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Spencer no hizo ninguna pregunta Una ojeada al rostro de Doug fue suficiente para comprender que las noticias eran tremendamente malas. Saltó de su sillón y echó a correr por el pasillo tras los talones del operador.

Giraron a la izquierda al final del pasillo, hacia la sala de Operaciones, donde los macizos tranportadores se alineaban contra las paredes.

Al fondo, una pequeña multitud de operadores y mecánicos hacían círculo, y de su centro surgía una canción de borracho. Sus palabras eran ininteligibles.

Spencer avanzó, dominado por la cólera, y se abrió camino. En el centro del círculo se hallaban E. J... y otra persona: un sucio bárbaro, barbudo, envuelto en una curtida piel de oso y con una enorme espada colgando de su cintura.

El bárbaro inclinaba contra su boca un barrilito. El barril hacía glú-glú mientras el hombre bebía, pero una parte del líquido se escapaba formando hilillos de un color marrón pálido por las comisuras de su boca y goteaba a través de su barba hasta su pecho.

—¡E. J.! —aulló Spencer.

Ante aquel grito, el bárbaro bajó bruscamente su barrilito y lo sujetó entre sus brazos. Se limpió boca, barba y bigotes con una sucia mano.

E. J. avanzó titubeante y pasó sus brazos alrededor del cuello de Spencer, sin dejar de reír.

Spencer se saltó bruscamente y apartó a E J., que trastabilló hacia atrás.

—¡E. J.! —exclamó—. ¿Qué es lo que te resulta tan divertido?

E J. consiguió mantener el equilibrio. Se esforzó en serenarse, sin conseguirlo enteramente. Su risa era aguda y estridente.

El bárbaro avanzó y puso el barrilito entre las manos de Spencer, gritándole algo en tono jovial y haciéndole comprender por gestos que dentro había buena bebida.

E. J. apuntó un pulgar en dirección al caballero de la piel de oso.

—¡Hall! —exclamó—. ¡Después de todo, no era en absoluto un oficial romano! —y se echó a reír con una risa aguda.

El bárbaro se echó también a reír estruendosamente, la cabeza echada hacia atrás, y sus rugidos hicieron retemblar toda la sala.

E. J. avanzó, titubeante, y cayeron uno en brazos del otro, dominados por la hilaridad, palmeándose mutuamente la espalda. Sus pies se enredaron, perdieron el equilibrio y se derrumbaron al suelo, donde quedaron sentados, mirando alegremente a los hombres que los rodeaban.

—¿Y bien? —gruñó Spencer.

E J. asestó un resonante golpe a la peluda espalda del hombre de la piel de oso.

—Muy sencillamente, le traigo a la Wrightson-Graves a su antiguo antepasado. ¡Estoy impaciente por ver la cara que pondrá cuando se lo presente!

—¡Oh, Dios mío! —se deshinchó Spencer. Se giró para pasarle a alguien el chorreante barrilito, y luego gritó—: ¡No les dejéis salir de aquí! ¡Metedlos en algún rincón donde puedan dormir su curda!

Una mano lo sujetó por el brazo. Era Douglas Marshall, con el rostro cubierto de sudor.

—Hay que enviarlos de nuevo, Hal —dijo—. Es preciso que E.J. lo lleve de nuevo.

Spencer agitó la cabeza.

—Ignoro si podemos. Voy a plantear el asunto al Servicio Jurídico. Mantenlos aquí y avisa a los muchachos. Si alguno de ellos cuenta algo de lo ocurrido aquí...

—Haré todo lo que pueda. Pero no sé... con esa pandilla de charlatanes...

Spencer se giró bruscamente y echó a andar a largas zancadas hacia el pasillo.

«¡Qué día!», pensó. «¡Qué maldito día!»

Recorrió el pasillo a paso de carga, y vio que la puerta rotulada Privado estaba cerrada. Se detuvo unos instantes, con la mano puesta en el picaporte, y entonces la puerta se abrió. La señorita Crane salió como un vendaval.

Chocaron de lleno. Ambos cayeron al suelo a causa del impacto, y las gafas de la señorita Crane escoraron de una forma insólita.

—¡Señor Spencer! —gimió lastimeramente—. ¡Señor Spencer, ha ocurrido algo horrible! ¿Recuerda usted al señor Hudson?

Se levantaron, y ella se apartó para dejarle paso. Spencer se metió en el despacho y cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Cómo puedo olvidarlo? —dijo amargamente.

—Pues bien —declaró la señorita Crane—, ¡el señor Hudson está muerto!

Spencer se quedó helado.

La señorita Crane estaba furiosa.

—¡Si lo hubiera recibido usted cuando yo se lo dije! ¡Si no le hubiera hecho esperar ahí tanto tiempo...!

—Un momento, escuche...

—Al final terminó por levantarse —prosiguió ella— y vino hacia mí. Estaba rojo de cólera, señor Spencer. Y yo no podía reprochárselo...

—¿Quiere decir que ha muerto aquí?

—Vino hacia mí y me dijo: Dígale a su señor Spencer... y no pudo decir nada más. Lanzó una especie de gemido y se agarró con una mano en el borde de mi escritorio para sujetarse, pero la mano resbaló y él se derrumbó, y...

Spencer no oyó nada más. Atravesó su oficina de tres zancadas y entró en la sala de espera.

