IV
Había luna llena. Bajo su claridad, el paisaje dormía, vasto y desierto, con el horizonte orlado por la oscuridad de un bosque. Un lobo aullaba en alguna parte. El túmulo estaba allá... no llegaban demasiado pronto.
Elevándose en el aparato antigravedad, escrutaron las densas tinieblas de un bosque. Aproximadamente a un kilómetro de distancia de la tumba se erguía un caserío: un edificio de troncos con otras edificaciones más pequeñas a un lado, todo ello rodeado por una empalizada. Inundado por la luz de la luna, el caserío se veía en calma.
—Campos cultivados —observó Whitcomb. Hablaba en voz baja en el silencio reinante—. Ya sabes que los sajones eran principalmente agricultores, que vinieron aquí en busca de tierras. Piensa que los bretones habían desaparecido de la región desde hacía algunos años.
—Debemos informarnos acerca de la inhumación —dijo Everard—. Podríamos partir de nuevo hacia atrás hasta encontrar el momento en que fue erigido el túmulo, pero creo que será mejor que nos informemos ahora o en alguna fecha posterior, donde cualquier efervescencia que se haya podido producir se habrá ya apaciguado.
Whitcomb asintió; Everard hizo descender de nuevo el aparato al abrigo de una espesura y dio un salto de cinco horas hacia adelante.
El sol cegaba al nordeste, el rocío colgaba de las altas hierbas, y los pájaros formaban una infernal algarabía. Los dos Patrulleros descendieron de la máquina y expelieron el saltatiempos a una altura de quince mil metros, donde quedaría suspendido a la espera de que lo llamaran de nuevo por medio de los transmisores en miniatura que llevaban ocultos en sus cascos.
Se acercaron abiertamente al caserío, apartando con el plano de la espada y del hacha los amenazantes perros que gruñían a su alrededor. El patio no estaba empedrado, sino cubierto de una espesa capa de lodo y de estiércol. Dos niños desnudos, con el pelo alborotado, los miraban desde el umbral de una choza de barro y paja. Una joven sentada fuera, ocupada en ordeñar una delgada vaca, lanzó un gritito, y un rechoncho mozo de labranza, con la cabeza baja, que estaba dando de comer los cerdos, tomó su azagaya. Tapándose la nariz, Everard deseó que algunos arqueólogos de su propio siglo, fanáticos de los vestigios y tradiciones de los sajones, pudieran visitar aquel lugar.
Un hombre de barba gris, con el hacha en la mano, apareció a la puerta del edificio principal. Como todos los individuos de aquel período, era bastantes centímetros más bajos que la media del siglo XX. Los examinó prudentemente antes de desearles los buenos días.
Everard sonrió educadamente.
—Me llamo Uffa Hundingson, y este es mi hermano Knubbi. Somos mercaderes de Jutland, venidos hasta aquí para comerciar en Canterbury —dio el nombre de la época, Cant-warabyrig—. Hemos partido al azar desde el lugar donde hemos varado nuestro bote en la playa, nos hemos perdido y, después de vagar toda la noche describiendo círculos, hemos visto vuestra casa.
—Me llamo Wulfnoth, hijo de Aelfred —respondió el campesino—. Entrad a descansar y comer con nosotros.
La sala, enorme, oscura, de techo renegrido por el humo, estaba llena de una parloteante multitud: los hijos de Wulfnoh, sus esposas y sus hijos, los siervos y sus familias.
La comida, servida en grandes escudillas de madera, consistía en carne de cerdo medio cocida. No era difícil entablar conversación: aquellas gentes eran tan chismosas como cualquier campesino aislado de cualquier otro lugar. La dificultad consistía en recoger informes verosímiles sobre los acontecimientos de Jutland. Una o dos veces Wulfnoth, que no era tonto, les señaló algunos errores, pero Everard se apresuró a afirmar:
—Os han contado cosas falsas. Las noticias se deforman de un modo singular cuando atraviesan el mar.
Se sintió sorprendido al comprobar cómo existía aún una sólida relación entre el viejo país y el nuevo. En cuanto a la conversación sobre el tiempo y la cosecha, apenas se diferenciaba de las que había oído en el medio oeste, en el siglo XX.
No fue hasta más tarde que pudo deslizar una pregunta acerca del túmulo. Wulfnoth frunció el ceño, y su gruesa y desdentada esposa esbozó un rápido gesto implorante en dirección a un basto ídolo de madera.
