LOS HOMBRES QUE MATARON A MAHOMA
La literatura de sf. sobre el Tiempo posee también sus clásicos. «Los hombres que mataron a Mahoma» es tal vez el más importante de todos ellos... al menos el más conocido. Alfred Bester se muestra aquí cínico, desenfadado, iconoclasta... y da tema para meditar. Porque, frente a las paradojas habituales presentes en la mayor parte de los relatos sobre el Tiempo, Bester llega aún mucho más lejos... destruyendo sencillamente todas las paradojas. Lo cual, nos atreveríamos a decir nosotros, ¿no crea acaso otra paradoja aún mayor que todas las demás?
Érase una vez un hombre que mutiló la Historia. Hizo oscilar imperios y derribó dinastías. Por su causa el Monte Vernon no fue considerado monumento nacional, y la ciudad de Columbus, Ohío, se llamó Cabot (Ohío). Debido a él el nombre de Marie Curie fue maldecido en Francia, y nadie más juró por las barbas del Profeta. En realidad, todo esto no ocurrió, pues se trataba de un profesor loco; o para decirlo con otras palabras, consiguió tan sólo que el mundo actual se volviera irreal para él mismo.
El paciente lector estará sin duda plenamente familiarizado con el profesor loco convencional, pequeño y ceñudo, creador de monstruos que invariablemente se vuelven contra el autor de sus días y amenazan a su encantadora hija. Esta historia no aborda tal tema. Trata de Henry Hassel, profesor loco del mismo calibre que otros hombres más conocidos como Ludwig Boltzmann (véase la Ley del Gas Ideal), Jacques Charles y André-Marie Ampere (1775-1836).
Todo el mundo sabe que el amperio eléctrico fue designado así en honor a Ampere. Ludwig Boltzman fue un distinguido físico austríaco, tan famoso por sus estudios sobre las radiaciones del cuerpo negro como en lo concerniente a los gases ideales. Pueden encontrarlo mencionado en el volumen tercero de la Enciclopedia Británica (BALT a BRAL). Jacques Alexandre César Charles fue el primer matemático que se interesó por la teoría del vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Ambos fueron hombres reales.
Y eran también profesores realmente excéntricos. Ampere, por ejemplo, iba en coche en una importante conferencia científica en París cuando se le ocurrió una idea brillante (de naturaleza eléctrica, cabe suponer). Sacó un lápiz de su bolsillo y escribió la ecuación en una de las paredes del coche. Reducida a lo esencial, decía: dH = ipdl/r2, en la que p es la distancia perpendicular de P a la línea del ejemplo dl, o: dH = i sin Ø dl/r2. Esta ecuación es conocida a veces también como Ley de Laplace, aunque Laplace no asistiera a aquella reunión.
De todos modos, el coche llegó a la Academia, Ampere bajó de un salto, pagó al cochero, y se precipitó a la sala de conferencias para contarle a todo el mundo su descubrimiento. De pronto se dio cuenta de que no tenía la nota consigo, recordó dónde la había anotado, y tuvo que correr por las calles de París tras el coche para recobrar la ecuación fugitiva. A veces pienso que fue así también como Fermat perdió su famoso «Último Teorema», aunque Fermat tampoco asistió a aquella conferencia, ya que había muerto doscientos años antes.
O tomemos el caso de Boltzmann. Mientras daba una clase sobre los gases ideales, introdujo en sus explicaciones determinados cálculos, que desarrolló mentalmente de una forma rápida y natural. Los alumnos se vieron imposibilitados de retener en su memoria lo que acababan de oír, y solicitaron al profesor que escribiera sus ecuaciones en la pizarra.
Boltzmann les pidió disculpas por su distracción y prometió ser más cuidadoso en el futuro. En la siguiente clase, comenzó diciendo:
—Señores, combinando la Ley de Boyle con la de Charles llegamos a la ecuación pv = p0v0 (1 +at). Ahora, obviamente, si aSb = f(x)dx Ø (2), ocurre que pv = RT, y vS f (x,y,z)dV = 0. Algo tan simple como el clásico «dos y dos son cuatro».
En aquel punto recordó su promesa. Se giró hacia la pizarra, escribió meticulosamente: 2 + 2 = 4, y siguió con su explicación, efectuando los restantes cálculos mentalmente.
Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles (a veces conocida como Ley de Gay-Lussac), mencionada por Boltzmann en su aula, tenía la lunática pasión de convertirse en un paleógrafo famoso, es decir, un descubridor de manuscritos antiguos. Creo que la obligación de compartir la popularidad con Gay-Lussac le afectó parcialmente el juicio. Pagó a un transparente granuja llamado Vrain-Lucas doscientos mil francos por cartas hológrafas atribuidas a Julio César, Alejandro Magno y Poncio Pilatos. Charles, un hombre que conseguía ver a través de cualquier gas, ideal o no, consideró genuinas tales falsificaciones, no obstante el hecho de que el imprevisor Vrain-Lucas las había escrito en francés moderno y sobre papel de la época. Charles intentó incluso ofrecer las cartas al Museo del Louvre.
Pues bien, esos hombres no eran imbéciles, y sí genios que pagaron un alto precio por las excepcionales cualidades que poseían: el de que el resto de sus pensamientos estuvieran siempre en otro mundo. Genio es alguien que llega a la verdad siguiendo inesperados caminos. Desgraciadamente, los caminos inesperados conducen al desastre en la vida cotidiana. Eso es lo que le ocurrió a Henry Hasel, profesor de compulsión aplicada de la Universidad Desconocida, en el año 1980.
Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida, ni lo que allí enseñan. Posee un profesorado de cerca de doscientos excéntricos y un cuerpo de alumnos de dos mil inadaptados... el tipo de gente que se mantiene en el anonimato hasta que conquista el Premio Nobel o se convierte en el Primer Hombre en Marte. Se descubre fácilmente a un antiguo alumno de la U.D. preguntándole a alguien dónde estudió. Si la respuesta es evasiva, del tipo «en una universidad del Estado» o «en un instituto poco conocido», puede apostar usted a que frecuentó la Universidad Desconocida. Espero escribir algún día un artículo más extenso sobre este establecimiento de enseñanza, donde pueden aprenderse materias realmente poco vulgares.
Sea como sea, Henry Hassel abandonó cierta tarde su despacho del Centro Psicopático, un poco más temprano que de costumbre, y se dirigió hacia su casa, siguiendo las arcadas de Cultura Física. No es cierto que le gustase utilizar este camino para así poder observar a las alumnas de gimnasia evolucionando desnudas en su clase de Euritmia Arcana. No, Hessel se interesaba tan sólo en admirar los trofeos expuestos en la arcada en homenaje a los extraordinarios equipos de la U.D., campeones en modalidades tan especiales como Estrabismo, Oclusión y Botulismo. (El propio Hassel había sido campeón de Frambesia tres años consecutivos). Llegó a casa, eufórico, cruzó alegremente la puerta... y descubrió a su mujer en brazos de otro hombre.
Se estremeció ante la escena: una encantadora mujer de treinta y cinco años, cabellos rubios y ojos rasgados, besada apasionadamente (y colaborando sin reservas) por un individuo de abultados bolsillos llenos de notas, aparatos de microquímica y un martillo de medir reflejos... el personaje típico que uno podía encontrarse en la U.D.. El abrazo era tan concentrado que ninguna de las dos partes reparó en Henry Hassel, que los contemplaba furiosamente desde el pasillo.
El profesor pesaba noventa kilos y poseía una musculatura razonablemente desinhibicionada. Le hubiera resultado facilísimo desmembrar meticulosamente a la mujer y al amante, consiguiendo así implícitamente alcanzar su principal objetivo: poner término a la vida de la primera. Pero recordemos a Ampére, Charles y Boltzmann. Al igual que ellos, Henry Hassel era un genio, y su mente no reaccionaba de aquel modo.
Respiró a fondo, se giró, y se precipitó hacia su laboratorio privado como una locomotora a toda marcha. Abrió un cajón rotulado DUODENO y extrajo un revólver calibre 45. Abrió otros cajones con nombres más sugestivos, y reunió algunos otros aparatos. En exactamente siete minutos y medio (tal era su furia) tuvo construida una máquina del tiempo (tal era su genio).
El profesor se metió en la máquina, ajustó el dial de los años al 1902, empuñó el revólver, y oprimo un botón. La máquina emitió un ruido semejante al de una cañería atascada y Hassel desapareció. Apareció de nuevo en Filadelfia, el 3 de junio de 1902, y se dirigió apresuradamente al número 1.218 de Walnut Street, una casa de ladrillos rojos con escalera de mármol, y tocó la campanilla. Un hombre, que pasaría fácilmente por el cuarto de los Hermanos Marx, abrió la puerta y miró interrogativamente a Hassel.
