LOS BAJÍOS[11]
MIENTRAS trabajo en mi casa de campo junto al mar llegan a mis oídos el sonido del viento y el fragor de las olas. El viento silba y parece chillar en la chimenea y bajo los aleros; el ruido del oleaje viene de más lejos, es un sonido distante y atronador a la vez.
Tengo que salir. Cuanto ocurre en el exterior, las fuerzas que se han desencadenado, reclaman mi presencia, ¡y he de salir!
¡Qué día hace! ¡Qué día para los amantes de la vida y de la libertad de vivir! El Noreste sopla de tierra adentro hacia el mar, y sopla con ráfagas tan violentas que le hacen a uno encorvarse y estremecerse. El mar se agita en una confusión de crestas verdes y blancas que ribetean el movimiento ascendente y descendente de las olas. Sus rugidos baten con hosca resonancia la playa y los bajíos.
Y los bajíos se ofrecen a la vista negros o grises, o con trazos de un amarillo pálido cuando un débil rayo de sol los ilumina. Los tonos cambian, se hacen más intensos, más oscuros, o más claros, para fundirse finalmente en la lejanía, pero el efecto es extraño, como el del metal bruñido cuando se expone a una potente luz. A millas de distancia otro rayo de sol toca un blanco acantilado no muy alto y el verde repecho que lo corona. Luego se proyecta hacia el sur, perdiéndose en las sombras que se ciernen sobre el anchuroso mar.
Dicen que la marea está baja, pero ¡quién lo creería! Incluso donde estoy, al abrigo del dique, una lluvia de minúsculas partículas de agua salada me azota el rostro y aguijonea la punta de mis orejas. El oleaje barre hasta muy arriba la arena de la playa, muy arriba para esta época del año, en cualquier caso. Más allá de la línea de protección la guerra de los elementos estalla con arrolladora violencia.
Hay que andar dos millas siguiendo el dique para llegar al viejo casco de barco abandonado. Dos millas batallando, desafiando a los elementos, ¡y qué frío hace! El viento huracanado se te mete hasta los huesos, te traspasa. Si uno se queda quieto un solo momento, el viento en seguida te ordena fieramente que prosigas tu marcha. Soy uno de los miembros del selecto grupo que goza del derecho de entrada al casco abandonado. Puedo —y a menudo lo hago— trepar por sus viejos y carcomidos costados cubiertos de escarcha, arrastrarme hasta la sucia y estrecha cabina que tiene un boquete en el ángulo superior del techo, a mano derecha, y sentarme en el borde de una taquilla de camarote, allí donde confluyen media docena de corrientes de aire. Pero, más frecuentemente, como esta misma tarde, lo que hago es subir gateando a la cubierta, me siento al socaire de lo que en otros tiempos fue una caseta de derrota y exploro los bajíos y el mar con la ayuda de un catalejo.
Los bajíos no están nunca completamente desiertos. Incluso en una tarde tan fiera y tempestuosa como la de hoy, la vida siempre bulle en su superficie. Es bueno vivir, y por así decirlo, oponer la vida a la fuerza de los elementos. Y es bueno ver cómo otros seres vivos viven y batallan en consonancia con el espíritu belicoso de todo el conjunto.
Ahí están las gaviotas que persiguen al arenque, y las grandes gaviotas de dorso negro, voltejeando contra el viento, elevándose, cayendo y chillando como el rocío que salta de las olas o el viento mismo. Y esas otras gaviotas que remontan el vuelo sobre las crestas de las olas y se precipitan en vertiginoso picado al torbellino de las aguas. Hay dos fuerzas que pugnan entre sí: la una bronca y tumultuosa; la otra, serena, llena de gracia, balanceándose sobre sus alas.
Y deslizándose sobre el tumultuoso hervor del oleaje está el petrel, emblema vivo de la tormenta. Pequeño y delgado de cuerpo, con esa forma de volar tan parecida a la de las gaviotas y, sin embargo, tan distinta, también él es parte viva del cortante Noreste. A las gaviotas las veo todos los días, son parte integrante de los bajíos, pero al petrel sólo se lo ve, plantándole cara al viento y al mar, cuando hace un tiempo como éste o en algún tormentoso atardecer.
Centenares y millares de aves visitan los bajíos a todo lo largo del año, aves de paso que llegan con la puesta de sol y reemprenden su vuelo con las primeras luces del alba. A menudo me he despertado para escuchar la estruendosa mescolanza de sonidos, el guirigay de estridentes chillidos y llamadas de las innumerables aves silvestres que emigran por la noche. Pasan, y sobreviene el silencio, y luego se oye un renovado clamor cuando una nueva bandada levanta el vuelo y pasa de largo otra vez. ¡Qué misteriosos son esos miles y miles de emplumados viajeros que surcan el cielo sobrevolando colinas y ciudades, tierras y mares, a millas de distancia del alcance o de la voz humanos, rasgando con su sonoro y misterioso griterío la oscuridad, aleteando clamorosamente hasta perderse en la noche!