—No es bueno hablar de esas cosas —murmuró el sajón—. Lamento que el brujo fuera enterrado en mis dominios. Pero era amigo de mi padre, que ahora ya está muerto, y no quiso dejarse disuadir.
—¿El brujo? —Whitcomb prestó oídos—. ¿Qué historia es esa?
—Puesto que deseáis saberlo —gruñó Wulfnoth—. Era un extranjero venido a Canterbury hace seis años. Debía venir de muy lejos, ya que no hablaba ni el inglés ni las lenguas bretonas, pero el rey Hengist lo acogió, y muy pronto aprendió. Le dio al rey extraños presentes, pero benéficos, y era un adivino hábil al que el rey consultaba a menudo. Nadie se atrevía a contrariarlo, ya que poseía un bastón que arrojaba fuego, le vi fundir rocas con él, y una vez, en una batalla contra los bretones, quemó completamente a muchos hombres. Había algunos que lo tomaban por Wotan, pero eso es imposible, ya que está muerto.
—¡Ah!, de modo que así ocurrió —dijo Everard, muy interesado—. ¿Y qué otras cosas hizo mientras vivió?
—Oh... dio al rey sabios consejos, como ya he dicho. Decía que nosotros los de Kent debíamos dejar de empujar a los bretones y hacer venir sin cesar a nuestros allegados cada vez en mayor número de nuestro país; por el contrario, debíamos establecer la paz. Pensaba que con nuestra fuerza y su ciencia romana, podríamos constituir juntos un poderoso imperio. Quizá tuviera razón, aunque por mi parte no veo apenas la utilidad de todos esos libros y esos baños, sin hablar de ese extraño dios en forma de cruz que tienen... De todos modos, fue muerto por dos mensajeros desconocidos, hace tres años, y enterrado aquí con animales sacrificados y aquellas de sus posesiones que sus enemigos no le robaron— Le ofrecemos un sacrificio dos veces al año, y debo confesar que su fantasma nunca nos ha causado problemas. Pero todo esto sigue sin gustarme.
—Hace tres años, ¿eh? Ya veo... —dijo Whitcomb. Necesitaron una buena hora antes de poder retirarse, y Wulfnoth insistió en enviar un muchacho a guiarles hasta el río. Everard, que no sentía el menor deseo de ir a pie hasta tan lejos, sonrió y llamó a tierra al saltatiempos. Mientras él y Whitcomb subían a él, le dijo gravemente al adolescente, cuyos ojos estaban desorbitados:
—Sabrás que has acogido a Wotan y a Thunor, que a partir de ahora protegerán a los tuyos de cualquier mal.
Dieron un salto de tres años hacia atrás. Y aquel era el momento difícil, se dijo examinando el caserío desde la espesura. Esta vez el túmulo no estaba allí. El brujo Stane se hallaba aún vivo. Había sido relativamente fácil engañar a un muchacho, pero ahora debíamos arrancar a aquel personaje de una ciudad sólida y guerrera, donde era el brazo derecho del rey. Y poseía un desintegrador.
—Aparentemente, hemos tenido éxito... o vamos a tener éxito —dijo Whitcomb.
—No. Ya sabes que esto no es obligatorio. Si fracasamos, Wulfnoth nos contará otra historia dentro de tres años... ¡y es probable que Stane esté allí! ¡Podría incluso matarnos las dos veces! E Inglaterra, arrancada de las edades oscuras para pasar a una cultura neoclásica, se convertirá en algo completamente desconocido... Me pregunto adonde quiere ir a parar Stane.
Hizo elevarse al saltatiempos, y lo dirigió por los aires hacia Canterbury. El viento nocturno soplaba amenazadoramente contra su rostro. Pronto apareció el burgo, y aterrizaron en un bosquecillo. La blanca claridad de la luna se reflejaba en los muros semiderruidos de la antigua y romana Durovernum, manchada de negro en los lugares que los sajones habían reparado con madera y fango. Nadie podía penetrar allí tras la caída del sol.
El saltatiempos les llevó de nuevo a pleno día, hacia las doce, y fue enviado hacia el cielo. El almuerzo que había tomado dos horas antes y tres años más tarde pesaba en el estómago de Everad, mientras se dirigía hacia la carretera romana en ruinas, y luego hacia la ciudad. La circulación era bastante intensa, la mayor parte agricultores que llevaban sus productos al mercado, en carretas tiradas por bueyes. Dos guardias de hosco aspecto los detuvieron a la puerta e inquirieron sus intenciones. Esta vez, Everard y Whitcomb eran los representantes de un comerciante de Thanet que los enviaba a interrogar a algunos artesanos del lugar. Los dos hombres permanecieron ceñudos hasta el momento en que Whitcomb les deslizó en la mano dos piezas romanas; entonces sus lanzas se bajaron, y pudieron proseguir su camino.
