NECROLÓGICA
Consideramos totalmente superfluo presentarles a ustedes al famoso autor de la trilogía Fundación. La fama de Asimov como profundo pensador corre pareja con su celebridad de hombre sarcásticamente divertido e ingenioso... como lo demuestran sus agudas presentaciones a los premios Hugo de sf., que recientemente está editando la revista Nueva Dimensión. En el presente relato, Asimov hace abundante gala de su sprit... al tiempo que, en un relato de apariencia intrascendente, hace, a la par que una feroz disección de dos personajes, un profundo análisis de un nuevo concepto, realmente distinto y original, de los que puede ser el «viajar» por el Tiempo.
Es durante el desayuno cuando mi marido, Lancelot, procede a la lectura del periódico. Mi primera visión matinal suya es la abstracta delgadez de un rostro cuya mirada refleja permanentemente una especie de irritación provocada por no se sabe qué sentimiento de frustración. Toma el periódico sin pronunciar una palabra, y sus hojas se interponen casi inmediatamente entre su rostro y el mío.
Desde aquel momento, como único indicio de su presencia, su brazo emerge en una sola ocasión desde detrás de la barrera de hojas desplegadas para coger una segunda taza de café, a la que ya he puesto la cucharadita exacta de azúcar, evitando todo error de dosificación so pena de incurrir en su furiosa mirada.
Ya no me preocupan esos detalles. En el fondo, son ellos quienes condicionan la serenidad de nuestros desayunos.
Aquella mañana, sin embargo, dicha serenidad se vio rota por un repentino rugido:
—¡Señor! ¡Ese idiota de Paul Farber acaba de morir! ¡De un infarto!
El nombre apenas me decía nada. Lancelot lo había mencionado vagamente en una ocasión, refiriéndose a un colega suyo dedicado a investigaciones de física teórica. Por el contrario, el agresivo epíteto empleado por mi marido me dio la casi certeza de que se trataba de un investigador al cual el éxito debía haberle sonreído en alguna ocasión... ese éxito que parecía huir de Lancelot como de un apestado.
Dejó el periódico, observándome con una furiosa mirada.
—¡Aparecer en las necrológicas con un tal puñado de inexactitudes! ¡Parece como si hubieran querido hacer de él un nuevo Einstein, por el simple hecho de que ha muerto de repente!
Si había un campo que la experiencia me había enseñado a evitar cuidadosamente, éste era el de las necrológicas. Ni siquiera me atreví a asentir con la cabeza.
Arrojando a un lado el periódico, se puso a pasear arriba y abajo por la habitación, sin terminar los huevos que había sobre su plato ni tocar la segunda taza de café.
Suspiré. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Qué otra cosa podría hacer nunca?
Por supuesto, el nombre de Lancelot Stebbins no tiene nada que ver con el verdadero nombre de mi marido: por razones de elemental precaución con respecto a la justicia debo cambiar completamente los nombres y las circunstancias de esta historia. Claro que, de todos modos, aunque diera su identidad real, es probable que nadie lo reconociera ni recordara.
Ya que, bajo un cierto aspecto, Lancelot no deja de poseer un evidente talento: el de pasar desapercibido, el de no levantar el menor comentario. Cada uno de sus descubrimientos resulta, invariablemente, haber sido ya formulado por algún otro, o quedar apagado por otros descubrimientos más importantes surgidos en el mismo momento. Sus comunicaciones al Congreso Científico no producen más que una reducidísima atención, ahogada por tal o cual otra comunicación más interesante surgida de forma automática en algún otro sector.
De hecho, esas circunstancias eternamente contrariantes eran la profunda causa de su cambio de personalidad.
Al principio de nuestro matrimonio, hace veinticinco años, era sin embargo un brillante espécimen de humanidad. Una herencia que resolvió todos sus problemas materiales, una sólida formación como físico, una intensa ambición... todo se conjugaba hacia un futuro lleno de promesas. En lo que a mí respecta, por aquella época creo que era bastante bonita, pero aquello no duró mucho. Lo que duró, en cambio, fue esa enfermiza timidez que me hacía replegarme sobre mí misma, impidiéndome siempre ser esa deslumbrante ilustración del éxito social que debe ser la joven esposa de un investigador universitario lleno de ambición.
¿Quizá esto explica en parte esa especie de «vocación a la oscuridad» de Lancelot? Una esposa más brillante hubiera podido, sin duda, hacerle resaltar más aprovechando su propia brillantez.
¿Terminó Lancelot por darse cuenta de ello? ¿Fue la razón por la que se apartó de mí tras dos o tres años de una razonable felicidad? A veces pienso que así es, y me lo reprocho amargamente a mí misma.
Pero, por aquel entonces, pensaba que toda la culpa era de su insaciable avidez de gloria y su creciente ambición. Abandonó su puesto en la universidad y se hizo construir un laboratorio privado, apartado de la ciudad, a causa, dijo, de las ventajas conjugadas del aislamiento y de un terreno ofrecido a muy buen precio.
El problema del dinero no nos preocupaba excesivamente. El gobierno no era avaro en el campo de la investigación, y las donaciones particulares no eran raras. Para coronarlo todo, Lancelot disponía sin ninguna restricción de su propia fortuna.
Intenté oponerme a aquel proyecto.
—Por favor, Lancelot, ¿acaso es necesario todo esto? No tenemos problemas de dinero, la Universidad querría que te quedaras. ¿Para qué echarlo todo por la borda? ¿No crees que una vida normal, en una casa en la ciudad, con unos niños, sería suficiente?
Pero había una pasión enorme ardiendo en él, cegándolo a todo lo demás. Respondió irritadamente:
—Hay algo infinitamente más importante que todo esto. Es preciso que el mundo científico me reconozca en mi real valía: como un gran... un gran investigador —por aquel tiempo vacilaba aún en aplicarse el calificativo de genio.
Sin embargo, no consiguió nada: la suerte se le mostró obstinadamente hostil. Su laboratorio zumbaba como una colmena, tomó a su servicio un equipo de ayudantes a los que pagaba principescamente, se impuso a sí mismo una existencia de trabajo dura e implacable. Todo ello sin resultado.
