Epílogo
Jerusalén, mayo de 2009
Los operarios fijaron mediante unas abrazaderas metálicas la piedra al gancho de la grúa y se retiraron. El encargado de manejarla probó los controles y alzó el pulgar para dar su conformidad, pendiente de la orden del profesor. Éste alzó la mano para pedir calma a su equipo. Habían trabajado mucho para llegar a aquel momento. Se había tratado de una larguísima carrera de fondo, y no era cuestión de tropezar en los últimos metros, a punto de llegar a la meta.
La piedra tenía forma de moneda, un disco de granito gris claro con pintitas oscuras que había pasado casi veinte siglos alejado de la luz del sol, sepultado bajo una montaña de sedimentos. Dos mil años atrás, la piedra había tenido otra forma y había descansado en otro lugar, antes de que la mano del hombre la arrancase de una cantera cercana y la tallase en un taller. Después, alguien la había transportado hasta allí en un carro tirado por bueyes y con ella había sellado el sepulcro de un judío.
El profesor había dedicado veinticinco años de su vida a encontrarla. La piedra, por sí misma, apenas tenía valor arqueológico. Era fea, basta y deslustrada, completamente vulgar. Estaba mal trabajada, sin marcas, sin inscripciones, sin nada que la hiciese especial. Pero lo era, y mucho, pues durante siglos había protegido con su piel cenicienta el mayor engaño de todos los tiempos.
Frente a ella, un puñado de hombres había hecho un pacto de silencio. Habían ocultado la realidad bajo una losa, en el interior de un sepulcro, y le habían contado al mundo una bonita fábula que había alterado de modo irreversible la historia del ser humano desde entonces hasta el presente. Fueron siete los que lo hicieron, y todos guardaron el secreto hasta el fin. Todos salvo uno.
Ese único hombre, quizá atormentado, terminó por contar en su lecho de muerte lo que en realidad había pasado. Alguien le escuchó y, por la razón que fuera, lo contó a su vez a alguien que se lo transmitió a otro, y así, de uno en uno, de boca en boca, el secreto, de algún modo, logró sobrevivir mucho tiempo, veinte siglos, hasta llegar a un profesor de arqueología que se atrevió a creer en él.
Desde entonces, el profesor había recorrido un largo camino plagado de incomprensión y trabas. Se habían reído de él, le habían llamado lunático y cosas peores, pero él siempre había conservado la fe. Nunca se había rendido. Había luchado contra todo y contra todos, y ahora, tras esa piedra, estaba la carta definitiva, la que le haría ganar o perder la partida más importante no sólo de su vida, sino quizá de la historia.
Antes de instalar el armazón que permitiría abrir el sepulcro, habían tenido que retirar montones de escombros. Aquellos que lo habían sellado se habían empleado a conciencia. Por algún motivo, habían apuntalado firmemente la losa por fuera, como si temiesen que algo pudiera derribarla desde dentro, y lo habían cubierto todo con toneladas de tierra. En su tiempo, sin maquinaria, debió de tratarse de un trabajo titánico.
El profesor percibió que todos los presentes estaban pendientes de él, de su orden. Por algún motivo, era incapaz de darla. Ahora que estaba tan cerca, a sólo unos metros, a unos minutos del final, tenía más miedo que nunca. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si el sepulcro estaba vacío? ¿Y si el secreto no era tal? ¿Y si tan sólo se trataba de los desvaríos de un moribundo? De ser así, estaría completamente acabado. Casi toda su vida adulta habría sido una estúpida farsa.
El relato que le había llevado hasta allí hablaba de un judío que había sido torturado y crucificado en Jerusalén y de cómo sus seguidores habían rescatado su cadáver y le habían enterrado. No se mencionaban nombres, pero el profesor asumía que el judío debía de ser Jesús de Nazaret, y los seguidores, sus discípulos, pese a que hablaba de trece en lugar de doce. Algo había ocurrido durante la crucifixión, «tan pavoroso que nadie debía incurrir en la ira de Dios tratando de contarlo». Después, el cuerpo del judío había sido trasladado a un sepulcro cercano, y en este punto se producía la mayor contradicción del relato, pues aunque aseguraba que nunca abandonó su tumba, también decía que el judío resucitó, si bien «tal milagro no fue motivo de gozo, sino de gran turbación».
