2
Spencer se dijo que E. J. estaba equivocado. Si alguien podía reprocharle algo, este alguien era él mismo, Hallock Spencer, el responsable. Era él quien dirigía aquel trabajo infernal El establecía los programas y los horarios. Los adjudicaba a los viajeros, y luego los expedía. Cuando se producía algún fallo, algún problema, él era quien tenía que responder de él.
Empezó a pasear arriba y abajo por el despacho, las manos a la espalda.
Tres hombres; en los últimos diez días. ¿Qué les había ocurrido?
Quizá Garside no estuviera tampoco completamente equivocado... Christopher Anson Garside, coordinador en jefe. Un tipo difícil de tratar, con su bigote gris cortado al milímetro, su voz gris y cortante, sus pensamientos grises de hombre de negocios.
Ya que los hombres representaban no solamente vidas sino también el potencial de instrucción y de experiencia que les había sido proporcionado. Spencer pensó que en el mejor de los casos no duraban más que un corto lapso de tiempo antes de hacerse matar en alguna parte del pasado o decidir establecerse en una época que les pareciera más agradable que la actual.
Y había que tener en cuenta también las máquinas. Cada vez que un hombre no volvía, se perdía al mismo tiempo un transportador. Y era cierto que los transportadores valían un cuarto de millón cada uno... un pequeño detalle imposible de olvidar por completo.
Spencer se sentó de nuevo ante su escritorio y consultó otra vez el programa del día. Estaban E. J., en ruta hacia la Bretaña romana para el proyecto Árbol Genealógico. Nickerson, hacia principios del Renacimiento italiano, para obtener una vez más información acerca del tesoro desaparecido del Vaticano. Hennessy, siempre en busca de documentos perdidos en la España del siglo XV. Williams, que esperaba terminaría por echarle mano al Picasso perdido, y una media docena más. No era un programa muy cargado. Pero bastaba para aumentar una buena jornada de trabajo.
Controló los hombres que no figuraban en la lista de proyectos. Dos de ellos estaban de vacaciones. Otro en Readaptación. Adiestramiento se encargaba de los demás.
Y, por milésima vez, se preguntó qué efecto causaba realmente el viajar por el Tiempo.
Tenía algunas nociones al respecto por mediación de los viajeros, pero nada más. No hablaban mucho de, ello. O quizá lo hicieran a solas, entre ellos, sin testigos. O tal vez simplemente no hablaran. Como si nadie pudiera describirlo exactamente. O tal vez como si se tratara de una experiencia de la que no se debía hablar.
Una sensación de irrealidad, el sentimiento de hallarse desplazado, de no pertenecer al universo, de hallarse de algún modo sobre la punta de los pies en el más lejano borde de la eternidad.
Una sensación que iba pasando un poco con la costumbre, por supuesto, pero que parecía que nadie estuviera exento de ella. Ya que el pasado, bajo la misteriosa acción de un principio aún desconocido, constituía un mundo de salvaje encanto.
Sí, él había tenido también su oportunidad, y había fallado.
Pero algún día, se prometía, se sumergiría en el Tiempo. No como un viajero profesional, sino como turista... si conseguía alguna vez reunir el dinero necesario para preparar una expedición. El viaje en sí importaba menos que el Adiestramiento.
Observó de nuevo la lista para echarle una última ojeada. Todos los que partían aquel día eran profesionales cualificados. No tenía que preocuparse por ellos.
Colocó a un lado las listas y llamó a la señorita Crane.
Era una secretaria perfecta, aunque la naturaleza no la hubiera agraciado excesivamente. Ya mayor, de piel apergaminada... actuando siempre a su modo y permitiéndose el lujo de mostrarse a veces duramente reprobadora.
Spencer no la había escogido por sí mismo, sino que la había heredado, quince años antes. Estaba ya al servicio de Pasado & Cía. antes incluso de la creación de la Oficina de Proyectos. Y pese a su físico poco llamativo, a su actitud seca y a su visión más bien pesimista de la vida, era indispensable.
Conocía la naturaleza de los proyectos tan bien como él mismo. A veces se lo daba a entender. Pero jamás olvidaba nada, jamás perdía nada, jamás cometía errores. La oficina funcionaba a la perfección: cumplía con todos sus trabajos, y siempre en los plazos fijados.
