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De nuevo en su despacho, tomó el dossier relativo a Cabell.

El interfono dejó oir un zumbido. Apretó el pulsador de comunicación.

—¿Sí?

—Aquí Operaciones, Hall Williams acaba de regresar. Todo va bien. Ha recuperado el Picasso sin la menor dificultad. No ha necesitado más que seis semanas.

—¡Seis semanas! —gritó Spencer—. ¡Tenía tiempo de pintarlo él mismo!

—Hubo complicaciones.

—¿Y cuándo no las hay?

—Es un buen cuadro, Hall, no cuatro pinceladas. Y vale un montón de dinero.

—Está bien. Llévalo a la Aduana para que registren la entrada. Hay que pagar los derechos a nuestro buen viejo gobierno. ¿Y los demás?

—Nickerson saldrá dentro de un momento.

—¿Y E. J.?

—Está preocupado por el punto temporal elegido. Le está contando a Doug...

—¡Escucha! —interrumpió irritadamente Spencer—. Dile de mi parte que el punto temporal es asunto de Doug. Sabe más sobre la materia de lo que E. J. pueda aprender en toda su vida. Cuando Doug diga que ha llegado el momento de saltar, E. J. saltará con su estúpida gorra y todos sus demás andrajos.

Soltó el pulsador y se enfrascó en el dossier de Cabell. Permaneció sentado para dejar que su presión sanguínea volviera a lo normal.

Se lanzaba tan fácilmente, pensó. Se irritaba demasiado a menudo. ¡Pero no había ningún trabajo que no trajera complicaciones!

Abrió el dossier y leyó los informes que contenía.

Stewart Belmont Cabell, 27 años, soltero, excelentes referencias, doctor en sociología por una de las viejas universidades. Resultados uniformemente elevados en todos los tests, incluidos los de comportamiento, y un cociente de inteligencia sorprendentemente alto. Recomendado para el empleo de viajero sin la menor reserva.

Spencer dejó el dossier sobre la mesa tras haberlo cerrado de nuevo.

—Haga entrar al señor Cabell —le dijo a la señorita Crane.

Cabell era un hombre delgado, cuyos desmañados movimientos le hacían parecer más joven de lo que era. Sus modales revelaban una cierta timidez cuando Spencer estrechó su mano y le indicó un asiento.

Cabell se sentó, esforzándose sin éxito en mostrar seguridad.

—Así pues, desea usted unirse a nosotros —comenzó Spencer—. Supongo que sabe a dónde le llevará esto.

—Sí, señor —respondió el joven Cabell—. Lo sé exactamente. O quizá debería más bien decir... —se puso a tartamudear, y se calló.

—Está bien —dijo Spencer—. Si comprendo bien, usted desea hacer este trabajo.

Cabell asintió con la cabeza.

—Sé lo que es esto —dijo Spencer—. Da usted la impresión de que no se recuperará nunca si no lo consigue.

Recordaba lo que había experimentado él mismo cuando estaba sentado en aquel mismo lugar... el desgarrador, el lacerante dolor en su corazón cuando supo que había sido rechazado como viajero... y también cómo se había sobrepuesto a su pena y a su decepción. Primero en calidad de operador, luego de director de operaciones, y finalmente en aquel despacho, con todos los rompecabezas que ello comportaba.

—Y yo nunca he viajado por mí mismo —añadió.

—Lo ignoraba, señor.

—No era lo suficientemente adaptable. Mi psiquismo no era adecuado.

Y reconoció su vieja esperanza, su antiguo deseo, en los ojos del joven... y algo más también. Algo inquietante.

—No es una partida de placer —continuó, con una voz más dura de lo que hubiera querido—. Por supuesto, primero hay la aventura y las emociones, pero eso pasa pronto. Y no queda más que el trabajo. Perfectamente árido.

Se interrumpió para examinar a Cabell, aquel extraño e insólito brillo seguía aún en sus ojos.

—Debe usted saber —dijo, esta vez con un tono voluntariamente duro—, que si entra en la firma habrá muerto de vejez probablemente dentro de cinco años.

Cabell inclinó la cabeza, con aire indiferente.

—Lo sé, señor. La gente de Personal me lo ha explicado todo.

—Bien. A veces sospecho que Personal no da más que explicaciones más bien rudimentarias. Dicen lo suficiente para parecer convincentes, pero nunca todo. Se preocupan mucho en aprovisionarnos de viajeros. Siempre nos faltan: los quemamos demasiado aprisa.

Se interrumpió para mirar de nuevo al joven. Su apariencia no había cambiado en absoluto.

—Observamos ciertas reglas —le dijo Spencer—. No son establecidas por Pasado & Cía., sino por el trabajo en sí. Será imposible que lleve usted una vida normal. Vivirá a pequeños fragmentos, como un traje de arlequín, saltando de un lugar a otro, aunque estos lugares estén separados por montañas de años. No existe prohibición al respecto, pero ninguno de nuestros viajeros se ha casado nunca. Sería imposible. En menos de cinco años, el hombre moriría de vejez, mientras que su mujer sería aún joven.

—Creo haber comprendido, señor.

