EL HUÉSPED
Álvaro Peiró Burriel
A mi familia y amigos, por
aguantarme y seguir a mi lado.
Desde que todo comenzó, la misma pregunta ronda por mi cabeza una y otra vez, como un tema recurrente que, a falta de cosas mejores en las que pensar, aflora en mi mente de cuando en cuando.
¿Por qué? ¿Por qué yo y no otro? ¿Acaso tuve la mala suerte de ser la excepción que confirma la regla? Los zombis no tienen conciencia, no pueden pensar. Y una mierda: yo soy la prueba que desmiente todas las leyendas urbanas, el suceso que sólo ocurre una vez cada cuatro trillones de años. Estoy al otro lado de la vida y no muero, floto en una neblina existencial, atrapado en mi propio cuerpo.
Todo comenzó tal y como empiezan todas las tramas de terror, con una historia que nadie se creía. Una enfermedad contagiosa, ataques terroristas, el castigo divino, vudú africano… qué más daba la causa, lo cierto es que cuando nos dimos cuenta, teníamos al infierno llamando a nuestras puertas. Los denominados «planes de contención» fueron ineficaces. ¿Cómo iban a retener a una masa de carne reanimada que camina eternamente en busca de cuerpos que devorar? Nada podía detener a los no muertos, y las ciudades caían mientras aquellas criaturas ampliaban sus filas con cada muerte que provocaban.
Yo tuve el suficiente instinto de supervivencia para sobrevivir al inicio de la invasión zombi, pero la situación empeoraba cada día que pasaba. Cuando quise darme cuenta, estaba atrincherado en el antiguo colegio salesiano de mi pueblo, junto con otros doce supervivientes. De esos días recuerdo el silencio sepulcral que envolvía al edificio, sólo roto por el andar de los zombis y su insoportable forma de arrastrar los pies. Y el hambre, un hambre feroz y creciente. Las reservas de comida disminuían poco a poco, y pronto comprendimos que no podríamos aguantar mucho tiempo así. La protección del edificio no era un problema: el perímetro estaba rodeado por altos muros de cemento, y, si no hacíamos ruido, podríamos liquidar a los zombis que se acercasen. Sin embargo, lo que los no muertos no habían conseguido hasta ahora lo estaba haciendo la falta de agua y alimentos.
Urdimos un plan a la desesperada. El huerto del colegio estaba descuidado y necesitábamos semillas para ponerlo en marcha de nuevo. Eso, junto con el pozo que había en la parte trasera del edificio, constituía nuestra única salvación. Conocíamos una floristería cercana que tenía lo que necesitábamos. Sería una incursión relámpago, así que los riesgos quedarían minimizados. Teníamos dos armas de fuego y conocíamos el terreno. ¿Qué podía salir mal?
El miedo pudo con nosotros. Un primer disparo nos delató cuando estábamos aprovisionándonos. Decenas de no muertos acudieron a la llamada y barrieron nuestras defensas sin esfuerzo gracias a su superioridad numérica. Acabé llorando en el almacén mientras escuchaba cómo aquellos seres luchaban por echar abajo la puerta que había apuntalado con muebles y cajas. Sabía que era cuestión de tiempo: su constancia acabaría derribándola y mi historia llegaría a su fin. Aquellos minutos se hicieron eternos hasta que la puerta cedió y acabé como mis ya fallecidos compañeros, gritando de puro terror mientras sentía cómo unas manos mugrientas me agarraban por todos los lados y las mandíbulas de los zombis empezaban con mi cuerpo.
Cuando desperté, ya era uno de ellos. A mi lado reconocí a algunos de mis amigos, con los ojos tan perdidos como seguramente debía de tenerlos yo. El estado de shock me impedía pensar mucho más allá de mi condición. Nada era como lo que había visto en las películas. No era dueño de mis propios actos, caminaba con un rumbo prefijado entre la marabunta de cuerpos a la que acompañaba, siguiendo un recorrido cuyas pautas desconocía pero que en líneas generales parecía seguir un itinerario errante en busca de los pocos seres vivos que todavía quedasen.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Intenté por todos los medios recuperar el control de mi cuerpo, alejarme del grupo y aislarme en algún rincón oscuro, de manera que no fuera un peligro para nadie más. Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré preso en mi propia mente, agarrando unos barrotes invisibles que impedían cualquier intento de escape mientras escuchaba una risa tenebrosa que brotaba de algún pasadizo oscuro de mi propio cerebro. Alguien llevaba el mando de mi cuerpo.
Con el paso de los días, comprendí que de alguna forma debía de ser inmune a la causa de todo aquello. Mi mente había conservado su parte racional, aunque estaba dominada por mi nueva y monstruosa personalidad. No, en realidad éramos dos seres en un mismo cuerpo: el huésped y su parásito invasor. Ambos sabíamos de la existencia del otro, pero, por mucho que lo intentase, no conseguía recuperar el control. Él no era como los demás, su inteligencia y la facilidad que tenía para cazar me aterraban. Evitaba en lo posible dejarse llevar por el hambre, planificaba cada ataque y minimizaba los riesgos, de modo que salía victorioso en cada una de sus emboscadas. Cuando mi cuerpo descansaba (aunque no del todo, pues siempre permanecía en un estado latente de vigilia), las pesadillas me invadían, y entonces rememoraba cada una de las carnicerías de las que había sido testigo, sabiendo que el Invasor disfrutaba atormentándome con esos pensamientos, regocijándose en mi sufrimiento. Mi captor controlaba mi cuerpo, y yo no podía hacer nada para advertir a las presas de aquel ser.
