DECLARACIÓN DE UN SUPERVIVIENTE

Álex Gómez

En memoria de Juan Antonio Cebrián.

1.ª Parte

Que se presenta, en estas dependencias, libre y voluntariamente al objeto de ser oído en declaración a tenor de los hechos acaecidos a partir de la fecha 1 del mes 1 del año 0.

Que el abajo firmante da su consentimiento para que esta declaración sea utilizada por el presente ministerio y su Servicio de Política Infecciosa en la evaluación de los actuales planes de prevención epidemiológica y los diferentes gabinetes de Análisis de Riesgos e Infraestructuras de Contención Infecciosa.

Que por la presente es informado de la inmunidad jurídica sobre los posibles delitos derivados de la consiguiente declaración según ley 29/0010. Hecho que se refrenda en acta aparte.

Que preguntado: «¿Cómo recuerda el comienzo de la infección?», responde:

[Se transcribe]:

«Vaya… había intentado bloquear estos recuerdos… pero bueno, creo que es importante que analicemos los fallos que cometieron… que todos cometimos.

»Soy… bueno, era trabajador en el ayuntamiento de mi ciudad. En las últimas elecciones mi partido político había sacado un buen resultado y yo fui puesto al frente de una concejalía de deportes. En aquel momento tenía cuarenta y seis años y mi vida discurría monótona y sencilla como la de tantos otros.

»En estos últimos meses he hablado mucho, con otros supervivientes, he escuchado cómo sucedió… como comenzó todo, y bueno… yo lo viví de otra manera, digamos que no tuve tiempo para hacerme una idea de que algo se nos echaba encima; digamos que la dura realidad fue la que se me echó encima.

»Mi mujer trabajaba como enfermera en el turno de mañana en un ambulatorio privado. Los militares, como otros muchos funcionarios, tenían un acuerdo por el cual eran atendidos en dicho centro. A los pocos días de la revuelta en Rusia, militares médicos fueron enviados para colaborar en tareas humanitarias. No duraron mucho, puesto que la situación se les fue de las manos enseguida. Varios de ellos regresaron heridos, y uno, un capitán cirujano, fue atendido en la unidad de quemados del ambulatorio.

»Una gran quemadura cubría su pecho y, según mi mujer me contó, presentaba mordiscos en brazos y piernas… Me contó que los médicos le dijeron a la familia del capitán que había sido algún animal salvaje, pero ellos tenían claro que no había sido así.

»A la mañana siguiente a la de la llegada del militar, llevé a mi mujer a trabajar antes de dirigirme al ayuntamiento. Tenía por costumbre aparcar en el área reservada para personal sanitario, justo enfrente de la puerta principal, tomarme un café rápido con ella en la cafetería y luego despedirme de ella. La quería, la quería mucho.

»No recuerdo muchas cosas que sucedieron durante estos años, pero en cambio me acuerdo claramente de lo que ocurrió aquella mañana. Nunca lo podré borrar de mi mente.

»A las siete de la mañana se hacía el relevo al turno de noche en el hospital. Serían las siete menos veinte cuando llegamos. Después de tomar el café, mi mujer se despidió de mí con un beso y un “te quiero, hasta la tarde”. Yo me quedé unos minutos más terminando de leer el periódico, sobre todo alucinado con las noticias que estaban llegando de Daguedestán. Un revuelo me sacó de mi lectura, algo había pasado: el personal del ambulatorio corría de un lado para otro y gritaban pidiendo que acudiesen los de seguridad.

»Al parecer, cuando se hizo el relevo en la planta de quemados, algunos pacientes habían atacado a las enfermeras. Cuando escuché eso enseguida entendí que Rosa estaba involucrada, por lo que subí corriendo las escaleras de las dos plantas que había hasta la de quemados; en esos segundos pasaron por mi cabeza mil cosas: ¿habría sido algún paciente de psiquiatría fugado?, ¿algún familiar descontento? No tenía sentido, los pacientes no podían haber sido, la mayoría de ellos estaban tan sedados por sus heridas que un camión de mercancías podría pasar por aquella sala sin que se inmutasen.

»Cuando llegué a la segunda planta, lo primero que vi fue a dos vigilantes de seguridad, porra en mano, empleándose a fondo con cuatro pacientes, a los que golpeaban… Ahora casi da risa, pero en aquel momento… ¡Dios! Necesito parar unos minutos…, no puedo seguir.

»Gracias por el vaso de agua… ya estoy mejor. Bueno, ¿por dónde iba? Sí, ya… Llegué a la segunda planta y dos vigilantes estaban aporreando a cuatro pacientes. Bueno, usted ya sabe cómo se comportaban estos «pacientes»: los vigilantes les golpeaban con furia y ellos no retrocedían ni un milímetro, avanzaban, agarrándoles y mordiéndoles una y otra vez. Yo no entendía qué podía haber sucedido para que se comportasen así; tenían las facciones desencajadas y parecían no estar afectados por las inmensas quemaduras que cubrían su cuerpo.

»Recorrí la sala de quemados con la vista y fue en ese momento fue cuando la vi: mi mujer estaba sentada en el suelo de la oficina de enfermeras y sangraba abundantemente por el cuello, pero todavía estaba consciente. Sin prestar atención a la trifulca, a la que ya se habían sumado seis vigilantes más, ayudé a mi mujer como pude, le taponé la herida mientras estúpidamente le preguntaba: “¿Pero qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?”. Fue entonces cuando se me abalanzó por la espalda el capitán médico… me agarró con muchísima fuerza por la espalda. Recuerdo que pensé: “¿Pero bueno? ¿Pero este hijoputa qué se ha creído? Le voy a dar unas hostias… Me da igual que esté churruscado”. Me di la vuelta rápidamente y le agarré con fuerza por el pescuezo. No entendía por qué este cabrón no me pegaba y sólo intentaba morderme. ¿Pero qué tipo de formación en defensa personal les dan a estos milicos? Recuerdo aquellos pensamientos, razonamientos lógicos en la otra era pero… ya no.

»Soy cinturón negro de kárate, y bueno, entrenaba por aquellas fechas casi todos los días, pesaba veinticinco kilos más que ahora, y la verdad es que estaba como un toro. Le di dos rodillazos en las costillas que habrían tumbado a un hipopótamo y aquel cabrón ni se inmutó; le asesté varios puñetazos en la garganta… ¡Gracias a Dios que instintivamente golpeé allí y no en la boca o la nariz! Si lo hubiese hecho, casi seguro que no estaría aquí ahora, pero aquel tipo parecía que estaba hecho de acero. Por último, le acerté con una patada frontal con la que sí pude sacármelo de encima por unos segundos, los suficientes para coger a mi mujer en brazos y salir corriendo hacia la planta baja, donde estaba urgencias.