La ciudad se agitaba y zumbaba a su alrededor, pero una vez más el violento hedor era lo que más molestaba a Everard. Entre los sajones que se empujaban percibía a veces a un romano-bretón que se abría camino entre ellos con aire desdeñoso, sujetando su enfangada túnica para evitar todo contacto con aquellos salvajes. Hubiera sido un espectáculo cómico si no hubiera resultado tan patético.
Había un albergue extraordinariamente sórdido instalado en las ruinas de una antigua casa de mármol. Everard y Whitcomb descubrieron que su dinero tenía un alto valor en aquel lugar donde los intercambios se hacían aún con especies en la mayor parte de los casos. Tras un par de vueltas bien orientadas, obtuvieron toda la información que necesitaban. El palacio del rey Hengist se erigía cerca del centro de la ciudad... y no era un palacio propiamente dicho, sino un viejo edificio que había sido embellecido de forma deplorable bajo la influencia de aquel extranjero, Stane,.. «eso no quiere decir que nuestro buen y fuerte rey sea una damisela, no me interpretéis mal, forastero... ved, apenas hace un mes... ¡si, Stane! Vive en la casa de al lado. Un hombre extraño, algunos dicen que es un dios... de todos modos, sabe elegir a las mujeres... si, dicen que es él quien ha maquinado todas esas historias de paz con los bretones. Cada vez llegan más de esos malditos, de modo que un hombre honesto no puede derramar tranquilamente un poco de sangre... naturalmente, Stane es muy sabio, no querría decir nada contra él, compréndelo bien, después de todo, él tiene el rayo en sus manos...»
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Whitcomb cuando hubieron vuelto a su habitación—. ¿Vamos a detenerlo?
—No... temo que no sea posible. Tengo un plan muy vago, pero antes hay que saber cuales son realmente sus intenciones. Veamos si podemos obtener audiencia. —Levantándose del jergón que le servía de cama, Everard se rascó—. ¡Diablos! ¡Lo que hace falta en esta época no es una instrucción, sino un poco de insecticida!
La casa había sido cuidadosamente restaurada, su fachada encolumnada, blanca, estaba tan limpia que la impresión que causaba entre toda aquella suciedad era penosa. Dos guardias, de pie en la parte alta de la escalinata de acceso, se pusieron a la defensiva ante la llegada de los Patrulleros. Everard les dio unas monedas y les dijo que traía noticias que estaba seguro no dejarían de interesarle al brujo.
—Dile: El hombre del mañana. Es un santo y seña, ¿comprendes?
—Eso no quiere decir nada —protestó el guardia.
—Los santo y seña no quieren decir nunca nada —respondió Everard altaneramente.
El sajón se alejó con un ruido metálico, agitando tristemente la cabeza: ¡todas esas ideas nuevas!
—¿Estás seguro de que esto sea prudente? —preguntó Whitcomb—.Ahora va a estar a la defensiva.
—Un personaje de su importancia no perderá su tiempo por un extranjero cualquiera. Y además el asunto corre prisa, amigo. Hasta ahora no ha conseguido nada importante, ni siquiera nada lo suficientemente importante como para que su nombre permanezca y la leyenda se perpetúe. Pero si el rey Hengist realizara una verdadera alianza con los bretones...
El guardia regresó, gruñó algo, y los condujo hacia arriba por las escaleras y luego a través del peristilo. Más allá se encontraba el atrio, una estancia de regulares dimensiones donde modernos tapices en piel de oso contrastaban con el cuarteado mármol y el descolorido mosaico. Un hombre estaba de pie ante un burdo lecho de madera. Apenas entraron, levantó la mano, y Everard vio el delgado cañón de un desintegrador del siglo XXX.
—Mantengan sus manos bien a la vista y apartadas de sus cuerpos —dijo suavemente—. De otro modo, me veré obligado a aniquilarles mediante el divertido truco del lanzador de rayos.
Whitcomb retuvo el aliento, pero Everard esperaba ya aquella recepción. Sin embargo, sintió como un nudo en su estómago.