Yo mantenía la esperanza de que algún día renunciaría a todo aquello, volveríamos a la ciudad, y podríamos iniciar una vida normal y apacible. Esperaba: pero siempre, en el mismo momento en que tendría que haber admitido su derrota, emprendía una nueva batalla, intentaba un nuevo asalto para alcanzar los bastiones de la gloria. Se lanzaba cada vez con una esperanza que no tenía parangón más que con lo profundo de su amargura al siguiente fracaso.
Y siempre se revolvía contra mí: triturado por el Universo, siempre le quedaba la posibilidad de triturarme a mí en venganza. No soy del tipo de esas mujeres valerosas, pero empezaba a pensar en la posibilidad de separarme de él.
No obstante...
Aquel último año se había armado, según todas las evidencias, de la cabeza a los pies para emprender una nueva batalla. La última, pensé yo. Había en él un grado de temblorosa intensidad que jamás le había visto. Había sus monólogos murmurados, sus breves risitas aparentemente sin causa, los días pasados sin comer, las noches enteras sin dormir. Llegó a guardar bajo llave, en su habitación, sus cuadernos de apuntes, como si dudara de sus propios ayudantes.
Por supuesto, yo tenía la fatalista certeza de que aquella tentativa fracasaría al igual que las anteriores. Y entonces, tras el fracaso, tendría que reconocer a buen seguro, a su edad, que había quemado su última oportunidad. Tendría que renunciar inapelablemente a sus investigaciones.
Así pues decidí esperar, acumulando el máximo de paciencia.
Aquel incidente de la sección necrológica durante el desayuno representó una brutal sacudida. En circunstancias anteriores análogas le había hecho observar que, de todos modos, podía tener la certeza de que obtendría una indiscutible notoriedad en los periódicos el día en que su nombre apareciera en aquella misma sección.
Creo que esa observación no fue nunca excesivamente afortunada. Mis observaciones no suelen ser nunca excesivamente afortunadas, me doy cuenta de ello, aunque no puedo evitarlo. Le decía aquello para aliviarle un poco, para intentar arrancarle de una crisis de depresión que, según todas las evidencias, amenazaba con convertirlo en una persona absolutamente insoportable.
Y tal vez hubiera también, en mis palabras, un cierto inconsciente despecho.
Honestamente, no puedo asegurarlo.
De todos modos, en una ocasión Lancelot se giró violentamente hacia mí, temblando con todo su delgado cuerpo, frunciendo sus espesas cejas que ocultaban casi sus ojos profundamente hundidos en sus órbitas, y me gritó con una agudísima voz de falsete:
—¡Yo jamás podré verme en la sección necrológica! ¡Incluso de esto me veré privado!
Y me escupió al rostro. Deliberadamente.
Huí a mi habitación.
Jamás me expresó la menor disculpa, pero tras algunos días, durante los que lo evité cuidadosamente, nuestra vida en común reemprendió su curso frío y apagado. Ninguno de nosotros hizo nunca la menor alusión al incidente.
Y, aquella mañana, la muerte de Paul Farber. Sola, sentada ante la abandonada mesa del desayuno, sentía de una forma vaga que aquel anuncio iba a hacer desbordar el vaso de la exasperación de Lancelot, el vaso de la amargura de sus prolongados fracasos.
Adivinaba la aproximación de una crisis, sin saber si debía temerla o acogerla como una liberación. Quizá, después de todo, adoptara la segunda actitud. En el punto en que estaban las cosas, cualquier cambio no podía traducirse más que en una mejora...
Poco antes de la hora del almuerzo, Lancelot vino a mi encuentro en la sala de estar, donde un cesto de costura y la televisión ocupaban mis manos y mi mente.
—Necesito tu ayuda —dijo abruptamente.
Hacía al menos veinte años, si no más, que no había oído nada como aquello, y experimenté, pese a mí misma, un cierto enternecimiento. Parecía en un estado de mórbida excitación. La sangre afluía a sus mejillas, por lo general pálidas.
—Encantada —dije—. Si puedo serte útil...
—Puedes. He dado vacaciones a mis ayudantes por un mes. Se irán el sábado: así que tú y yo trabajaremos solos en el laboratorio. Te lo aviso desde ahora, a fin de que evites hacer otros planes para la semana próxima.
El temor me inmovilizó de repente.
—Lancelot, tú sabes bien que no puedo ayudarte en tu trabajo. No comprendo nada de él, y...
—Lo sé —me interrumpió, con un absoluto desprecio—. Pero no necesitas comprender nada. No tendrás más que seguir algunas instrucciones muy simples, seguirlas muy rigurosamente. Lo esencial es el descubrimiento que acabo de hacer y que, por fin, me situará en el lugar que me corresponde.
—¡Oh, Lancelot! —dije descorazonada. Había oído ya tantas veces las mismas palabras.
—Escúchame, imbécil, e intenta por una vez comportarte como un ser adulto. Esta vez lo tengo todo bien atado. Nadie podrá quitarme la gloria, porque mi descubrimiento está basado en una hipótesis tan poco ortodoxa que ningún investigador vivo, aparte tu seguro servidor, será tan genial como para pensar en ella... al menos en el transcurso de una buena generación. Y cuando la luz de mis trabajos estalle sobre el mundo, es probable que mi nombre sea reconocido en el campo científico como el mayor de todos los tiempos.
—Me alegro por ti, Lancelot, de veras...
—He dicho es probable. Lo contrario no está excluido. Existe una gran parte de injusticia en las atribuciones del honor de tal o cual descubrimiento científico. He pasado demasiadas veces por esa experiencia. Así que no bastará anunciarlo pura y simplemente. Si fuera tan ingenuo como para hacerlo, la gente se metería inmediatamente en mi campo de investigación y muy pronto mi nombre tan sólo sería uno más entre los otros que figuran en los libros de historia. Los reflejos de mi gloria, mi gloria, se verían dispersados sobre una enorme cantidad de estúpidos que, amparándose en mi sombra, querrían para ellos algo de mi gloría.