»Cuando pasé al lado de la trifulca, varios celadores ya se habían unido a ella y tenían arrinconados entre todos a los pacientes contra una pared utilizando bancos del pasillo, camas de las habitaciones y todo lo que tenían a mano los pobres. Eché un fugaz vistazo a sus caras cuando pasé: estaban todos perplejos con lo que estaba sucediendo, pero valientemente les echaban cojones a esos cabrones, y gracias a ellos, a su sacrificio, pude llegar a urgencias con mi mujer en brazos. Escuché sirenas de policía acercarse, y no dejaba de subir personal del hospital intentando colaborar con los vigilantes y celadores.

»Ahora, con lo que sé, puedo imaginar lo que sucedió aquella noche en la sala de quemados del ambulatorio. El capitán falleció durante la noche, y a causa de las mordeduras se reanimó convertido en un no muerto. Mató a las enfermeras de servicio y luego se dio un festín con los internados… uno a uno. Sólo espero que aquellas pobres personas estuviesen suficientemente sedadas como para no enterarse de nada; no me puedo imaginar el sufrimiento de alguien postrado en una cama con grandes quemaduras en su cuerpo, siendo consciente de que un ser infernal se estaba comiendo vivos a tus compañeros y que pronto, inexorablemente, tú serías el próximo, sin posibilidad de huir. Sabiendo que las únicas personas que te podrían ayudar, las encargadas de velar por ti, yacían en el suelo con medio cuerpo devorado. En fin… como todo lo que sucedió a partir de ese día… horrible.

»Quedaron atrapados dentro de la sala el capitán y los pacientes que no devoró por completo en lo que quedaba de noche. Las puertas estancas diseñadas para mantener la zona totalmente limpia impidieron que aquellos monstruos extendiesen la infección por el resto del hospital. Probablemente el personal del hospital estaba acostumbrado a que gritos y gemidos saliesen de aquella planta.

»Cuando mi mujer llegó a la sala y abrió la puerta con intención de relevar a sus compañeras, abrió las puertas del mismísimo infierno…

»Y así es como recuerdo el comienzo de la infección.

»[Funcionario]: Está bien, señor 95.628, por hoy hemos finalizado».

Que se da por concluida esta comparecencia 53 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 23 de marzo de 0012.

2.ª Parte

En fecha 24 de marzo de 0012 (continuación comparecencia).

[Se transcribe]:

«Bueno, ¿por dónde íbamos? Así, si, bueno, mientras mi mujer era operada de las graves heridas que tenía en el cuello, llamé por teléfono a mi casa y hablé con mi hijo Enrique. Hice lo que pude para tragarme las lágrimas y le dije que se fuese con su hermana a la casa de mis padres, que su madre y yo habíamos tenido un accidente y que no fuesen al colegio esa mañana.

»Mi hijo Enrique tenía quince años en aquel momento. No estaba muy unido a él entonces por culpa de su rebeldía adolescente y mi poca paciencia. Es curioso, pero todo lo que pasó, todo lo que juntos tuvimos que sufrir, nos unió de aquella manera. Estoy convencido de que si pude sobrevivir a este apocalipsis, si pude sacar fuerzas de flaqueza en los momentos más crudos, fue gracias a Enrique y su hermana Elena.

»[Funcionario]: Por favor, cíñase a los hechos, gracias. »Entiendo. Mientras esperaba en la puerta del quirófano el resultado de la operación de mi mujer, vi llegar policías nacionales y locales en poco tiempo. Llegaron más de veinte coches patrulla: las cosas se pusieron muy feas en la segunda planta. »Se escuchaban los gritos y los golpes desde mi situación en la planta baja. Vi bajar a varios policías con un enfermo inmovilizado; tenía las esposas puestas y los agentes utilizaban sus porras para inmovilizarle la cabeza y así evitar que les mordiese. Nadie entendía lo que estaba sucediendo, y el estupor se reflejaba en los rostros de policías, médicos y pacientes del hospital. Después de mucho batallar, consiguieron reducir a los infectados, pero casi todos los que intervinieron resultaron heridos por mordiscos.

»El médico salió con lágrimas en los ojos del quirófano. Nunca había visto a un doctor tan afectado; en principio pensé que era lógico, puesto que al fin y al cabo mi mujer era compañera suya. Luego comprendí que había algo más: aquel hombre había visto algo allí dentro que escapaba a la comprensión de un médico de urgencias de un ambulatorio de una pequeña ciudad. Aquel pobre hombre pudo ver cómo mi mujer se moría entre convulsiones y hemorragias masivas, un espeluznante espectáculo del que desgraciadamente todos los supervivientes posteriormente hemos sido testigos antes o después.

»Mientras el doctor me consolaba como podía en la puerta del quirófano, un grito de horror salió de él. Ambos entramos precipitadamente y bueno, lo que vi… lo que tuve que ver en ese momento en el que mi cerebro aún no estaba acostumbrado a la espiral de sangre y violencia en la que a partir de esa mañana se sumergió mi familia, me marcó para siempre.

»Mi mujer, recién fallecida, estaba de rodillas en el suelo, al lado de la mesa de operaciones, incorporada encima de una enfermera, la cual, tumbada en el suelo boca arriba, agitaba sus brazos y piernas con desesperación intentando zafarse de Rosa. Por una milésima de segundo pensé que de alguna extraña manera mi mujer no había muerto y le estaba haciendo el boca a boca a esa enfermera. Sí, sé que es absurdo, pero… ¿qué otra cosa lógica podía estar sucediendo? Cuando me acerqué, descubrí lo que realmente estaba ocurriendo: mi mujer se estaba comiendo la cara de la enfermera, y masticaba sus labios, sus ojos, su nariz con voracidad, totalmente bañadas ambas en sangre. Aquella imagen vuelve a mí cada noche. Si no hubiese sido por mis hijos, en aquel preciso instante yo habría perdido la razón.

»Me quedé petrificado, no pude reaccionar. Por un segundo me miró, y fue entonces cuando comprendí que aquélla ya no era mi mujer, “aquello” ya no era mi mujer. En ese momento no podía saber qué estaba pasando, pero comprendí que las cosas ya no volverían a ser como hasta entonces.

»Fue el médico el que separó a Rosa de su víctima y el que se llevó un mordisco de regalo. Dos celadores entraron inmediatamente y entre los tres la inmovilizaron con correas a la mesa. Yo no pude moverme; me quedé apoyado contra una pared, atónito, viendo aquello en lo que se había convertido mi esposa, viendo su mirada perdida, viendo cómo masticaba ávida los jirones de carne mientras la sangre caía en cascada por su cuello y pecho, viendo cómo lanzaba dentelladas al vacío intentando alcanzar a los celadores… No fui capaz de articular palabra, no intenté siquiera razonar con ella. Algo dentro de mí entendió en ese momento lo que estaba sucediendo.