Spencer, que soñaba de tanto en tanto en una sustituta más joven y apetecible, sabía muy bien que aquello no era más que un sueño. Jamás podría realizar su trabajo sin la presencia de la señorita Crane en la habitación contigua.
—Ha entrado de nuevo sin que le vieran —acusó apenas hubo cerrado la puerta.
—Imagino que hay alguien en la sala de espera.
—Un tal doctor Aldous Ravenholt, de la Fundación para la Humanidad.
Hizo una mueca. No había peor manera de iniciar la mañana. Un pretencioso funcionario de la Humanidad. Aquella gente imaginaba siempre que se les debía algo.
—Y un tal Stewart Cabell. Un candidato enviado por la Oficina de Personal. Señor Spencer, no crea...
—No, yo no creo —cortó Spencer—. Sé que Personal está contento. Pero hasta ahora he aceptado sin más a todos los que me han enviado, y ya ve lo que está ocurriendo. Tres hombres desaparecidos en los últimos diez años. A partir de ahora examinará personalmente a todos los que se presenten.
Ella bufó. Un bufido de lo más desagradable.
—¿Y eso es todo? —preguntó Spencer, diciéndose que no podía tener tanta suerte... tan sólo dos.
—Hay también un tal señor Boone Hudson. Un hombre ya mayor, que parece enfermo e impaciente. Quizá debiera recibirlo a él primero.
Spencer podía haberlo hecho, pero nunca después de lo que ella acababa de decir.
—Recibiré primero a Ravenholt —dijo—. ¿Tiene alguna idea de lo que quiere?
—No, señor.
—Bueno, hágalo entrar. Probablemente intentará sacarme una tajada de Tiempo.
«Los marrulleros», pensó. «No sabía que hubiera tantos.»
Aldous Ravenholt era un hombre presuntuoso, satisfecho de sí mismo e incluso presumido. El pliegue de su pantalón hubiera podido servir para cortar mantequilla. Su apretón de manos era profesional, y su sonrisa automática. Se sentó en el sillón que le señaló Spencer con una irritante seguridad.
—He venido a hablarle —anunció— de la investigación sobre los orígenes religiosos que actualmente es objeto de una proposición oficial.
Spencer hizo mentalmente una mueca. Aquel tema tocaba uno de sus puntos sensibles.
—Doctor Ravenholt —respondió—, se trata de un asunto al que he dedicado toda mi atención. Y no solamente yo, sino también todo mi servicio.
—He oído decirlo —observó secamente Ravenholt—. Este es el motivo de mi presencia aquí. Creo comprender que usted ha decidido provisionalmente no darle curso.
—No provisionalmente —respondió Spencer—. Nuestra decisión ya ha sido tomada. Y me pregunto cómo lo ha sabido usted.
Ravenholt agitó afectadamente su mano, como para indicar que había muy pocas cosas de las que él no estuviera informado.
—Presumo que el asunto puede ser aún discutido.
Spencer negó con la cabeza.
Ravenholt adoptó un tono glacial.
—No acabo de comprender cómo puede usted interrumpir tan sumariamente una investigación tan motivada y tan esencialmente interesante para toda la humanidad.
—No sumariamente, doctor. Le hemos dedicado mucho tiempo. Hemos procedido a sondeos de opinión. Hemos hecho establecer un estudio en profundidad por nuestro Servicio Psicológico. Hemos tenido en cuenta todos los factores.
—¿Y sus conclusiones, señor Spencer?
—En primer lugar —dijo Spencer, que iba irritándose gradualmente—, nos ocuparía demasiado tiempo. Como usted sabe, nuestra licencia estipula que debemos conceder un diez por ciento de nuestro tiempo a proyectos de interés público. Nos doblegamos meticulosamente a esta norma, aunque debo confesarle que nada nos causa mayores quebraderos de cabeza.
—Pero ese diez por ciento...
—Si adoptáramos el proyecto sobre el que usted insiste, doctor, ocuparíamos todo nuestro tiempo de interés público al menos durante varios años. Lo cual eliminaría cualquier otro programa.
—Pero debe reconocer usted que le será difícil encontrar alguna otra propuesta que comporte un más amplio interés público.