Stane el brujo era un hombre de baja estatura, vestido con una hermosa túnica bordada que debía provenir de alguna ciudad bretona. Su delgado cuerpo era musculoso, su cabeza voluminosa, y sus rasgos de una agradable fealdad bajo una masa de negros cabellos. Sus labios se curvaban en una fría sonrisa.
—Regístrales, Eadgar —ordenó—. Toma todo lo que puedan llevar en sus ropas.
El sajón era torpe, pero encontró los paralizadores y los arrojó al suelo.
—Puedes irte —dijo Stane.
—¿No teméis nada de su parte, mi amo? —preguntó el soldado.
—¿Con eso en mi mano? En absoluto —Stane sonrió más ampliamente. Eadgar se alejó arrastrando los pies.
«Al menos, conservamos aún la espada y el hacha —pensó Everard—, pero no nos servirá de gran cosa contra ese objeto que nos está apuntando.»
—¿Así que vienen realmente del mañana? —murmuró Stane. El sudor brilló repentinamente en su rostro—. Estaba intrigado. ¿Hablan el inglés futuro?
Whitcomb abrió la boca, pero Everard se le adelantó improvisando, ya que su vida estaba en peligro.
—¿A qué idioma se refiere?
—A este —Stane empezó a hablar con un acento indescriptible, pero de modo inteligible para unos oídos del siglo XX—. Quiero saber de dónde y de cuándo vienen, sus intenciones y todo lo demás. Dígame la verdad, o los reduciré a cenizas.
Everard inclinó la cabeza.
—No —respondió, en sajón—. No le comprendo.
Whitcomb lo miró con el rabillo del ojo, pero no dijo nada, dispuesto a seguir la acción del americano. La mente de Everard funcionaba activamente bajo el aguijón de la desesperación; comprendía que la muerte le acechaba al primer error.
—En nuestra época hablamos así —dijo. Y empezó a hablar rápidamente en una jerga mejicano-española.
—¡Una lengua latina! —los ojos de Stane se iluminaron. El desintegrador temblaba en su mano—. ¿De cuándo vienen?
—Del siglo XX después de Cristo. Nuestro país se llama Lyonesse. Se encuentra al otro lado del mar occidental...
—¡América! —fue un suspiro—. ¿Acaso nunca la han llamado América?
—No. Ignoro de qué me está hablando.
Stane no pudo reprimir un estremecimiento, pero se dominó.
—¿Conoce el romano?
Everard asintió con la cabeza. Stane rió nerviosamente.
—Entonces utilicémoslo. Si supieran lo harto que estoy de esa lengua de cerdos que es el sajón...
Su latín era un tanto decadente, aprendido con toda evidencia en aquel siglo, pero bastante comprensible. Agitó su arma.
—Perdone mi falta de cortesía por esto. Pero debo mostrarme prudente.
—Por supuesto —dijo Everard—. Esto... yo me llamo Mencius y mi amigo Iuvelanis— Venimos del futuro, como ha adivinado. Somos historiadores. Nuestra época acaba precisamente de inventar los viajes por el tiempo.
—A decir verdad, yo soy Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han... han oído hablar alguna vez de mí?
—¡Esa pregunta es superflua! —exclamó Everard—. Hemos venido en busca de ese misterioso Stane que parece ser uno de los personajes esenciales de la Historia. Suponíamos que podía tratarse de un... —exploró su latín en busca de una expresión que significara viajero por el tiempo, y terminó improvisando una— ...peregrinator temporis. Ahora ya lo sabemos.
—Tres años —Schtein empezó a pasearse a grandes zancadas por la estancia, con el arma en su mano, pero estaba demasiado lejos como para saltar sobre él por sorpresa—. Hace tres años que estoy aquí. Si supieran las veces que me he despertado preguntándome si conseguiría tener éxito... Díganme, ¿su mundo esta unido?
—El mundo y los planetas —dijo Everard—. Hace ya tiempo. —Se estremeció interiormente. Su vida dependía de su habilidad en adivinar cuales eran los planes de Schtein.
—¿Y son un pueblo libre?
—Lo somos. Es decir, el Emperador es quien preside, pero es el Senado quien dicta las leyes, y es elegido por el pueblo.
El rostro de gnomo de Schtein adoptó una expresión casi mística. Estaba trasfigurado.
—Tal como yo había soñado —murmuró—. Gracias.
—Así pues, ¿vino usted de su propia época para... para crear la Historia?
