AVE CÉSAR, LOS QUE VAN A MORIR RESUCITARÁN
Miguel Ángel González Díaz
Año 182 a.C. Roma. El Coliseo estaba repleto: las ochenta filas de gradas, ocupadas por la plebe deseosa de un buen espectáculo. Y lo iban a tener.
En el pódium, la grada más cercana a la arena, se acomodó el César. Una gran red y arqueros listos para intervenir en caso de emergencia le protegían de posibles ataques de las fieras. Ese día el emperador estaba especialmente emocionado, pues iba a ver en acción a sus cinco gladiadores más poderosos saltar a la arena y combatir contra un puñado de esclavos que les superaban en número.
Sonó el cuerno y los esclavos fueron arrojados a la arena, armados con puñales y pequeñas espadas cortas. Estaba claro que iban a ser masacrados por los gladiadores del emperador, que poseían armas más contundentes, protecciones mayores e infinita destreza en la lucha. El grupo de quince esclavos estaba compuesto en su mayoría por hombres africanos y árabes traídos de lejanas tierras.
Llegó la hora de ponerse frente al emperador y soltar la frase que les habían obligado a decir: «Ave, César, los que van a morir te saludan». Uno de los esclavos árabes estaba herido en el cuello, y su sangre seca se empezaba a llenar de polvo. Se tambaleaba como si estuviera a punto de desmayarse. Su piel estaba pálida, casi gris, y le sangraba la nariz. Ni siquiera pudo pronunciar la frase.
El emperador, con un gesto de la mano, dio por comenzados los juegos y sus gladiadores saltaron al suelo del Coliseo. Eran enormes, curtidos en mil combates e iban ataviados con cascos, escudos y armaduras.
Los malolientes esclavos se agruparon temblorosos empuñando sus armas de pacotilla. El árabe herido quedó separado de sus compañeros mientras los gladiadores avanzaban confiados hacia el desafortunado grupo. Un primer gladiador al que la plebe conocía como «Sombra» por su casco y sus adornos negros lanzó una estocada con su espada gladius al costado del esclavo herido, que cayó de boca contra el suelo al instante. Al público no le gustó nada esta primera acción, carente de emoción. Los espectadores ni siquiera sabían por qué habían dejado pelear a un tipo tan lamentable.
Los catorce esclavos que quedaban se mantenían apiñados en el centro de la arena, temblando y empuñando armas que más de uno no había sujetado jamás. Sabían que iban a morir, era sólo cuestión de tiempo y de la voluntad de los gladiadores que tenían enfrente.
Un joven negro, con lágrimas en los ojos, se lanzó desesperadamente hacia el enemigo que tenía justo enfrente, un gladiador conocido como «Pez» porque llevaba impreso este animal en el casco y en su largo escudo. El ataque del africano fue zanjado con un golpe de escudo, y el esclavo salió rebotado hacia atrás. El gladiador dio dos pasos hacia delante y clavó su espada en la garganta del negro, que cayó de espaldas al suelo ahogándose en su propia sangre. El público gritó y algunos se levantaron del asiento para comtemplar mejor la muerte de aquel infeliz.
La desesperación y el miedo crecían entre los esclavos. La osadía o el temor acabarían con ellos.
Los gladiadores se acercaban a sus desiguales contrincantes aclamados por la plebe, que deseaba ver más sangre en la arena. Los pobres esclavos que osaban pasar al ataque eran reducidos de forma casi burlesca por los enormes gladiadores, que los hacían sufrir y agonizar como el que tiene un insecto en sus manos y decide acabar con su vida caprichosamente.
Las estocadas y los apuñalamientos hacían brotar la sangre por los aires, sembrando el suelo de cadáveres que aún parecían temblar por el miedo. El número de esclavos se iba reduciendo conforme pasaban los minutos, hasta que sólo quedaron dos hombres negros que proferían palabras en su extraño idioma. Uno de ellos recibió una puñalada en el muslo que le hizo caer al suelo de dolor sin que pudiera levantarse. El gladiador apodado «Rapiña» por el peculiar escudo ornamental que le cubría el pecho y que mostraba un ave rapaz se acercó al malherido africano dispuesto a darle muerte. Pero los gritos de emoción de los espectadores dieron paso a una expresión de sorpresa. Y mayúscula, pues lo que estaban viendo no era posible.
