LA OTRA CAMA[3]
ME había ido a Suiza en vísperas de Navidad, esperando, por experiencia, pasar un mes con un tiempo tan magnífico como reparador, patinando todo el día bajo un sol radiante y tostándome con los aires, gélidos y abrasadores a la vez, de aquella plácida atmósfera. Ya sabía que de cuando en cuando podría caer alguna nevada que, en el peor de los casos, duraría cuarenta y ocho horas, y a la que seguirían otros diez días despejados y espléndidos, con una temperatura de cero grados por la noche, pero suavizada durante el día por el esplendor de un sol sin mácula.
Muy por el contrario, las condiciones meteorológicas eran, esta vez, espantosas. Día tras día un viento huracanado se abatía rugiendo sobre aquel valle de alta montaña que tan calmado y sereno había esperado encontrar, trayendo consigo un tornado de aguanieve que degeneraba en auténtica nieve por la noche. Por espacio de diez días no hubo el menor indicio de que tal situación fuera a remitir, y, noche tras noche, cuando consultaba mi barómetro convencido de que el fin de tales abominaciones estaría próximo, me encontraba con que el dedo negro había descendido aún un poco más hasta que, como paloma mensajera, quedó fijo en la «T» de tormenta. Menciono todas estas circunstancias en detrimento de la historia que sigue, para que el lector inteligente pueda decir en seguida, si así gusta, que todo lo que ocurrió no fue más que consecuencia de los trastornos nerviosos y digestivos provocados, tal vez, por aquellas molestas condiciones atmosféricas que obligaban a una reclusión forzosa. Y ahora volvamos otra vez al principio.
Había escrito para reservar una habitación en el Hotel Beau Site, y al llegar me encontré con la agradable sorpresa de ver que por la modesta suma de doce francos al día me habían adjudicado una habitación en el primer piso que tenía dos camas. Era la única disponible, pues el hotel estaba lleno. Temiendo que por error me hubieran dado una habitación de veintidós francos, al instante confirmé mi reserva en recepción. Pero no, no había ningún error: había pedido una habitación de doce francos y eso es lo que me habían dado. El recepcionista, muy cortés, esperaba que estuviese satisfecho, pues, de lo contrario, no había ninguna otra libre. Temiendo correr la misma suerte que Esaú, me apresuré a decirle que estaba más que satisfecho.
Llegué hacia las tres de la tarde de un día despejado y magnífico, el último de tal serie, y como al hacer el equipaje había tenido la precaución de dejar mis patines encima de todo, me fui corriendo a la pista de hielo y pasé allí una o dos horas tan agotadoras como espléndidas, volviendo al hotel con la puesta de sol. Tenía que escribir varias cartas, y tras pedir que me subieran el té a mi suntuoso apartamento, el número 23, en el primer piso, a él me fui derecho.
La puerta estaba entreabierta, y al aproximarme —estoy seguro de que si no fuera a la luz de cuanto ocurrió después ni siquiera me acordaría de este detalle— oí un ligero ruido dentro de la habitación e, instintivamente, pensé que sería el mozo del hotel que estaría deshaciendo mi equipaje. Un instante después, ya dentro, vi que estaba vacía. El equipaje estaba ya deshecho, todo aseado y en orden, y parecía sumamente cómoda. Mi barómetro se hallaba sobre la mesa y observé desmoralizado que había bajado casi otra media pulgada. No volví a pensar en el ruido que creía haber oído desde el pasillo.