Creo que tan sólo la imposibilidad de dominarse había podido conducirle a hacerme sus confidencias tres días antes de la fecha en que podría dedicarse a los trabajos proyectados.
Estaba en plena efervescencia, y yo era el único ser de los que le rodeaban lo suficientemente insignificante como para ser tomado como testigo sin el menor riesgo.
—Tengo la intención —prosiguió— de dotar a este descubrimiento de una puesta en escena tan espectacular, de golpear la imaginación humana con un efecto tan grande que ningún otro descubrimiento que se produzca al mismo tiempo tendrá posibilidad de ser ni siquiera advertido.
Exageraba, por supuesto, y experimenté el terror anticipado a las consecuencias que produciría sobre él un probable fracaso. ¿Acaso perdería la razón?
—Escucha, Lancelot —murmuré—, ¿qué necesidad tienes de atormentarte así? ¿Por qué no lo dejas correr todo? Si quieres, podemos tomarnos unas largas y buenas vacaciones. Has trabajado demasiado duro estos últimos tiempos. ¿Por qué no vamos a dar la vuelta a Europa, por ejemplo? Siempre he deseado...
Se estremeció de furia.
—¿Dejarás de una vez de soltarme tu imbécil palabrería? El sábado vendrás conmigo. Al laboratorio.
Apenas dormí en las tres noches siguientes. Nunca antes lo había visto así. Jamás en semejante estado. ¿Acaso estaba ya dominado por la locura? ¿Por qué no?
La cosa no tenía nada de imposible. Una locura acumulada a lo largo de una serie de decepciones que habían dejado de ser soportables, y desencadenada de repente por la lectura de aquella mañana. Jamás hasta entonces me había dejado Lancelot penetrar en su laboratorio. ¿Y si tenía intención de operar sobre mí, de someterme a cualquier insensata experiencia, o simplemente desembarazarse de mí?
Fueron tres noches de terror miserable. Luego llegaba el alba, y me decía que, según todas las evidencias, no estaba loco; que, según todas las evidencias, no tenía ninguna intención brutal o criminal con respecto a mí; el incidente mismo del salivazo no reflejaba ninguna violencia real, y jamás había actuado violentamente sobre mí.
Así terminé por tomármelo con calma, y con la docilidad resignada del carnero que avanza hacia el ara de sacrificios me dirigí, el sábado, hacia lo que podía ser el lugar de mi muerte.
Descendimos lado a lado, en silencio, el sendero que conducía al edificio del laboratorio.
Incluso éste tenía en él algo aterrador, y mi andar se hizo vacilante.
—Por favor —se limitó a decir Lancelot—, deja de mirarlo todo con esos ojos asustados. Haz simplemente lo que te digan y mira hacia donde te indique.
—De acuerdo, Lancelot.
Llegamos a un pequeño gabinete, cuya puerta cerró y atrancó cuidadosamente. La estancia estaba repleta hasta lo increíble por los objetos más extraños y por una impresionante cantidad de hilos metálicos.
—Empecemos por el principio —dijo Lancelot—. ¿Ves ese crisol de hierro?
—Sí.
Era un recipiente de reducidas dimensiones, pero bastante profundo, hecho de un metal denso manchado en su parte externa por el óxido. Una red de hilos metálicos burdamente colocados lo recubría.
Lancelot hizo que me acercara a él. Vi en su interior un ratoncito blanco intentando subir por la pared con ayuda de sus patas delanteras. Su hociquillo se estremecía por la curiosidad, y tal vez también por el miedo, ante la reja que obturaba su salida.
Creí sentir un ligero sobresalto. El inesperado encuentro con una rata me hace siempre estremecer.
Lancelot gruñó por lo bajo.
—No te hará ningún daño. Ahora colócate al lado de la pared y obsérvame bien.
Mis temores anteriores volvieron a asaltarme. Una horrible certeza se apoderó de mí: de alguna parte iba a surgir un relámpago que me alcanzaría y me reduciría a cenizas, o una enorme masa de metal caería sobre mí para aplastarme, a menos que...
Cerré los ojos.
No ocurrió nada. Al menos no me ocurrió a mí. No oí más que el rumor de una corriente de aire, algo así como el estallido de un petardo de pequeño tamaño...
—¿Y bien? —dijo Lancelot.
Abrí los ojos. Estaba mirándome, resplandeciente de orgullo. Le devolví la mirada, sin ninguna reacción por mi parte.
—¿Y ahí, pequeña idiota? ¿Acaso no ves nada? ¡Ahí!
A algunas decenas de centímetros del crisol había otro. Era completamente idéntico al primero, pero no había visto a Lancelot colocarlo allí.
—¿Te refieres a ese otro crisol? —preguntó.
—No es otro crisol propiamente dicho, sino un doble del primero. Tanto uno como el otro son idénticos en todos sus puntos, átomo por átomo. Puedes compararlo. Verás exactamente las mismas manchas de óxido.
—¿Has fabricado el segundo a partir del primero?
—Bueno, podríamos enunciarlo así, pero procediendo de un modo muy particular. Crear nueva materia necesitaría, en las circunstancias habituales, una cantidad desmesurada de energía de rendimiento óptimo, exige la fisión completa de cien gramos de uranio. El gran secreto sobre el que he puesto la mano es que muy poca energía, a condición de utilizarla correctamente, para proceder a la duplicación de un objeto tomándolo de un momento dado de su futuro. Lo sensacional de mi descubrimiento querida, es que he conseguido llegar a la duplicación trayendo a este instante del presente el mismo objeto tomado de su propio futuro. Dicho de otro modo, he conseguido el equivalente al desplazamiento espaciotemporal: el viaje por el tiempo.
Querida. El hecho de que hubiera podido emplear, dirigida a mí, una palabra de afecto como ésta, me daba la exacta medida de su triunfo y de su exaltación.
—¿No es algo sorprendente? —exclamé, ya que realmente estaba muy impresionada—. ¿La rata tiene también un doble?