El primer esclavo en caer, el árabe enfermizo, se estaba levantando torpemente. Su reciente herida del costado no sangraba, y la arena se había adherido a ella confiriéndole una apariencia repugnante. El esclavo, de rodillas y con las palmas de las manos en el suelo, vomitó sangre negra y prácticamente coagulada. Todos los que pisaban la arena, esclavos y gladiadores, miraban al árabe con cara sorprendida. La plebe calló y todo quedó en silencio por unos segundos. El esclavo herido de piel grisácea consiguió finalmente ponerse de pie, aunque sus movimientos parecían carecer de coordinación. Entonces el público gritó una vez más de emoción, esta vez en reconocimiento a la resistencia de aquel esclavo.
El árabe aún olía peor que antes. Se quedó allí de pie, dándoles la espalda a los gladiadores y mirando a ninguna parte. Mientras, el africano que yacía herido en el suelo aprovechó para avanzar reptando unos metros por la arena. El sonido del cuerpo del negro arrastrándose por la grava llegó a los oídos sangrantes del resistente árabe, que se volvió dejando ver su horrible aspecto a los gladiadores.
Su cuello y parte de su cara eran de un color gris oscuro, casi morado. Sus extremidades parecían agarrotadas, dejando sus brazos rígidos de forma truculenta, por no hablar de algunos trozos de carne que se desprendían de su cuerpo como los de un cadáver putrefacto. Además, su boca y pecho estaban manchados de sangre y los músculos de su cara se habían contraído, de modo que sus labios se habían estirado hacia atrás dejando a la vista sus dientes amarillos. Sus ojos estaban abiertos, pero no miraban a ningún sitio y estaban secos y llenos de polvo, ya que ni siquiera parpadeaba.
Sus pies empezaron a moverse hacia el grupo de hombres atónitos que estaban en la arena. Cada vez caminaba más rápidamente, aunque de manera torpe, como un niño que está aprendiendo a andar. Un gladiador golpeó de repente a ese «hombre sin vida» con su escudo y consiguió derribarlo. El árabe dio con su espalda en el suelo y rápidamente su cabeza fue sujetada por el pie de su agresor. El esclavo «no muerto» movía sus brazos y piernas sin mostrar síntoma de dolor alguno. El gladiador seguía con el pie sobre la cabeza de su enemigo, esperando órdenes. Consideró que aquél era un caso excepcional de resistencia y no quería dar muerte al esclavo sin obtener antes el beneplácito del César.
El emperador se levantó y extendió su brazo. Por su cabeza surcaban muchas dudas. Lo que acababa de ver no era normal. ¿Y si la reacción del árabe se debía a una rara enfermedad traída de sus tierras? ¿Podría contagiar a toda Roma? No iba a arriesgarse, así que se señaló el pecho con el pulgar, dando la orden de ejecutar al esclavo. A pesar de todo, el público no estaba muy de acuerdo con esta decisión, pues querían ver qué posibilidades tenía aquel esclavo loco.
El gladiador alzó su espada para cumplir la sentencia del César. Clavó su arma en el pecho de aquel loco que aún se movía. La cabeza del esclavo se zafó de su pie opresor y lanzó una dentellada al tobillo desprotegido. El gladiador fue cojeando hacia atrás hasta que cayó al suelo, llevándose la mano a su tobillo herido. Sentía cómo aquel mordisco le quemaba por dentro, como si ardientes brasas recorrieran su sangre. Sus manos cambiaron de lugar, y ahora se las llevó a los oídos, donde una fuerte presión le causaba un dolor inimaginable, algo insoportable. Se quitó el casco rápidamente y observó que sus manos estaban manchadas de sangre procedente de sus oídos. Su vista se empezó a nublar, pero aún tuvo tiempo de observar cómo ese hombre maldito al que había apuñalado en el corazón se volvía a levantar. ¡Era imposible! La sorpresa se mezcló con la angustia cuando notó que no podía respirar; entonces le sobrevino una bocanada y vomitó una gran cantidad de sangre. Después, frío y muerte.