¿Por qué pienso en estas cosas? ¿Por qué me vienen a la memoria en este preciso momento, en el viejo casco abandonado, tan expuesto a las corrientes de aire, mientras un viento frío y húmedo se me mete hasta los huesos y me zarandea en todos los sentidos? ¡Qué lejanos parecen los alegres días del verano y esas noches primaverales tan llenas de misterio! Hace tan sólo unos meses me hallaba sentado en esta vieja caseta de derrota. Y dentro de unos pocos más volveré a estar aquí sentado, pensando y soñando.
Pero he de decir algo de otras escenas distintas, de los diferentes registros de estos bajíos ceñidos por el mar. ¡Ah, cuántas noches he pasado sentado aquí mismo, solo, sintiendo la tibieza del aire, en la oscuridad y el silencio, bajo las estrellas! ¡Cuántas veces he visto la luz de la luna reflejada en el mar, trazando un refulgente sendero de plata sobre la rizada superficie de las olas! ¡Cuántas veces, en este mismo casco abandonado, no habré oído el acariciante rumor del oleaje sobre la playa donde ahora, en cambio, escucho el hosco y atronador estrépito del mar embravecido! ¡Qué cambios traen consigo los distintos momentos del día y las estaciones!
¡Cuántas horas he pasado en esta caseta de derrota, en los meses de junio y abril, atento a esos rumores que rompen el ancho silencio de la noche y que colman la felicidad que siempre me embarga cuando me encuentro aquí! A una milla de distancia la bandada de gaviotas sigue con sus incansables chillidos —tal vez un poco soñolientos también a esta hora—, y aunque no las veo me puedo imaginar a esos blancos pájaros, juntos como una piña, erguidos sobre sus patas o agachados, en un ancho banco de arena, mientras uno o dos sueltos pasan en vuelo rasante por encima de la bandada rumbo a algún otro lugar más de su agrado. Y también el inquieto chorlito, cuyos extraños y quejumbrosos gritos suenan ahora más extraños que nunca; y las agachadizas, que chillan con su voz aflautada en alguna parte, pero ¿quién podría decir dónde? ¿Ahí detrás? ¿A la izquierda? ¿A la derecha? Tal vez a ambos lados, o a ninguno.
Adoro todos esos sonidos. Adoro el rumor de las olas y los silenciosos bajíos que se extienden a lo lejos casi ocultos a mi vista. Adoro todo el conjunto.
¿Quién ha estado en los bajíos en otoño, cuando la niebla cae como un telón gris, aislando esta comarca nuestra del resto del mundo? Si lo sorprende a uno fuera, ha de quedarse quieto allí donde esté, y no moverse o aventurarse en ninguna dirección. Se han dado casos de gente que ha desaparecido. Han tratado de abrirse paso tropezando y casi a ciegas hacia sus casas y han ido a parar a una zona muy peligrosa que hay llena de zanjas; y se han ahogado en las aguas densas y estancadas, pero profundas, que las inundan como ratones en un balde.
Mar adentro, las sirenas normales y las de niebla suenan confundiéndose en un todo indistinto, pero se oyen muy lejanas. En los bajíos reina un inusitado silencio, no roto por las gaviotas, los patos, ni por el chorlito siquiera. Y hay también un olor extraño. Es un olor húmedo, casi imposible de describir, pero que recuerda tal vez ese olor que asociamos con viejos muelles y almacenes, un olor a humedad y a confinamiento.
La niebla puede durar todo el día. Es posible que dure varios. Y también es posible que dure solamente dos o tres horas. Mientras permanezca, el silencio de los bajíos se hace opresivo; la niebla cae sobre ellos como un paño mortuorio.
—Y cuando bajó la marea lo sacaron a rastras hasta aquí, tirando de él hombres y caballos, y lo apuntalaron con estos maderos; y aquí lo han dejado. De eso hará unos cincuenta y cinco años.
La voz que habla es la de un hombre de edad ya avanzada, de un viejo de vigoroso semblante, pelo completamente gris y una corta barba: el rostro de un marino. Los dos estamos sentados en la cabina del casco abandonado. Y hay con nosotros un tercero, un hombre más joven, de cabellos negros, y con un bigote ya casi gris también, vestido con un jersey azul y recios pantalones de marinero. El fuerte aroma de la picadura que hemos estado fumando y también del whisky que yo he ido sirviendo impregna el aire cargado de la cabina. Yo estoy sentado sobre un armarito, el viejo en el otro, y el marinero está echado sobre lo que debió de ser un cajón de azúcar. De un garfio del techo cuelga una lámpara de aceite, cuyo olor se confunde con los muchos otros olores, imponiéndose a todos ellos.
El viejo, de quien se dice que es la persona de más edad de toda la comarca, acaba de contar la historia del casco abandonado, de cómo en tiempos había sido algo más de lo que es ahora, por mucho que cueste creerlo, y de cómo lo arrastraron desde el banco de arena a los bajíos que quedaban más próximos.
