NO POR MUCHO MADRUGAR, AMANECE MÁS TEMPRANO
Avelino Marcos (Badfun)
Dedicado al mensajero de mis fantasías…
—No por mucho madrugar, amanece más temprano, Alonso. Tu línea de investigación no es válida, está incompleta, y lo sabes. Estás perdiendo el tiempo.
—Venga, Arturo, no me jodas, no me vengas con refranitos estúpidos…
—¿Estúpidos? Pues bien se ve que éste es cierto —sonrió.
—Ya. Y ahora me dirás que lo mío es cuestión de mala suerte. Al que madruga Dios le ayuda, y ha pasado de mí como si no estuviese.
—Tú no has madrugado. Has llegado a la misma hora de siempre. Sí, son las 6:30, pero… no has madrugado. —La sonrisa se convirtió en una sonora carcajada.
—VETE A LA MIERDA, HOMBRE.
El enfado de Alonso era mayúsculo. No le salían los resultados ni en el simulador informático. Se levantó mirando de reojo a Alonso, salió del laboratorio, se dirigió a la máquina de café, sacó un capuchino y entró en la sala de relax. Miró el resto de las máquinas expendedoras pero desechó la idea del chocolate, demasiado pronto. Se sentó, y mientras se quemaba los labios y la lengua con el café, empezó a darle vueltas al asunto por enésima vez.
«El fallo está en las proteínas. No. Esa parte está bien. La cadena de ADN del virus. Tampoco. La revisó Arturo y estaba bien. Estaba completa. El proceso de diseño del nanovirus. O el programa informático.»
Se decidió a sacar un kitkat de la máquina expendedora y volvió a recostarse en el sofá.
—Buenos días, Alonso. ¿Ya con el chocolate?
—Buenos días, Laura —contestó a la auxiliar de limpieza del nivel donde se encontraba su laboratorio, sin hacer referencias al chocolate. Su cerebro seguía pensando en el nanovirus.
La cadena de ADN que portaba el nanovirus no estaba completa, o no era la adecuada. Era lo más lógico, o eso le parecía en ese momento.
—También puede ser que el nanovirus no inyecte la cadena completa, pero eso es un fallo de diseño del nanovirus… —dijo Alonso, evidentemente hablando solo.
Laura, que salía en ese momento de la sala de relax, se volvió para mirarlo y sonrió.
—Estos tipos están todos idos, vaya que sí —le comentó a Sonia, que la esperaba junto al carro de limpieza.
—Sí, pero éste por lo menos está bueno.
Ambas rieron a carcajadas mientras se alejaban por el pasillo.
Alonso se levantó con renovadas esperanzas y se dirigió al laboratorio. Ni siquiera recordaba ya las mofas de Arturo.
Notó una vibración.
Sorpresa.
Después, otra.
¡Coño, es el busca!
Sonrió para sí mientras lo sacaba del bolsillo de su bata. Era su jefe. Lo llamaba a su despacho… ¡PERO YA!
—¿Cómo me puedes estar diciendo esto? Nos conocemos desde primaria. No habrías hecho el posgrado en Los Ángeles si no hubiese sido por mí —le increpó Alonso cruelmente.
—Cállate. Sabes que eso no tiene nada que ver. Puedes pedirme hasta el alma si la necesitas, pero no aquí. Aquí soy tu superior. Estamos trabajando, y de los resultados depende la vida de cientos y cientos de millones de personas. ¿Has escuchado las noticias esta mañana, mientras venías, verdad? Pues yo te voy a decir lo que no has escuchado. El contacto con Rusia se perdió hace tres días. En Alemania ya no funcionan ni los blogs de la gente. Explosiones nucleares en la India. Nuevos brotes en Londres, en Milán, en Zaragoza y Vigo, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en El Salvador, en Los Ángeles, en Nueva York… ¡DIOS, LOS HAY HASTA EN ALASKA Y TIERRA DE FUEGO! —le reprendió brutalmente, inclinándose hacia adelante sobre la mesa y adoptando una actitud violenta mientras esparcía sobre la mesa un montón de fotos de infectados, heridos por lo que parecían ataques de animales salvajes con crueles desgarros y mordeduras en sus cuerpos, estadísticas y demás informes.
—No te estoy pidiendo nada —siguió hablando con esa actitud el teniente coronel—. TE ESTOY ORDENANDO que amplíes tu equipo de trabajo. No que lo dejes. No nos queda tiempo.
—Dame dos horas.
—¿Cómo dos horas? Me acabas de pedir dos días.
Alonso se levantó, hizo una mueca de saludo militar, se dio la vuelta y se dirigió a la salida mientras se lo confirmaba. En su fuero interno, comprendía perfectamente a su amigo, pero siempre confundió el orgullo y la soberbia.