»Me senté en la sala de espera durante horas intentando asimilar lo que había visto; no reaccioné, no llamé a nadie, no hablé con nadie, simplemente estuve allí sentado horas, con la mirada fija en el vacío y una banda sonora de gritos, de sirenas, de lamentos y de gemidos. El médico se sentó a mi lado y dijo algo, pero no le escuché, no le miré; es posible que me hablase de un plan epidemiológico y de otros casos en otros hospitales, pero no le presté la más mínima atención: mi mente intentaba procesar dos horas de visita al averno.

»Aquélla fue durante años la última ocasión en la que me permití ser débil, en la que permití que los hechos me superasen. En aquella silla se quedó sentado para siempre el concejal de deportes de una pequeña ciudad y el superviviente se levantó con dos ideas claras: la primera de ellas era que esta situación no había hecho más que comenzar; la segunda era que tenía que poner a salvo a mis hijos…

»[Funcionario]: Está bien, señor 95.628, por hoy hemos finalizado».

Que se da por concluida esta comparecencia 56 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 24 de marzo de 0012.

3.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«La experiencia con el fallecimiento y posterior reanimación de mi mujer, aquella horrible mañana en el hospital, sigo pensando que fue lo que me salvó la vida.

»Mientas otras muchas personas de mi ciudad se enteraban de la infección mediante noticias sesgadas o rumores, yo lo tenía muy claro: sabía que los que habían sido mordidos se convertían en lo que fuera en lo que se había convertido mi mujer. Conocía perfectamente la forma de pensar de los políticos —al fin y al cabo yo era uno de ellos—, sabía que para cuando quisieran tomar medidas ya sería demasiado tarde, la burocracia y el escepticismo jugarían en nuestra contra. No les culpo, yo tampoco lo creería si no hubiese visto con mis propios ojos a la que era mi mujer comiéndose a una compañera…

»[Funcionario]: Sabemos que es difícil no entremezclar los sentimientos con los hechos de los que todos hemos sido víctimas, pero la finalidad de esta toma de declaración es la de sacar conclusiones, saber cómo fueron las primeras reacciones de las autoridades, fallos organizativos y de logística. Para ello debemos ceñirnos estrictamente a la evolución de la infección en las distintas localidades, y su testimonio como miembro de un equipo de gobierno local en Pontevedra es vital. Prosiga, por favor, muchas gracias.

»Está bien… discúlpeme… Fui a buscar a mis hijos a casa de mis padres. Como ya dije, Enrique tenía quince años, y Elena acababa de cumplir doce. Fueron momentos duros, pero no les mentí, les conté a todos lo que había pasado, lo más suavemente posible, claro, pero entendí que tenían que tomar conciencia lo antes posible de la situación, era crítico.

»Mis padres me preguntaron si había tomado drogas o algo por el estilo, que dónde estaba realmente Rosa, que yo qué sé… todo menos creerse lo que les estaba contando. Llamaron al hospital y, como me temía, no confirmaron nada, desvirtuaron la realidad hablando de enfermos y de infecciones en vez de hablar de muertos caníbales, que era de lo que iba el asunto. Esto no hizo más que reafirmarme en mis sospechas de que aquello, fuese lo que fuese, pronto se nos iría de las manos.

»Me llevé a mis hijos al puerto deportivo de Marín; hacía unos años me había comprado una pequeña lancha motora cabinada, sólo seis metros, pero con un potente motor que me permitía disfrutar del mar en las épocas estivales.

»Nos alojamos en ella, ni que decir tiene que con la opinión en contra de mis hijos: estábamos en pleno mes de enero y no era plato de gusto pasarse el día mojado y en un barquito que a pesar de estar amarrado en un puerto con buen abrigo se movía como un corcho con el mar de fondo.

»Los dejé, con órdenes tajantes de no moverse de allí y no permitir que nadie subiese a bordo. Volví a Pontevedra, y en mi casa recogí todo lo que pude de valor o lo que me pudiese ser útil para mi estancia a bordo.

»Una vez que tenía el coche cargado, fui al banco y retiré prácticamente todos nuestros ahorros. Después fui a ver a mis amigos más cercanos, y a los que no pude localizar les llamé por teléfono. A todos les interpelé de buenas a primeras con la siguiente frase: “Sé que no me vas a creer, pero…”. Algunos me mandaron directamente al carajo, otros me recomendaron un amigo suyo psiquiatra y unos pocos, aunque no me creyeron, siguieron mis indicaciones de hacer acopio de cosas de primera necesidad y de reunir a sus familias en un punto seguro. Por si acaso volví para descargar todo lo que pude en el barco; le pedí permiso al guardamuelle para usar un pequeño cobertizo que había en el muelle como almacén, sin dar demasiadas explicaciones, ya había perdido suficiente tiempo. Con el coche ya vacío, otra vez fui a un supermercado cercano y compré todos los víveres que pude cargar.

»[Funcionario]: ¿No intentó usted que esta acertada política de aprovisionamiento se extendiese a nivel gubernativo?

»Hummmm… es muy fácil ver los toros desde la barrera. ¿Lo que usted insinúa es si intenté convencer al señor alcalde de que el apocalipsis se nos venía encima? Lo que hice lo hice porque saqué consecuencias lógicas de lo que había visto en aquel hospital, y por una corazonada… nada más… No me toque los huevos insinuando si pude haber evitado una sola muerte porque dejamos esto aquí mismo…

»[Funcionario]: Entiendo, prosiga.

»Los tres nos teníamos que hacinar en el único camarote que el barco tenía para dormir e ir a comer y a ducharnos al club náutico. Ése era el único momento del día en que les dejaba abandonar el muelle. Mis hijos se pasaron varios días sin hablarme, pensaban que me había vuelto loco después de la muerte de su madre y no entendían por qué no habíamos hecho ni funeral ni entierro, pero a mí me daba igual, estaba convencido de que era mi deber protegerles a costa de lo que fuese y de quien fuese.

»Iba a diario a Pontevedra y pasaba algunas horas en el ayuntamiento —al fin y al cabo seguía siendo mi trabajo—, pero mis tareas como concejal de deportes pronto perdieron por completo importancia. Al principio no dejaba de hablarse de lo sucedido en el ambulatorio, porque la gente me preguntaba por lo ocurrido a mi mujer. Pero pronto aquello pasó a ser poco más que una anécdota comparado con otros ataques: al día siguiente, que recuerde, fueron un par, al otro, diez, y así en progresión geométrica. Pero mis sospechas acerca de la manera de actuar de nuestros dirigentes se confirmaron tristemente.

»Se tardó demasiado en empezar a ejecutar a los infectados, se tardó demasiado en hablar de muertos vivientes en los medios, se tardó demasiado en tomar medidas conjuntas con otros países…

»Como me había temido, nuestro mayor enemigo fue nuestra incredulidad, la tendencia a lo políticamente correcto, nuestra tendencia social a que nos rechacen tomándonos por locos.

