III

Resultaba una extraña misión leer los titulares y saber en una cierta medida lo que iba a seguir. Aquello suprimía la tensión nerviosa, pero también ocasionaba tristeza, ya que aquella era una época de ir hacia atrás en el tiempo y transformar la Historia.

Desgraciadamente, un hombre solo estaba por supuesto demasiado limitado en sus posibilidades para conseguir algo. No podía cambiar favorablemente el mundo más que por la conjunción de una serie de azares extraordinaria... y lo más seguro es que no consiguiera más que estropearlo todo. Volver hacia atrás para matar a Hitler, y a los jefes japoneses, y a los soviéticos... para que cualquier otro más extremista tomara su lugar. Quizá la energía atómica se quedara en las sombras, y el maravilloso florecimiento del Renacimiento venusiano no tuviera jamás lugar. Al diablo si alguien podía saberlo...

Miró por la ventana. Las luces se reflejaban en un cielo agitado; la calle hormigueaba de coches y de una multitud presurosa y anónima; desde aquel lugar no podía ver los rascacielos de Manhattan, pero sabía que elevaban orgullosamente sus fachadas hacia las nubes. Y todo aquello no era más que un simple remolino de aquel inmenso río de irresistible corriente que se precipitaba, con un atronador rugido, desde el apacible paisaje prehumano que él mismo había podido ver hasta el inconcebible futuro Daneeliano. ¿Cuántos billones y trillones de seres humanos deberían vivir, reir, llorar, sufrir, esperar y morir en aquella turbulenta corriente?

Suspiró, cargó su pipa y se giró hacia la habitación. Un largo paseo no había bastado para calmarlo; sentía su mente y su cuerpo impacientes por empezar a trabajar. Pero era tarde y... Se acercó a la estantería llena de libros, tomó un volumen más o menos al azar y empezó a leer. Era una recopilación de relatos y leyendas de las épocas victoriana y eduardina.

Una mención leída de pasada le impresionó. Hablaba de una tragedia ocurrida en Addlenton, y del extraño contenido de un antiguo túmulo bretón. Nada más que eso. ¿Un viaje en el tiempo? Se sonrió interiormente.

—Sin embargo...

No, se dijo a sí mismo; es insensato.

Sin embargo, no causaría ningún daño verificarlo. El incidente databa de 1894, en Inglaterra. Podía consultar los archivos del Times de Londres. No había nada más que hacer... Probablemente era por esa misma razón por lo que le habían dado ese aburrido trabajo de lectura de los periódicos; para que su mente, irritada a fuerza de aburrimiento, se aventurara por todos los rincones imaginables.

Se encontraba ante la puerta de la biblioteca pública en el momento en que abrió sus puertas.

El artículo estaba allá, fechado en 25 de junio de 1894, y sus secuelas continuaban durante los días siguientes. Addlenton era un pueblecito de Kent, notable principalmente por su castillo del siglo XVII perteneciente a Lord Wyndham y por un túmulo de antigüedad indeterminada. El lord, arqueólogo aficionado pero entusiasta, se había dedicado a excavaciones por aquella zona, en compañía de un tal James Rotherhithe, especialista del Museo Británico, que era pariente suyo. Descubrieron una cámara funeraria sajona que no presentaba excesivo interés: algunos objetos artesanales, casi enteramente podridos por el óxido, y osamentas humanas y de caballos. Había también un cofre en un sorprendente estado de conservación que encerraba varios lingotes de un metal desconocido, que presumiblemente era una aleación de plomo o plata. Pero Lord Wyndham cayó gravemente enfermo, presentando los síntomas de un envenenamiento mortal; Rotherhithe, que apenas le había echado una mirada al cofre, no fue afectado en absoluto, y las circunstancias sugirieron que había hecho tomar a su compañero una dosis peligrosa de un misterioso veneno oriental. Scotland Yard lo había detenido como resultado de la muerte de Lord Wyndham, ocurrida el 25. La familia de Rotherhithe había contratado los servicios de un consejero detective muy conocido, el cual consiguió demostrar, con un astuto razonamiento seguido por experiencias con animales, que el acusado era inocente, y que el agente mortal era una «emanación nociva» proveniente del cofre. Se arrojaron éste y su contenido al Canal. Hubo mutuas felicitaciones, y todo terminó satisfactoriamente.

