TRABAJO INACABADO
Santiago Sánchez Pérez
Para Eva.
1. Malas noticias
Siguiendo mi particular rito, me dispongo a disfrutar de un cubalibre bien fresco, para celebrar el éxito de mi último trabajo. Cómodamente instalado sobre el sillón, saboreo un primer sorbo de la bebida, pero la placentera experiencia es en gran medida estropeada por el odiado sonido de mi teléfono móvil.
Con el tiempo, he aprendido a temer ese sonido, y aunque es remotamente posible que se trate de mi jefe llamándome para felicitarme por otra tarea bien hecha, soy un ser pesimista por experiencia, así que no me sorprendo en exceso cuando la conocida voz del tipo que ingresa la pasta en mi cuenta corriente me grita como si tuviera un cactus metido por su almorránico trasero:
—¡Maldito idiota! ¡La has cagado pero bien!
No tengo ni idea de a qué puede referirse y, aunque el trabajo se ha cumplido al pie de la letra, el temor por algún cabo suelto que pueda haber dejado tras de mí me hace empezar a preocuparme.
—¿Cuál es el problema? —pregunto con cierta impaciencia.
—¡Pon el canal cinco!
Tomo el mando a distancia y pulso el número cinco. En la oscura superficie del televisor aparece una reportera pelirroja de ojos claros con un generoso escote que no tarda en atraer mi atención, aunque dudo seriamente que esas domingas sean naturales.
—No veo cuál es el problema —digo por el auricular a mi encabronado patrón.
—¡Deja de observar las tetas de esa zorrita y mira por detrás de ella!
—¡Santa rajadura! —exclamo.
La impresión que recibo es tan fuerte que a punto está el teléfono de caérseme de las manos. Por detrás de la joven, puedo ver un sórdido grupo de desastrados vagabundos y, entre ellos, sucio de sangre y caminando con manifiesta torpeza, distingo al jodido soplón al que se supone que acababa de liquidar esta misma mañana.
—Imposible —digo sin terminar de creerlo—, le disparé dos veces a corta distancia.
Pero las evidencias en la pantalla de la televisión me confirman que algo debió de salir mal. ¡El muy bastardo! Seguro que no llevaba chaleco antibalas, lo dejé en medio de un charco de su propia sangre. Puede que sea uno de esos casos raros, uno de esos cabrones que tienen el corazón en el lado contrario. La culpa es del jodido cornudo de mi jefe, con su «no le dispares en la cara». Fijo que se tira a la futura viuda y por eso quiere que durante el funeral el ataúd pueda exhibirse abierto.
Los gritos del cornudo me sacan de mis meditaciones.
—¡Ya sabes donde está!, ¡mueve el culo y termina tu puto trabajo!
—Pero… ya me deshice del arma, y además…
—¡Ése es tu puto problema! —me corta—, por mí como si le asfixias con un calcetín resudado. Pero será mejor que ese soplón esté muerto para la hora de la cena.
Y, sin decir más, el cornudo cuelga dejándome con la palabra en la boca y el marrón entre manos. Vuelvo mi atención de nuevo hacia la pantalla, donde un locutor habla de no sé qué noticia de última hora. Apago el aparato con fastidio y le doy un largo trago al cubalibre mientras pienso que mi padre tenía razón: debí hacerme higienista dental.
Me visto con rapidez para el trabajo. Me tocará improvisar, y ésa no es la forma en la que a mí me gusta trabajar. Pero ésta es una profesión dura, y más últimamente, con tanto intrusismo. Entre los sicarios llegados de Sudamérica y los ex militares procedentes de los países del Este, el negocio se está poniendo cada vez más difícil.
Abro la caja fuerte oculta en la pared y compruebo la pequeña pistola de calibre 32 antes de enroscarle el silenciador. ¡Puto cornudo y reputo soplón! Malditos sean los dos, el primero por sus exigencias, cuando todo esto es por su culpa, y el segundo por no tener la decencia de morirse y obligarme a hacer horas extra.
2. Trayecto
Si hay algo que detesto del transporte público, es la gentuza que te toca aguantar durante el viaje.