»Fue entonces, en el principio de la pandemia, por culpa de la ignorancia, cuando sucedieron algunos de los episodios más escalofriantes, como aquella mujer a la que un no muerto había mordido; una herida superficial —le dijeron en el hospital—, un vendaje, antitetánica y para casa. El problema vino cuando aquella mujer falleció y se reanimó convertida en un no muerto mientras cumplía su jornada laboral… en una guardería infantil…

»[Funcionario]: Diosss… ejem… Bueno, por hoy ya hemos terminado… Estooo… Siento que tenga usted que recordar esto pero…

»Me hago cargo, no se preocupe. Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 46 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 25 de marzo de 0012.

4.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: Bien, ya nos ha hablado del comienzo, pasemos a la caída de la zona segura de Pontevedra. ¿Qué recuerdos tiene de aquellos días?

»En varias ocasiones el alcalde nos citó a todos los concejales para comunicarnos algunas medidas que se iban a tomar. No recuerdo todas, pero creo que fueron gilipolleces tales como apoyo psicológico a las víctimas, que el ayuntamiento se presentase como acusación popular en el caso de reclamaciones jurídicas, en fin… subnormaladas de ese tipo. Creo que fue en una de esas reuniones cuando decidí no volver.

»En pocos días, otras personas, alertadas por el desarrollo de los acontecimientos, se fueron a vivir a sus barcos del puerto deportivo. Eso me alegró, puesto que de esta manera mis hijos ya no estarían solos durante el día y yo podría estar más tiempo fuera ayudando a mis padres —que ya sabían que lo del ambulatorio no había sido producto de mi mente desquiciada— a aprovisionarse.

»También para informarme del desarrollo de los acontecimientos en otras ciudades y países; aquello pintaba mal, muy mal. Pronto comenzaron los saqueos, y aprovisionarse empezó a ser una necesidad vital para todos, aunque para muchos ya fue demasiado tarde.

»Mis hijos se empezaron a dar cuenta entonces de la gravedad del asunto y sus gestos de enfado se tornaron en colaboración absoluta y en una disciplina casi castrense en las obligaciones diarias que les imponía.

»Recuerdo que tuvimos bastantes problemas al principio entre los que nos instalamos en el club.

»El peor creo que fue el de una familia que insistía en alojar con ella a un sobrino que presentaba claros síntomas de haber sido mordido.

»Entendí enseguida que sería imposible convencerlos de que lo tenían que abandonar fuera del recinto del club. El padre de familia era un tipo de mucha pasta, acostumbrado a dar órdenes, y no aceptaba mi consejo… Bueno… No insistí más y aproveché la oportunidad para conocer más a fondo aquello a lo que me enfrentaba y, por otro lado, para enseñar al resto de las familias lo que podía pasar si encubrían un mordisco.

»La noche en que llegó el crío, después de la discusión con el padre de familia, esperé horas sentado en el muelle. Monté guardia pacientemente justo enfrente de donde estaba amarrado el yate de aquella familia. Eran cinco miembros más el sobrino. Los primeros rayos del alba llegaron de la mano de los primeros gritos dentro del barco; en ese momento, solté las amarras del velerito y lo empujé largando cabo para que se alejase lo suficiente; cuando estaba a seis o siete metros del muelle, volví a amarrar el cabo y esperé… Aquella familia subió desesperada a la cubierta entre gritos y aspavientos… Alertadas por el jaleo, las otras familias comenzaron a salir de sus embarcaciones y se acercaron a mi altura.

»Todos, Enrique y Elena incluidos, asistimos a la encarnizada batalla en la cubierta del velero entre aquel padre y su hijo mayor con el puto sobrinito. Lucharon como jabatos, lo reconozco, no me esperaba tanto de aquellos pijos; la madre y los dos pequeños saltaron al agua y alcanzaron el muelle a nado. Al final, aquel hombre y su hijo consiguieron arrojar por la borda al no muerto. Desgraciadamente, ambos ya habían sido mordidos. Cuando se deshicieron del engendro, cobré el cabo. Una vez amarrado el yate, di un paso atrás…

»Amoedo, el dueño armador de varios barcos pesqueros y propietario también de un hermoso yate de 12 metros que ocupaba una plaza de amarre tres más allá que el mío, era un tipo que con dieciséis años se había embarcado por primera vez en un pesquero. Ordenó a su mujer que hiciese entrar a la aterida cónyuge del pijo y a sus dos pequeños al interior de su barco. Pra que se quenten un pouquiño, dalles unha soupiña ou aljo, recuerdo que dijo.

»Amoedo siempre hablaba en algo parecido al gallego. Luego, con una enorme hacha de cortar la leña entre las manos, saltó con decisión al velero y, sin darles una sola oportunidad, los descuartizó… como probablemente había descuartizado en su vida a multitud de atunes, bonitos y peces espada. Amoedo, un tipo normal de Marín, mató delante de más de cincuenta personas a aquel hombre y su hijo… Nadie intentó detenerlo, y ésa era exactamente la reacción que yo buscaba… En mi obsesión por salvar a mis hijos, era de personas como Amoedo de las que tenía que rodearme… no de pijos.

»[Funcionario]: Usted sabía lo que iba a ocurrir, pudo haberlos salvado, si no hubiese soltado amarras…

»Si no hubiese soltado amarras, probablemente Amoedo, en vez de matar a dos, hubiese tenido que descuartizar a cinco o a diez…, entre ellos mis hijos o yo, y como ya manifesté, nada ni nadie se interpondría en el camino de salvarlos.

»Aquel hombre tomó su decisión y le costó la vida tanto a él como a su hijo… De paso sirvió para que nadie más volviese a cuestionar mi criterio en las medidas de aislamiento.

»Nadie me reprochó nada: aquel episodio sirvió paradójicamente para unirnos como grupo, y buena falta que nos hacía, se lo aseguro. No soy un monstruo. Entre todos, cuidamos de aquella mujer y sus hijos, la cual, por cierto, tampoco me recriminó nunca nada, más bien todo lo contrario…

»[Funcionario]: Está bien, está bien. No soy nadie para cuestionarle. Continuemos con la situación en la provincia de Pontevedra.

»En una semana escasa, el ejército ya había tomado el mando y comenzaba a evacuar los pequeños núcleos urbanos que rodean Pontevedra, entre ellos Marín, concentrando a la población en los puntos seguros más cercanos. Los soldados nos visitaron en nuestro refugio náutico y nos dieron la oportunidad de irnos con ellos advirtiéndonos de que los que se quedasen, lo harían bajo su responsabilidad. A partir de ese momento, estábamos solos.