Desde luego, por doce francos al día, la habitación no podía ser mejor. Había, como ya he dicho, dos camas, en una de las cuales estaban desplegadas mis prendas de vestir, mientras que mis pijamas se apilaban en la otra. Tenía dos ventanas, entre las cuales había un lavabo de buenas dimensiones con bastante espacio encima para poner cosas, un sofá con el respaldo vuelto hacia la luz y convenientemente cerca del radiador de la calefacción central, un par de buenos sillones, una mesa para escribir, y, ¡lujo de los lujos!, una segunda mesa para que cada vez que trajeran el desayuno no fuera necesario apilar precipitadamente libros y papeles con el fin de hacer sitio a la bandeja. Mis ventanas daban al este, y el sol poniente llameaba aún en las laderas occidentales cubiertas de nieve, mientras arriba, desdiciendo a mi abatido barómetro, se veía un cielo limpio de nubes, y una fina rodaja de luna en pálido cuarto creciente colgaba en lo alto entre las estrellas, que, encendidas tan sólo hacía breves momentos, centelleaban aún con una luz muy tenue. El té no se hizo esperar, y mientras tomaba un bocado me dediqué a contemplar cuanto me rodeaba con suma complacencia.
Y, de pronto, y sin ninguna causa aparente que lo justificara, me pareció que la elección de las camas no era la más acertada. Se me antojó imposible dormir en la cama que mi mozo de habitación había escogido para mí. Así que me levanté de un salto y, sin pensarlo dos veces, pasé mis prendas de vestir a la otra cama y puse mis pijamas en el lugar que aquéllas habían ocupado. El cambio lo efectué casi sin aliento y sólo al terminar me pregunté por qué se me había ocurrido semejante cosa. No tenía ni la más remota idea. Simplemente había tenido la sensación de que me habría sido imposible dormir en la otra cama. Pero una vez hecho el cambio, volví a sentirme perfectamente a gusto.
Escribir mis cartas me llevó una hora aproximadamente, y cuando estaba ya con la última, o tal vez la penúltima, en parte debido a su inherente insustancialidad, en parte al sueño que, lógicamente, iba haciendo presa en mí, sentí cómo se me cerraban los párpados y empecé a bostezar ostentosamente. Había pasado veinticuatro horas seguidas en el tren, y aquellos aires tan vigorizantes y que tanto estimulaban el apetito, la actividad y el sueño dejaban ya sentir sus efectos, y como aún me quedaba una hora antes de tener que vestirme, me tumbé en el sofá con un libro como excusa, pero con la secreta intención de echar una cabezada.
Y entonces empecé a soñar. Soñé que el mozo de mi habitación entraba sigilosamente para decirme, sin duda, que ya era hora de que me vistiese para la cena. Supongo que aún quedaban unos minutos, pues al verme dormitando, en vez de despertarme, empezaba a pasearse por la habitación sin hacer el menor ruido y poniéndolo todo en orden. Me parecía que había muy poca luz, pues no podía verlo con claridad. De hecho, sabía que era él porque no podía ser nadie más. Luego se detenía ante el lavabo, encima del cual había una repisa con brochas y navajas de afeitar, y vi cómo sacaba una de las navajas de su estuche y se ponía a suavizarla. La luz se reflejaba con un brillo cegador en la hoja de la navaja. Luego pasaba una o dos veces el pulgar por el filo para probarlo y, ante mi horror, se la llevaba a la garganta. Justo en ese momento, uno de esos estruendos ensordecedores que ponen punto final a los sueños me despertó. Vi la puerta entreabierta y a mi mozo de habitación en el preciso instante de entrar en ella. La apertura de la puerta, no cabe duda, era la que había producido tal estrépito.
Me uní a un grupo formado por otros cinco huéspedes del hotel, llegados antes que yo —todos viejos amigos que solíamos vernos con frecuencia— y tanto durante la cena como después, en los intervalos de una partida de bridge, la conversación discurrió con amenidad sobre los temas más diversos: los aludes de rocas, las previsiones meteorológicas —algo que en Suiza adquiere una importancia extraordinaria y trasciende el mero tópico—, la temporada operística y los requisitos que se debían dar en la mano del muerto para que un jugador pueda negarse a seguir el palo con el que salió su compañero cuando carece de triunfos. Y luego, con unos whiskies con soda y el siempre repetido «último cigarrillo», nuestra charla cambió de rumbo y, tras un breve inciso sobre los Zant-zigs, abordó la cuestión de la transferencia de pensamiento y la transferencia de emociones. En este punto, Harry Lambert, uno de los del grupo, explicó el tan manido tema de las casas embrujadas basándose en ese principio. Lo expuso con gran concisión.