O al menos eso pensaba. Había descubierto una pequeña posibilidad, una rendija por la que escabullirme y asumir el control momentáneamente. Tan sólo tenía que esperar el momento oportuno, y, por fin, parecía que había llegado.
Llevo ya dos meses convertido en un no muerto y hace una semana que no encontramos ningún superviviente. El Invasor está furioso: sus ansias de carne humana lo han convertido en un ser más temerario. Nos encontramos en las afueras de una ciudad pequeña, en el comienzo de una urbanización de alto nivel económico. Al fondo se escucha el murmullo de un río, silenciado de vez en cuando por el cantar de un grupo de aves. Sé por qué me ha traído hasta aquí: los muros de las casas son altos y resistentes, y la concentración de podridos es mucho más densa de lo habitual, signo inequívoco de que hay alguien vivo cerca.
No tardo mucho en confirmar lo que digo: decenas de no muertos se agolpan en la puerta de hierro de una vivienda. Tanto mi captor como yo vemos una sombra proyectada desde la ventana del segundo piso. Reconozco la curvatura típica de la figura femenina escondida tras esa presencia fantasmal. Es una mujer joven, de complexión delgada, no sé si por la falta de comida o por cualquier otra razón. La figura tiembla un poco y desaparece entre la oscuridad de la casa. Está nerviosa, tanto el Invasor como yo lo sabemos. Rápidamente caminamos en busca de una salida alternativa. Esto es lo que diferencia a mi captor del resto: se aprovecha de mi mente y la utiliza a su favor, urdiendo planes elaborados que lo convierten en el más temible de los depredadores.
Al fin damos con una calle estrecha, usada en el pasado para delimitar los terrenos de las distintas propiedades colindantes. Mi podrido cuerpo se agazapa detrás de un cubo de basura. Es la única huida lógica para escapar de la casa, el único sitio donde no hay zombis. Mientras esperamos, siento la creciente excitación del Invasor. El ansia por probar de nuevo carne viva lo tiene casi cegado, está totalmente ofuscado en su tarea. Sonrió internamente, esperando que la acción comience.
Por fin, un cuerpo se asoma por lo alto de la pared izquierda. La mujer es más guapa de lo que había imaginado. Su pelo castaño realza sus ojos verdes y le confiere un aspecto salvaje. Si no fuera por su extrema palidez y la suciedad causada por el constante ajetreo de la supervivencia, parecería una modelo. Mientras baja, observo cómo el Invasor acalla unos gemidos de satisfacción. Estamos tan cerca que no podrá huir de nuestro ataque, ni siquiera manejando la tubería que usa como arma. La chica mira hacia ambos lados de la calle y empieza a correr sigilosamente.
El ataque de mi captor la pilla desprevenida, pero consigue esquivarlo por los pelos mientras retrocede con un grito involuntario. Los demás zombis vendrán pronto, así que el Invasor no pierde el tiempo. Sonríe y se acerca hacia ella, emitiendo un amago de risa. Aquello paraliza por completo a la mujer, desconcertada por el comportamiento del ser que tiene enfrente. Siempre utiliza ese truco, los supervivientes se horrorizan ante su comportamiento aparentemente racional, algo que nunca habían visto en un no muerto.
Diez metros me separan de ella. Mi cuerpo avanza con un arrastrar lento mientras el Invasor se deleita con el shock de la mujer, tanto, que noto cómo el control que ejerce sobre mi prisión disminuye. No muevo ni un músculo, esperando el momento adecuado. La distancia ya se ha reducido a seis metros. La ceguera del monstruo es total: el único pensamiento que ocupa su cabeza es desgarrar el cuerpo que se expone ante él. Ya ha abierto la mandíbula, amenazando a la mujer con unos dientes sucios y espantosos. Cuatro metros. Tres metros. Ahora.
Consigo salir de mi prisión mental y el Invasor suelta un grito de sorpresa. Con esmero, tomo el control de mi pierna derecha y la muevo en un espasmo extraño, haciendo que mi cuerpo caiga de bruces contra el suelo y mi extremidad se fracture a la altura de la tibia. Mi captor consigue encerrarme de nuevo en lo más recóndito de mi mente, pero ya es demasiado tarde. Observo con júbilo cómo la mujer se sobrepone a su propio miedo y mira hacia nuestra posición. Ha estado cerca, pero reconozco en su mirada de nuevo el instinto de supervivencia que la debe de haber mantenido viva durante todo el apocalipsis. Ahora sólo queda esperar mi recompensa, el premio que merezco por haberla ayudado. Cierro los ojos mentalmente y espero el golpe que ha de partir mi cráneo y poner fin a esta pesadilla…
Sin embargo, el golpe no llega y vuelvo a abrir los ojos. Veo cómo la mujer dobla la esquina y sale de la urbanización, poniendo distancia entre los zombis y ella. Ahora soy yo el que grita y mi huésped emite una risa maligna. Ambos sabemos que será muy difícil que esto vuelva a pasar, pues es cuestión de tiempo que los no muertos dominen el mundo. Y mi huésped no caerá de nuevo en la misma trampa, ya no será tan negligente como antes. Me espera una eternidad encerrado en esta prisión y no puedo hacer nada. Siento cómo la desesperación inunda todo mi ser y me percato antes de desmayarme de que éste va a ser el inicio de un lento pero constante descenso a la locura.