»En el club ya éramos más de treinta familias, entre ellas las de muchos buenos amigos míos. Nos habíamos organizado bastante bien y nos sentíamos bastante seguros allí. Yo había sido el primero en tomar aquel sitio como nuestro pequeño punto seguro y hacia mí se dirigieron todas las miradas cuando el soldado nos dio la oportunidad de acompañarle. Yo agradecí encarecidamente el ofrecimiento de los soldados pero opté por quedarme allí. Sólo tres familias abandonaron sus barcos para irse con ellos, no sin antes autorizarnos para usar sus embarcaciones si lo creíamos conveniente.

»Los soldados, antes de irse, nos dieron algunos consejos de cómo actuar ante los no muertos: disparar a la cabeza, usar fuego, etc., en fin, lo que todos ya sabemos. Nos dijeron que esta situación pronto se arreglaría, que aguantáramos unos días hasta que pudiesen acabar con esos engendros, que volverían a por nosotros… Doce años después, aún estamos esperando…

»Acordamos entre todos los del club que, si las cosas se ponían feas, levantaríamos amarras y nos dirigiríamos a la isla de Tambo, que sería el punto de reunión en caso de que unos barcos perdieran el contacto con otros.

»Organizamos turnos de vigilancia y reforzamos las puertas de hierro que impedían el acceso al pequeño muelle del club. Habíamos logrado hacer acopio de una cantidad importante de víveres, y yo repartí lo que tenía en el cobertizo entre las familias que menos habían podido traer, a cambio de lo cual recibí abundantes medicamentos y gasolina. Resistiríamos una buena temporada, o eso creíamos…

»Durante algunos días, no sucedió nada significativo en el muelle, nadie más vivo o muerto se acercó al club; tan sólo la radio nos mantenía informados de lo que iba sucediendo: en los alrededores, los podridos estaban acosando la ciudad, la tenían rodeada, y los policías y militares rechazaban como podían los ataques. La Escuela Naval de Marín, un recinto militar a una milla escasa por mar del club náutico, había sido también usada como punto seguro, pero al parecer cayó rápidamente.

»Tenía un perímetro de seguridad con altas rejas, pero no dejaba de ser una escuela para marinos militares, lo que significa que carecían de un buen arsenal, de modo que cuando la munición comenzó a escasear en los otros puntos seguros, la escuela militar dejó de ser abastecida y terminó por caer. Por suerte, casi todo el mundo pudo ser evacuado desde allí a la isla de Tambo y al punto seguro de Pontevedra.

»Cuando el viento soplaba del este, el eco de la batalla por la defensa de Pontevedra llegaba con claridad, y el sonido de disparos y explosiones retumbaba en toda la ría. La corriente eléctrica pronto se cortó y tuvimos que comenzar a arrancar los barcos para tener energía, y claro… con el ruido de los motores… llegaron los podridos…

»[Funcionario]: Se nos ha acabado el tiempo. Hoy nos hemos extendido bastante más de lo normal. Hasta mañana.

»Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 101 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 26 de marzo de 0012.

5.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«No vinieron muchos, apenas una veintena; es posible que nunca tan pocos hubiesen sido capaces de tirar abajo la puerta metálica que protegía el muelle. Pero su sola presencia allí, su amenaza, sus gemidos, sus aporreos incansables sembraron el pánico en la pequeña comunidad del náutico. Las discusiones sobre qué hacer, si evacuar o aguantar, empezaron a minar la moral de la comunidad. Reconozco que era muy difícil conciliar el sueño con aquellas cosas tan cerca.

»Algunos se desvincularon del pacto y amenazaron con marcharse solos, poniendo rumbo a la isla de Tambo o Pontevedra. Comprendí entonces que muchos no soportarían y se irían, más pronto que tarde. Un grupo cohesionado y unido nos proporcionaba mayores posibilidades de supervivencia, y, por otro lado, en el caso de que a mí me pasase algo, ellos podrían hacerse cargo del cuidado de mis hijos.

»Por eso me vi obligado a partir, abandonando la relativa seguridad del náutico. Aquella mañana soltamos amarras todos juntos. Algunos chavales se encargaron de tripular los barcos que habían sido abandonados en el muelle para conservarlos, por lo que pudiera pasar, a la vez que nos servían como almacenes de aquellos víveres y material a los que no pudimos hacer un hueco en nuestras casas flotantes. »Encabecé aquella pequeña flotilla de supervivientes por el centro de la ría. Desde allí teníamos una buena vista de las localidades de la costa de la ría como Sanxenxo, Combarro y Marín, todas ellas desoladas, abandonadas. Desde la distancia, no podíamos distinguir si había podridos en las calles, pero no iba a ser yo el que fuese a comprobarlo, al menos de momento…

»Como ya le dije, la Escuela Naval había caído y en el inmenso puerto pesquero de Marín no quedaba un solo buque: todos habían partido o se encontraban fondeados en la ría, lejos del alcance de los engendros. Intentamos comunicarnos con sus tripulaciones, pero no recibimos más que invitaciones poco amistosas para que no nos acercásemos: era patente el miedo al contagio de la infección.

»Desistimos y nos dirigimos a Pontevedra; al fin y al cabo, aquél seguía siendo el gran punto seguro…

»Pero al poco de abandonar Marín y poner rumbo al río Lérez con la intención de remontarlo y llegar al punto seguro, por la radio comenzaron a informar de que Pontevedra estaba siendo evacuada, de que las defensas se replegaban. Los militares se reagrupaban para dirigirse a Vigo, donde se había establecido un inmenso punto seguro muy bien abastecido y defendido, decían, aunque tan sólo podían transportar al veinte por ciento de la población; el resto tendría que arreglárselas por sus propios medios.

»Informaron… no…, más bien avisaron de que la isla militar de Tambo estaba repleta de refugiados y de que la pequeña guarnición que quedaba no aceptaría a ninguno más.

»He de decir que aquello me conmocionó: Pontevedra siempre había estado en mi mente como el lugar al que recurrir si las cosas se ponían feas, y ahora, como improvisado almirante de una flota de desesperados, me quedé sin ideas.

»Cometí el grave error de fondear, a la espera de acontecimientos, a medio camino entre la desembocadura del Lérez y la isla de Tambo, sin pensar en que ésa era la ruta de escape de cualquiera que abandonase, por el río, Pontevedra. Cuando vi salir, a lo lejos, aquel enjambre naval de botes, chalanas, yates y piraguas, caí en la cuenta de que sin quererlo había comprometido nuestra situación. Creo que todo lo que podía flotar salió de Pontevedra.

»Cuando las tropas se retiraron de la ciudad, miles de personas se abalanzaron a la desesperada sobre la única vía de escape posible, el mar. Con incontables podridos invadiendo la ciudad, los barcos que había en el muelle fluvial se convirtieron en el bien más codiciado y fueron abordados. Probablemente mucha gente murió en aquel embarcadero, pero ninguna en las fauces de los podridos.