—¿El señor Jessup? —inquirió el profesor con voz sofocada.
—Aja.
—¿Es usted realmente el señor Jessup?
—Sin la menor duda.
—¿Tiene un hijo llamado Edgar Allan, bautizado lamentablemente así en honor al escritor Edgar Poe?
—Que yo sepa no —dijo el cuarto hermano Marx, intrigado—. Ni siquiera estoy casado.
—Se casará —estalló agriamente Hassel—. Tengo la desgracia de ser el marido de la hija de su hijo, Greta. Con permiso... —y apretó el gatillo de su revólver, eliminando al abuelo de su esposa—. Así, ella desaparecerá de la faz de la Tierra —murmuró, soplando el cañón de su arma—. Volveré a ser soltero. Quizá incluso vuelva a casarme.
Aguardó pacientemente a que la máquina del tiempo lo regresara automáticamente a su laboratorio, y luego se precipitó hacia la sala.
Su mujer seguía en brazos de un hombre.
El profesor se sintió anonadado.
—Era de esperar —gruñó estridentemente—. La infidelidad conyugal viene de hace tiempo. Bueno, lo arreglaremos. Hay otros medios.
Suspiró en silencio, se metió de nuevo en el laboratorio y partió hacia el año 1901, donde liquidó a Emma Hotchkins, la que sería abuela de su esposa. Regresó al laboratorio, se encaminó a la sala... y la mujer proseguía en brazos del otro.
—Pero sé que la vieja bruja era su abuela —murmuró Hassel—. El parecido no permitía equívocos. ¿Qué demonios fue mal?
Se sentía confuso y desalentado, pero no sin recursos. Se dirigió a su despacho, tomó el teléfono con manos torpes, y tras que el dedo se le resbalara varias veces del marcador consiguió comunicarse con el Laboratorio de Errores.
—¿Sam? —dijo, cuando una voz masculina le respondió al otro lado de la línea—. Aquí Henry.
—¿Quién?
—Henry.
—Hable más alto.
—¡Henry Hassel!
—¡Ah! Buenas tardes, Henry.
—Dígame todo lo que sepa acerca del Tiempo.
—¿El Tiempo? Hum... —la computadora Simplex y Multiplex carraspeó mientras esperaba a que los circuitos comenzaran a alimentarle información—. Esto, veamos... Tiempo. Absoluto. Relativo. Periódico. Absoluto: contingente, permanente, diuturnidad, perpetuidad...
—Lo siento, Sam, pero no se trata de eso. Retrocedamos. Me refiero a Tiempo, sucesión del, viaje por.
Sam procedió a algunas modificaciones en sus circuitos y comenzó de nuevo. Hassel escuchaba atentamente, asintiendo con la cabeza.
—Perfectamente. Comprendido. Imaginaba que sería así. Un continuum, ¿eh? Los actos practicados en el pasado alteran el futuro. En este caso me encuentro en el buen camino. Pero los actos deben ser significativos. Las trivialidades no pueden modificar las corrientes de los fenómenos ya existentes. ¿Pero hasta qué punto es trivial una abuela?
—¿Qué pretende usted hacer?
—Matar a mi mujer —el profesor colgó el auricular y regresó al laboratorio, murmurando—: Necesito hacer algo que sea significativo. Tengo que eliminar completamente a Greta. Eliminar todo lo que exista a su alrededor.
Retrocedió al año 1775, visitó una determinada granja en Virginia, y mató de un tiro a un joven coronel. Se llamaba George Washington, y Hassel se aseguró de que estaba muerto. Inmediatamente regresó a su domicilio, en su época. La mujer y el otro hombre seguían besándose imperturbablemente.
—¡Maldición! —gruñó Hassel. Se le estaban terminando las municiones. Abrió otra caja de cartuchos, retrocedió en el Tiempo y liquidó a Cristóbal Colón, Napoleón Bonaparte, Mahoma y media docena de otras celebridades—. ¡Con eso debe ser suficiente! —suspiró.
El regreso a casa no le reveló la menor variación en las posiciones de su mujer y el otro hombre.