—Dos putas horas, señor —le contestó de espaldas.
Cerró de un portazo. La secretaria del Tecol se sobresaltó y miró al interior del despacho con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a la P.M.
El Tecol la calmó con un movimiento de su mano, entendiendo lo que iba a hacer ella. Levantó el teléfono y llamó a Arturo. Le ordenó que se presentase en su despacho inmediatamente. Quería discutir con él la nueva línea de investigación, basada en el trabajo de Alonso. Si Alonso en dos horas no conseguía resultados positivos, le iba a quitar el mando e iba a ampliar el equipo.
Alonso meditó un momento si sustituir el nanovirus por nanopredador, pero desechó la idea rápidamente. El nanopredador no se reproduciría, y el nanovirus, sí; además, al no poder reproducirse debería calcular la cantidad exacta de nanopredadores que habría que inyectar en el paciente, y no tenía tiempo.
Escrutó la cadena de ADN del nanovirus por enésima vez y encontró el fallo: un simple nucleótido de color azul. Eso era lo que estaba fallando. Solucionó el problema. Sintetizó el nuevo ADN y lo introdujo en el nanovirus. Hizo una prueba en el simulador informático. Debía funcionar.
Estaba exaltado, ilusionado. Sonreía. Se levantó y pasó a la parte de bioseguridad 4 del laboratorio, aunque no usó los equipos de protección individual correspondientes. No tenía tiempo. Hizo dos pruebas más con el microscopio electrónico, una con plasma de cobaya y otra con plasma humano del tipo B+. Ambas pruebas fueron satisfactorias. El nanovirus identificaba al virus, se acoplaba perfectamente a él y lo modificaba genéticamente introduciéndole la nueva cadena de ADN. No lo mataba, pero lo dejaba vulnerable para que los glóbulos blancos del paciente lo exterminasen. Le había eliminado la capacidad de mutar, dejándolo indefenso. Además, se había asegurado de que el virus se volviese estéril, incapaz de reproducirse. Concluyó que las pruebas estaban terminadas sin cerciorarse de que funcionaba con todos los tipos de RH sanguíneos.
Esto era un triunfo.
«Imbécil.
»Te voy a demostrar que puede amanecer a cualquier hora del día.
»¡JODER! ¡Voy a salvar al mundo!»
Salió lo más rápido que pudo hacia el hospital. Le quedaba una última prueba que hacer, y lo que necesitaba estaba allí.
Su identificación le abrió todas las puertas que necesitaba, los guardias lo saludaban al verla.
Cruzó pasillos y salas, despachos y oficinas, hasta que por fin llegó a la zona de los quirófanos. Buscó uno equipado… Éste le valdría. El equipamiento no estaba completo, pero tenía todo lo que necesitaba.
Montó dos portasueros en la cabecera de la mesa quirúrgica. Sacó dos sueros salinos de la estantería y los enganchó en la parte superior.
Volvió a la estantería y sacó los útiles para montar los goteros, una ampolla de adrenalina, una de roypnhol y otra de voltarén inyectable. Lo extendió todo con sumo cuidado sobre la mesa de trabajo, junto con unas cuantas jeringuillas.
Montó los goteros. Equipó ambos con una toma de aire, un regulador de caudal, una llave de paso y una aguja de mariposa. Con toda la frialdad de la que era capaz de hacer gala en esos momentos, sacó de sus bolsillos dos tubos de ensayo. Uno contenía el virus, y el otro, el nanovirus.
Respiró hondo. En uno de los goteros introdujo una cantidad indeterminada de virus, y en el segundo, otra cantidad distinta de nanovirus. Tomó el roypnhol… «Con veinticinco mililitros sobrará…» Lo inyectó en el segundo gotero y dejó pinchada la jeringuilla desechable. Hizo lo mismo con el voltarén… Comprobó que todo estaba preparado…
El estrés de la situación estaba empezando a provocarle pequeños ataques de ansiedad, en los que su corazón se aceleraba bruscamente y pasaba a latir arrítmicamente. Un sudor frío empezó a perlar su frente. Miró el termostato del aire acondicionado. Estaba en marcha. Lo bajó a dieciséis grados.
Extendió unos pedazos de esparadrapo y escribió en ellos los nombres de las sustancias y la cantidad para etiquetar las jeringuillas.
Se sentó en la mesa.
El pulso le temblaba. No pensaba que le fuese a costar tanto. No había lugar a error.
Miró las mariposas.
Cogió una y se la introdujo en una vena de su mano izquierda. La sujetó con esparadrapo mientras el tubo se llenaba de sangre por efecto de la gravedad.
Se introdujo la otra en una vena de la otra mano y la sujetó de la misma manera.