—No es esa nuestra conclusión —observó Spencer—. Hemos procedido a sondeos de opinión en todas las regiones de la Tierra, a todos los niveles posibles. Y hemos llegado a la noción de... sacrilegio.
—¡Está usted bromeando, señor Spencer!
—En absoluto. Nuestras listas de opinión muestran de forma clara que toda tentativa de investigación sobre los orígenes de las religiones mundiales sería considerada por el gran público como sacrilegio. Usted y yo podríamos ver sin lugar a dudas tan sólo una investigación. Conseguiríamos eliminar todas nuestras dudas sosteniendo que no buscábamos ni más ni menos que la verdad. Pero las poblaciones del mundo —las gentes sencillas, ordinarias— pertenecientes a todos los credos, a todas las sectas del mundo, no desean conocer la verdad. Temen que esto altere un montón de tradiciones antiguas y cómodas. Califican esto de sacrilegio, y en parte es exacto, por supuesto, pero también es una reacción instintiva de defensa contra cualquier alteración de su modo de pensar. Tienen una fe a la que agarrarse. Hace muchos años que les sirve, y no quieren que nadie la toque.
—¡Sencillamente, no puedo creerlo! —dijo Ravenholt, alterado ante aquel ciego chauvinismo.
—Tengo las cifras a su disposición.
El doctor Ravenholt hizo ondular su mano en un gesto condescendiente.
—Desde el momento en que usted lo dice, lo creo.
No quería correr el riesgo de que le demostraran que estaba en un error.
—Otra consideración —prosiguió Spencer—: la objetividad. ¿Cómo elegir a los hombres que habría que enviar para estudiar los hechos?
—Estoy seguro de que los encontraríamos. Existe un gran número de miembros de las congregaciones, de todos los credos y creencias, que estarían ampliamente cualificados...
—Esos son precisamente a quienes primero eliminaríamos. Necesitamos objetividad. Idealmente, el hombre que necesitaríamos no debería tener el menor interés en la religión, no poseer la menor instrucción religiosa, no estar ni en pro ni en contra... y por lo tanto no sabríamos cómo emplear un tal hombre, aunque lo encontráramos. Ya que, para comprender su trabajo, necesitaría una formación lo suficientemente avanzada como para inculcarle la idea de lo que debería buscar. Una vez formado, perdería evidentemente su objetividad. De todas las religiones se desprende algo que obliga a adoptar una postura.
—Bueno, usted está hablando de una investigación ideal, no de la nuestra —dijo Ravenholt.
—Bien, si usted lo quiere así —admitió Spencer—. Digamos que decidimos realizar un trabajo superficial. ¿A quién enviamos? Le hago a usted la pregunta: ¿hay un sólo cristiano —por frío que sea en materia de religión— al que podamos enviar con seguridad a la época en que Jesucristo vivía sobre la Tierra? ¿Cómo podríamos tener la seguridad de que incluso los más mediocres cristianos no harían nada más que observar los hechos? Se lo repito, doctor Ravenholt, es un riesgo en que no querríamos incurrir. ¿Qué cree usted que ocurriría si de pronto nos encontráramos con trece discípulos en lugar de doce? ¿Y si alguien intentara salvar a Jesús de la cruz? Peor aún: ¿y si Jesucristo fuera realmente salvado? ¿Qué le ocurriría entonces a la cristiandad? Sin la Crucifixión, ¿la religión habría sobrevivido?
—Existe una solución sencilla a su problema —dijo fríamente Ravenholt—. No envíe usted a un cristiano.
—Bien, estamos llegando al punto álgido —observó Spencer—. Enviemos a un musulmán a recoger los hechos cristianos, y a un cristiano a retroceder hasta la vida de Buda... y a un budista para investigar la magia negra en el Congo.
—Eso podría funcionar —dijo Ravenholt.
—Podría efectivamente funcionar, pero usted no conseguiría la objetividad. Habría parcialidad y, peor aún, interpretaciones erróneas pero perfectamente sinceras.
Ravenholt tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre su rodilla.
—Comprendo su punto de vista —concedió con una cierta irritación—. Pero omite usted un detalle. Se puede muy bien no dar a conocer enteramente al público las conclusiones obtenidas.
