. No creo que el público nos haya otorgado realmente su confianza hasta el presente. Formamos una empresa que para el individuo medio huele a brujería. Y, naturalmente, se mantiene apartado de ella.
—Más exactamente —dijo Hawkes impaciente—: si rehusamos este proyecto... entonces...
—Proyecto Dios —murmuró Spencer.
—No estoy seguro de que me guste esta designación.
—Encuentre usted mismo otra —dijo fríamente Spencer—. Así es como lo llamamos.
—Si no le damos vía libre, se nos acusará de ateísmo...
—¿Y cómo sabrá el público que no le hemos dado vía libre? —preguntó Spencer.
—Puede estar usted seguro de que Ravenholt se ocupará personalmente de divulgar que hemos rehusado el proyecto —observó amargamente Snell.
Spencer dio un fuerte puñetazo sobre la mesa, repentinamente encolerizado.
—¡Ya les he dicho como podemos desembarazarnos de Ravenholt! —gritó.
—Hall, eso es sencillamente imposible —dijo Garside con voz moderada—. Existe algo llamado dignidad.
—Por supuesto que es imposible —concedió Spencer—. Pero tienen la solución de ceder ante Ravenholt y los que le apoyan, sean quienes sean. Pueden iniciar el estudio del origen de las religiones. Pueden falsificar los informes. Así mantendrán su dignidad.
Permanecieron los tres silenciosos, estupefactos. Spencer se sintió bruscamente sorprendido de haberse atrevido a decir algo semejante. Se suponía que nadie hablaba así a sus jefes.
Pero había algo que añadir.
—Chris —dijo—, no va a hacer ningún caso del informe que le entregué y va a dar vía libre al proyecto, ¿no es así?
Fue Garside quien respondió, con una aplicada educación:
—Temo que debemos hacerlo así.
Spencer miró uno tras otro a Hawkes y a Snell, y vio las secretas sonrisas que afloraban a sus labios... la despectiva y burlona sonrisa de la autoridad que se afirma.
Añadió lentamente:
—Sí, veo que van ustedes a aceptar. Bien, el proyecto es suyo desde ahora. Es a ustedes a quienes corresponde encontrar las soluciones.
—Pero eso incumbe a su servicio.
—Ya no. En este momento acabo de presentar mi dimisión.
—¡Veamos, Hall, usted no puede hacer eso! ¡Sin preaviso! ¡Por una simple discusión! De acuerdo que tenemos nuestras pequeñas divergencias en nuestros puntos de vista, pero esto no justifica...
—He decidido que debo detenerles de una u otra manera —dijo lentamente Spencer—. No puedo dejarles proseguir con ese Proyecto Dios. Les advierto que si le dan vía libre, voy a desacreditarles. Proporcionaré al público las pruebas exactas e indudables de todo lo que hayan hecho. Y, mientras aguardo, tengo intención de instalarme por mi propia cuenta.
—¿En los viajes temporales tal vez?
Se estaban burlando de él.
—Estaba pensando en ello.
Snell sonrió despectivamente.
—Ni siquiera va a conseguir la licencia.
—Me temo que sí.
Y Spencer sabía que tenía razón. Con un concepto enteramente nuevo en sus manos, no iba a tener la menor dificultad.
Garside se levantó.
—Bien —dijo a Spencer—, ya ha tenido usted su pequeña rabieta. Cuando se haya calmado un poco, venga a verme.
Spencer negó con la cabeza.
—Adiós, Chris —dijo.
No se levantó. Permaneció sentado mientras salían.
Era curioso, pero ahora que todo había terminado —o que apenas acababa de empezar— no experimentaba la menor tensión nerviosa. Se sentía calmado, muy calmado. Y sabía que aquella calma sería duradera.
Ahora tendría que preocuparse por encontrar capital, contratar técnicos e ingenieros, entrenar viajeros, y una montaña de otras cosas.
Mientras reflexionaba sobre todo aquello sintió al aguijonazo de una duda pasajera, pero se encogió de hombros. Se levantó para dirigirse a la oficina anexa.
—Señorita Crane, el señor Cabell debía volver esta tarde —dijo.
—No lo he visto, señor.
—Por supuesto que no.
Porque, de repente, todo se iba aclarando ¡Si tan sólo pudiera creer en ello!
Había habido una expresión sorprendentemente extraña en los ojos del joven Cabell durante toda la entrevista. Y ahora, de pronto, comprendía lo que significaba exactamente aquella expresión.
¡Era adulación!
El tipo de expresión reservada a alguien que forma parte de la leyenda.
Y debía estar equivocada, se decía Spencer, ya que él no pertenecía a ninguna leyenda... al menos aún no.
Había habido otra cosa aún en los ojos del joven Cabell. Y también lo adivinó. Cabell era un hombre joven, pero sus ojos eran viejos. Eran unos ojos que conocían la vida mejor de lo que cualquier hombre de treinta años tenía derecho a conocer.