—No. Para cambiarla.
Las palabras llegaban precipitadamente, como si hubiera deseado hablar desde hacía muchos años sin haberse atrevido nunca:
—Yo también era historiador, en mi tiempo. Por casualidad encontré a un hombre que se pretendía comerciante de las lunas de Saturno, pero como yo había estado varias veces allí me di cuenta de que mentía. Hice averiguaciones, y finalmente supe la verdad. Era un viajero temporal venido de un lejano futuro.
»Han de comprender que la época en que yo vivía era atroz, y como historiador psicógrafo me daba cuenta de que la guerra, la miseria y la tiranía que nos sojuzgaban no provenía de un mal innato en el hombre, sino de la simple ley de la casualidad. Habían existido períodos de paz, algunos bastante prolongados: pero el mal estaba demasiado profundamente enraizado, el estado conflictivo formaba parte de nuestra propia civilización. Mi familia había sido aniquilada en el transcurso de una incursión venusiana, no tenía nada que perder. Así que tomé la máquina temporal... después de haber dispuesto de su propietario.
»E1 gran error, me decía, fue cometido durante los siglos oscuros. Roma había unificado un vasto imperio que conocía lo que era la paz, y de la paz siempre puede nacer la justicia. Pero Roma se agotó en el esfuerzo, y se estaba disgregando. Los recién llegados bárbaros eran vigorosos, tenían grandes posibilidades, pero no tardaron en corromperse.
»Sin embargo, tomemos Inglaterra, aislada de la corrompida influencia de la sociedad romana. Los sajones hacen su aparición: son unos desagradables perezosos, pero son fuertes, y no piden más que instruirse. En mi Historia, simplemente aniquilaron la civilización bretona para luego, intelectualmente impotentes, ser englobados por aquella nueva y maldita civilización calificada como occidental. Deseaba que ocurriera algo mejor.
»No ha sido fácil. Se sorprenderían ustedes de la dificultad que experimenta uno para vivir en una época distinta sin haber aprendido a aclimatarse, incluso si se dispone de armas potentes y de presentes para el rey. Pero me he ganado el respeto de Hengist y cada vez más la confianza de los bretones. Puedo unir a los dos pueblos en una guerra común contra los pictos. Inglaterra se convertirá en un reino único, con la riqueza de la fuerza sajona y los conocimientos romanos, con la potencia suficiente como para rechazar a todos los invasores. Por supuesto, el cristianismo es inevitable, pero haré de modo que sea un buen cristianismo, que instruya y civilice a los hombres sin poner trabas a su mente.
»Un día u otro, Inglaterra se hallará en condiciones de tomar el timón de los acontecimientos en el continente. Y por fin... un mundo unificado. Permaneceré aquí el tiempo suficiente como para conseguir la creación de la alianza contra los pictos, y luego desapareceré prometiendo volver más tarde. Si reaparezco, digamos a intervalos de cincuenta años, durante los próximos siglos, me convertiré en una leyenda, un dios, que podrá forzarles a permanecer en el recto camino.
—He leído bastante en relación a San Stanius —dijo lentamente Everard.
—¡Entonces lo he conseguido! —gritó Schtein—. ¡He conseguido la paz del mundo! —las lágrimas corrían por sus mejillas.
Everard se acercó. Schtein apuntó su arma hacia él, aún receloso. Everard giró a su alrededor, contemplándole admirativamente, y Schtein, se giró para mantenerlo cubierto. Pero el hombre estaba demasiado alterado por aquella aparente prueba de su éxito para recordar la presencia de Whitcomb. Everard le hizo al inglés un signo con la mirada.
Whitcomb lanzó su hacha. Everard se arrojó de bruces al suelo. Schtein gritó, y el desintegrador lanzó una descarga. El hacha se había enterrado en su espalda. Whitcomb saltó, sujetándole la mano que tenía el arma. Schtein gritó de nuevo, esforzándose en mantener su control. Everard saltó hacia los dos hombres. Hubo un instante de confusión.
Luego, el desintegrador escupió una nueva descarga, y Schtein no fue más que un peso inerte entre sus brazos. La sangre que manaba de la horrible herida que atravesaba su cuerpo desde la espalda hasta el pecho iba empapando sus ropas.
Los dos guardias acudieron corriendo. Everard tomó su paralizador del suelo y lo ajustó a la máxima intensidad. Una jabalina le rozó el brazo. Disparó dos veces, y los dos hombres se derrumbaron, fuera de combate por algunas horas.