—Todo cuanto sucede —decía—, bien sea un paso que demos o un pensamiento que cruza por nuestra mente, incide de un modo u otro en el mundo material que nos rodea. Dicho esto, creo que estaremos todos de acuerdo en que la emoción más intensa y violenta de todas es aquella que lleva a un hombre a dar ese paso tan extremo que es matarse a sí mismo o matar a otra persona. No es difícil imaginar que un hecho de esa naturaleza ha de causar tales estragos en su escenario material, sea éste una habitación o un páramo embrujado, que su huella durará un dilatadísimo espacio de tiempo. El aire resuena con los gritos de la víctima y sigue rezumando con su sangre. No todo el mundo es capaz de percibirlo, pero las personas sensibles sí lo son. A propósito, estoy seguro de que el camarero que nos ha servido en la cena es una persona sensible.
Era ya tarde y me levanté.
—Mandémoslo, pues, a toda prisa —bromeé—, a la escena del crimen. Yo, por mi parte, me voy corriendo a la escena del sueño.
En el exterior, la amenazadora promesa del barómetro empezaba a cumplirse al pie de la letra. Un viento frío y desapacible gemía entre los pinos y ululaba en las cumbres de las montañas, y había empezado a nevar. La noche estaba totalmente cubierta, y hubiérase dicho que inquietas presencias se movían de un lado a otro en la oscuridad. Pero de nada servía ser agorero y, además, puesto que teníamos que permanecer varios días encerrados en el hotel, yo era afortunado al disponer de un alojamiento tan cómodo. Aunque hubiese preferido enormemente poder distraerme al aire y al sol, tenía muchas cosas con que ocupar mi tiempo sin salir. Y en lo que se refería al presente más inmediato, ¡qué placer poder estirarse en una cama como Dios manda, después de pasar una noche entumecido en el tren!
Ya me había casi desnudado cuando llamaron a mi puerta, y el camarero que nos había servido la cena entró trayendo una botella de whisky. Era un hombre joven y de buena estatura y, aunque no me había fijado en él durante la cena, en seguida vi lo que Harry había querido decir cuando aseguró que era una persona sensible. Es un algo inequívoco que se manifiesta en una mirada especialmente penetrante. Esa clase de ojos, ya se sabe, ven debajo de la superficie de las cosas…
—La botella de whisky para monsieur —anunció, dejándola encima de la mesa.
—Pero yo no he pedido whisky —aclaré.
Me miró desconcertado.
—¿No es ésta la número veintitrés? —preguntó. Entonces echó un vistazo a la otra cama—. Ah, debe de ser, sin duda, para el otro caballero —insistió.
—Pero si aquí no hay ningún otro caballero —le respondí—. En esta habitación estoy yo solo.
Volvió a coger la botella.
—Perdone, monsieur —se disculpó—. Debe de haber un error. Yo soy nuevo aquí. Hoy ha sido mi primer día. Pero creí que…
—¿Sí? —inquirí.
—Creí que la número veintitrés había pedido una botella de whisky —repitió—. Buenas noches, monsieur, y perdone.
