1

Pasó subrepticiamente ante la puerta.

Los caracteres grabados en la placa atornillada al batiente anunciaban: Vicepresidente Ejecutivo a Cargo de los Proyectos.

Y en el ángulo inferior izquierdo, en letras muy pequeñas: Hallock Spencer.

Él era Hallock Spencer.

Pero, por supuesto, no iba a pasar por aquella puerta. Ya tenía bastantes problemas. Había gente esperando al otro lado; nadie en particular... pero gente trayendo cada uno de ellos su problema consigo.

Dobló una esquina del corredor y dio un par de pasos hasta detenerse ante otra puerta rotulada: Privado.

No estaba cerrada con llave. Entró.

Un individuo con aspecto de espantapájaros, vestido con una descolorida y polvorienta toga, estaba sentado en un sillón, con los pies, calzados con unas sandalias, puestos sobre el escritorio de Hallock Spencer. Su pelado cráneo estaba cubierto con un gorro de lana color gris rata, del que emergían unas orejas parecidas a alas. Una espada colgaba del cinturón que cerraba la toga, con la punta apoyada en la moqueta. Las uñas de sus dedos, bastante largas, estaban de luto, y no se había afeitado en varios días. En conjunto ofrecía una horrorosa impresión.

—Hola, E. J. —dijo Spencer.

El hombre de la toga no retiró sus pies de la mesa. Ni siquiera hizo el menor gesto.

—Siempre entrando de incógnito —dijo.

Spencer colocó su cartera portadocumentos sobre la mesa y colgó su sombrero.

—La sala de espera es un verdadero barullo —observó. Se instaló en el sillón que había tras el escritorio y tomó el programa de proyectos para echarle una mirada.

—¿Qué es lo que no funciona, E. J., para que estén tan pronto de regreso? —inquirió.

—Aún no he empezado. Todavía faltan dos horas.

—Aquí dice —Spencer señaló el programa con su dedo índice— que eres un negociante romano.

—Exactamente —respondió E. J.—. Al menos, eso es lo que afirman los chicos de Vestuario. Espero que estén en lo cierto.

—Pero la espada...

—Muchacho —exclamó E. J.—, en la Bretaña romana, llevando un montón de animales llenos de mercaderías, cualquier hijo de vecino necesita la protección de un buen trozo de acero.

Se inclinó para tomar la espada y la situó entre sus piernas, mirándola con aire disgustado.

—Pero no te ocultaré que, como arma, no es que sea lo mejor del mundo.

—Imagino que estarías mucho más a gusto con una metralleta.

E. J. asintió con la cabeza.

—Tú lo has dicho.

—A falta de nada mejor —dijo Spencer—, hacemos todo lo que podemos. Puedo asegurarte que llevas encima el mejor acero de todo el siglo II, si eso te tranquiliza.

E. J. seguía sin moverse, con la espada entre sus piernas. Parecía a punto de decir algo... se leía en su rostro. Su aspecto no era de los mejores, con su poblado bigote, sus largas orejas y los pelos que surgían de ellas.

—Hall —dijo por fin—, quiero dejar esto.

Spencer se envaró en su silla.

—¡No puedes hacerlo! El Tiempo es la esencia misma de tu vida. ¡Hace años que estás nadando en él!

—No estoy hablando de dejar el Tiempo, sino el Árbol Genealógico. Estoy harto.

—¡No sabes lo que estás diciendo! —protestó Spencer—. El Árbol Genealógico no tiene nada de malo. Has hecho cosas mucho más difíciles. Todo lo que tienes que hacer es retroceder, charlar con la gente y quizá consultar algunos archivos. Ningún peligro.

—No es esta parte la que me fastidia —explicó E. J.—. De acuerdo, el trabajo es fácil. Lo malo es cuando vuelvo.

—¿Quieres decir la Wrightson-Graves?

—Exactamente. Después de cada viaje me llama a su choza de Gresus, y hace que le cuente todo sobre sus antiguos antepasados...

—Tiene un contrato importante con nosotros. Debemos llevarlo a cabo.

—No lo podré soportar mucho tiempo más —insistió tercamente E. J.

Spencer inclinó la cabeza. Sabía exactamente a lo que se refería E. J. Experimentaba casi los mismos sentimientos.

Alma Wrightson-Graves era una vieja y aristocrática viuda de engolado porte que creía, equivocadamente por supuesto, haber conservado lo mejor de su encanto de jovencita. Forrada de dinero, siempre iba repleta de joyas demasiado caras y ostentosas como para ser de buen gusto. Desde hacía años avasallaba con gritos y dinero a todos aquellos que la rodeaban, con la autoconvicción de que no había nada en el mundo que no pudiera conseguir... pagando su precio.