Mientras hacía mi pregunta miré al interior del segundo crisol, y sentí de nuevo una impresión de desánimo: el crisol contenía también una ratita blanca... pero muerta.
Lancelot enrojeció ligeramente.
—La experiencia es aún un poco prematura. Me es posible traer del futuro cualquier sustancia viva, pero no bajo su aspecto vivo. El doble de un ser vivo me llega desprovisto de esta vida.
—¡Qué lástima! ¿Y por qué?
—Aún lo ignoro. Imagino que la duplicación no alcanza la perfección completa más que a la escala atómica. Lo que sí es cierto es que no hay daño aparente en el doble de un ser. La disección no revela absolutamente nada anormal.
—Deberías preguntar a...
Me callé a tiempo viendo su mirada. Era mejor no sugerir ninguna clase de colaboración. La experiencia me había enseñado que, infaliblemente, es al colaborador eventual a quien va a parar todo el honor del descubrimiento.
—Ya lo he hecho —dijo Lancelot con una divertida pesadumbre—. Un experimentado biólogo ha procedido, sin encontrar nada, a varias autopsias de algunas de mis cobayas. Ignoraba su procedencia, por supuesto, y me ocupé de recuperarlas antes de que algún fenómeno pudiera darle algún indicio. Gran Dios, incluso mis propios ayudantes lo ignoran todo de estos trabajos.
—¿Pero por qué guardarlos tan secretos?
—Precisamente porque aún no tengo la posibilidad de traer a ningún ser con vida del futuro. Un pequeño detalle que sin duda se produce al nivel molecular. Si publico ahora mis resultados, algún otro podría descubrir la corrección necesaria, añadir esa mejora de simple detalle a mi descubrimiento fundamental, y acreditarse con ello un renombre superior al mío propio trayendo con vida, por ejemplo, a un hombre susceptible de darnos informaciones trascendentales sobre el futuro.
Comprendía muy bien a Lancelot. Y no hacía falta decir que cualquier otro podía encontrar esa corrección de detalle. Alguien la encontraría, sin lugar a dudas. Era obvio. Y Lancelot tendría que enfrentarse a ello: perdería como siempre el crédito de su descubrimiento, que sin embargo era algo sin precedentes.
—Y sin embargo —prosiguió él, más para sí mismo que para mí—, ya no puedo esperar más. Necesito anunciar al mundo este descubrimiento, pero de modo que mi nombre quede para siempre indisolublemente ligado a él. Por ello voy a necesitar una presentación dramatizada, escenificada, de modo que no se pueda hacer mención al desplazamiento espaciotemporal sin nombrarme a mí, sean cuales sean los futuros descubrimientos humanos que se realicen sobre la materia. Vamos a preparar ahora este escenario... y tu tienes un papel en él.
—¿Qué papel, Lancelot?
—Serás mi viuda.
Me aferré a su brazo.
—¿Qué quieres decir con eso? —me es imposible, aún hoy, analizar los encontrados sentimientos que me invadieron en aquel momento.
El se soltó brutalmente.
—Mi viuda de una forma muy provisional: no pienso suicidarme. Simplemente, voy a traer hasta aquí el doble de mí mismo que se halla ahora a tres días de distancia en el futuro.
—Pero entonces estarás muerto.
—Solamente el yo traído del futuro. El Lancelot actual seguirá vivo por mucho tiempo. Al igual que este ratoncito...
Su mirada se detuvo en un indicador.
—¡Ah! —dijo—. Sólo quedan algunos segundos para la hora cero. Observa bien el otro crisol... el que contiene la rata muerta.
Crisol y rata desaparecieron bajo mis ojos, con aquel ruido de corriente de aire oído hacía unos instantes.
—¿Dónde han ido a parar?
—A ningún lado —dijo Lancelot—. Su desaparición se ha producido normalmente, en el minuto exacto en que fueron tomados del futuro. La rata original sigue perfectamente viva. Y lo mismo ocurrirá conmigo. Mi doble vendrá bajo la forma de cadáver, mientras mi yo real permanecerá vivo. Al cabo de tres días, transcurrido el instante en que fue tomando ese doble sin vida formado a imagen y semejanza de mi verdadero yo, el doble muerto desaparecerá, y solamente quedará mi yo vivo. ¿Está claro?
—Me parece peligroso.
—No hay ningún peligro. Desde la aparición de mi cadáver, el doctor hará constar la defunción, la prensa lo anunciará, el encargado de las pompas fúnebres preparará su pequeña ceremonia. Luego volveré al mundo, anunciando cómo lo he conseguido. Gracias a ello me convertiré en algo más que en el inventor del desplazamiento espaciotemporal: seré el hombre que ha regresado del reino de los muertos.
»E1 viaje en el tiempo y Lancelot Stebbins van a dar lugar a comentarios de prensa tan estrechamente ligados que desde ese momento ninguna fuerza podrá ya disociar mi nombre de mi descubrimiento.
—Lancelot —dije suavemente—, ¿por qué no anunciar simplemente el descubrimiento? El plan que intentas es tan sutil... Una simple publicación te hará lo suficientemente célebre, y quizá entonces podamos volver a la ciudad y...
—¡Ya basta! Harás lo que te he dicho, ¿entiendes?
¿Cuánto tiempo había estado Lancelot rumiando aquel proyecto, antes de que la lectura del nombre de Farber en la sección necrológica hubiera hecho madurar las cosas? Lo ignoro. No es que intente minimizar su inteligencia. A despecho de su crónica y prodigiosa mala suerte, nadie podría negar sus brillantes dones.
Había informado a sus ayudantes, antes de su partida, de su intención de dedicarse en su ausencia a ciertas experiencias. El testimonio ulterior de éstos haría plausible la siguiente hipótesis: Lancelot, víctima de un desfallecimiento en el transcurso de una serie de reacciones químicas particulares, habría podido morir, por ejemplo, de un envenenamiento con cianuro.