En ciertos aspectos, la historia es bastante corriente y vulgar, pero tanto el casco del buque como la historia misma son parte inseparable de los bajíos, y me siento, por tanto, obligado a contarla.
Ese casco abandonado fue en otros tiempos —o al menos eso dice el viejo— el de una goleta, una goleta no muy grande, sino más bien de un tamaño medio. Windflower se llamaba, y durante muchos años transportó cargamentos de fruta de la isla de Jamaica al puerto de Londres. Frayne, de Bristol, marino de experiencia y tan aficionado al ron y al brandy como suelen serlo la mayoría de sus congéneres, era su capitán.
Hace ahora unos cincuenta y cinco años el Windflower hacía su entrada en el Canal rumbo a su puerto de destino. La travesía había sido especialmente favorable: vientos propicios, un mar en calma, sin incidencias que preocuparan gran cosa a nadie. Ya en el Canal tuvo lugar un acontecimiento especialmente venturoso: la esposa del capitán Frayne, que también iba a bordo, le obsequió, nada menos, que con el regalo de un hijo varón. Muy pronto el Windflower iba a estar fondeado y seguro en una dársena del puerto. Y como consecuencia de todas estas cosas el capitán estaba que no cabía en sí de alegría; y, contagiado por su alborozo, el primer oficial estaba tan alegre como él; y, para no ser menos, la tripulación estaba casi tan alegre como ambos.
La noche del nacimiento el capitán descorchó una botella de brandy para deleite del primer oficial y el suyo propio; y en el castillo de proa abrió también un barril de ron para deleite de la tripulación. Los dos hombres estuvieron bebiendo y jugando a las cartas en la caseta de derrota hasta bien entrada la noche. Mucho antes de que dieran las doce, la tripulación del Windflower gritaba y cantaba como en un verdadero pandemónium. Los que tenían que haber estado de guardia, no lo estaban; los que deberían haber estado durmiendo en sus literas se dedicaban a berrear como enloquecidos en cubierta. Abajo, en un camarote, se encontraban la esposa del capitán y el recién nacido.
De hecho, el Windflower estaba hundiéndose rápidamente. A la vista de la costa de Cornualles se había abierto una vía de agua; pero una vez empezado el jolgorio, nadie se percató de ello y a nadie pareció importarle gran cosa. Se había levantado una galerna del suroeste y el mar empezó a picarse. Ambos factores empujaron al barco hacia la costa y ahora iba derecho a encallar en un banco de arena.
Poco después de medianoche empezó claramente a escorarse. Cuando el primer oficial se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, ya era demasiado tarde; y demasiado tarde cuando cruzó dando tumbos la cubierta, entró en el castillo de proa y bajó a la cabina gritando cosas incoherentes, medio enloquecido de nerviosismo y terror. En momentos tales como aquéllos el capitán seguía dormido en la caseta de derrota. El castillo de proa seguía retumbando con las canciones y las carcajadas estentóreas de la tripulación borracha. Sólo en los últimos momentos, cuando el agua entraba ya en tromba barriendo todo lo que encontraba a su paso, comprendió el primer oficial todo el horror de lo que estaba ocurriendo; en esos momentos arrancó al recién nacido de los brazos de su madre, y, guiados por un destino que sólo Dios conoce, ambos pudieron llegar a tierra y salvarse. Pero el Windflower se hundió en aquel fondo arenoso, y todo su cargamento de alegría, canciones y vidas humanas se fue a pique con él.
Ésta es, en pocas palabras, la terrible historia. Y si la cuento es porque el anciano que tantas veces me la ha repetido es aquel primer oficial de la vieja goleta Windflower, y porque ese otro hombre ya maduro y silencioso que está sentado enfrente de mí sobre un cajón de azúcar es aquel recién nacido al que, por un milagro, él salvó la vida. Este casco abandonado en el que leo, charlo y sueño casi a diario, fue una vez parte de la goleta Windflower, que transportaba cargamentos de fruta de la isla de Jamaica al puerto de Londres. Su historia es la de tantísimos otros barcos, y mejores aún que él, que yacen en el arenoso fondo de los mares, pero es una historia completamente distinta de todas las demás leyendas que se oyen a lo largo de la costa.
Muy a menudo, cuando vuelvo andando a casa a través de los bajíos, en esas tardes tormentosas en que un viento huracanado sopla del suroeste trayendo consigo rachas de lluvia, pienso en la tragedia que tuvo lugar en aquel banco de arena, cubierto ahora por el mar, hace cincuenta y cinco años. A veces me despierto por la noche y entonces, en la oscuridad, lo veo todo mejor: el barco hundiéndose, la tripulación que vocifera borracha —ignorantes todos del destino que los aguarda—, los dos hombres jugando y bebiendo en la caseta de derrota. Aún más terrible y real, mi pesadilla recrea el mortal silencio que se hizo después: el rítmico batir del oleaje, los mástiles desarbolados saliendo por encima de las aguas, y los rostros sonrientes de los ahogados, con la vista clavada en la superficie desde el verde fondo del mar.