—En realidad —prosiguió Spencer— es un simple asunto de economía no menos sencillo. No podemos permitirnos el ver a nuestras máquinas o nuestros hombres inutilizados durante un tiempo, por breve que sea. Mientras que el viajero puede permanecer ausente durante una semana, un mes, o incluso años, la máquina regresa con él en su interior sesenta segundos después de la partida. Esos sesenta segundos son un período arbitrario: lo mismo podría ser un solo segundo, o una hora, o un día, no importa la duración que eligiéramos. Pero un minuto nos ha parecido la fórmula más práctica.

—¿Y si la máquina no regresa en ese lapso de un minuto? —se informó Cabell.

—Entonces ya no regresará nunca.

—¿Eso ocurre a veces?

—Por supuesto que ocurre. Los viajes por el Tiempo no son excursiones. Cada vez que un hombre remonta la corriente se juega la vida contra la posibilidad de desenvolverse en un medio que le es totalmente extraño y, en algunos casos, tan desconocido como pueda serlo otro planeta. Nosotros lo ayudamos de todas las formas posibles, por supuesto. Nos encargamos de darle una instrucción detallada, inculcarle los conocimientos necesarios y equiparle del mejor modo posible. Se le enseñan las lenguas que va a necesitar realmente. Se le proporcionan ropas adecuadas. Pero hay casos en los que ignoramos los pequeños detalles esenciales que permiten sobrevivir. A veces los aprendemos demasiado tarde, cuando nuestro hombre regresa y nos informa. Y hay cosas que no llegamos a descubrir nunca... cuando el viajero no regresa.

—Se diría que intenta usted asustarme —dijo Cabell.

—¡Oh, no! Intento tan sólo hacerle comprender claramente una serie de detalles para evitar cualquier malentendido. El entrenamiento de un viajero cuesta caro. Debemos recuperar nuestros gastos. No queremos hombres que se queden con nosotros tan sólo un tiempo. No le pedimos a usted uno o dos años en su vida, sino la totalidad. Le tomamos y le exprimimos hasta extraer de usted todos los minutos de vida...

—Puedo asegurarle, señor...

—Le enviaremos adonde queremos —prosiguió Spencer—. Y aunque no tengamos ningún control sobre usted una vez partido, contamos de todos modos con usted para no cometer tonterías. No que no regrese en el lapso previsto de los sesenta segundos... si es que regresa. Lo que queremos es que vuelva usted lo más joven posible... que pase el menor tiempo que pueda en el pasado. Pasado & Cía. es una empresa comercial. Queremos sacarle a usted el mayor número posible de viajes.

—Comprendo todo esto —dijo Cabell—. Pero en Personal me han dicho que sería igualmente ventajoso para mí.

—Exacto. Naturalmente. Pero no necesitará usted mucho tiempo para descubrir que el dinero tiene poca importancia para el viajero. Como usted no tendrá familia, o al menos esperamos que no la tenga, ¿para qué lo va a necesitar? La única diversión que tendrá usted serán sus seis semanas de vacaciones anuales y, en uno o dos viajes, ganará usted lo suficiente como para pasarlas en el mayor lujo o en la peor depravación.

»Sin embargo, la mayor parte de nuestros hombres no eligen ni una cosa ni la otra. Simplemente se van a trabar conocimiento con la época en la que nacieron. El vicio y la lujuria del presente siglo tienen para ellos muy pocos atractivos después de las locuras a las que se han dedicado en los siglos pasados, a cargo de la empresa.

—¿Exagera usted, señor?

—Oh, quizá un poco. Pero, en algunos casos determinados, es la pura verdad.

Spencer miró fijamente a Cabell.

—¿Nada de todo esto le inquieta?— preguntó.

—Nada hasta ahora.

—Hay todavía un detalle del que debe ser usted informado, señor Cabell. Es la necesidad, la imperiosa y chillona necesidad de la objetividad. Cuando vaya usted al pasado, no jugará allí ningún papel. No se mezclará. No deberá intervenir en absoluto.

—Eso no debe ser difícil.

—Le advierto que exige una gran fuerza moral, señor Cabell. El hombre que viaja por el Tiempo detenta unos poderes terribles. Y el sentimiento de estos poderes empuja vivamente a cualquier hombre a hacer uso de ellos. Y mano a mano con estos poderes marcha la tentación de modificar el curso de la historia. De manejar un puñal justiciero, para hablar claramente. De salvar una vida que, con algunos años más, hubiera hecho avanzar a la raza humana un gran paso hacia su grandeza.

—Puede ser algo difícil de resistir —admitió Cabell.

Spencer inclinó la cabeza.

—Que yo sepa, nadie hasta ahora ha sucumbido a estas tentaciones. Pero vivo en el terror de que algún día alguien se deje vencer.

Y, mientras afirmaba aquello, se preguntaba hasta qué punto podía ser aquello inexacto, si no estaba hablándole al vacío... ya que ciertamente alguien había tenido ya que intervenir.

Sin la menor duda algunos habían encontrado allá la muerte. Pero otros se habían quedado seguramente en aquel lugar. Y quedarse, ¿no constituía acaso la peor forma de intervención? ¿Qué consecuencias podía tener el nacimiento de un niño fuera del tiempo... de un hijo que no había nacido nunca antes, que no hubiera tenido que nacer jamás? Los hijos de este hijo, y los hijos de estos otros hijos... todo aquello amenazaba con formar una cadena de interferencia temporal a través de los siglos.