Sintió que las rodillas se le doblaban y le faltaba el suelo bajo los pies. Se dirigió nuevamente al laboratorio, caminando sobre arenas movedizas de pesadilla.
—¿Qué diablos será significativo? —se preguntó quejumbrosamente—. ¿Qué hay que hacer para alterar el futuro? ¡Dios, esta vez he de cambiarlo realmente!
Se dirigió al París de principios del siglo XX y visitó a Madame Curie en el laboratorio que poseía en una buhardilla cerca de la Sorbona.
—Madame —dijo en un francés execrable—, aunque usted no me conozca, puedo asegurarle que soy un científico. Tuve conocimiento de sus experiencias con el radio... Oh, ¿aún no lo descubrió? No importa. Estoy aquí para enseñarle todo lo necesario sobre la fisión nuclear.
Y se lo enseñó sobre la marcha, teniendo la satisfacción de ver París desintegrándose en medio de una nube en forma de hongo poco antes de que el sistema de retorno lo llevara automáticamente de vuelta a casa.
—Esto les enseñará a las mujeres a ser infieles a sus maridos —gruñó—. ¡Ouuu!
Esto último fue proferido cuando vio que su pelirroja mujer seguía aún en brazos de... pero bueno, ¿para qué repetir lo obvio?
Hassel avanzó entre un océano de niebla en dirección al escritorio de su estudio y se sentó. Mientras reflexiona, debo aclarar que no nos hallamos aquí en presencia de una historia convencional sobre el Tiempo. Si creen que el profesor terminará descubriendo que el hombre que recibe las atenciones de su esposa es él mismo están ustedes muy equivocados. El intruso no es Henry Hassel, su hijo, algún pariente o incluso el propio Ludwig Boltzmann (1844-1906). El profesor no efectuó un círculo en el Tiempo, terminando allá donde comienza la historia —para satisfacción de nadie y furia de todos— por la sencilla razón de que el Tiempo no es circular, lineal, serial, discoide, sizigoso, longuípedo o pandiculado. El tiempo es una dimensión subjetiva, como descubrió Hassel.
—Quizá cometí un desliz en alguna parte —admitió para sí mismo—. Será mejor que lo compruebe.
Luchó un rato con el teléfono, que parecía pesar cien kilos, y finalmente consiguió comunicarse con la biblioteca.
—¿La biblioteca? Aquí Henry.
—¿Quién?
—Henry Hassel.
—Hable más alto, por favor.
—¡Henry Hassel!
—Ah. Buenas tardes, Henry.
—¿Qué tienen ahí sobre George Washington?
La computadora al otro lado de la línea entró en actividad y, tras unos instantes, informó:
—George Washington, primer Presidente de los Estados Unidos, nació en...
—¿Primer Presidente? ¿No fue asesinado en 1775?
—Francamente, Henry... qué pregunta tan absurda. Todo el mundo sabe que George Wash...
—¿No fue muerto de un tiro?
—¿Por quién?
—Por mí.
—¿Cuándo?
—En 1775.
—¿Y cómo lo consiguió?
—Con un revólver.
—No, quiero decir: ¿cómo lo consiguió hace doscientos años?
—Tengo una Máquina del Tiempo.
—No, aquí no consta nada. Por aquella época, Washington gozaba de perfecta salud. Debe estar equivocado, Henry.
—¡No me equivoqué! Y respecto a Cristóbal Colón... ¿está registrada su muerte en 1489?
—Colón descubrió América en 1492.
—No. Fue asesinado en 1489.
—¿Cómo?
—Con una bala calibre 45 en el pecho.
—¿También por usted?
—Exactamente.
—Aquí no consta nada. Debe tener usted una puntería horrible.
—No voy a perder la cabeza —murmuró Hassel para sí mismo, con voz trémula.
—¿Por qué?
—¡Porque ya la he perdido! —ladró el profesor—. ¿Y qué hay de Marie Curie? ¿Fue o no ella quien descubrió la bomba atómica que destruyó París a principios del siglo XX?
—Por supuesto que no. Enrico Fermi...
—¡Fue ella, estoy seguro!
—Le garantizo que no.
—¡Yo mismo le proporcioné todos los datos necesarios!
—Todos saben que usted es un teórico admirable, Henry, pero un pésimo profesor.
—¡Vayase al infierno! Ha de haber una explicación a todo eso.
—¿Cuál?