El señor Hudson estaba tendido sobre la moqueta.

Se parecía de un modo sorprendente a una muñeca de trapo. Una mano de azuladas venas estaba tendida ante él, como arañando el suelo. El maletín portadocumentos que había estado sujetando estaba ahora fuera de su alcance, muy cerca de sus engarfiados dedos, como si ante la muerte inminente el señor Hudson hubiera intentado sujetarlo. Su arrugada chaqueta estaba abierta, y Spencer pudo observar que el cuello de su camisa blanca estaba muy rozado.

Atravesó la estancia para arrodillarse lentamente junto al hombre muerto. Pegó su oreja al pecho del señor Hudson.

Ni el menor latido.

—¿Señor Spencer? —la señorita Crane estaba de pie en la puerta, aún asustada, pero gozando del momento. En toda su carrera de secretaria nunca le había ocurrido nada parecido. Ni en toda su vida. Aquello alimentaría sus conversaciones durante varios años.

—Cierre la puerta —dijo Spencer—. Que nadie entre aquí. Luego llame a la policía.

—¡La policía!

—¡Señorita Crane! —dijo secamente Spencer.

Ella entró en la estancia, pegándose a las paredes para permanecer lo más alejada posible del cuerpo.

—Avise también al Servicio Jurídico —añadió Spencer.

Permanecía arrodillado en el suelo, contemplando a aquel hombre y preguntándose qué le habría ocurrido. Un ataque cardíaco sin duda. La señorita Crane había dicho que parecía enfermo... y había insistido para que lo recibiera el primero, antes que a los otros dos.

Si se quería encontrar un responsable a lo ocurrido, pensó, no tendrían muchas dificultades para imputárselo a él.

Hudson se había arrastrado hasta aquella sala de espera, enfermo e impaciente, y por fin se había irritado... ¿Qué era lo que esperaba de él?

Spencer estudió aquel cuerpo envejecido, los pocos cabellos que brotaban de la parte posterior de su cráneo, las gafas de gruesos cristales deformadas por la caída, las huesudas manos de azuladas venas. Se preguntó qué esperaba conseguir un hombre así de Pasado & Cía..

Fue a levantarse y perdió el equilibrio. Apoyó su mano izquierda hacia atrás para sujetarse.

Y, bajo su palma, sintió una superficie lisa y blanda. Sin mirar hacia allá, supo que se trataba del maletín portadocumentos de Hudson.

Quizá la respuesta se encontrara allí.

La señorita Crane estaba junto a la puerta, cerrándola. No había nadie más allí.

Con un rápido gesto, Spencer envió el maletín en dirección a la puerta de su despacho privado.

Se levantó ágilmente y se puso en pie. El portadocumentos había quedado atravesado en el umbral. Dio una zancada y empujó el objeto fuera de la vista, con el pie.

Oyó el pestillo encajar en su alojamiento y luego la voz de la señorita Crane, mientras ésta se giraba:

—¿A quién llamo primero, señor Spencer, a la policía o al servicio Jurídico?

—A la policía, imagino.

Entró en su despacho y cerró la puerta, dejándola entreabierta tan sólo un par de centímetros. Luego recogió apresuradamente el maletín y alcanzó su escritorio.

Abrió los cierres y vio tres legajos de papeles, cada uno de ellos sujeto por una pinza.

El primero llevaba un título en su primera página: Estudio de la Moral en las Incidencias sobre los Viajes por el Tiempo. A continuación, página tras página de una caligrafía apretada, con largos párrafos subrayados y correcciones hechas con lápiz rojo.

El segundo, sin título estaba compuesto por hojas cubiertas de notas garabateadas.

Y el tercero, igualmente manuscrito, con diagramas, llevaba por título: Un nuevo Concepto de la Mecánica de los Viajes por el Tiempo.

Spencer inspiró profundamente y se inclinó sobre las hojas, esforzándose en hacer galopar sus ojos a lo largo de las líneas, demasiado aprisa para captar por completo su sentido.

Debía devolver inmediatamente el portadocumentos al lugar donde lo había tomado, y sin hacerse ver. No tenía derecho a tocarlo. La policía podía poner objeciones si se daba cuenta de que él había tocado el maletín. Y cuando lo devolviera a su sitio, debía haber algo dentro. Aquel hombre no acudiría seguramente a verle con un maletín vacío.

Oyó hablar a la señorita Crane en el despacho contiguo. Tomó rápidamente su decisión.

Deslizó el segundo y tercer legajos en el cajón superior de su escritorio. Dejó el primero, el que trataba de la moral de los viajes por el Tiempo, en el portadocumentos, y lo cerró.

Aquello bastaría para la policía. Tomó el maletín con la mano izquierda, dejando colgar el brazo a lo largo de su cuerpo, y se dirigió a la puerta, procurando abrir de modo que ocultara la parte izquierda de su cuerpo y el portadocumentos.

La señorita Crane telefoneaba, con el rostro vuelto hacia otro lado.

Dejó el maletín en el suelo, fuera del alcance de los dedos del muerto, justo donde estaba antes.

La señorita Crane colgó y lo vio de pie allí.

—La policía viene inmediatamente —dijo—. Ahora voy a llamar al señor Hawkes, de Jurídica.

—Se lo agradezco —dijo Spencer—. Mientras esperamos, voy a examinar algunos documentos.