Me metí en la cama, apagué la luz, y con el sueño que tenía y aquella sensación opresiva, provocada, sin duda, por la nevada que estaba cayendo, pensé que me quedaría dormido en seguida. Pero no, mi mente no quería irse a descansar, y siguió dando tumbos soñolienta por entre los pequeños acontecimientos del día, como un cansado caminante que fuera tropezando en la oscuridad con las piedras en vez de levantar los pies. Y a medida que me iba venciendo el sueño me parecía como si mi mente siguiera dando vueltas en un pequeño círculo. En un primer momento, recordó soñolienta el ligero ruido que yo había creído oír dentro de mi habitación. Al siguiente recordaba aquel sueño de una figura moviéndose furtivamente y afilando una navaja de afeitar. Y en tercer lugar, se preguntaba por qué a un camarero suizo con mirada de persona «sensible» le había parecido que la número veintitrés había pedido una botella de whisky. Pero en aquel momento no intenté buscar ninguna coherencia entre aquellos pequeños hechos aislados. Me limitaba a recrearme en ellos con soñolienta insistencia. Por último, un cuarto hecho vino a completar el círculo del sueño, y me pregunté por qué motivo me había producido tal repugnancia la idea de dormir en la otra cama. Pero no encontraba explicación tampoco para esto último, y los contornos del pensamiento fueron haciéndose más imprecisos y brumosos hasta que perdí la conciencia por completo.
A la mañana siguiente empezó la racha de días tormentosos. Nieve y aguanieve caían sin cesar, mezcladas con ráfagas de un viento helado, haciendo prácticamente imposible cualquier distracción en el exterior. La nieve estaba demasiado blanda para bajar en tobogán y se apelotonaba en los esquís, y la pista ya no era más que una sucesión de charcas de nieve a medio derretir. Todos estos factores en sí mismos eran, por supuesto, más que suficientes para explicar cualquier depresión y abatimiento normales, pero a mí me parecía todo el tiempo que había algo más a lo que se debían los negros nubarrones que se cernían sobre mi espíritu aquellos días. Y, además, se había apoderado de mí el miedo, un miedo que, si bien al principio era un tanto vago, fue haciéndose cada vez más definido, hasta que se concretó en miedo a la habitación número veintitrés y, en especial, en un pánico cerval a la otra cama. No tenía la menor idea de por qué o cómo me daba miedo, no parecía existir el menor motivo, pero la forma y el perfil de aquel pánico fueron haciéndose cada vez más nítidos a medida que un detalle tras otro de la vida diaria, todos pequeños y triviales en sí mismos, iban tallando y moldeando ese miedo hasta que tomó una forma bien definida. Pero todo era tan gratuito y tan pueril que no podía hablar de ello con nadie. Lo único que podía hacer era repetirme que no era más que un desarreglo nervioso provocado por aquel tiempo tan fuera de lugar.
Y, sin embargo, detalles los hubo y muchos. Una vez me desperté angustiado por una pesadilla, incapaz de moverme al principio, presa de un pánico horroroso, creyendo estar acostado en la otra cama. Y en más de una ocasión también, me desperté antes de que me llamaran y cuando me levanté de la cama para ver el día que hacía, vi con un sentimiento de tremenda aprensión que la ropa de la otra cama estaba extrañamente revuelta, como si alguien hubiera dormido en ella y la hubiese después alisado, pero no tanto como para no dejar huellas de la ocupación. Así pues, una noche tendí una trampa, por llamarlo de algún modo, al intruso, cuyo verdadero objeto era calmar más bien mi propio nerviosismo —pues aún me decía a mí mismo que no había ningún motivo para tener miedo— y remetí las sábanas con gran cuidado y luego volví a poner encima la almohada. Pero a la mañana siguiente se hubiera dicho que mi intromisión no había sido demasiado del agrado del ocupante, pues la ropa de la cama apareció más revuelta de lo que ya era costumbre, y en la almohada podía apreciarse, redonda y bastante profunda, una depresión como la que a veces descubrimos una mañana cualquiera en nuestra propia cama. De día, sin embargo, todos aquellos fenómenos no me daban ningún miedo. Era por la noche, al meterme en la cama, cuando me ponía a temblar pensando en las sorpresas que me depararía la mañana.