Por un lado, está un borracho que mantiene a un pequeño y desagradable perro de ratonil aspecto, sujeto por un pedazo de cuerda, que se dedica a insultar a diestro y siniestro. En el otro lado del vagón, una mujer que, a pesar de su juventud, tiene varios dientes de oro y sostiene a un bebé llorón bajo el brazo, como si fuera una barra de pan, canturrea no sé qué sobre que es inmigrante de la Rumanía y que no tiene ni para leche y pañales. Por si no fuera suficiente con esos dos, un tipo raro se mantiene en pie en el centro del vagón y nos grita algo sobre el incipiente fin del mundo, el arrepentimiento y demás mandingas similares. Los tres parecen competir entre sí por ver quién es capaz de ser el más molesto.
Tampoco es de mi agrado el estridente pitido que anuncia el cierre de las puertas, y, por si todo ello fuera poco, mis oídos también son torturados por los escandalosos gritos de unos jovenzuelos que bajan atropelladamente las escaleras mecánicas que llevan al andén. No me molesto en ocultar una maliciosa sonrisa cuando las puertas se cierran a escasos centímetros de una muchacha, con la cara llena de piercings, que golpea la puerta con las palmas de las manos, como si su vida dependiera de ello. Mientras empezamos a ganar velocidad, internándonos en el túnel, aún alcanzo a ver a un desastrado grupo de muchachotes que bajan rugiendo, con todo el aspecto de venir de una pelea. Sin duda, pendencieros hinchas de algún equipo de fútbol, ensangrentados por la pelea con otros rivales tan pendencieros como ellos. Me alegro de que no vayan a poder subir a este convoy. Lo único que me faltaba era un grupo de jovenzuelos violentos, borrachos y probablemente incluso drogados.
—Esta juventud… —digo por lo bajo.
—Una moneda para leche y pañales —me pide con voz quejumbrosa la tipa del bebé bajo el brazo.
—Haz como yo y búscate un trabajo honrado —le respondo secamente.
Mi parada es la siguiente, así que me acerco a la puerta y aprovecho para propinarle una patada al pequeño trasero del perro del borracho. El animal ladra con indignación y su dueño me grita una larga retahíla de insultos mientras lucha por mantener el equilibrio.
Bajo del vagón en una sucia estación que parece desierta. Mejor, nunca me han gustado las multitudes.
3. Llegada
Salgo de la estación. No veo un alma en las calles. El sol está ya bastante bajo, deben de ser más de las siete de la tarde y yo debería estar preparándome para ver la serie del mafioso gordo o la del médico borde. Pero no, en lugar de eso, tengo que estar buscando el agujereado trasero de un soplón de mierda porque el cornudo de mi jefe se folla a su parienta. ¡Debería cobrar horas extra!
No tardo en llegar hasta la sórdida calle que vi en las noticias. Un nutrido grupo de vagabundos golpea y parece querer volcar la furgoneta del equipo de televisión. En su interior, veo cómo la reportera de generoso escote me hace señales desesperadas. Si espera que sea yo quien llame a la policía, lo tiene claro. Además, le está bien empleado. Eso le pasa por venir a explotar las miserias de los desfavorecidos con sus reportajes de mierda.
Me dispongo a avanzar por la otra acera para no despertar atenciones no deseadas, cuando me topo con el que sólo puede ser el operador de cámara de la siliconada reportera o, mejor dicho…, lo que queda de él. La desagradable sorpresa tarda un instante en ser procesada por mi cerebro. Lo primero que pienso es que ha debido de ser atacado por una horda de animales salvajes. Del destrozado tronco, y sujeto por apenas una delgada tira de pálida piel, veo los rosáceos pedazos del tendón de un brazo. El otro, sujetando aún la cámara, se encuentra a medio metro de distancia. Su pierna derecha permanece relativamente intacta, pero un espantoso muñón es todo lo que puedo distinguir en el lugar en el que debería encontrarse la izquierda. La mayor parte de su oloroso aparato digestivo se encuentra esparcida por el suelo.
—Pero qué cojones… —exclamo, casi cayendo de culo por la impresión.
Y como si hubiera sido capaz de oír mis palabras, el pobre despojo abre los ojos y fija su fría mirada en mí.
—No puede ser.
El cámara abre lentamente lo que queda de su boca y profiere una especie de gemido lento y apagado… que no tarda en ser respondido por otros.
—¡Joder!