—Ya no me acuerdo. Tenía algo en la cabeza, pero lo olvidé. ¿Qué me sugiere?
—¿Tiene realmente una Máquina del Tiempo?
—Por supuesto.
—Entonces, regresé y verifique.
Hassel regresó al año 1775, visitó Mount Vernon, e interrumpió la sementera primaveral.
—Disculpe, coronel... —empezó.
Su interlocutor le miró sorprendido.
—Se expresa usted de una forma extraña, forastero —dijo—. ¿De dónde viene?
—De una universidad que usted no conoce.
—También tiene un aspecto extraño. Parece como envuelto en bruma.
—¿Qué sabe usted sobre Cristóbal Colón, coronel?
—Poca cosa —respondió George Washington—. Murió hace como unos trescientos años.
—¿Cuándo, realmente?
—En mil quinientos y algo.
—Se equivoca. Murió en 1489.
—Quien se equivoca es usted, amigo. Colón descubrió América en 1492.
—Quien la descubrió fue Sebastián Cabot.
—Ese llegó un poco más tarde.
—¡Tengo pruebas irrefutables!
Hassel se interrumpió al ver a un hombre alto y corpulento, con el rostro rojo por la cólera, que se aproximaba apresuradamente. Llevaba unos pantalones grises demasiado anchos y una chaqueta de lana dos medidas menor que la suya, y empuñaba un revólver del 45. Tras unos instantes el profesor concluyó que se estaba mirando a sí mismo, y el espectáculo no le gustó en absoluto.
—¡Dios mío! —murmuró—. Soy yo, en mi primer viaje al pasado para matar a Washington. Si llego a venir una hora más tarde lo hubiera encontrado muerto. ¡Cuidado allá! —gritó—. Pero no. Esperemos un momento. Tengo que aclarar algo.
El otro no le prestó mucha atención. Avanzó hacia el coronel y le disparó certeramente al pecho. Washington cayó, enfáticamente muerto. El asesino examinó el cuerpo, ignorando por completo la tentativa de Hassel por detenerle, se giró y se fue murmurando para sí mismo.
—No me oyó —balbuceó el profesor—. Ni siquiera se dio cuenta de mi existencia. ¿Y por qué será que no recuerdo este episodio? ¿Qué diablos está pasando?
Considerablemente perturbado, visitó Chicago y se dirigió a la universidad, a principios de 1940. Entre numerosos ladrillos de grafito localizó a un científico italiano llamado Fermi.
—¿Repitiendo la experiencia de Marie Curie, dottore? —preguntó Hassel.
Fermi miró a su alrededor, como si hubiera oído algo.
—¿Repitiendo la experiencia de Marie Curie, dottore? —vociferó Hassel.
Fermi lo miró con una expresión extraña.
—¿De dónde sale usted, amico?
—No le importa. ¿No es cierto que Marie Curie descubrió la fisión nuclear a principios de siglo?
—¡No, no, no! —gritó Fermi—. Nosotros somos los primeros, y aún no lo hemos conseguido. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!
—Esta vez sí voy a dejar mi huella en la Historia —gruñó Hassel. Sacó su infalible 45, y lo vació en el pecho del doctor Fermi, dispuesto a aguardar el arresto, la prisión, y toda la publicidad que ello comportaría. Pero, ante su espanto, la víctima no se derrumbó. Fermi se limitó a mirarse cuidadosamente el pecho, y dijo a los hombres que acudían a su llamada:
—No, no fue nada. Sentí una súbita impresión de quemadura en el pecho, tal vez debida a una neuralgia del nervio cardíaco, o tal vez producida por la emanación de algún gas.
Hassel estaba demasiado agitado para esperar el regreso automático de la Máquina del Tiempo, de modo que regresó por sus propios medios a la Universidad Desconocida. En otros momentos aquello le hubiera ayudado a comprender la realidad, pero estaba demasiado desorientado para darse cuenta de ello. Fue en aquella época cuando yo (1913-1975) lo vi por primera vez... una pálida figura deslizándose a través de coches estacionados, puertas cerradas y paredes de ladrillos, con una expresión de lunática determinación en su cara.
Entró en la biblioteca, preparándose para una discusión exhaustiva, pero no consiguió hacerse oir por los catálogos electrónicos. Se dirigió al laboratorio de Errores, donde Sam, la computadora Simplex y Multiplex, poseía instalaciones sensibles a los 10,700 angstroms. Sam no pudo ver al profesor, pero consiguió captar su voz a través de una especie de fenómeno de interferencia de onda.