Los demás gladiadores estaban asombrados y no sabían qué pensar. Confusos, empezaron a culpar a los hombres negros de idioma extraño, pensando, tal vez, que algún tipo de maldición había sido formulada sin que ningún romano se percatara, lo que habría permitido a ese árabe burlar la muerte. Ante estos extraños acontecimientos, «Rapiña» remató al hombre negro herido y, deseoso de acabar con aquella extraña maldición, se dispuso a terminar con la vida del otro esclavo negro. Pero el africano, único superviviente, decidió acudir en auxilio del árabe intentando una alianza que alargara un poco más su ya condenada vida. Fue inútil. El árabe putrefacto se abalanzó hacia él con los brazos extendidos y la boca abierta y mordió el cuello del negro, que lanzó un grito de dolor mientras su garganta era seccionada. No contento con eso, el esclavo maldito se arrodilló ante el cuerpo del negro mientras éste seguía agonizando y comenzó a desgarrar la carne como un animal hambriento, sacando músculos y vísceras para luego llevarse enormes trozos a la boca.
Murmullos de horror y repugnancia recorrían ahora las gradas de todo el Coliseo. El rostro del César reflejaba una mezcla de asombro y asco. ¿Qué tipo de salvajes habían traído como esclavos?
Mientras, en la arena, otro gladiador se atrevió a interrumpir el festín del salvaje esclavo dándole una patada en la cabeza que le hizo rodar por el suelo. La agresión fue inútil una vez más, ya que el putrefacto esclavo se levantó como si nada hubiera pasado, se abalanzó sobre su reciente agresor, que se vio sorprendido, y le mordió el antebrazo como si fuera un perro salvaje. «Sombra» y «Pez» trataron de ayudar a su compañero echándose encima del esclavo caníbal y arrojándolo al suelo.
Igual que le había pasado al anterior gladiador, éste también se retorcía de dolor y se llevaba las manos a sus oídos sangrantes para morir poco después entre la sangre que salía de su boca.
Los tres gladiadores que quedaban vivos no sabían cómo afrontar la situación. Nada afectaba a aquel loco, sus heridas no sangraban y siempre a volvía a ponerse en pie para atacar de nuevo.
El emperador, harto de aquel espectáculo horrible, ordenó soltar las fieras para que pusieran fin a todo aquello. Las rejas de los fosos se abrieron y un enorme tigre macho salió raudo hacia la arena guiado por el hambre. La multitud rugía más que cualquier bestia allí encerrada, pero todos callaron cuando la fiera frenó su carrera y alzó su cabeza, como si olfatease, para después arrugar su nariz, repudiando el olor de la «muerte viva». El tigre mantuvo esa cara unos minutos, sin intención de atacar. Poco a poco comenzó a dar vueltas, como si aún estuviera encerrado en su exigua jaula. Unas leonas asomaron la cabeza tímidamente desde el foso, pero, con las orejas gachas, no se atrevieron a salir a la luz del día, ni siquiera tentadas por la comida fácil que ofrecían los cadáveres de los combatientes muertos. Por su parte, el tigre volvió temeroso al foso de donde había salido.
Los gladiadores aún estaban más confusos y en guardia frente al esclavo infecto bañado en sangre ajena. Un sonido hizo que giraran sus cabezas hacia la izquierda. ¡El primer gladiador muerto se estaba levantando! Ahora sí que ya nada tenía sentido. ¿Había sobrevivido al ataque o también había sucumbido a la maldición? La gente asistía asombrada al regreso del gladiador caído y le aplaudía tímidamente, ya que no sabía si volvería como un héroe resistente o como un caníbal.