Everard permaneció sentado durante un tiempo en la larga y silenciosa sala. El relato no era muy explícito. Pero de todos modos era extremadamente sugestivo.

Sin embargo, ¿por qué la oficina victoriana de la Patrulla no había realizado ninguna investigación? ¿O quizá sí la había hecho? Indudablemente. Por supuesto, no habría publicado nada de sus descubrimientos.

De todos modos, era mejor enviar una comunicación.

De regreso a su apartamento, tomó una de las pequeñas lanzaderas para mensajes que le habían entregado, colocó un informe en su interior, y ajustó los mandos para la oficina de Londres el 25 de junio de 1894, día de la primera información en el Times. Cuando apretó el último botón, la caja desapareció en un soplo de aire que fue a llenar el espacio que hasta aquel momento había ocupado.

Regresó casi instantáneamente. Everard la abrió y retiró una hoja de delgado papel escrita a máquina... por supuesto, la máquina de escribir había sido inventada ya en aquella época. La leyó con la rapidez de lectura que le había enseñado en la Academia.

Querido señor:

En respuesta a su carta del 6 de septiembre de 1954, acusamos recibo de lo que en la misma nos informa y le felicitamos por su diligencia. Este asunto apenas acaba de iniciarse aquí, pero actualmente nos hallamos muy ocupados previniendo el asesinato de Su Majestad, así como lo concerniente a la cuestión de los Balcanes, el comercio de opio con la China, etc. Aunque evidentemente podríamos dedicarnos a este asunto después de terminar con todos los demás, es mejor evitar los hechos extraños como sería el encontrarse en dos lugares distintos casi al mismo tiempo, lo cual podría ser observado por alguien. Nos sentiríamos pues muy felices si usted mismo, así como un agente británico cualificado, pudieran acudir en nuestra ayuda. Salvo contraorden, les esperamos en el 14 B de la calle Old Osborne, el 26 de junio de 1894, a medianoche.

Recibid, querido señor, todo nuestro agradecimiento,

J. MAINWETHERING.

Seguía una tabla de coordenadas espaciotemporales, de un sorprendente efecto tras aquel florido estilo.

Everard telefoneó a Gordon, obtuvo su autorización, y solicitó un saltatiempos al almacén de la «Sociedad». Luego envió una nota a Charles Whitcomb, en 1947, y recibió dos únicas palabras como respuesta: «De acuerdo». Fue a recoger el aparato.

El saltatiempos se parecía a una motocicleta, sin ruedas y sin manillar. Tenía tres sillines y un elemento propulsor de antigravedad.

Everard ajustó los mandos a la época de Whitcomb, rozó el botón principal, y se encontró en otro almacén.

Londres, 1947. Permaneció sentado unos instantes, pensando que en aquel momento él mismo se hallaba siete años más joven, en la Universidad, en los Estados Unidos. Luego Whitcomb apareció y le estrechó la mano.

—Me alegra verte, muchacho. —Su rostro huraño se iluminó con aquella extraña y atrayente sonrisa que Everard había aprendido a conocer—. Así pues... hacia Victoria, ¿no?

—Exacto. Sube.

Everard procedió a un nuevo reglaje. Esta vez aparecerían en un despacho, un despacho interior, absolutamente privado.

El despacho apareció a su alrededor. El mobiliario, de roble, tenía una apariencia sorprendente maciza, así como las gruesas alfombras y los mecheros de gas. La luz eléctrica existía ya, pero Dalhousie & Roberts era una firma reputada por su solidez y su espíritu conservador.

El propio Mainwethering se levantó de su sillón para recibirles. Era un hombre corpulento, de pomposo aspecto, con pobladas patillas y monóculo. Todo él emanaba una sensación de potencia. Su acento de Oxford era tan fuerte que Everard tenía dificultades en comprenderle.

—Buenas noches, señores. Espero que hayan tenido buen viaje. ¡Oh!... sí, perdón... son ustedes nuevos en esto, ¿no? Siempre es algo desconcertante al principio. Recuerdo mi sorpresa durante una visita al siglo XXI. Es tan poco inglés... Sin embargo es algo completamente natural, es otro aspecto de este universo perpetuamente sorprendido... Perdonen lo breve de mi hospitalidad, pero realmente estamos muy ocupados. En 1917 un alemán fanático ha descubierto... descubrirá el secreto del viaje por el tiempo a causa de la imprudencia de uno de nuestros agentes, robará una máquina y se ha presentado aquí en Londres con la intención de asesinar a Su Majestad. Hemos tenido que rompernos la cabeza para encontrarlo.