—Hice un descubrimiento extraordinario —anunció Hassel.
—Usted siempre haciendo descubrimientos, Henry. Su ficha está llena. ¿Quiere que empiece una nueva grabación?
—Necesito que me aconseje. ¿Quién es la mayor autoridad en Tiempo, sucesión del, viajes a través?
—Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de Yale.
—¿Cómo puedo entrar en contacto con él?
—No puede, Henry. Murió en 1975.
—¿Conoce a alguien especializado en viajes por el Tiempo?
—Wiley Murphy.
—¿Murphy, de nuestro Departamento de Traumas? ¿Dónde está en este momento?
—Fue a casa de usted a preguntarle algo.
Hassel se dirigió a su casa, sin dar un solo paso; escudriñó el estudio y el laboratorio sin ver a nadie, y finalmente entró flotando en la sala, donde su esposa seguía en brazos del otro hombre. (Observen que todo esto ocurrió en el lapso de escasos segundos tras la construcción de la Máquina del Tiempo, ya que tal es la naturaleza de los viajes a través de él.) Hassel carraspeó por dos veces e intentó darle unos golpecitos en el hombro a su esposa, pero sus dedos pasaron a través del hombro.
—Perdona que te interrumpa, querida —dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy? —De pronto descubrió que el otro hombre era precisamente Wiley Murphy—. ¡Murphy! —exclamó—, eres precisamente el hombre al que estaba buscando. Verás, me ha ocurrido algo extraordinario —y se lanzó inmediatamente a una lúcida descripción de su sorprendente aventura, más o menos en los siguientes términos—: Todos sabemos que U - v = (u 1/2 - v 1/4) (ua + uxvy + vb). Pero cuando George Washington F (x) y2 dx; y Enrico Fermi (u 1/2) dxdt un medio de Marie Curie, ¿qué ocurre entonces con la raíz cuadrada de menos uno de Cristóbal Colón?
Murphy lo ignoró, y lo mismo ocurrió con su mujer. Escribí las ecuaciones de Hassel en la capota de un taxi que pasaba.
—Preste atención, Murphy —insistió el profesor—. ¿Te importaría dejarnos solos unos instantes, Greta? Quiero... ¡por el amor de Dios, quieren parar por un instante con esas tonterías! Lo que tengo que decir es algo importante.
Intentó separar a los apasionados, pero no podía tocarlos. Enrojeció intensamente y empezó a agredirles. El efecto era idéntico que el que obtendría intentando agredir un metro cúbico de gas ideal. Creí conveniente intervenir.
—¡Hassel! —dije.
—¿Quién me llama?
—Venga para afuera un momento. Quiero hablarle.
—¿Dónde está? —preguntó, atravesando la pared.
—Aquí.
—No lo veo claramente.
—Yo a usted sí.
—¿Quién es?
—Israel Lennox.
—¿El profesor de mecánica espacial en Yale?
—Exactamente.
—Pero usted murió en 1975.
—Desaparecí en 1975.
—No le entiendo.
—Inventé una Máquina del Tiempo.
—¡Dios santo! Yo también —asintió Hassel—. Esta tarde. La idea se me ocurrió repentinamente, ya no recuerdo por qué, y tuve la experiencia más extraordinaria que usted pueda concebir. Lennox: el Tiempo no es continuo.
—¿No?
—Constituye una serie de partículas distintas, como las perlas de un collar.
—¿De veras?
—Cada perla es un ahora. Cada ahora tiene su pasado y su futuro. Pero ninguno de ellos se relaciona con ninguno de los otros. Si admitimos a=a1ji + ax(b1)...
—Deje las matemáticas, Henry.
—Es como una forma de transferencia de cuantos de energía. El Tiempo es emitido en corpúsculos distintos o cuantos. Podemos visitar cada cuanto original e introducir alteraciones en su seno, pero ninguna modificación de cualquier corpúsculo afecta a los demás. ¿Correcto?
—Falso —dije tristemente.
—¿Falso, por qué? —ladró, gesticulando a través del cuerpo de una estudiante que pasaba—. Tomemos las ecuaciones trocoides y...
—Falso —repetí con firmeza—. ¿Quiere prestarme atención por unos instantes?