»Grité a mis compañeros, al resto de los barcos, que levasen anclas echando leches y que se adentrasen en la ría todo lo que les fuese posible, puesto que, aunque tarde, pude imaginarme lo que pasaría.

»Mis hijos y yo no corrimos peligro gracias a la potencia de mi pequeña lancha, pero algunos de mis compañeros, sobre todo los que tripulaban veleros, más lentos de maniobrar, eran alcanzados poco a poco por aquella marabunta flotante. Según se fueron acercando las embarcaciones que salían de Pontevedra, pude ver que iban repletas de refugiados. Pude observar que en cubierta sus ocupantes seguían luchando unos con otros por permanecer a bordo; algunas embarcaciones incluso se iban hundiendo según avanzaban… Pude escuchar claramente disparos, y observar el agitar rabioso de barras de hierro y palos en sus cubiertas. Los cuerpos caían constantemente al mar, los más afortunados sin vida, los demás chapoteando inútilmente para intentar alcanzar a nado la cercana costa, donde les esperaba una muerte mucho peor, gentileza de la gripe de Daguedestán.

»Pero lo peor llegó cuando alcanzaron a los yates de mi grupo que se habían quedado rezagados… Bueno, imagíneselo: los patrones de aquel enjambre naval vieron en ellos la oportunidad de deshacerse de parte de sus incómodos pasajeros y pusieron rumbo de colisión, abarloando a su costado para que fuesen abordados sin miramientos. Sus legítimos dueños, mis compañeros, aquellos que en esos días aciagos habían depositado, de alguna manera, su confianza en mí para salir de aquella terrible situación, fueron asesinados o arrojados por la borda, sin compasión.

»Mis hijos, con lágrimas en los ojos, me suplicaron que regresásemos para ayudar a aquella gente. Algunos, desde el mar, suplicaban a gritos por su vida. Entre esa pobre gente se encontraban niños que durante el par de semanas que vivimos en el club náutico se habían convertido en compañeros de juegos de mi hija Elena, y tiempo después me enteré de que la chiquilla preciosa de catorce años que murió apuñalada junto con sus padres defendiendo estoicamente el velero que se había convertido en su última esperanza había empezado a ser, durante aquellas semanas en el embarcadero del náutico, algo más que una simple amiga para mi hijo…

»[Funcionario]: Vaya… De acuerdo… Mañana continuaremos…

»Ok. Hasta mañana.

»[Funcionario]: Disculpe, una cosa más… ¿Volvió para recoger a alguno de sus compañeros del mar?

»Ya le he dicho varias veces que no pondría a mis hijos en riesgo… por nadie.

»[Funcionario]: Ejem… Eso era todo, gracias».

Que se da por concluida esta comparecencia 50 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 27 de marzo de 0012.

6.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: Hábleme de lo que ocurrió en la isla de Tambo.

»Rodeamos la isla y nos pusimos fuera del alcance de los que escapaban como podían de Pontevedra. Nos acercamos lo suficiente a ella como para comprobar que los avisos que habían dado por radio, en los que se advertía de que no se admitirían más refugiados, no eran injustificados. Tambo estaba literalmente abarrotada, y allí se hacinaban ya miles de personas.

»Se resguardaban del invierno gallego en chabolas tercermundistas, hechas con plásticos, ramas de los árboles o restos de las pequeñas embarcaciones con las que habrían llegado allí.

»Al estar tan cerca de la costa, aquella minúscula isla se convirtió en el refugio para muchos de los que no fueron evacuados a Pontevedra. Pero no dejaba de ser un pequeño islote, casi sin edificaciones, sin agua potable, sin suministros y con otros muchos cientos de supervivientes, quizá miles, a punto de unirse a ellos.

»La situación tanto para unos como para otros era desesperada.

»Tambo sólo tiene dos accesos posibles: uno, un pequeño embarcadero; el otro, una cala situada en su cara interna, la más próxima a la desembocadura del Lérez. El resto del perímetro de la isla, un par de kilómetros —calculo—, eran escolleras y roca.

»En el embarcadero había un pequeño grupo de soldados, y en la cala estaba fondeada una pequeña patrullera de la Armada que había visto en muchas ocasiones amarrada en la Escuela Naval o patrullando la ría.

»Desde la megafonía exterior de la patrullera comenzaron a realizar avisos de que no se acercase nadie, de que tenían órdenes de no aceptar más refugiados… Que la gente se dirigiese a Vigo, que allí les acogerían.

»¡Vaya chiste!, la mayor parte de aquellas embarcaciones iban tan sobrecargadas que a duras penas se mantenían a flote: ¿una travesía de más de dos horas hasta Vigo, la mayor parte en mar abierto? Totalmente imposible. Y ya no hablo de los que iban en chalupas, canoas o piraguas: sin duda, Tambo era su única opción.

»No pararon de avisar, por megafonía lo repitieron mil veces, pero aquellas personas continuaron su desesperada travesía a la isla. Cuando ya estaban prácticamente encima de la cala, desde la patrullera y el embarcadero realizaron disparos de advertencia, primero al aire, luego al agua, muy cerca de los primeros botes.

»Para entonces muchos de los nuevos habitantes de la isla se habían acercado a la orilla y, gesticulando, hacían patente, en la distancia, que no permitirían esa invasión, así que se armaron con lo que pudieron encontrar en aquel estercolero en el que se había convertido Tambo: palos, cuchillos, remos…

»Cuando los primeros botes del desesperado tropel marítimo llegaron a unas pocas decenas de metros de la cala, muchos de sus ocupantes saltaron al agua y comenzaron a nadar frenéticamente hacia la orilla, en la que ya se había formado una nutrida línea de agresivos isleños que no dejaban de gritarles para que no se acercasen.

»El miedo a la infección, la locura de aquellos días, la desesperación, hicieron el resto…

»[Funcionario]: Pero… ¿qué pasó?

»Desde nuestros barcos vimos cómo los isleños apaleaban a los primeros que llegaban a la orilla. En pocos minutos aquella cala se convirtió en una batalla campal, al principio con dos bandos diferenciados, pero pronto aquella lucha por la supervivencia se convirtió en una masa chapoteante informe, rebozada en arena, agua salada y sangre.

»Y, a pesar de ello, no paraban de llegar más y más a la orilla…

»Los militares, no sé si asustados por lo que estaban viendo, por estar desbordados ante tal tragedia o por órdenes superiores, levaron anclas y pusieron rumbo a la boca de la ría, abandonando a su suerte a unos y otros.

»Es muy probable que entre esos cientos de personas que escapaban de Pontevedra muchos hubiesen sido mordidos durante su huida, de manera que la infección acabó llegando también a Tambo.

»[Funcionario]: Creo que hemos terminado por hoy… Hasta mañana.

»Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 48 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 28 de marzo de 0012.