Era igual. Ya no había marcha atrás. Hizo una seña al operario de la grúa. Éste asintió y accionó los controles. El brazo hidráulico comenzó a tirar, con suavidad primero, con fuerza irresistible después. Por primera vez en dos mil años, la losa abandonó su lugar, acompañada por el crujido de los terrones de tierra al quebrarse. Dos ayudantes se apresuraron a cubrir la entrada al sepulcro con una cortina de plástico para protegerla.
El profesor se tapó la boca con la mano para protegerse de la gruesa polvareda que se había producido al retirar la piedra. Una cita de la Biblia, del Apocalipsis, acudió en aquel momento a su memoria: «Y abrí el pozo del abismo; y subió del pozo un humo semejante al de un grande horno; y con el humo de este pozo quedaron oscurecidos el sol y el aire».
Aguardaron unos minutos para que el aire estancado del interior, un aire que había permanecido muchos siglos confinado, escapase por completo hacia el cielo de Jerusalén. El profesor se colocó una mascarilla y guantes. Tras el plástico translúcido se intuía un agujero de negrura absoluta. Cogió la linterna que uno de sus ayudantes le tendía e inspiró profundamente. De pronto, como por ensalmo, su miedo desapareció. Allí estaba, en el lugar que tanto había buscado, en el momento que tanto había perseguido. Su momento. En ese mismo instante estaba reescribiendo la historia. En ese mismo instante, él era historia.
Apartó la cortina y entró en el sepulcro. Un hedor rancio le golpeó en la nariz a pesar de la mascarilla, olor a decadencia, olor a corrupción. Olor a muerte. Una ráfaga de aire caliente le azotó el rostro y el polvo milenario se arremolinó ante sus ojos. Y, de repente, volvió a tener miedo, pero de un modo diferente. No era temor al fracaso, ni a la humillación, sino un auténtico terror que le nacía en el estómago y le subía como una pelota de plomo fundido hacia la boca. Sin saber por qué, otra cita brotó en su cabeza: «No temas nada. Soy Yo, el Primero y el Último. Yo soy el que vive; estuve muerto y de nuevo soy el que vive por los siglos de los siglos, y tengo en mi mano las llaves de la muerte y del infierno».
Trató de tragar saliva y descubrió que tenía la boca seca. De la oscuridad le llegó un sonido vacilante, como de pies descalzos arrastrándose sobre la tierra. Pese a que era mediodía, la claridad del sol apenas alcanzaba a iluminar la entrada, como si el aire fuera demasiado denso para que pudiera traspasarla. El profesor entornó los ojos, tratando de atravesar las tinieblas y olvidando por completo la linterna que aún sujetaba en la mano derecha.
De nuevo escuchó aquel susurro, como gusanos arrastrándose entre hojas podridas, y supo que había algo allí abajo, algo horrible. Los esfínteres se le aflojaron, pero ni siquiera lo notó. Todos sus instintos le gritaban que huyera, que corriese, que se alejara de aquella cosa que aún era incapaz de ver pero que podía sentir, de aquel sitio que olía a muerte, que sabía a muerte, que sonaba a muerte. Quería hacerles caso, de verdad, lo quería más que nada. Quería irse y que el secreto lo fuera de nuevo. Quería estar a salvo, pero sabía que era demasiado tarde. Se quedó quieto y empezó a llorar.
Una sombra se desligó de las demás y tomó forma, los ojos brillantes, los dientes dispuestos, babeando de ansia. Ansia de carne. Abrió la boca y profirió un lamento inhumano, insoportable, voraz, y el profesor supo por qué lloraba. Lo hacía por la humanidad.