—¿Conseguirán detenerle? —preguntó Whitcomb.

—¡Oh, por supuesto! Pero es un maldito trabajo, señores, principalmente porque tenemos que actuar en secreto. Me gustaría contratar a un investigador privado, pero el único que vale la pena es demasiado inteligente y tal vez descubriera la verdad por deducción. Opera según el principio de que, cuando se ha eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad absoluta... y temo que su visión acerca de lo que constituye lo improbable-pero-posible sea excesivamente amplia.

—No me sorprendería que fuera el mismo hombre que se ocupa del asunto de Addlenton... o que se ocupará dentro de muy poco —dijo Everard—. Pero no tiene importancia: sabemos que probará la inocencia de Rotherhithe. Lo que importa es que, según todas las probabilidades, tenemos ahí una huella de un viaje temporal no reglamentario en la época sajona.

—Sí, sí... hum. Aquí tienen ropas, caballeros, y dinero, y documentación, todo ello relacionado con sus personas. A veces pienso que ustedes, los agentes móviles, no aprecian todo lo que las oficinas deben realizar, y el tiempo que ello representa, para prepararles incluso la más ínfima de las operaciones. Hum... Perdón. ¿Tienen ustedes ya un plan de actuación?

—Sí —Everard se quitó sus ropas del siglo XX—. Creo que si. Ambos sabemos lo suficiente sobre la época victoriana como para comenzar. Sin embargo, deberé seguir adoptando mi personalidad de americano... si, veo que lo ha tenido usted en cuenta en mi documentación.

Mainwethering adoptó un aire miserable.

—Sí el incidente del túmulo ha encontrado un lugar en una obra importante, como dice usted, me temo que vamos a recibir centenares de notas a este respecto, ahora que entramos en el período en que se produjo. La suya fue la primera que recibí. Luego me han llegado otras dos, una de 1923 y una de 1960. ¡Dios mío! ¡Lo que desearía que me autorizaran a tener un secretario-robot!

Everard se debatía con sus poco habituales ropas. Le caían perfectamente, sus medidas estaban registradas en aquella oficina, pero hasta entonces nunca había apreciado en su justo valor el confort de la moda de su tiempo. ¡Al diablo con aquel chaleco!

—Escuchen —dijo—, puede que el asunto no haya tenido la menor consecuencia. Y de hecho, puesto que todos nosotros estamos aquí, es evidente que no ha tenido ninguna consecuencia, ¿no?

—Por el momento —precisó Mainwethering—. Pero reflexione. Van ustedes dos a la época sajona y descubren al merodeador. Pero fracasan. Quizá les mate antes de que tengan ustedes tiempo de disparar contra él. Quizá atraiga a una emboscada a aquellos que enviamos tras ustedes. Inmediatamente después, emprende su revolución industrial o el proyecto que tenga en mente. La Historia resulta así transformada. Ustedes, puesto que se hallaban allá antes del punto de cambio, siguen existiendo aún... aunque no sea más que en estado de cadáveres... pero nosotros, aquí, jamás hemos existido. Esta conversación nunca ha tenido lugar. Como dijo Horacio...

—¿Y qué importa? —dijo Whitcomb riendo—. Primero iremos a examinar el túmulo en este año actual, y luego volveremos aquí para decidir lo que tenemos que hacer a continuación.

Se inclinó para transferir el contenido de un maletín del siglo XX a una monstruosidad hecha de un tejido estampado a flores, estilo Gladstone. Dos armas de mano, algunos aparatos de física y química no inventados aún en su propia época, un minúsculo transmisor para llamar a la oficina en caso de apuro.

Mainwethering consultó su guía de horario de ferrocarriles.

—Pueden tomar ustedes el tren de las 8,23 en Charing Cross, mañana por la mañana. Calculen una media hora para llegar a la estación.

—De acuerdo.

Everard y Whitcomb montaron de nuevo en su máquina para saltar al día siguiente, y desaparecieron. Mainwethering suspiró, bostezó, dejó sus instrucciones a su empleado y volvió a su casa. El empleado estaba presente cuando el saltatiempos se materializó de nuevo, a las 7,45 de la mañana.