—¿Qué le digo si vuelve? —preguntó la señorita Crane.
—No importa. Estoy seguro de que no volverá —dijo Spencer.
Puesto que el trabajo de Cabell había acabado. ¿Cuál había sido realmente la razón de este trabajo? ¿Era acaso una violación de la moral, pensó, una interferencia en estado puro, o simplemente una concesión a las tentaciones de jugar a ser Dios?
¿O quizá, se preguntó, todo había sido previsto?
—Señorita Crane —continuó—, ¿tiene la bondad de escribir una carta de dimisión? A partir de ahora mismo. En una forma muy oficial. Dirigida personalmente a Garside.
La señorita Crane ni siquiera parpadeó. Metió una hoja de papel en la máquina.
—¿Qué motivo debo aducir? —preguntó.
—Puede decirle que pienso instalarme por mi cuenta.
¿Había existido algún otro Tiempo donde las cosas no habían ocurrido así?, se preguntó. ¿Un Tiempo en el que Hudson había conseguido hablar con él y no había muerto? ¿Había existido un Tiempo donde él había entregado el concepto de Hudson a Pasado & Cía en lugar de tomarlo para su propio provecho?
Si Cabell no se hubiera presentado, era muy probable que finalmente hubiera recibido a Hudson antes de que fuera demasiado tarde. Y si hubiera hablado con él, lo más probable es que hubiera transmitido el concepto por los conductos ordinarios.
Pero, aún admitiendo esto, se sorprendió, ¿cómo podían tener (fueran quienes fuesen) la certeza de que no recibiría primero a Hudson? Recordaba claramente que la señorita Crane había insistido para que lo recibiera en primer lugar.
«Exacto, eso era», pensó excitadamente. «Se habría entrevistado con toda seguridad primero con Hudson si la señorita Crane no le hubiera insistido tanto en que lo hiciera».
Y, de pie ante su escritorio, pensó en todos aquellos años a través de los cuales la señorita Crane debía haberse estado esforzando... condicionándolo hasta el punto de adquirir la convicción de que haría irremediablemente lo contrario de lo que ella le sugiriera.
—Señor Spencer —dijo la señorita Crane—, la carta ya está hecha. Y hay otra cosa que he olvidado decirle.
Rebuscó en uno de sus cajones, y tomó algo que colocó sobre su mesa.
Era el portadocumentos de Hudson.
—La policía no ha demostrado el menor interés por él —dijo—. Realmente, son negligentes en grado sumo. He pensado que tal vez pudiera serle a usted útil.
Spencer contempló el portadocumentos con aire alucinado.
—Lo que hay en su interior completará, sin duda alguna, el resto de sus dossiers —añadió ella—. Recuerde: la moral es siempre importante.
Un apagado ruido en el suelo hizo que Spencer se girara. Un conejito blanco, de largas y colgantes orejas, saltaba por la moqueta en busca de una problemática zanahoria.
—¡Oh, qué encantador! —exclamó la señorita Crane, saliéndose de su personaje habitual—. ¿Es el que nos ha enviado el señor Nickerson?
—Exactamente Lo había olvidado por completo.
—¿ Puedo quedármelo?
—Señorita Crane, me pregunto...
—¿Sí, señor Spencer?
Spencer calló. ¿Qué podía decirle?
¿Podía comunicarle sin más que ahora sabía que ella era también uno de ellos?
¡Exigiría tantas explicaciones, y tan y tan complejas! Además, la señorita Crane no era el tipo de persona al que uno pudiera hacer confidencia de sus sentimientos.
Tragó saliva.
—Señorita Crane, me preguntaba si aceptaría usted el trabajar para mí. Necesito una secretaria.
La señorita Crane negó con la cabeza.
—No, señor. Me voy haciendo vieja. Estoy pensando en retirarme. Y creo que, ahora que usted se va de aquí, lo mejor que puede hacer es sencillamente desaparecer.
—¡Pero señorita Crane, la voy a necesitar terriblemente!
—Cualquier día... muy pronto —dijo la señorita Crane—, cuando necesite usted realmente una secretaria... tendrá una candidata al puesto. Llevará un traje de un color azul verdoso y gafas última moda, y traerá en brazos un conejito blanco con un lazo al cuello.Quizá le de la impresión de ser una chica excesivamente desenvuelta... pero la aceptará. Contrátela sin la menor vacilación.
—Lo recordaré —dijo Spencer—. La esperaré. El puesto no será para nadie más.
—No se me parecerá en absoluto —le advirtió la señorita Crane—. Será más agradable... como usted siempre ha querido.
—Muchas gracias, señorita Crane —dijo Spencer, un poco estúpidamente.
—Y no olvide usted esto —añadió ella, tendiéndole el portadocumentos.
Spencer lo tomó y se dirigió hacia la puerta. Ya en ella, se giró.
—Nos volveremos a ver —afirmó.
Por primera vez en quince años, la señorita Crane le sonrió.
Título original: Gleaners (1960)
Traducción: F. Castro