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Sentado ante su escritorio, eligió el legajo titulado Un nuevo Concepto de la Mecánica de los Viajes por el Tiempo. El nombre del autor era Boone Hudson.
Inició su lectura, primero con una creciente sorpresa, luego con una extraña y fría impaciencia..., ya que el documento exponía lo que eliminaría definitivamente la dificultad esencial con la que tropezaba Pasado & Cía.
Ya no habría que sufrir más la pesadilla de ver a los buenos viajeros quemándose en pocos años.
Ningún hombre volvería a partir, nunca más joven por el Tiempo para regresar al cabo de sesenta segundos con las primeras arrugas de la edad en su rostro. Ya no habría más la pena de ver a los mejores amigos de uno envejecer de mes en mes.
Porque ya no se trataría de hombres, sino más bien de la imagen de esos hombres.
Transferencia de materia, se dijo Spencer. Al menos, esa era la expresión que mejor podía emplearse. Se enviaría a un hombre al pasado, por supuesto; pero el transportador no se desplazaría materialmente por el Tiempo como actualmente, sino que proyectaría un diseño de sí mismo y de su ocupante, los cuales se materializarían en el objetivo elegido. Y en el interior del transportador —del transportador de base, del primer transportador, del transportador-padre—, que permanecería en el presente, habría otra imagen, un doble de la imagen del hombre enviado a través del Tiempo.
Y cuando el hombre regresara al Tiempo presente, no sería tal como era en aquel momento del pasado, sino como la imagen encerrada en el transportador a la espera diría que había sido cuando había partido en su viaje por el Tiempo.
Saldría del transportador exactamente tal y como había entrado, ni un segundo más viejo... ¡sino más bien un minuto más joven de lo que le correspondería!, ya que los sesenta segundos transcurridos entre la partida y el regreso no intervendrían.
Durante años, los servicios de investigación de Pasado & Cía. habían buscado la solución a aquel problema sin aproximarse nunca a ella. Y he aquí que un desconocido había llegado inesperadamente y se había sentado, con las espaldas encorvadas, en la sala de espera, con su maletín sobre las rodillas. Tenía la solución en sus manos, pero había tenido que esperar.
Y había esperado y esperado, y finalmente había muerto.
Llamaron a la puerta de la sala de espera. Oyó a la señorita Crane levantarse y acudir a abrir.
Spencer metió apresuradamente los papeles en un cajón. Luego se levantó, rodeó el escritorio y acudió a la oficina contigua.
Ross Hawkes, jefe del Servicio Jurídico de Pasado & Cía., estaba de pie junto al cuerpo tendido en la moqueta.
—Hola, Ross —dijo Spencer—. Una enojosa historia.
Hawkes levantó hacia él unos ojos intrigados. Sus pupilas azul pálido brillaban tras sus inmaculadas gafas, y su rostro lívido hacía juego con su pelo, de un blanco de nieve.
—¿Pero qué estaba haciendo aquí Dan'l? —preguntó.
—¿Dan'l? —repitió Spencer—. Creo que se llama Boone Hudson.
—Oh, sí, ya sé —dijo Hawkes—. Pero los chicos le llamaban Dan'l... ¿Comprendes?: ¡Daniel Boone! A veces le molestaba que le llamaran así. Trabajaba en Investigación. Tuvimos que echarlo hace unos quince o dieciséis años. Lo he reconocido porque intentó crearnos dificultades. Quiso presentar una demanda contra nosotros.
Spencer inclinó la cabeza.
—Gracias. Sí, entiendo —dijo.
Estaba a mitad de camino hacia su despacho cuando se giró.
—Una pregunta, Ross. ¿Por qué fue despedido?
—No lo recuerdo exactamente.Dejó a un lado el trabajo que le había sido encomendado para avanzar por una tangente. Algo sobre transferencias de materia, creo.
—Aja —dijo Spencer. Entró en su despacho, cerró sus cajones con llave y salió por la parte de atrás.
En el parking, subió a su coche, hizo marcha atrás y salió con precauciones a la calle. Un coche de policía estaba aparcando ante el edificio, y dos agentes salieron de él. Una ambulancia se detuvo tras el coche de policía.
Así, pensó Spencer, Hudson fue despedido hace quince años porque tenía una idea loca acerca de la transferencia de materia y no quería dedicarse al trabajo que le había sido impuesto. Y hoy en día Investigación seguía dándole vueltas y más vueltas intentando hallar una solución, que Hudson les hubiera proporcionado bien cocida y calentita muchos años antes si tan sólo lo hubieran escuchado.
Spencer intentó imaginar lo que debían haber sido aquellos quince años para Hudson, que los debía haber consagrado enteramente a su tranquila manía. Y finalmente había encontrado lo que buscaba, había procedido a las verificaciones, y había venido a Pasado & Cía, para restregarles su éxito por las narices.
Exactamente como él mismo, Hallock Spencer, iba a hacer ahora mismo.
La calle Greenwich estaba situada en un tranquilo barrio de una elegante miseria, con pequeñas casas antiguas. Pese a las pocas dimensiones y la edad de las casas —y en algunos casos su mal estado de conservación—, se desprendía de la zona una impresión de reposado orgullo y respetabilidad.
En el manuscrito, el domicilio señalado era: calle Greenwich, 241. La casa, de ladrillo oscuro, era baja, rodeada de una decrépita valla de madera. Subió los chirriantes peldaños de la entrada y, al no encontrar el timbre, golpeó con los nudillos la cerrada puerta.
Ninguna respuesta. Tanteó el picaporte, y observó que la puerta no estaba cerrada con llave. La entreabrió y se deslizó al silencioso vestíbulo.
—¿Hay alguien? —llamó.
Esperó. No había nadie.