—En consecuencia —prosiguió—, preocúpate de poner inmediatamente a la policía en contacto con mis ayudantes. Tú sabes dónde encontrarlos. Sobre todo, no quiero la menor alusión a la posibilidad de un asesinato o un suicidio, o cualquier cosa que se les aproxime. Sólo un accidente, un accidente natural y lógico, podrá explicarlo todo. Habrá que hacer expedir rápidamente el certificado médico de defunción, e informar no menos rápidamente a los periódicos.
—¿Y si se descubre al verdadero Lancelot?
—¿Por qué habría de descubrirlo? —se rió—. Cuando uno tiene un cadáver ante sus narices, ¿crees que se va a poner a buscar su réplica viva? Nadie hará el menor esfuerzo en este sentido, y no tendré más que hacer que mantener oculta tranquilamente la «cámara temporal» durante el período crítico. Me servirá para vivir en ella, y me aprovisionaré de la cantidad necesaria de bocadillos para subsistir. De todos modos —añadió con un asomo de pesar—, tendré que pasarme sin café durante todo el tiempo que esté en mi refugio. Decididamente, no puedo exhalar el menor olor a cafeína mientras permanezca supuestamente difunto... Después de todo, no falta el agua en la estancia, y no será más que para tres días.
Me retorcí nerviosamente las manos.
—Pero aunque te encontraran, ¿acaso no sería lo mismo? Tendrían entonces a dos Lancelot: uno vivo y uno muerto.
Intentaba consolarle, prepararle para alguna fatal decepción. Pero él me gritó:
—¡No, no sería lo mismo! ¡No sería más que un estúpido engaño abortado! ¡Me haría célebre, sí, pero como farsante!
—Pero Lancelot —proseguí con precaución—, siempre hay algo que falla...
—¡Esta vez no! ¡Imposible!
—Pero tú dices siempre esta vez no, y sin embargo, cada vez, hay algo...
Pálido de furor, con las pupilas dilatadas al máximo, me cogió por el codo y apretó hasta hacerme gritar de dolor... si me hubiera atrevido a gritar.
—Hay un solo detalle que puede echarlo todo a perder, ¿entiendes? Uno solo. Y este detalle eres tú.
—Si te equivocas, si no realizas tu papel a la perfección, si no sigues mis consignas al pie de la letra, yo... yo... —pareció buscar el castigo adecuado—, te mataré, ¿entiendes?
Giré la cabeza con horror, intentando desasirme, pero él sujetaba furiosamente mi brazo. La cólera le daba una fuerza simplemente prodigiosa.
—Escúchame bien —machacó—. Me has hecho mucho daño simplemente siendo como eres. Me he maldecido miles de veces a mí mismo por dos razones: primero por haberme casado contigo, luego por no haber hallado nunca el tiempo de pedir nuestro divorcio. Pero ahora aquí está mi oportunidad, pese a ti. La oportunidad de conseguir por fin que mi vida sea un éxito inmenso, inconmensurable. Si arruinas de algún modo esta oportunidad, te mataré. Y puedes tomar lo que te digo exactamente al pie de la letra.
Estaba segura de que no estaba bromeando.
—Haré todo lo que me ordenas —susurré.
Me soltó.
Pasó todo un día en medio de sus aparatos.
—Hasta ahora nunca he operado desplazamientos por encima de los cien gramos —se repetía una vez tras otra, con una calma pensativa.
No funcionará, pensaba yo. ¿Cómo puede funcionar?
Al día siguiente, puso a punto el reglaje de conjunto del dispositivo: yo no tenía que hacer más que bajar una palanca. Me hizo repetir una y otra vez, sobre un circuito neutralizado, la maniobra, durante un período de tiempo que me pareció interminable.
—¿Lo has comprendido ahora? —me preguntó—. ¿Ves exactamente como funciona todo?
—Sí.
—De modo que tu bajas la palanca en el momento en que se encienda esta luz, pero ni un segundo antes.
—Sí —musité.
No funcionará, pensé para mí misma.
El se colocó en posición y mantuvo un silencio imperturbable. Llevaba un mandil aislante por encima de su ropa de laboratorio.
La luz se encendió, y mi entrenamiento se reveló perfecto, ya que ninguna vacilación frenó mi movimiento reflejo de bajar la palanca.
Hubo un breve instante de pausa, y dos Lancelot se hallaron ante mí, lado a lado, bajo las mismas ropas, aunque las del recién llegado Lancelot estaban un poco más arrugadas. Luego, Lancelot II vaciló sobre sus pies, se derrumbó y quedó inerte.
—¡Perfecto! —exclamó el otro Lancelot, abandonando su lugar cuidadosamente señalado—. Échame una mano, rápido. Tómalo por las piernas.
No pude impedir el admirar a aquel Lancelot. ¿Cómo podía, sin la menor aprensión, con una tal facilidad, transportar su propio cadáver venido del futuro? Lo sujetaba por las axilas, sin más emoción que si se tratara de un saco de harina.
Tomé el Lancelot II por los tobillos, sintiéndome casi desfallecer ante aquel contacto aún cálido de un muerto reciente. Atravesamos un pasillo con nuestra carga, subimos una serie de escalones, tomamos otro corredor y entramos en una pieza ya meticulosamente preparada por Lancelot I.
Una solución química parecía hervir en el interior de un extraño dispositivo todo él de cristal, y aislado del resto de la estancia por una serie de paneles deslizantes transparentes.
Diversos productos químicos se hallaban esparcidos por aquí y por allá, en una disposición que evocaba sin lugar a dudas una experiencia en curso de realización. Sobre el escritorio, dominando a todos los demás, un frasco con una llamativa etiqueta: Cianuro de potasio. Sobre una mesa cercana había desparramados un montón de pequeños cristales: cianuro, supuse.
Lancelot dispuso meticulosamente las ropas del muerto, a fin de que pareciera que éste había caído del taburete. Colocó algunos cristales en la mano izquierda del cadáver, otros, en mayor número, sobre el mandil aislante, y finalmente unos pocos sobre el mentón de su doble.