Reconozco que la idea de llamar a la policía ya no me parece en absoluto descabellada. Doy un par de pasos hacia atrás para alejarme del despojo, que parece hacer grandes aunque infructuosos esfuerzos por moverse en mi dirección, y choco de espaldas con una farola.
Algo que suena remotamente parecido a «groarghgoulg» me obliga a centrar de nuevo mi atención en la acera donde se encuentra la furgoneta y observo que el grupo de puercos vagabundos avanza torpemente en mi dirección. Para mi sorpresa, reconozco al cerdo soplón al que he venido a liquidar, que aferra la pierna que le falta al cámara como si de una cachiporra se tratara. Eso sería bueno si estuviéramos a solas. Lo malo es que parece hacer buenas migas con esos sucios vagabundos, que sospecho pueden estar detrás de lo ocurrido al cámara, y, en cualquier caso, hay demasiados testigos.
Los sucios tipejos siguen acortando distancias mientras trato de decidirme entre sacar la pistola para acabar el trabajo de una vez o el teléfono móvil para avisar a la policía.
—¡Las llaves de la furgoneta! —me grita la siliconada reportera, bajando la ventanilla del vehículo.
Hago gesto de no comprender, a lo que ella añade:
—En el bolsillo del pantalón.
Dirijo la vista hacia el despojo del cámara, que continúa moviéndose lentamente en mi dirección, como si de una babosa especialmente repulsiva se tratara. Me apetece tanto rebuscar en los bolsillos del pantalón de ese tipo como meter la mano en el culo de un yonqui sifilítico. Si la tetona cree que voy a hacerlo, es que es aún más tonta de lo que parece.
4. Chapuza
La cosa ya no tiene remedio. La policía no puede tardar en llegar, y si permito que se lleven al soplón, acabará confinado en un loquero, lo que me dejará sin posibilidad de terminar el trabajo. Pero cargármelo a plena luz del día y delante de una docena de testigos, chalados o no, no es mi forma de trabajar.
Eso no es propio de un profesional, sino de esos sicarios chapuceros, así que saco el teléfono móvil y, mientras dudo entre llamar a emergencias o a mi jefe para explicarle la situación, compruebo que me encuentro sin cobertura.
—¡Date prisa, se acercan! —me grita la tetona.
Un grito procedente del fondo de la calle me hace levantar la vista y olvidarme momentáneamente de esta panda de torpones chalados. Se trata de una agente de policía que parece haber perdido parte de su equipo reglamentario y que corre en mi dirección, rugiendo como una loca. Mientras se aproxima, veo que se trata de una muchacha de entre veintimuchos y treinta y pocos, que ha perdido la gorra y cuyo rubio cabello, recogido en un moño, anda medio deshecho. Su azulado uniforme está manchado de algo de color oscuro, y el objeto que lleva agarrado en una mano y que en un primer momento pensé que debía de tratarse de algún tipo de arma es el cuerpo descabezado de un gato.
Puedo entender que la situación la supere o incluso encabrone, pero esta tipa no sólo parece estar tan majareta como los vagabundos sino que se mueve de forma rápida y nerviosa, lo que la convierte en un problema mucho más serio.
¿Debería cargármela? Matar a un poli no es nada profesional y puede hundirme en la mierda pero bien. Estoy a punto de empuñar la pistola, aunque sólo sea para amenazarla, cuando, en su frenética carrera, la poli resbala con las tripas del cámara y cae cuan larga es sobre el suelo. Entonces veo el feo mordisco que exhibe sobre el hombro izquierdo. La agente me mira desde el suelo con la boca llena de una espuma rojiza y mostrando una dentadura que me hace pensar en Ronaldinho.
«¡Joder! —exclamo para mí mismo—, esta perra está rabiosa.»
Aprovechando la situación, le propino una brutal patada en la cara. El soplón, que de un modo lento pero seguro ha conseguido llegar hasta mí, se me echa encima. Forcejeamos.
Sus manos, frías como el hielo, se cierran alrededor de mi cuello. Es mucho más fuerte de lo que parece. Le propino un cabezazo, que sospecho que me ha dolido a mí mucho más que a él, y consigo liberarme, pero el resto de la «pandilla» de tirados ya me tiene rodeado y comprendo que, si no quiero terminar como el cámara de televisión, voy a tener que comportarme de un modo muy poco profesional.