«Rapiña», el gladiador más cercano a su compañero reincorporado, se acercó empuñando su espada por lo que pudiera acontecer. El gladiador herido se levantó torpemente, igual que había hecho el árabe. «Rapaz» comprendió entonces que ése ya no era su compañero y que debía acabar con él lo antes posible, así que se lanzó al ataque; pero su antiguo compañero, que ahora presentaba los mismos síntomas que aquel extraño esclavo, se giró lanzando dentelladas al aire. «Rapiña» no puedo más que sujetarle el cuello y la frente para evitar ser mordido. Le había dado tiempo a observar que el mordisco que había recibido su compañero le había transmitido esa enfermedad, maldición o lo que fuere. Siguieron forcejeando.
Por otro lado, el árabe atacó a «Pez» y «Sombra». Una vez más, los cortes profundos que le infligían éstos eran inútiles, ni siquiera salía sangre de ellos. Por mucho que acuchillaran, golpearan o tumbaran a ese hombre, no conseguían acabar con su vida, si es que tenía. En uno de los lances, «Sombra» cercenó el brazo izquierdo del esclavo. Éste no profirió ningún grito, y su sangre no se derramó.
El público observaba ese espectáculo sin atreverse a decir una palabra. Dudaban de disfrutar de esa masacre, que era diferente de todas las que habían visto antes. El César tampoco sabía cómo actuar y seguía observando esa horrible escena incapaz de tomar ninguna decisión. Desde su posición, pudo ver cómo el segundo de sus gladiadores heridos se levantaba con la misma apariencia que los anteriores reanimados.
Este nuevo «muerto viviente» se incorporó y movió su cabeza, buscando algo con sus ojos secos. Tras él, la batalla entre los vivos y los muertos. Frente a él, el mismo César. Su mecanismo simple y salvaje le incitó a avanzar hacia la posición del emperador con los brazos extendidos y la mandíbula desencajada bajo el casco. Ante el peligro inminente, los arqueros apostados junto al pódium lanzaron sus flechas al resucitado gladiador.
Los proyectiles afilados se clavaban en el cuerpo del inconsciente ser, que no dejaba de avanzar. Una vez más, la sangre no brotaba. El gladiador sediento de sangre llegó a la red que protegía al César y que le impedía atacar a los allí presentes. El emperador hizo un amago de levantarse de su trono impulsado por el miedo y el horror de ver a ese engendro arremeter contra él, con su boca ensangrentada. Los arqueros disparaban sus flechas una y otra vez, pero la bestia no se rendía ni caía abatida, hasta que una de ellas hizo volar su casco por los aires y otra le alcanzó en la cabeza. Sólo entonces el monstruo murió definitivamente. Al reparar en este hecho, el César ordenó a los arqueros que dispararan a la cabeza a todos los hombres presentes en la arena para acabar así con esa pesadilla. Los arqueros procedieron.
Las flechas volaron hasta los hombres que forcejeaban con los muertos y atravesaron sus cuerpos y cabezas, de donde empezó a brotar la sangre roja. Las flechas que se clavaban en los muertos resucitados no tenían efecto, salvo que se insertaran en la cabeza, que parecía ser su punto débil. Ahora vivos y muertos yacían en el suelo del Coliseo. El público no aplaudió, pero tampoco abucheó: simplemente se quedó perplejo ante el espectáculo que acababan de presenciar.
Nadie se atrevió a bajar a retirar los cuerpos, ni siquiera los esclavos que estaban al servicio del Coliseo, por miedo de contraer esa extraña enfermedad o maldición. El César ordenó quemar los cuerpos allí mismo y sustituir toda la arena del Coliseo por cuestiones de seguridad.
Nunca antes se había visto tal espectáculo en todos los años de luchas en el Coliseo. El Imperio jamás había asistido antes a una masacre de ese calibre.
El acontecimiento suscitó muchas teorías por parte de filósofos y pensadores de Roma: enfermedades venidas de África, maldiciones de pueblos perdidos e incluso algún tipo de locura contagiosa. Finalmente no se llegó a ninguna conclusión y este episodio se fue olvidando poco a poco. Nunca nadie supo por qué, pero los muertos se levantaban con el único propósito de matar y alimentarse de los vivos, y ese terror se apoderó hasta el final del Imperio de los romanos que asistieron a aquella batalla entre gladiadores y «muertos vivientes» u oyeron hablar de ella.