—Esto orientará la investigación —gruñó. Luego añadió, tras una mirada circular— Muy bien. Ahora, vuelve a la casa y haz acudir al médico. Tu viniste a traerme un bocadillo, porque yo seguía trabajando aún a la hora del almuerzo. Aquí está el bocadillo —y me mostró un plato roto y un bocadillo y su contenido esparcido por el suelo, allí donde supuestamente los había dejado caer yo al descubrir el drama—. Solloza un poco —dijo finalmente—, pero no fuerces mucho la cosa.
Fue, si puedo expresarlo así, un juego de niños para mí el gritar y llorar en los momentos oportunos. Tenía la impresión de que no hacía otra cosa desde hacía días, y fue un verdadero alivio el poder exteriorizarlo por fin.
El doctor se comportó exactamente como había previsto Lancelot. El frasco de cianuro fue prácticamente su primer descubrimiento. Frunció el ceño.
—¡Demonios, señora! ¡Su marido no era un químico excesivamente cuidadoso!
—No lo sé —dije, entre sollozos y sollozos—. No hubiera debido iniciar solo esta experiencia, pero sus dos ayudantes están de vacaciones...
—Comportarse con el cianuro como si fuera sal no deja de tener su peligro —murmuró el doctor con el tono sentencioso de un moralista—. Señora Stebbins, debo llamar a la policía. Se trata de un envenenamiento accidental con cianuro, por supuesto, pero es una muerte violenta, y la policía...
—Oh, sí, por supuesto. Le ruego que llame a la policía —sentí deseos de abofetearme al manifestar ese deseo con una avidez algo sospechosa.
Llegó la policía, acompañada por uno de sus médicos, que gruñó disgustado a la vista de los cristales de cianuro en las manos, el mentón y el mandil del cadáver. La propia policía manifestó una absoluta falta de interés por el caso, y se limitaron a recoger algunos datos de tipo estadístico acerca de nuestros nombres y edades. Me preguntaron si podía ocuparme de los preparativos funerarios, y se fueron tras mi respuesta afirmativa.
Entonces alerté a los periódicos, así como a dos de las principales agencias de prensa. Pensando, les dije, que sacarían sus informaciones sobre la muerte de mi marido de los datos facilitados por la policía, esperaba de ellos que evitaran el hacer hincapié en el hecho de que Lancelot se había comportado como un químico negligente. Para expresar este deseo adopté el tono de alguien deseoso de que no se dijera nada malo del difunto. Después de todo, añadí, era un investigador en el campo de la física nuclear más que un químico, y por otro lado recientemente había tenido la impresión de que atravesaba un período algo incierto en sus investigaciones.
Mis palabras seguían exactamente la línea definida por Lancelot, pero tuvieron un efecto completamente inesperado: ¿Un investigador nuclear atravesando un período incierto? ¿Problemas de espionaje? ¿Agentes soviéticos?...
A partir de entonces se inició el desfile de reporteros sensacionalistas. Les di una foto de Lancelot niño, mientras un fotógrafo tomaba fotos del edificio donde se encontraba el laboratorio. Conduje al grupo a través de algunas de las salas de trabajo para tomar algunas fotos suplementarias. Ningún fotógrafo, ningún policía, ningún reportero me hizo la menor pregunta acerca del local cerrado: parecía como si ni siquiera se hubieran dado cuenta de su existencia.
Les di una cantidad impresionante de detalles profesionales y biográficos que Lancelot me había preparado, y cité a propósito del difunto varias anécdotas reveladoras de una mente a la vez brillante y profundamente humana. Me esforcé hasta el menor detalle en representar mi papel a la perfección. Sin embargo, no conseguía sentirme tranquila. Había algo que fallaría. Aquella idea me obsesionaba.
Y si algo fallaba, no tenía la menor duda de que sería mi propia condena. Esta vez, Lancelot había jurado eliminarme, y lo haría.
A la mañana siguiente le traje todos los periódicos. Los leyó y releyó varias veces, con ojos brillantes. A su izquierda tenía una caja llena de las primeras páginas del New York Times. El periódico no daba el menor relieve al aspecto misterioso de la muerte de mi marido. La Associated Press tampoco. Pero una de las hojas proclamaba en grandes titulares: Misteriosa muerte de un sabio atómico. Aquel título le hizo reír a carcajadas y, cuando hubo terminado su revisión de toda la prensa, volvió al primer periódico.
Me miró con sus penetrantes ojos.
—¡Quédate un momento! Escucha lo que dicen.
—Ya los he leído todos, Lancelot.
—No importa. Escucha, te digo.
Me leyó en voz alta todos los artículos relativos a él, remarcando complacido los elogios al difunto, y luego me dijo, radiante de alegría:
—¿Sigues creyendo aún que algo irá mal?
—Si la policía volviera para preguntarme por qué creo que estabas atravesando una temporada difícil... —dije vacilante.
—Muéstrate lo suficiente vaga. No tienes más que decirles que tuviste una serie de malos sueños. En el momento que decidan (si lo deciden) iniciar una investigación, ya será demasiado tarde.
De hecho, todo marchaba perfectamente bien hasta aquel momento, pero no me atrevía a creer que la cosa continuara. Y sin embargo, el alma humana persiste en la esperanza, incluso cuando se sabe injustificada.
—Lancelot —dije—, cuando toda esta historia haya terminado y te hayas hecho célebre, realmente célebre, ¿aceptarás retirarte sin vacilar? Podríamos volver a la ciudad y llevar una vida apacible...
—Decididamente eres imbécil. ¿No ves que, una vez haya sido reconocida mi valía, estaré obligado a continuar? Una multitud de jóvenes investigadores va a pegarse a mis talones. Este laboratorio se va a convertir en un inmenso Instituto de Investigación del Viaje Espaciotemporal. Seré legendario en vida. Mi celebridad ascenderá hasta tales cimas que ninguno de mis sucesores sabrá ser otra cosa que un pigmeo de la inteligencia a mi lado.
Se elevó sobre la punta de sus pies, los ojos brillantes, como si viera ya el pedestal que algún día le sería consagrado.
Era el fin de mi última esperanza, de mi última débil esperanza, de conocer aunque fuera unos pocos jirones de simple felicidad personal.
Suspiré profundamente.