7.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

»[Funcionario]: ¿Qué hicieron usted y sus compañeros después de lo ocurrido en Tambo?

»Huimos de aquel sinsentido y pusimos proa a la boca de la ría.

»Nunca antes de la infección me habría imaginado que mis hijos tendrían que ver una cosa así. Y supongo que todos y cada uno de los tripulantes de la flotilla de supervivientes pensábamos lo mismo. Todos nos habíamos afanado en poner a salvo a nuestras familias, pero, después de lo ocurrido, después de haber perdido a dieciocho de nuestros compañeros de ruta, descubrimos que los demás supervivientes podían ser incluso peores que los podridos.

»Ninguno de nuestros barcos estaba preparado para realizar travesías de más de unos pocos días, y mucho menos el mío, por lo que nos refugiamos en el puerto de Sanxenxo, casi en mar abierto.

»Sanxenxo era el destino turístico principal de la zona; durante el verano multiplicaba su población en más de quince veces, y su puerto deportivo era sin duda el más lujoso y nutrido de la costa gallega. A pesar de esto, me sorprendió ver tantísimos yates amarrados en su abrigado puerto.

»Pero era totalmente lógico… En pleno invierno, la mayoría de los dueños de aquellos hermosos barcos estarían en sus zonas habituales de residencia. La escasa población invernal de Sanxenxo habría caído víctima de la infección o sido evacuada a la zona segura de Pontevedra.

»A pesar de que el puerto, al caer la tarde, estaba desierto, no nos arrimamos y decidimos fondear para pasar la noche. Dormir en aquella lancha, amarrados, dos semanas, fue duro, pero nada comparado con hacerlo fondeados. El constante balanceo y el peligro de que el mar de fondo rompiese el ancla y nos estrellase contra las rocas impidieron que conciliase el sueño más de cinco minutos seguidos. Por otro lado estaban las imágenes de lo que habíamos visto a lo largo del día…, era imposible sacarme aquello de la cabeza. Abracé a mis hijos con fuerza aquella noche y recé, con lágrimas en los ojos, para que por lo menos ellos pudiesen salir con bien de ésta, aunque supongo que muchos otros lo habrían hecho igualmente el día anterior, en Pontevedra.

»Mis preocupaciones no hicieron más que aumentar con la llegada del amanecer. El tranquilo puerto deportivo de ayer hoy, con el alba, se había tornado en un paisaje terrorífico. Unas decenas de no muertos deambulaban por entre los coches aparcados y los cabos de amarre; algunos simplemente permanecían de pie, al borde del mar, arañando el aire y mordiendo el viento.

»Otra vez más, sin duda, el ruido de los barcos, encendidos toda la noche para poder calentarnos, los había atraído.

»Nos reunimos, como pudimos, en el barco de Amoedo, que, por algo, tenía el más grande de todos.

»Discutimos un par de horas, en algunas ocasiones a gritos. Se formaron dos grupos claramente diferenciados: por un lado, los que abogaban por poner rumbo a Vigo —la radio seguía diciendo que aquél era el último punto seguro de la zona—; por el otro, en el que nos incluíamos Amoedo y yo, los que defendíamos quedarnos allí e intentar hacernos con algunos de los yates más grandes, en los que podríamos aguantar sin problemas semanas y semanas hasta que la situación volviese a la normalidad. En aquellas fechas, aún creíamos que las cosas volverían a la normalidad.

»Era evidente que cada uno tenía sus propios motivos; por ejemplo, yo sabía que con la gasolina que me quedaba, y debido a la poca autonomía de mi lancha, a duras penas llegaría a Vigo. En el caso de que ocurriese cualquier imprevisto, como el sucedido el día anterior, por ejemplo, sería un viaje sin retorno; era jugársela a una carta. Por otro lado, los que insistían en poner rumbo a Vigo tenían buenos barcos con los que poder salir a mar abierto sin problemas y regresar en caso de que algo fallase. Excepto Amoedo, al que su instinto desconfiado le había nutrido el día anterior de suficientes motivos. A pesar de que con su barco habría alcanzado Vigo sin problemas, no se volvería a poner demasiado cerca de una masa de supervivientes. Suponíamos que, después de lo visto ayer, en ese punto seguro podría haber cientos de miles de personas. ¡¡NO, GRACIAS!!

»Por último, estaba el asunto de los víveres: comenzaban a escasear, y era muy probable que en aquellos yates hubiese muchas cosas aprovechables. El único problema eran los podridos que los rodeaban.

»Todavía en aquella reunión, mientras unos y otros intentábamos, inútilmente, convencer al resto de que teníamos la razón, se escuchó un gran alboroto proveniente del centro del pueblo que nos hizo olvidar nuestras polémicas.

»No sólo nosotros nos sentimos intrigados por el origen de aquellos ruidos: los podridos que estaban en el puerto hicieron lo propio y perdieron el interés en nuestros pellejos, evidentemente fuera de su alcance, para dedicárselo al origen del jaleo.

»En pocos minutos descubrimos lo que pasaba. Un autobús de línea, de los que habitualmente realizaba la ruta entre aquellos pueblos y Pontevedra, apareció por una de las calles de acceso al puerto. El conductor de aquel trasto, quien quiera que fuese, no perdía el tiempo en esquivar, y todo lo que se ponía en su camino era simplemente machacado: cubos de basura, farolas, podridos…

»Al llegar a la entrada del club náutico, se abrieron las puertas y dos hombres armados con pistolas empezaron a disparar contra los podridos que estaban más cerca. Sin duda no era la primera vez que lo hacían, pues racionaban la munición y sólo efectuaban disparos certeros sobre las cabezas de los más cercanos.

»Entonces supe que aquélla era nuestra oportunidad…» [Funcionario]: Está bien, mañana me lo cuenta… Hasta mañana.

»Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 51 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 29 de marzo de 0012.

8.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: Estábamos en Sanxenxo…

»Sí… Cuando los hombres se vieron incapaces de llegar a los barcos, se retiraron al interior del autobús como pudieron. En pocos minutos estaban rodeados por varias decenas de podridos, que seguían llegando por las calles de acceso al náutico. Aún escuchábamos las detonaciones por doquier, pero ahogadas por gemidos lacónicos y el ruido de los pies al arrastrarse.

»Tenía que aprovechar para hacerme con alguna de las embarcaciones del muelle, un barco lo suficientemente amplio como para soportar unos días fondeados. Aguantar a que aquello pasase, con mis hijos a bordo de mi lancha, era inviable.