—Sí, por supuesto. Adelante.
—¿No notó que se volvía usted más insustancial? ¿Transparente? ¿Espectral? El Tiempo y el Espacio dejaron de afectarle.
—Realmente...
—Tuve la desgracia de construir una Máquina del Tiempo en 1975.
—Eso ya me lo dijo antes. Escuche: ¿qué me dice de la potencia de entrada? Creo que utilizando siete coma tres kilovatios por...
—No se preocupe ahora por la potencia de entrada, Henry. En mi primer viaje al pasado visité el período pleistoceno. Me interesaba fotografiar un mastodonte y algunos otros ejemplares de la fauna de la época. Mientras retrocedía para enfocar a un mastodonte convenientemente, con una abertura de 6,3 y a la velocidad de 1/100, o si prefiere la escala LVS...
—Deje la escala LVS.
—Mientras retrocedía, digo, pisé y maté inadvertidamente un pequeño insecto pleistocénico.
—¡Oh! —articuló Hassel.
—El incidente me aterrorizó. Temí regresar a mi mundo y encontrarlo completamente modificado en virtud de aquella insignificante muerte. Imagine mi sorpresa cuando comprobé que todo seguía igual.
—Hum...
—Entonces me invadió la curiosidad. Volví al pleistoceno y maté al mastodonte. Nada cambió en 1975. Visité una vez más el pleistoceno, diezmé concienzudamente la vida salvaje, con el mismo resultado. Viajé por el Tiempo, matando y destruyendo, en una tentativa de alterar el presente.
—Entonces hizo exactamente lo mismo que yo —declaró Hassel—. Me sorprende que no nos encontrásemos.
—No hay por qué sorprenderse.
—Yo maté a Colón.
—Yo a Marco Polo.
—Hice desaparecer a Napoleón.
—Yo pensé que Einstein era más importante.
—Mahoma no provocó ninguna modificación apreciable. Confieso que esperaba más de él.
—Soy de la misma opinión. Yo también lo maté.
—¿De veras? —dijo Hassel, realmente intrigado.
—Sí. Maté a Mahoma el 16 de setiembre de 1599.
—Yo lo hice el 5 de enero de 1598.
—Lo creo.
—¿Pero cómo pudo usted matarlo cerca de dos años más tarde?
—Ambos lo matamos.
—Es posible.
—Querido amigo, el Tiempo es enteramente subjetivo. Es un asunto privado: una experiencia personal. El Tiempo objetivo no existe, tal como no existen el amor o el alma objetivos.
—¿Quiere decir que los viajes por el Tiempo son imposibles? Pero nosotros lo conseguimos.
—De acuerdo, y probablemente muchos otros. Sin embargo, cada uno de nosotros viajó a su propio pasado y no al de otras personas. La continuidad universal no existe, Henry. Hay billones de universos, cada uno de ellos con su continuidad exclusiva; y una continuidad no puede afectar a otra. Somos como millones de tiras de spaghetti en un mismo plato. Ningún viajero del Tiempo puede cruzarse con otro, ni en el pasado ni en el futuro. Cada uno de nosotros tan sólo puede viajar arriba y abajo a lo largo de su propio camino.
—Pero nosotros nos hemos encontrado.
—Porque ya no somos viajeros del Tiempo. Nos hemos convertido en la salsa de los spaghetti.
—¿Salsa de spaghetti?
—Aja. Podemos viajar a cualquier camino, porque nos hemos destruido.
—No comprendo.
—Cuando alguien altera el pasado, afecta tan sólo a su propio pasado... no al de los demás. El pasado es como la memoria. Si destruimos la memoria de una persona, la aislamos de la Humanidad, pero tan sólo a ella. Nosotros hemos destruido nuestro pasado. Los mundos individuales de los demás siguen como antes, pero nosotros hemos dejado de existir —e hizo una pausa significativa.
—¿Dejamos de existir? Explíquese.
—Con cada acto de destrucción, nos disolvemos un poco. Ahora hemos desaparecido por completo. Somos fantasmas. Espero que su esposa sea muy feliz con Wyley Murphy... Bueno, venga conmigo a la Academia, Henry. Ampére va a contar una historia curiosísima acerca de Ludwig Boltzmann.
Título original: The men who murdered Mohammed (1958)
Traducción: M. Blanco / F. Castro