Solicité a la empresa de pompas fúnebres autorización para guardar el cuerpo en el laboratorio en su ataúd, hasta la inhumación en el panteón familiar de los Stebbins, en Long Island. Pedí que no fuera enviado el embalsamador, proponiéndome conservar el cuerpo en un enorme local refrigerado a veinte grados bajo cero. Señalé igualmente mi deseo de no transferir al difunto a la casa mortuoria.
El encargado de la empresa trajo el ataúd al laboratorio enarbolando un aire de glacial desaprobación. Aquello sería tenido en cuenta sin la menor duda a la hora de hacer la factura.
Quería, dije, guardar junto a mí el cuerpo de mi marido hasta el último momento, y dejar a sus ayudantes la posibilidad de verle una última vez. Aquella explicación era, y además lo parecía, un tanto cojitranca, pero Lancelot me había especificado muy bien el texto de mi papel.
Cuando el cadáver quedó instalado en su ataúd, con la tapa abierta, fui a visitar a Lancelot.
—Pero...
—No nos queda más que aguardar otro día. De aquí a entonces, nada podrá alcanzar razonablemente más que el estado de sospechas más o menos vagas. Mañana por la mañana el cadáver desaparecerá, si todo ocurre como está previsto.
—¿Quieres decir que podría ser que esta desaparición...?
¡Estaba segura de ello, estaba segura de ello!, me repetí.
—No está excluido algún desfase de horario, un avance o un retraso. Jamás he desplazado en el tiempo una masa de tal magnitud, y no sé exactamente el límite de validez de mis ecuaciones. Por otro lado, mi interés de mantener el cuerpo aquí sin hacerlo transportar a una cámara mortuoria estaba motivado precisamente para proceder a las observaciones indispensables al respecto.
—Pero al menos, en una tal cámara, hubiera desaparecido a los ojos de todo el mundo.
—¿Y crees que la gente va a suponer un truco si la desaparición se produce aquí mismo?
—Eso me temo.
Aquella idea pareció divertirle.
—Por supuesto. La gente va a decir: ¿por qué ha dado vacaciones a sus ayudantes? ¿Por qué se ha dedicado a unas experiencias que un niño podría realizar, encontrando la forma de matarse en medio de una de ellas? ¿Por qué esta desaparición sin testigos del cadáver? Historias, dirán; todo este asunto estúpido del desplazamiento espaciotemporal no es más que historias. Ha tomado narcóticos, se ha sumido en estado de trance cataléptico y los médicos no han visto más que las apariencias.
—Sí, por supuesto —murmuré débilmente. ¿Cómo podía comprender tan lúcidamente lo que iba a pasar? Se echó a reír.
—Y eso no es todo —prosiguió—. Voy a insistir firmemente en mi afirmación de que el problema del desplazamiento espaciotemporal, que mi muerte ha sido reconocida del modo más oficial, y que me hallo indiscutiblemente en vida. Los sabios ortodoxos van a denunciarme vigorosamente como un impostor. Gracias a lo cual, en menos de una semana, mi nombre se hará familiar a todo el mundo. No se hablará de ninguna otra cosa. Es entonces cuando propondré hacer una demostración de viaje espacio-temporal ante todo el grupo de sabios que estén interesados en el asunto. Me ofreceré incluso a ser objeto de una retransmisión en directo para un circuito intercontinental de televisión. La presión de la opinión pública obligará a los sabios a aceptar la demostración, y comportará la autorización de las redes de televisión. Poco importa que la atención de los espectadores esté fundamentada en la esperanza de un milagro o de un escándalo: lo esencial es que esta atención se produzca. Entonces pasaré a la acción: sé realizar con éxito la experiencia. ¿Qué sabio habrá conocido jamás en toda su vida unas cimas gloriosas tan autosatisfactorias?
Aquel razonamiento me cegó por unos instantes, pero algo seguía gritando dentro de mí, una duda tenaz que decía: ¡demasiado largo!, ¡demasiado complicado!, ¡No puede tener éxito!
Aquella tarde llegaron los ayudantes, afectando una apenada deferencia ante el cadáver. Dos testigos suplementarios para jurar haber visto el cadáver de mi marido, para acelerar la confusión del desenlace, al tiempo que contribuían a dar al asunto dimensiones superiores.
A la madrugada siguiente, a las cuatro, Lancelot y yo nos reunimos en la sala de refrigeración, embozados en nuestros abrigos, esperando la hora cero.
Lancelot, en la cúspide de la excitación, acababa de verificar sus instrumentos manipulando no sé qué. Su computador tabular funcionaba sin descanso, y me preguntaba cómo sus dedos entumecidos por el frío podían manejar tan ágilmente los mandos.
Por un lado me sentía enormemente desgraciada: el frío, el cadáver en su ataúd, el mañana y su pesada incertidumbre...
Llevábamos allá un tiempo que me parecía una eternidad cuando Lancelot salió al fin de su mutismo:
—Todo marcha bien —dijo—. Todo debe funcionar como está previsto. Aún en el peor de los casos, la desaparición del cuerpo se producirá con un retraso de cinco minutos, y ello para una transferencia de una masa de setenta kilos. Mis análisis de energía temporal son indiscutiblemente magistrales.
Me sonrió, no sin dirigir a su propio cadáver otra sonrisa llena de un idéntico ardor.
Observé que sus ropas de laboratorio, que no se había quitado durante los tres días, estaba segura de que ni siquiera para dormir, habían tomado un aspecto arrugado. Cada vez se parecían más a las que llevaba Lancelot II en el momento de su aparición.
Lancelot pareció adivinar mis pensamientos, o quizá más sencillamente siguió la dirección de mi mirada, ya que se contempló a sí mismo y dijo:
—¡Oh, sí! A propósito, será mejor que me coloque mi mandil aislante. Mi doble lo llevaba en su «nacimiento», si puede expresarse así.
—¿Y si no te lo pusieras? —pregunté con voz neutra.
—Imposible. Es una necesidad. Cualquier cosa me lo hubiera recordado de todos modos. Si no, mi doble, al cual voy a identificarme, no hubiera aparecido a su tiempo con el mandil.