—¡A la mierda el funeral con ataúd abierto! —grito ya muy harto de toda esta jodienda.
Empuño la pistola, acciono la pequeña corredera y le disparo al soplón dos veces en plena frente. Los orificios son pequeños y los proyectiles no llegan a salir de su cabeza, pero al tipo se le doblan las rodillas. De todos modos, y en parte por asegurarme, en parte por haberme jodido el día, le disparo otras dos veces en la nuca. Soy consciente de que debería detenerme a recoger los casquillos, pero el horno no parece estar para bollos.
Contra todo pronóstico, lejos de retroceder asustados, el resto de tirados continúa su avance cerrando el cerco e ignorando por completo el arma con la que les amenazo. Por si la situación no estuviera lo bastante mal, una estridente cacofonía de gritos, proferida por no menos de una docena de gargantas y procedente de una calle lateral, gana intensidad.
—¡Las llaves! —vuelve a gritar la desesperada reportera.
Coloco un pie sobre el cuello del agonizante cámara e introduzco mi mano en sus bolsillos. Encuentro un pringoso pañuelo, una cartera de lona y, por fin, las llaves de la furgoneta. Esquivando a los torpes vagabundos, consigo pasar entre ellos evitando tocarlos, ya que en esta vida, menos la belleza, todo se pega. Así llego hasta el vehículo, donde la tetona no tarda en abrirme la puerta, justo a tiempo de ver a un par de vociferantes cabrones salir de una calle lateral y emprender una carrera en mi dirección.
—¡Ya era hora, joder! —me increpa la reportera.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí?
Sin responder, ella pone el vehículo en marcha y se interna por una calle donde un nutrido grupo de personas se lanza contra el vehículo como si quisieran abordarlo por las bravas.
5. Génesis
Tardamos cerca de veinte minutos en cruzar una ciudad que parece haberse convertido en un sangriento manicomio. Durante el trayecto, presenciamos la actividad de unos agentes de policía claramente superados por la situación: actos de pillaje y canibalismo, personas huyendo de otras que parecen perseguirlas a gran velocidad mientras expulsan espumarajos por la boca… Pero lo que me resulta más inquietante son esos grupos de seres que, a pesar de haber sufrido terribles heridas, avanzan mecánicamente con una fría e inexpresiva mirada en el rostro.
Por la radio de la furgoneta nos enteramos de que la situación está muy lejos de estar controlada y que parece tener su origen en una nueva cepa de rabia, especialmente contagiosa, que un oscuro grupo terrorista robó del ECDC, el Centro Europeo para la Defensa y Control de Enfermedades Infecciosas.
—¡Eso no tiene sentido! —grita la reportera—. ¿Por qué harían algo así?
—Quién sabe —le respondo—, quizá quieran cambiar el mundo.
—¿Qué haremos ahora?
—Esperar.
—¿Esperar? —pregunta con algo a medio camino entre la incredulidad y la indignación—, ¿eso es todo lo que se te ocurre?
Me encojo de hombros a modo de respuesta.
—Quizá esto sea lo que necesita nuestra sociedad —respondo—, una buena limpieza; ya sabes, como dicen los informáticos, un reseteo.
Ella me mira como si me faltara un tornillo.
—¡¿Pero qué coño dices?! —me grita—. ¿En qué cojones estás pensando?
—Ahora mismo —respondo con calma—, en si tus tetas son naturales o de silicona.
Después de unos segundos de tenso silencio, la reportera responde por fin: —¡Naturales!, ¿acaso no te has fijado en cómo se mueven?
Las de silicona son tiesas y acartonadas.
Mientras pone de nuevo el vehículo en marcha, constato que tiene razón.
—Seguiremos por esta carretera —dice ella—, a ver qué encontramos.
Asiento con la cabeza. Me parece un plan tan bueno o tan malo como cualquier otro. Introduzco la mano en el bolsillo de mi chaqueta, tomo mi teléfono móvil y, bajando el cristal de la ventanilla, lo arrojo fuera.
No estoy seguro de si esto es el final o sólo un nuevo principio, pero, en cualquier caso, allí adonde acabe llegando no creo que vaya a volver a necesitarlo.