Fue la primera vez que Everard tomó conciencia de la realidad de los viajes por el tiempo. Lo sabía de antes, naturalmente, y se había sentido sorprendido por ello como correspondía, pero desde el punto de vista emotivo era algo que continuaba siendo en cierta manera extraño a él. Ahora, recorriendo al trote de un caballo un Londres que ignoraba, en un verdadero hansom (no una curiosidad para turistas, sino un verdadero carricoche, polvoriento, gastado, que hacía realmente su trabajo), respirando un aire que encerraba más humos que el del siglo XX, pero menos vapores de gasolina, viendo la gente que pasaba —hombres con bombín, marineros cubiertos de hollín, mujeres con faldas largas; no figurantes sino seres humanos completamente reales que hablaban, transpiraban, reían, estaban tristes, dirigiéndose a sus asuntos personales—, sintió el brutal y violento sentimiento de que estaba realmente allá.

En aquellos momentos, su madre aún no había nacido, sus abuelos eran dos parejas jóvenes preparándose para casarse, Grover Cleveland era presidente de los Estados Unidos y Victoria reina de Inglaterra, Kipling escribía, y los últimos levantamientos de los indios de América aún no habían tenido lugar... Era como un mazazo en la cabeza.

Whitcomb aceptaba el hecho con más calma, pero sus ojos se movían sin cesar, como para absorber aquellos días de gloria de Inglaterra.

—Comienzo a comprender —dijo en voz baja—. Nunca nadie se ha puesto de acuerdo sobre el punto de saber si este período señala el triunfo de las conversaciones rígidas y antinaturales, o si es la última flor de la civilización occidental antes de que empezara a marchitarse. Viendo a esa gente voy comprendiendo: es a la vez todo lo que todos en conjunto, sino más bien el producto de millones de vidas individuales.

—Naturalmente, esto debe ser así en todas las épocas.

El tren no era en absoluto sorprendente, pero tan distinto a los vagones de los ferrocarriles ingleses del año 1954 que aquello proporcionó a Whitcomb la ocasión de hacer algunas sarcásticas observaciones acerca de la inviolabilidad de las tradiciones. Al cabo de dos horas, el tren les dejó en una adormilada estación de pueblo, entre jardines de flores amorosamente cuidadas, donde alquilaron un coche para que los condujera al castillo de Wyndham.

Un educado contestable les dejó entrar tras haberles hecho algunas preguntas. Se hacían pasar por arqueólogos —Everard americano, y Whitcomb australiano— que habían acudido deseosos de conocer a Lord Wyndham y se habían sentido fuertemente impresionados al conocer su trágico fin. Mainwethering, que parecía tener contactos en todos lados, les había proporcionado cartas de introducción firmadas por una reconocida personalidad del Museo Británico. El inspector de Scotland Yard aceptó dejarles examinar el túmulo.

—El asunto ha sido cerrado, caballeros, ya no existen más indicios, pese a que mi colega no esté de acuerdo en este punto —manifestó con una carcajada.

El investigador privado tuvo una ácida sonrisa, y les observó atentamente mientras se acercaba al montículo; era alto, delgado, de agudo rostro, e iba acompañado por un individuo bajo y rechoncho, de poblado bigote, que parecía servirle de acólito.

El túmulo era largo y alto, cubierto de hierba, salvo en el lugar donde una incisión a lo vivo señalaba el lugar de acceso de las excavaciones hasta la cámara funeraria. Ésta había sido apuntalada con pilares mal encuadrados, derrumbados hacía ya tiempo; entre el polvo pedían verse aún fragmentos de lo que en otro tiempo había sido madera.

—Los periódicos han hablado de un cofre de metal —dijo Everard—. Me pregunto si podríamos echarle una ojeada.

El inspector asintió con un gesto y los condujo hacia una construcción exterior donde estaban expuestos los principales hallazgos. Aparte la caja, no había más que pedazos corroídos de metal y huesos aplastados.

La mirada de Whitcomb era pensativa mientras se posaba en la pulida y desnuda superficie del cofrecillo. Brillaba con un destello azulado... hecho de alguna aleación a prueba del tiempo aún no inventada.

—Realmente inusitado —dijo—. No parece primitivo. Incluso podría pensarse que parece fabricado en serie, ¿no?