Su ceño se frunció mientras se ataba el mandil.
—¿Sigues pensando que algo va a ir mal?
—No lo sé —dije, con voz indistinta.
—¿Crees que el cadáver no va a desaparecer, o que voy a ser yo quien desaparecerá en su lugar?
Guardé un silencio absoluto. El prosiguió, casi gritando:
—¿Pero no te das cuenta de que por fin la suerte se ha vuelto de mi lado? ¿No ves que todo marcha sobre ruedas y se desarrolla según mis previsiones? Seré el hombre más grande que jamás haya albergado la Tierra... Vamos, ve a calentar un poco de agua para el café —de pronto había vuelto a encontrar toda su calma—. Vamos a celebrar bebiendo café la partida de mi doble y mi regreso a la vida. Llevo tres días que noto su falta.
Me entregó un simple bote de café instantáneo pero, tras aquellos tres días, serviría. Mis entumecidos dedos se afanaron torpemente en torno a la placa del laboratorio cuando Lancelot me empujó brutalmente a un lado para colocar un pote lleno de agua.
—¡Falta tan sólo un momento —dijo, regulando el termostato al máximo. Consultó su reloj y algunos cuadrantes en la pared—. Mi doble habrá desaparecido antes de que el agua empiece a hervir. Ven a controlarlo conmigo.
Se acercó al ataúd.
Yo vacilé unos instantes. Su voz se hizo perentoria.
—¡Ven!
Obedecí.
Estaba contemplando a su doble con el infinito placer de la espera. Aguardamos, uno y otro, con los ojos fijos en el cadáver.
Se dejó oír el rumor del desplazamiento del aire y Lancelot gritó:
—¡Menos de dos minutos de diferencia!
El cadáver había desaparecido, sin vacilación, sin el menor temblor.
El ataúd abierto contenía ahora tan sólo un montón de ropas vacías. Aquellas ropas, evidentemente, no eran las que llevaba el cadáver cuando fue hallado en su origen. Eran ropas reales, y su realidad permanecía. Tan sólo el cuerpo había desaparecido.
Oí que el agua hervía.
—El café —dijo Lancelot—. Primero el café. Luego, la policía y los periódicos.
Preparé el café para los dos. Puse en la taza de Lancelot la habitual cucharadita de azúcar rigurosamente dosificada. Incluso en circunstancias como aquellas, en las que estaba segura de que por una vez aquel tipo de detalles no tendría la menor importancia, no podía escapar a mis hábitos.
Probé mi café, luego lo bebí de golpe, sin crema ni azúcar, como de costumbre, Su calor me hizo bien.
Lancelot removió el suyo.
—Ya está —dijo suavemente—. Por fin, todo lo que esperé durante tanto tiempo.
Llevó la taza a sus triunfantes y sardónicos labios, y bebió.
Acababa de pronunciar sus últimas palabras.
Ahora ya todo había terminado, una especie de frenesí se apoderó de mí. Me las arreglé para desvestirlo y vestirlo de nuevo con las ropas que habían quedado en el ataúd. Lo instalé inmediatamente como pude en él, pese a su enorme peso, y crucé sus brazos sobre su pecho como los de su doble.
Luego hice desaparecer todas las huellas del café en el lavabo de la habitación contigua. Y enjuagué meticulosamente el bol conteniendo el azúcar en polvo, o más exactamente el cianuro que había preparado en lugar del azúcar, hasta su completa disolución.
Después instalé las ropas de laboratorio de Lancelot y sus otras prendas en la percha donde había colocado las del doble. El segundo juego, por supuesto, había desaparecido, y no tuve más que sustituirlo por el otro.
Tras lo cual esperé.
Por la tarde, tras asegurarme de que el cadáver estaba ya suficientemente frío, llamé a los de pompas fúnebres. ¿Podían encontrar algo sospechoso? Venían a buscar un cadáver. El cadáver estaba allá. El cadáver auténtico. El único, el verdadero. Ni siquiera faltaba en él cianuro de potasio que se suponía contenía el cadáver precedente.
Supongo que, como profesionales que eran, eventualmente hubieran podido descubrir la diferencia existente entre un cadáver de doce horas y otro de tres días y medio, incluso mediando el factor refrigeración. Pero ni siquiera pensaron en una tal sutileza.
Clavaron el ataúd, se lo llevaron, lo enterraron: era el crimen perfecto.
En el fondo, y puesto que Lancelot estaba ya oficialmente muerto en el momento de su último café, me pregunto si, estrictamente hablando, se trataba realmente de un crimen. Sea como sea, no siento el menor deseo de importunar a ningún abogado al respecto.
La vida es ahora dulce y apacible. No me falta el dinero. Voy a menudo a los espectáculos.
Hago amigos.
Y vivo sin la menor sombra de un remordimiento. A buen, seguro, ni Lancelot ni su memoria conocerán jamás los honores reservados al inventor del viaje espaciotemporal. El día en que este descubrimiento sea realizado nuevamente, el nombre de Lancelot Stebbins permanecerá en el más tenebroso incógnito. ¿Acaso no le había dicho siempre que sus más estudiadas combinaciones no impedirían que terminara en la más impenetrable oscuridad?
Si yo no lo hubiera matado, alguna otra cosa hubiera terminado por estropearlo todo, y hubiera sido él quien me hubiera suprimido a mí.
No, realmente, mi vida se desenvuelve sin la menor sombra de un remordimiento.
De hecho, siempre se lo he perdonado todo a Lancelot. Todo salvo el instante en que me escupió. La ironía del destino ha querido, sin embargo, que conociera, antes de su muerte, un momento de extraña felicidad, que recibiera un don reservado a muy pocos hombres, un don que Lancelot, entre todos los hombres, estaba particularmente preparado para recibir y apreciar.
A despecho de las amargas palabras que tuvo, precisamente mientras escupía contra mí, Lancelot Stebbins consiguió leer, en la sección reservada a tal efecto en los periódicos, su propio elogio fúnebre.
Título original: Obituary (1959)
Traducción: F. Castro