Pasó al salón, y contempló las pruebas de la existencia espartana, casi monacal, que había llevado el hombre que había vivido allá.
Evidentemente había vivido solo, ya que la estancia tenía toda la apariencia de provisionalidad de la morada de un solterón. Un camastro en un rincón, con una camisa sucia tirada encima. Dos pares de zapatos y unas zapatillas alineados bajo el camastro. Un puñado de corbatas colgando de una barra. Una mesita colocada en el rincón más cercano a la cocina. Una caja de galletas y un vaso sucio aún de leche encima de la mesita. A pocos pasos de ella, un enorme escritorio sobre el que tan sólo había una antigua máquina de escribir y una foto enmarcada.
Spencer se acercó y empezó a abrir los cajones. Estaban casi vacíos. En unos de ellos encontró una pipa, una caja de clips, una máquina grapadora y una única ficha de póker. Los demás le mostraron un amasijo de cosas sin importancia. En uno de ellos había un paquete casi entero de hojas de papel... pero en ninguno ni una sola línea escrita. En el último cajón de la izquierda descubrió una botella cuadrada medio llena de buen whisky.
Eso era todo.
Revolvió en la cómoda. Tan sólo camisas, ropa interior y calcetines.
Inspeccionó la cocina. El hornillo, la nevera y los armarios. No encontró más que algunas provisiones.
Y las habitaciones —había dos— estaban vacías, vírgenes de todo mueble, con una delgada capa de polvo en el suelo y en las paredes. Spencer se inmovilizó en el umbral de cada una de ellas, sintiendo una fuerte impresión de tristeza. No entró.
De regreso al salón, tomó la fotografía del escritorio. Era una mujer de sonrisa cansada pero animosa, con un halo de blancos cabellos y un aire de infinita paciencia.
No había nada que descubrir en aquella casa, se dijo. A menos que tuviera tiempo de escudriñar todos los rincones, demolerla pieza a pieza, ladrillo a ladrillo. E, incluso así, probablemente no habría nada de lo que pudiera sacar provecho.
Abandonó la casa para regresar a su oficina.
—Ha almorzado aprisa —observó la señorita Crane con un tono ácido.
—¿Todo va bien? —preguntó él.
—La policía ha sido muy amable. El señor Hawkes y el señor Snell están impacientes por verle. Y el señor Garside ha telefoneado.
—Dentro de unos instantes. Ahora tengo trabajo. No quiero que nadie me moleste.
Se metió en su despacho y cerró la puerta con gesto decisivo.
Tomó los papeles de Hudson del cajón y empezó a leerlos atentamente.
Él no era ingeniero, pero conocía lo bastante sobre el tema como para comprender en su conjunto el principio, aunque a veces tuvo que hacer marcha atrás para releer algún que otro párrafo o para estudiar un diagrama pasado demasiado aprisa. Así llegó hasta el final.
Todo estaba allí.
Naturalmente, iba a hacer falta que los ingenieros y los técnicos procedieran a las oportunas verificaciones. Sin duda se presentarían pequeñas dificultades de construcción, pero el concepto, tanto teórico como aplicado, estaba enteramente expuesto en el documento.
Hudson no se había guardado nada para sí... ni un solo punto esencial, ni una sola clave.
Aquello era una locura, pensó Spencer. Siempre debía conservarse una ventaja para negociar. No se podía confiar en nadie, y menos aún en una firma, como sin embargo parecía que Hudson había estado a punto de hacer. En particular, no se podía confiar en una empresa que hacía quince años lo había despedido a uno precisamente por haber emprendido por iniciativa propia un estudio sobre aquel mismo concepto.
Era a la vez trágico y ridículo, reflexionó Spencer.
Pasado & Cía. jamás hubiera visto el fin que perseguía Hudson. Y el propio Hudson estaba por aquel entonces sin ningún argumento válido que ofrecer, ya que aún no había conseguido afianzarse ni en la validez de su concepto ni en sí mismo. Y si hubiera intentado hablar de él, se le habrían reído en las narices porque no poseía la reputación necesaria para aventurarse a fantásticos sueños.
Spencer recordó la casa de la calle Greenwich, aquella vida acurrucada en una sola habitación, con las otras dos completamente desnudas y toda la casa desprovista del más mínimo confort, y pensó que probablemente todo el mobiliario de aquellas habitaciones, todo lo que había ido acumulando a lo largo de los años, había ido siendo vendido, pedazo a pedazo, para permitirle sobrevivir.
Un hombre consagrado a su sueño, se dijo Spencer, un hombre que vivía con aquel sueño desde hacía tanto tiempo que se había convertido en su propia vida. Quizá él mismo había sabido que no iba a tardar en morir,
Lo que podía explicar su impaciencia ante aquella prolongada espera.
Puso a un lado el manuscrito de Hudson y tomó las notas. Las páginas estaban repletas de misteriosas líneas escritas a lápiz, largas secuencias de abstracciones matemáticas, de croquis apenas esbozados. Aquello no le iluminaba nada.
¿Y el otro documento?, se preguntó Hudson. Aquel que había dejado en el maletín y que trataba de la moral. ¿No estaría en estrecha relación con todo el concepto? ¿No encerraría algo importante que tuviera una fuerte incidencia en el propio concepto?
Forzosamente, los viajes por el tiempo estaban regidos por un decálogo ético esencialmente compuesto por prohibiciones.
No transportarás a un ser humano del pasado.
No rescatarás ningún objeto a menos que esté irremediablemente perdido.
No informarás a nadie del pasado de la posibilidad de viajar por el tiempo.
No te mezclarás en ningún caso en la evolución del pasado.
No intentarás en absoluto ir hacia el futuro... y no preguntes por qué, la pregunta sería indecente.