A veces también ocurrió que quería que me subiesen algo o que llamaba a mi mozo de habitación. En tres o cuatro de esas ocasiones fue el «Sensible», como le llamábamos, quien contestó a mi timbre, pero, por lo que pude observar, el «Sensible» no entraba nunca en la habitación. Abría una rendija la puerta para recibir mis encargos y cuando volvía abría de nuevo una rendija para decirme que mis botas, o lo que fuese, estaban delante de la puerta. Una vez le hice entrar y vi cómo se santiguaba con el rostro demudado por un pánico cerval, y la visión, desde luego, no me dio muchos ánimos. Dos veces, también, subió por la noche, cuando yo no le había llamado en absoluto, como había ocurrido la primera vez, y abrió la puerta dos dedos para decirme que mi botella de whisky me esperaba fuera. Pero el pobre hombre se quedó tan estupefacto cuando salí a decirle que yo no había pedido ningún whisky, que no insistí en que me diera una explicación. Me pidió mil perdones; creía que le habían pedido una botella de whisky de la número veintitrés. El error era suyo y sólo suyo. Desde luego, no me la cargarían a mi cuenta. Debía de haber sido el otro caballero. Perdón otra vez —ya recordaba que no había ningún otro caballero, que la otra cama estaba desocupada.
Fue la noche en que semejante escena tenía lugar por segunda vez, cuando definitivamente empecé a desear poder yo también estar tan seguro de que la otra cama no la ocupaba nadie. Los diez días de nieve y ventisca ya estaban tocando a su fin, y esa noche, una vez más, la luna, que había pasado de fina rodaja a escudo resplandeciente, flotaba serena entre las estrellas. Pero aunque en la cena todo el mundo dio muestras —con la subida del barómetro y el fin de la impresionante nevada— de un cambio radical en su estado de ánimo, la intolerable y negra melancolía que me embargaba desde hacía ya diez días se hizo aún más opresiva y angustiosa. El miedo se me antojaba ahora como una estatua ya casi terminada, y todos aquellos detalles no eran sino las manos que la iban moldeando y esculpiendo. Y aunque aún estuviera tapada por sus húmedas sábanas, tenía la sensación de que en el momento menos pensado la ropa de la cama podía abrirse de golpe y yo tendría que enfrentarme a lo que ocultaba.
Dos veces aquella misma tarde me había dirigido a recepción para pedir que me preparasen una cama en cualquier otro sitio, aunque tuviera que ser en la sala de billar o en el salón de fumar, puesto que el hotel estaba lleno, pero la insufrible puerilidad de mi conducta me sublevaba. ¿A qué le tenía miedo? ¿A un sueño que yo mismo me había forjado, a una simple pesadilla? ¿Al fortuito desarreglo de la ropa de una cama? ¿Al hecho de que un camarero suizo se equivocara con unas botellas de whisky? Era una cobardía verdaderamente intolerable.
Pero igualmente intolerable se me antojaba aquella noche el billar o el bridge, o cualquier otra forma de diversión. Parecía que mi única salvación estribaba en ponerme a trabajar en serio y sin interrupciones, y después de la cena me retiré en seguida a mi habitación —con el propósito de lanzar mi primera contraofensiva en respuesta al miedo que me atenazaba— y me senté con la firme intención de pasarme varias horas corrigiendo pruebas, una tarea tan humilde como monótona, pero muy necesaria, y que exige una absoluta atención. Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor en la habitación para tranquilizarme, y todo me pareció sólido y moderno: un alegre papel pintado con un motivo de lirios cubría las paredes, el suelo era de tarima, los tubos del radiador borboteaban en un rincón, mi pijama estaba dispuesto para la noche sobre la otra cama…
La lámpara eléctrica daba muy buena luz, y me pareció entonces que había como una sombra, como una extraña mancha en la parte inferior de la almohada, y en la superior de las sábanas, una mancha tan clara como inquietante, y por un momento volví a sentirme agarrotado por el terror. Luego, armándome de valor, fui hasta la cama y la miré más de cerca. Y después la toqué. Tanto las sábanas como la almohada en las que parecía haber aquella especie de mancha o sombra estaban húmedas. Y entonces me acordé: antes de bajar a cenar, había dejado unas prendas mojadas sobre la cama. Ésa era, sin duda, la razón. Y tranquilizado por esta forma extraordinariamente sencilla de disipar mi miedo, volví a sentarme y empecé con mis pruebas. Pero el miedo que había hecho presa en mí era que, en una primera inspección, la mancha no tenía el ligero tono gris que toma la ropa blanca cuando está mojada.