Everard, agachado, escuchó atentamente. Se oía gritar a algunas mujeres en las estancias interiores, pero nadie hizo acto de presencia.
—Creo que lo hemos conseguido —jadeó.
—Sí —Whitcomb contemplaba sombrío el cadáver tendido a sus pies, que parecía miserablemente pequeño.
—No deseaba su muerte —dijo Everard—. Pero el momento era... difícil. Además, estaba escrito.
—Para él ha sido mejor esto que un tribunal de la Patrulla y el exilio sobre algún planeta alejado.
—Realmente, hay que reconocer que era un ladrón y un asesino. Pero el suyo era un hermoso sueño.
—Un sueño que hemos reducido a polvo.
—La Historia hubiera terminado haciendo lo mismo. Un hombre solo nunca hubiera conseguido ser tan poderoso ni tan sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana ha sido ocasionada por fanáticos tan bien intencionados como éste...
—Con lo cual, nos lavamos las manos y aceptamos lo que ha de venir.
—Piensa en tus amigos de 1947. Ni siquiera hubieran llegado a existir.
Whitcomb se quitó su capote e intentó limpiar la sangre que había manchado sus ropas.
—Vamos —dijo Everard. Franqueó la puerta trasera. Una concubina le miraba con ojos aterrorizados.
Tuvo que hacer saltar la cerradura de una puerta interior. La siguiente estancia contenía la lanzadora temporal de Ing, así como libros y algunas cajas de armas y provisiones. Everard lo cargó todo en la lanzadera, salvo la caja de combustible. Esta debía quedarse en aquel lugar, para que él supiera de su existencia en el futuro y pudiera acudir a destruir el hombre que quería ser Dios.
—Lleva todo esto al almacén de 1894 —dijo—. Yo iré a buscar nuestro saltatiempos. Nos encontraremos en la oficina.
Whitcomb lo miró largamente. Sus rasgos estaban tensos. Su expresión adoptó un aire resuelto.
—De acuerdo —dijo. Sonrió con una cierta tristeza y apretó la mano de Everard—. Adiós, y buena suerte.
Everard lo observó mientras se instalaba en el gran cilindro de acero. Era una curiosa fórmula de adiós, si uno pensaba que dentro de dos horas iban a tomar juntos el té, en 1894.
Una preocupación rondaba por su cabeza cuando salió de la casa para mezclarse con la multitud. Charlie era un original, o bien...
Nadie reparó en él cuando salió de la ciudad y penetró en el bosquecillo. Hizo descender el saltatiempos y, a despecho de la necesidad de apresurarse para impedir que algún curioso se acercara para ver aquel pájaro gigante, abrió una vasija de cerveza. Sentía una imperiosa necesidad de echar un largo trago. Luego, tras una última mirada a la Inglaterra de los sajones, saltó a 1894.
Mainwethering estaba allá, con sus guardias, como había prometido. Se sintió inquieto al ver llegar a aquel hombre con ropas manchadas de sangre. Everard lo tranquilizó.
Se tomó unos momentos para levantarse y cambiarse antes de dictar un informe detallado al secretario. Whitcomb tendría que haber llegado ya en un hansom, pero no se tenía ninguna noticia de él. Mainwethering llamó al almacén por radio y regresó con el ceño fruncido.
—Aún no ha llegado —dijo—. Tal vez le haya ocurrido algo.
—Difícilmente. La máquina estaba en perfecto estado. —Everard se mordió los labios—. No comprendo lo que ocurre. Tal vez haya entendido mal y haya ido a 1947.
Un intercambio de notas reveló que Whitcomb tampoco había ido allí. Everard y Mainwethering salieron para tomar el té. A su regreso Whitcomb aún no había dado ninguna señal de vida.
—Será mejor que informe al servicio de vigilancia —dijo Mainwethering—. ¿Qué piensa usted de ello? Lo encontrarán fácilmente.
—No... espere —Everard reflexionó unos instantes. Un pensamiento giraba por su cabeza desde hacía un tiempo. Era terrible.
—¿Tiene alguna idea?
—Si... el germen de una idea —Everard empezó a despojarse de sus ropas victorianas—. Pida mis ropas del siglo XX, por favor. Creo que podré encontrarlo yo solo.
—La Patrulla va a reclamar un informe preliminar sobre su idea y sus intenciones —le recordó Mainwethering.
—¡Al diablo con la Patrulla!