Everard se acercó prudentemente. No tenía una idea muy exacta de lo que se hallaba en su interior, y mostraba la circunspección natural en similares casos de un ciudadano de la Era atómica. Extrajo un contador geiger de su chaqueta y lo enfocó a la caja. La aguja osciló; no mucho, pero...

—Un curioso aparato —dijo el inspector—. ¿Puedo preguntarle qué es?

—Un electroscopio experimental —mintió Everard.

Delicadamente, abrió la tapa y mantuvo el contador encima de la caja.

¡Gran Dios! La radiactividad del interior era suficiente para matar a un hombre en un solo día. Apenas entrevió los pesados lingotes de brillo mate, antes de dejar caer de nuevo brutalmente la tapa.

—Cuidado con eso —dijo, tembloroso.

Gracias al cielo, el individuo que había transportado aquella carga mortal había venido de una época en la que se sabía como protegerse de las radiaciones.

El detective privado se había acercado a sus espaldas, sin ruido. Su perspicaz rostro tenía la expresión de un cazador sobre la pista de su presa.

—¿Identifica el contenido, caballero? —preguntó con voz calmada.

—Sí... eso creo. —Everard recordó que Becquerel no descubriría la radiactividad hasta dentro de dos años; incluso los rayos no verían la luz sino hasta dentro de un año. Tenía que mostrarse prudente—. Es decir... entre los indios he oído hablar de un mineral que es venenoso...

El compañero del detective carraspeó.

—Así que entre los indios, ¿eh? Curioso país, la India. Cuando yo visité...

—Ridículo, querido amigo —dijo el detective, impaciente—. Es evidente que, por el acento de este caballero, se está refiriendo a los indios Pieles Rojas... Muy interesante. —Empezó a cargar una pipa de tierra de amplia cazoleta—. Como los vapores de mercurio, ¿no?

—Así, pues, fue Rotherhithe quien colocó esta caja en la tumba, ¿eh? —murmuró el inspector.

—¡No sea usted estúpido! —exclamó el detective—. Puedo probar de tres formas decisivas que Rotherhithe es inocente por completo. Lo que me tenía intrigado era la causa real de la muerte de Su Señoría. Pero si, como dice este caballero, había un veneno mortal enterrado en este túmulo... tal vez para alejar a los violadores de sepulturas... De todos modos, me pregunto cómo los antiguos sajones pudieron procurarse un mineral americano. Quizá hay algo de cierto en esas teorías según las cuales los fenicios atravesaron el Atlántico en la antigüedad. Yo mismo he hecho algunas investigaciones con respecto a una de mis ideas, según la cual existen elementos caldeos en la lengua gala. Y esto parece apoyar mi teoría.

Everard experimentó un sentimiento de culpabilidad pensando en el error en que iba a incurrir la arqueología por su culpa. ¡Oh!, de todos modos, aquella caja iba a ser arrojada a la Mancha y olvidada casi inmediatamente. Whitcomb y él encontraron un pretexto para irse lo antes posible.

Durante el trayecto de regreso a Londres, mientras estaban seguros en la soledad de su compartimento, el inglés mostró un fragmento de podrida madera.

—Me metí esto en el bolsillo mientras estábamos en el túmulo. Nos servirá para establecer una fecha. Pásame el contador de radiocarbono, por favor. —Metió la madera en el aparato, giró algunos mandos y leyó la respuesta—: Mil cuatrocientos treinta años, con un factor diez de error. El túmulo fue construido en el año... veamos... 464, es decir en la época en que los sajones comenzaron a instalarse en Kent.

—Para que esos lingotes muestren todavía tal actividad —murmuró Everard—, me pregunto lo que debían ser en su origen. Es difícil de comprender el que pueda subsistir una actividad tal, tras una tan larga semivida; pero lo cierto es que, en el futuro, son capaces de hacer cosas con el átomo que nadie se ha atrevido a soñar en mi época.

Tras haber entregado su informe a Mainwethering, se pasearon durante un día, mientras el agente expedía mensajes a través del tiempo y ponía en marcha el mecanismo de la Patrulla. Everard se interesaba en el Londres Victoriano, se sentía casi encantado con él, pese a su pobreza y su suciedad. Whitcomb tenía una expresión ausente en su mirada.