—Pero se trata de algo de interés público: así al menos está escrito en nuestra licencia.
—¿Arreglaría las cosas el que yo le ofreciera algunos fondos para ayudar a cubrir los gastos? —preguntó Ravenholt.
—En tal caso —respondió cándidamente Spencer— no cumpliríamos con las condiciones. O algo es de interés público, y consecuentemente sin el menor gasto, o es un contrato comercial firmado en las condiciones habituales.
—Lo más evidente es que rehusa usted ejecutar este trabajo —declaró claramente Ravenholt—. Es mejor que lo reconozca.
—Con gran placer —dijo Spencer—. No lo tocaría ni con pinzas. Lo que me preocupa por ahora es la razón de su visita.
—Pensé que el proyecto estaba a punto de ser rehusado —explicó Ravenholt—, y que tal vez yo podría actuar como mediador.
—Dicho de otro modo, pensaba usted que podría comprarnos.
—¡En absoluto! —respondió colérico Ravenholt—. Tan sólo he admitido que el proyecto rebasaba sin duda un poco el cuadro de su licencia.
—Exacto.
—No comprendo completamente sus objeciones —insistió Ravenholt.
—Doctor, ¿le gustaría a usted incurrir en la responsabilidad de demoler una fe? —preguntó suavemente Spencer.
—Pero... eso no es posible... —ahora, Ravenholt balbuceaba.
—¿Está usted seguro? ¿Hasta qué punto? ¿Incluso en el caso de la magia negra en el Congo?
—Bien, yo... esto... bajo este aspecto...
—¿Comprende lo que quiero decir? —preguntó Spencer.
—De todos modos —protestó Ravenholt—, se podrían ocultar algunos hechos...
—¡Vamos, vamos! ¿Cuánto tiempo cree usted que podría guardar el secreto? De todos modos —prosiguió firmemente Spencer—, cuando Pasado & Cía. se encarga de un trabajo es para extraer la verdad. Y cuando la conocemos, la ofrecemos a los demás. Esta es la única justificación de la existencia de la firma. Tenemos entre manos un cierto proyecto, de naturaleza privada, a plena tarifa, para el cual hemos retrocedido cerca de dos mil años para confeccionar un árbol genealógico. Nos hemos visto en la obligación de revelar a nuestro cliente algunos aspectos desagradables del mismo. Pero no hemos ocultado nada.
—¡Eso es exactamente lo que estoy intentando hacerle comprender! —gritó Ravenholt, desprovisto finalmente de su calma—. ¡Está usted dispuesto a embarcarse en un asunto de Árbol Genealógico, pero rehusa mi proposición!
—¡Y usted confunde dos proyectos completamente distintos! Esta investigación sobre los orígenes de las religiones es un asunto de interés público. El Árbol Genealógico es financiado por fondos privados, y nosotros somos pagados.
Ravenholt se puso en pie, furioso.
—Reanudaremos la discusión en otro momento, cuando ambos nos hallemos en situación de contenernos.
—Esto no cambiará nada —declaró Spencer con tono cansado—. Mi decisión ya está tomada.
—Señor Spencer, tengo apoyos... —dijo amenazadoramente Ravenholt.
—Es posible. Sin duda puede pasar usted por encima de mi resolución. Pero si esta es su intención, quiero decirle algo: tendrá que pasar por encima de mi cuerpo para realizar su proyecto. Doctor Ravenholt, me niego a traicionar la fe de ningún país del mundo.
—¡Ya lo veremos! —lanzó venenosamente Ravenholt.
—Está imaginando usted que puede hacer que me echen de aquí —observó Spencer—. Es posible. No tengo la menor duda de que sabe usted de qué hilos debe tirar. Pero esto no va a ser una solución.
—A mi modo de ver, sería la solución perfecta —dijo Ravenholt en tono cortante.
—Continuaré combatiéndole como ciudadano privado. Llevaré el asunto a las Naciones Unidas si es necesario.
Estaban ahora ambos de pie, frente a frente, a cada lado del gran escritorio.
—Lamento que las cosas sean así —dijo Spencer—. Pero mantengo todo lo que le he dicho.
—Yo también —respondió Ravenholt, dirigiéndose hacia la puerta.