De la planta baja subía al principio el sonido de la música, pues había baile aquella noche, pero estaba tan concentrado en mi trabajo que no presté demasiada atención, hasta que al cabo de cierto tiempo me di cuenta de que la música había dejado de sonar. Se oyeron ruidos de pisadas por los pasillos, el rumor de conversaciones en los rellanos de la escalera y el ruido de puertas al cerrarse, hasta que, gradualmente, se fue imponiendo el silencio. La soledad de la noche había hecho acto de presencia.
Cuando, reforzado por aquella sensación de soledad, el silencio reinaba ya plenamente, hice la primera pausa en mi trabajo y vi en el reloj que había sobre mi mesa que ya era más de medianoche. Poco me quedaba por hacer; otra media hora y habría acabado, pero tenía que tomar unas notas para ulteriores consultas y mi reserva de papel estaba ya agotada. Sin embargo, había comprado en el pueblo aquella misma tarde, pero se había quedado en recepción, pues al entrar lo dejé allí y luego se me había olvidado subirlo. Bajar a cogerlo sería tan sólo cuestión de un minuto.
Debido, sin duda, a las numerosas bombillas que habían encendido en el exterior del hotel, la luz en mi habitación era desde hacía una hora más fuerte que nunca, y al salir vi otra vez claramente la mancha en la almohada y las sábanas de la otra cama. Llevaba una hora sin acordarme para nada de ella y volverla a ver constituyó una desagradable sorpresa. Entonces recordé la explicación que le había dado a algo tan chocante como aquello, y con el fin de tranquilizarme volví a tocarla de nuevo. Aún estaba húmeda, pero… ¿Me habría enfriado trabajando? Porque me pareció tibia al tacto. Tibia y, sin duda también, un tanto pegajosa. No era la sensación de algo humedecido por agua. Y en aquel preciso instante sentí que no estaba solo en la habitación. Había algo más, algo tan silencioso como invisible. Pero que estaba allí.
Ahora, para consuelo de aquellas personas propensas a tener miedo, he de decir, antes de continuar, que no soy nada valiente, pero aquel terror que, bien sabe Dios, era tan real, despertó en mí un interés tal que el interés se impuso a todas las demás consideraciones. Me quedé de pie un instante junto a la otra cama, y sólo medio consciente de lo que hacía, me sequé la mano que había tocado la mancha, pues su tacto —aunque no cesaba de repetirme a mí mismo que no era más que el tacto de la nieve derretida sobre el abrigo que había dejado allí encima— tenía algo de sucio y desagradable. Eso fue todo lo que sentí, pues en presencia de lo desconocido, y quién sabe si también de lo horrible, el sentido de la curiosidad —uno de los más aguzados que poseemos— pasa a primer plano. Así pues, ansioso por estar de vuelta en mi habitación lo antes posible, corrí escaleras abajo a coger el paquete de papel. Había aún luz encendida en la recepción, y el «Sensible», en turno de noche, supongo, estaba allí sentado descabezando un sueñecito. Mi entrada no lo despertó, pues llevaba puestas unas zapatillas de fieltro que no hacían ruido. Vi en seguida el paquete que buscaba, lo cogí y me fui, dejándolo tan dormido como lo había encontrado. No cabía duda de que la suya era una naturaleza envidiable. El «Sensible», fuera lo que fuese, podía al menos echar una cabezada sentado en su dura silla; el ocupante de la cama desocupada no requería sus servicios aquella noche.