Y pagaba a manos llenas por su árbol genealógico. Spencer se preguntaba a menudo por qué deseaba tanto conocerlo. Retroceder hasta la Conquista bueno... era algo que tenía al menos un cierto interés. Pero no hasta la edad de las cavernas. No se trataba de que Pasado & Cía. no pudiera ir tan lejos como eso, mientras ella pagara la tarifa. Pensó con una perversa satisfacción que no debía estar muy orgullosa de los últimos informes, ya que su antigua familia había caído en un abyecto servilismo.

Transmitió sus pensamientos a E. J..

—¿Qué es lo que está buscando? —preguntó—. ¿Qué espera?

—Creo que tiene esperanzas de encontrar alguna rama de su árbol entre los romanos —dijo E. J.—. Confío en que no logremos probárselo, ya que de otro modo la cosa no va a tener fin.

Spencer gruñó algo por lo bajo.

—Si ocurre esto, te prometo relevarte de este proyecto. Pondré a algún otro en las investigaciones en Roma. Le diré a la Wrightson-Graves que no estás preparado para ir a Roma, que tienes algún tipo de inhibición o una alergia psíquica que escapa a todo adiestramiento.

—Muchas gracias —dijo E. J., sin el menor entusiasmo. Quitó, uno tras otro, sus polvorientos pies de encima del pulido escritorio y se levantó.

—¿E. J.?

—¿Sí, Hall?

—Hay una pregunta que quería hacerte. ¿No has encontrado nunca ningún lugar en el que te hubiera gustado vivir? ¿No te has preguntado nunca si deberías quedarte allí y no regresar?

—Sí, imagino que sí. Una o dos veces quizá. Pero nunca he cedido a la tentación ¿Estás pensando en Garson?

—En Garson, si. Y también en los demás.

—Quizá le haya ocurrido algo. A veces uno se encuentra metido en algún lío. Basta con cometer algún desliz grande. O que lo cometa el operador.

—¡Nuestros operadores no cometen nunca errores! —dijo secamente Spencer.

—Garson era un buen elemento —dijo E. J. con un deje de tristeza.

—¡Garson! ¡No se trata sólo de Garson! Todos los demás... —Spencer se interrumpió bruscamente, ya que tropezaba de nuevo con el mismo escollo. No importaba el punto de vista que adoptara, jamás llegaría a adaptarse a aquella idea... la disparidad del Tiempo.

Se dio cuenta de que E. J. le miraba fijamente, con un ligero fruncimiento de los labios que no era exactamente una sonrisa.

—No te dejes roer por eso —dijo E. J.—. No eres el responsable. Cada uno de nosotros corre con sus riesgos. Si no valiera la pena...

—¡Oh, cállate!

—De acuerdo —prosiguió E. J.—, pierdes algunos de nosotros de tanto en tanto. Pero no es peor que en cualquier otro trabajo.

—No se trata exactamente de tanto en tanto —respondió Spencer—. Han sido tres en los últimos diez días.

—Veamos... —dijo E. J., pensativo—. Me pierdo. Garson fue hace dos días. Y Taylor... ¿cuándo fue Taylor?

—Hace cuatro días.

—¿Cuatro días? —repitió E. J., impresionado—. ¿Tan sólo cuatro días?

—¡Para ti, puede que haga tres meses o más! —gimió Spencer—. ¿Y recuerdas a Price? Para ti quizá fue hace un año, ¡pero para mi fue apenas hace diez días!

E. J. se rascó los pelos de la barba con su sucia mano.

—¡Dios, cómo pasa el tiempo!

—Escucha —dijo Spencer con tono lastimero—, todo esto ya es bastante feo. Te agradecería que no bromearas.

—¿Acaso Garside te está reprochando algo? ¿El perder demasiados hombres?

—¡No! —gritó Spencer amargamente—. Siempre pueden encontrarse nuevos hombres. Son las máquinas lo que le preocupan. No deja de recordarme que cada una de ellas vale un cuarto de millón de dólares.

E. J. emitió un ruido ofensivo con los labios.

—¡Lárgate! —aulló Spencer—. ¡Y trata de volver!

E. J. esbozó una sonrisa y salió, haciendo ondular su toga con un movimiento de caderas marcadamente femenino al cruzar el umbral.