Abrió la llave de paso.
Ya estaba hecho.
Su corazón seguía haciendo dolorosas arritmias. Ajustó el primer regulador con una cadencia determinada. Era el gotero dos. Se empezó a introducir los nanovirus, el sedante y el antiinflamatorio primero.
El corazón dejó de golpearle el pecho.
Las arritmias cesaron.
La excitación desapareció.
Se le empezó a nublar la visión.
Se tumbó en la mesa, se ajustó los cinturones y abrió la segunda llave de paso. Ajustó la cadencia a la mitad aproximadamente del otro gotero.
Justo a tiempo.
Desorientación.
No sabía cuánto tiempo había pasado.
No sabía dónde estaba.
Sentía náuseas.
Notaba movimientos.
Empujones.
Gritos.
Entreabrió los ojos como pudo e inmediatamente los cerró. Los tubos fluorescentes del techo se le tornaban guiones luminosos que lo cegaban dolorosamente.
Empezó a comprender las voces.
—Rápido, está en parada.
—Apartaos.
—Vamos, vamos, nos están esperando en resucitación.
—VAMOS, COÑO, QUE SE NOS VA.
El sonido de los tacones rebotando en las paredes le hacía un daño terrible en los tímpanos, y notaba un calor en ellos que se le extendía hacia los lóbulos y el cuello.
Quiso gritar.
Notaba cómo las manos lo movían de aquí para allá.
—¿Qué le pasa en la cara?
Sintió que algo frío se apoyaba en su torso y cortaba sus ropas, dejando su pecho al descubierto. Sentía frío.
—Ciento ochenta —gritó una voz.
Un tremendo golpe en su pecho le hizo arquearse de una manera antinatural.
—Plano.
—Trescientos sesenta —gritó de nuevo.
Esta vez la sacudida fue brutal, sintió que el dolor le recorría todo el pecho.
—Plano.
—Intubadlo, rápido.
Algo le hizo vomitar.
Se hizo un silencio en la habitación que se podía cortar.
—Señor… está plano… Cómo ha podido…
—Masaje cardíaco, el monitor no funciona. —El médico militar se abalanzó sobre su pecho y empezó el masaje…—. Una mascarilla, rápido.
Con un rápido movimiento se llevó el antebrazo del médico a la boca y lo mordió. Le arrancó un trozo de carne y la empezó a masticar.
El sabor no le gustó y la escupió.
El médico gritaba, mirándose con terror el antebrazo.
Las bandejas metálicas caían al suelo atronadoramente, y le hacían estallar los oídos. Se llevó una mano a uno de ellos y se dio cuenta de que el líquido cálido era sangre.
Se asustó.
Gritó.
Pero de su garganta salió un alarido indescriptible. Ahogado. Desde su interior, sin modular por las cuerdas vocales.
Su alarido se mezcló con otros gritos. Estos otros, de terror puro, de incredulidad, de asombro.
Se abalanzó sobre un bulto que se movía a su alrededor —aún no veía bien— y le asestó involuntariamente un mordisco en algo parecido a una mejilla. El sabor le repugnó, pero era distinto… El tacto, la temperatura, la tersura…
El dolor se iba convirtiendo a pasos agigantados en rabia. No podía dejar de sentirlo.
Volvió a morder mientras sentía cómo gritaba su víctima, esta vez más abajo. Tras el mordisco, le desgarró el abdomen y, con ambas manos, empezó a sacar del interior pedazos de carne que se llevaba a la boca. Ésta sí le gustaba, estaba empezando a disfrutar.
Notaba los golpes, pero no sentía dolor. A uno de los golpes le siguieron unos tirones que lo alejaban de fuese lo que fuese que se estaba comiendo. Llevaba una pequeña hacha clavada en uno de sus omóplatos que le imposibilitaba mover el brazo, pero se volvió y se echó encima de su agresor.
Más mordiscos.
Más sangre.
Más gritos.
Más empujones.
Luz blanca.
Empezaba a ver.
El bulto que acababa de destripar se estaba levantando.
Se abalanzó sobre una enfermera y le desgarró la garganta de un mordisco.
Sintió miedo.
Se cruzó con un espejo.
Lo que vio lo llenó de pavor.
Tenía cataratas.
Estaba pálido y unas negras venas se marcaban por toda su cara.
Tenía el pecho lleno de sangre.
De uno de sus ennegrecidos dientes colgaba un pequeño jirón de carne humana que goteaba sobre la pila que tenía debajo.
Su quijada estaba llena de sangre.
Vomitó sobre el espejo y, mientras éste resbalaba hacia la pila, gritó de nuevo.
Se giró.
No lo pudo reprimir.
Se echó encima de otro bulto.
Volvió a morder.