Cerré mi puerta sin hacer ruido, como hace uno por las noches cuando la casa está en silencio, y me senté en seguida a abrir el paquete de papel y a terminar mi trabajo. Estaba envuelto en una hoja de un periódico atrasado, y mientras forcejeaba con el último cabo del cordel que lo ataba unas líneas atrajeron mi atención. Y también la fecha de la cabecera del periódico me llamó la atención, una fecha de hacía casi un año antes, o, para ser más exactos, una fecha de hacía cincuenta y una semanas justas. Era un periódico americano, y la noticia que recogía era ésta:
«Los restos mortales del señor Silas R. Hume, que se suicidó la semana pasada en el Hotel Beau Site, en Moulin sur Chalon, recibirán sepultura en su casa de Boston, Massachusetts. La investigación llevada a cabo en Suiza señaló que, en un ataque de delirium tremens provocado por la bebida, se degolló con una navaja de afeitar. En el armario de su habitación se encontraron tres docenas de botellas vacías de whisky escocés…».
Hasta ahí había leído cuando de pronto, sin previo aviso, se fue la luz eléctrica, y me quedé sumido en lo que en un primer momento parecía la más completa oscuridad. Y de nuevo me percaté de que no estaba solo, y ahora ya sabía quién era el que estaba conmigo en la habitación.
Entonces me quedé absolutamente paralizado por el terror. Como si una ráfaga de viento soplara sobre mi cabeza sentí que mis cabellos se agitaban y se ponían ligeramente de punta. Y supongo, también, que mis ojos fueron acostumbrándose a aquella repentina oscuridad, pues pronto pudieron distinguir el contorno de los muebles de la habitación a la luz que entraba de fuera, del cielo tachonado de estrellas. Y entonces vieron algo más, también, que el simple mobiliario. Junto al lavabo que había entre las dos ventanas se erguía una figura que llevaba puesto un pijama por todo atuendo y cuyas manos revolvían los objetos colocados en la repisa encima del lavabo. Luego dio dos pasos y se metió casi de cabeza en la otra cama, que quedaba oculta en la oscuridad. Y entonces gruesas gotas de sudor empezaron a perlar mi frente.
Aunque la otra cama seguía sumida en las tinieblas, yo podía ver de forma difusa, pero suficiente, lo que allí había. La forma de una cabeza descansaba sobre la almohada, el contorno de un brazo alzaba una mano hasta el timbre eléctrico que había al lado de la pared, y me pareció que lo oía sonar a lo lejos. Un instante después se oyeron unos pasos que subían a toda prisa las escaleras y avanzaban por el pasillo, y, finalmente, unos nudillos llamaron a la puerta.
—El whisky de monsieur, el whisky de monsieur —anunció una voz desde fuera—. Perdone, monsieur, se lo he traído tan pronto como me ha sido posible.
Un terror glacial seguía paralizando mis miembros, impotentes. Intenté articular palabra, pero no pude, y otra vez volvieron a sonar los golpecitos en la puerta acompañados por la voz que anunciaba a alguien que su whisky ya estaba allí. Al segundo intento oí una voz que era la mía contestar con tono destemplado:
—¡Entre, por el amor de Dios! ¡Estoy a solas con ello!
Entonces sonó el chasquido de un picaporte al girar, y tan de improviso como se había ido unos segundos antes, volvió otra vez la luz eléctrica y la habitación se iluminó como un ascua. Vi un rostro que asomaba por detrás de la puerta, pero mis ojos seguían clavados en otro rostro, el de un hombre falto de carácter, acabado, que estaba acostado en la otra cama y que me miraba fijamente con ojos vidriosos. Estaba recostado contra la cabecera y un profundo corte surcaba su garganta de oreja a oreja, y la parte inferior de la almohada estaba empapada en sangre que chorreaba por las sábanas.
Y, de pronto, aquella horrenda visión se desvaneció, y lo único que vi fue un camarero con ojos soñolientos que miraba la habitación apostado en el umbral. Pero su mirada soñolienta dejaba traslucir el terror y la voz le temblaba al hablar.
—¿Monsieur ha llamado? —preguntó.
No, monsieur no había llamado. Pero lo que monsieur sí iba a hacer inmediatamente era instalarse en un sofá en la sala de billar.