—Me hubiera gustado vivir aquí —dijo.

—¿Con su medicina y sus dentistas?

—¡Y sin bombas que te puedan caer encima! —la respuesta de Whitcomb era un colérico desafío.

Mainwethering había tomado ya sus medidas cuando regresaron a la oficina. Paseaba arriba y abajo por la habitación, fumando un grueso cigarro, con los dedos pulgares de sus manos metidos en las axilas de su chaleco, mientras les contaba la historia:

—El metal ha sido identificado con un grado razonable de probabilidad. Carburante isotópico del siglo XXX aproximadamente. Las investigaciones prueban que un comerciante venido del Imperio Ing visitó el año 2987 para intercambiar sus materias primas contra su síntrope, cuyo secreto se perdió durante el Interregnum. Naturalmente, tomó sus precauciones, haciéndose pasar por un comerciante del sistema de Saturno, pero pese a todo desapareció. Al igual que su lanzadera temporal. Sin duda alguien de 2987 descubrió quien era y lo mató para apoderarse de su máquina. La Patrulla fue advertida pero no halló ningún rastro de la máquina... Finalmente, fue hallada en la Inglaterra del siglo V por dos patrulleros llamados... esto... Everard y Whitcomb.

—Si ya lo hemos conseguido, ¿para qué preocuparnos? —preguntó el americano sonriendo.

Mainwethering adoptó una expresión escandalizada.

—¡Por favor, amigo mío! Ustedes no lo han conseguido. La tarea tiene que ser llevada a cabo, tanto en términos de su sentido de la duración como del mío. Y les ruego que no crean excesivamente en el éxito por el simple hecho de que la Historia lo haya registrado. El tiempo no es en absoluto rígido; el hombre posee su libre albedrío. Si ustedes fracasan, la Historia cambiará y no habrá registrado jamás su éxito. Yo no les habré hablado nunca. Así es como ha ocurrido en los pocos casos en que la Patrulla se ha enfrentado con un fracaso. Se continúa trabajando en estos casos, y si finalmente se logra el éxito, la Historia volverá a cambiar y siempre habrá tenido éxito. Tempus non nascitur, fit, si puedo permitirme esta pequeña variante.

—Bueno, bueno, estaba bromeando —dijo Everard—. Vamos. Tempus fugit —añadió, con una premeditación que originó una mueca en Mainwethering.

La propia Patrulla demostró no conocer gran cosa del oscuro período en que los romanos abandonaron Inglaterra, cuando la civilización romanobretona se derrumbó y los sajones comenzaron a manifestarse. No había parecido jamás una etapa importante. La oficina de Londres del año 1000 envió los documentos de que disponía, así como ropas que podrían servir. Everard y Whitcomb permanecieron inconscientes durante una hora, bajo los instructores hipnóticos, para despertar en plena posesión del idioma latino, así como de varios dialectos sajones y yustes, y con un conocimiento suficiente de las costumbres y hábitos de la época.

Las ropas eran poco prácticas: pantalones, camisas y capotes de lana basta, capas de cuero, un número infinito de correas y lazos. Largas pelucas de un rubio color lino cubrían sus cabellos cortados a la moderna. Uno no se daría cuenta que iban afeitados ni siquiera de cerca, incluso en el siglo V. Whitcomb llevaba un hacha y Everard una espada, tanta una como otra hechas a la medida, en acero con alto contenido de carbono, aunque ellos tenían más confianza en sus pequeñas pistolas paralizadoras del siglo XXVI, disimuladas en sus capotes. No llevaban armadura; pero en uno de los sacos del saltatiempos había cascos de motociclista; apenas llamarían la atención en aquella época de artesanado de la forja, y eran mucho más resistentes y confortables que los artículos originarios. Llevaban igualmente una sustanciosa provisión de comida y algunas jarras llenas de cerveza victoriana.

—Perfecto —Mainwethering consultó un reloj que extrajo de su bolsillo—. Les esperaré aquí dentro de... ¿digamos cuatro horas? Tendré guardias armados para el caso de que traigan algún prisionero, y podremos ir a tomar inmediatamente el té. —Les tendió la mano—. ¡Buena caza!

Everard montó en el saltatiempo, ajustó los controles al año 464 después de Cristo, en el túmulo de Addlenton, en una noche de verano, a medianoche, y pulsó el contacto.