»Conocía a Sergio mucho antes de la pandemia. Hacía dos años que se había retirado del fútbol profesional con una hermosa cuenta corriente. Ahora se dedicaba a jugar en un pequeño equipo comarcal y a disfrutar de su mujer, su hijo de tres años y de su precioso velero. Bueno, ésa era su vida hasta que a algún científico degenerado se le ocurrió probar qué pasaba si se juntaban dos cuartas partes de ébola, una de TSJ y una cuarta parte de su puta madre… En fin…» Era un tipo reservado, hablaba lo justo y nunca llegamos a ser amigos… Ambos teníamos cosas mejores en qué pensar que en compartir unas cervezas y unos panchitos. Por eso me sorprendió tanto que se ofreciese a ayudarme en mi propósito de saltar al muelle… yo no lo habría hecho por él.

»También se unió a la expedición Amoedo, con el pretexto de conseguir más víveres y gasóleo, pero creo que lo que realmente quería era ayudarme a mí y a mis hijos. Y, además, vino con nosotros José Manuel, un directivo de banca que se había pegado a Amoedo como una lapa desde que lo vio manejar la «machada». El armador era un tipo poco ágil para las relaciones sociales, pero su trato con José Manuel era particularmente cómico, puesto que, al parecer, no le había concedido, años atrás, un crédito para pasar un bache económico.

»Mientras bajábamos a un pequeño bote auxiliar que Amoedo tenía en la popa de su barco, los demás volvieron a sus embarcaciones y levaron anclas. Creo que ni se despidieron. Con ellos se fueron también muchos de los que abogaban por quedarse, ya que, evidentemente, cambiaron de idea con la aparición de aquellos centenares de cabrones. También se llevaron con ellos uno de los barcos que habíamos utilizado de improvisado almacén de material. Así que sólo nos quedamos nueve embarcaciones, incluyendo las tres nuestras y las que capitaneaban los dos hijos mayores de Amoedo. Todos los demás se fueron, supongo que a Vigo, aunque no lo puedo decir con seguridad, puesto que nunca más volvimos a saber de ellos.

»A golpe de remo nos arrimamos a la punta del muelle y durante una media hora recorrimos las distintas embarcaciones forzando puertas y apropiándonos de abundantes provisiones, como latas de conservas, gasóleo, lanzabengalas, etc.

»Sergio, que era el que más sabía de vela, eligió los dos barcos que nos llevaríamos, unos estupendos yates de doce metros. Cuando bajé a los camarotes del que me correspondió, me pareció un palacio, sobre todo después de compartir con mis hijos dos semanas de codazos nocturnos.

»Mientras trasladábamos el material a los barcos, pudimos observar cómo los ocupantes del autobús habían roto las salidas de emergencia del techo del vehículo. Eran unos diez, que nos gritaban y hacían señas para que les ayudásemos, pero…

»[Funcionario]: Pero… tampoco lo hicieron…

»No exactamente…

»Soltamos amarras y sacamos lo más rápido que pudimos aquellos dos yates hacia la entrada del puerto. Mientras tanto, algunos de los del autobús habían sacado fuerzas de flaqueza y habían conseguido acceder al techo de una caseta de venta de material náutico. Los primeros en saltar no esperaron por los demás y aprovecharon que en el otro lado de la caseta no había casi ningún podrido para dejarse caer al suelo. De los cuatro que lo hicieron, uno se rompió un tobillo y en pocos segundos fue rodeado por los no muertos. Los otros tres se lanzaron en una desesperada carrera hacia la punta del muelle, que era donde nos encontrábamos.

»Amoedo y José Manuel salieron los primeros de la dársena en su velero. Mientras, Sergio y yo nos afanábamos en alejarnos del pantalán, sin perder de vista a esos tres tipos que corrían hacia nuestra posición y con ellos, claro está, unas pocas decenas de podridos. Nos gritaban: “¡Hijos de puta, esperadnos!”, pero tanto Sergio como yo aceleramos las maniobras cuanto pudimos para ponernos fuera de su alcance.

»Sin embargo, fueron más rápidos que nosotros. Como usted sabrá, se corre mucho más cuando llevas pegado un podrido a tu culo. Y cuando alcanzaron la punta del muelle, nosotros estábamos demasiado cerca todavía.

»Uno de ellos, el que había salido en primer lugar del bus repartiendo plomo, me encañonó con su pistola y simplemente dijo: “¡Vamos con vosotros!”. No tuvimos opción. Los otros dos, un hombre y una mujer, se lanzaron al agua mientras él seguía apuntándonos.

»A pesar de que una decena de podridos se acercaban tambaleantes a él, ávidos de carne fresca, aquel tipo no miró atrás, no vaciló un segundo, no volvió a hablar, simplemente nos apuntaba con su pistola. Si hubiese bajado el arma, y presa del pánico se hubiera arrojado también al agua, les habríamos abandonado allí, a los tres… sin dudarlo.

»Una vez que ayudamos a subir a estos dos a bordo, el de la pistola se la lanzó, pasando a ser ellos, desde el barco, los que nos amenazaban. Cuando se arrojó al agua, tenía prácticamente a los no muertos soplándole la nuca, y me sorprendió mucho la frialdad de aquel tipo. No sería la última vez, no… ni mucho menos…

»[Funcionario]: ¿Mañana me contará qué pasó con los que quedaron en el techo del autobús y de la tienda?

»Claro. Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 58 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 30 de marzo de 0012.

9.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«Mientras nuestros invitados forzosos se recuperaban, en la cubierta del velero, de lo agitado de su huida, observamos lo que ocurría con los otros ocupantes del autobús.

»Los ya cientos de apestosos que rodeaban el vehículo lo golpeaban y zarandeaban sin descanso. Algunos de ellos incluso eran capaces de trepar, por encima de los demás, agarrando los pies de los vivos que aguantaban; otros se habían introducido dentro del bus y sus putrefactas zarpas asomaban a través de las salidas de emergencia.

»Los desafortunados que quedaban en aquel techo estaban sentenciados, pero repelían a tiros a los no muertos que conseguían acercarse más. Uno de aquellos infelices, en uno de los feroces ataques, fue derribado, arrastrado al mar de fauces y garras y despedazado en décimas de segundo, como si de una inmensa trituradora humana se tratase.

»Supongo que los demás, al ver lo que había pasado con su compañero, tomaron la decisión de suicidarse y empezaron a hacerlo uno tras otro. Un fogonazo de pólvora fue la única vía de escape al averno pandémico en que se ha convertido nuestra existencia.

»Los dos que aún quedaban en lo alto del tejado tardaron un poco más, pero tomaron la misma decisión que el resto.

»Abatidos, guardamos silencio un par de horas. Después entablamos una larga charla… Juan José, que era el que nos había encañonado, Carla y Toño resultaron ser supervivientes del punto seguro de Pontevedra y nos contaron cómo había caído la ciudad.

»Hablaron de que en el este y el norte de la ciudad la defensa fue relativamente sencilla: el río Lérez proporcionaba una barrera natural contra los no muertos; pero el resto de la ciudad era otra historia, con calles estrechas y un gran arco de territorio para defender… la cosa se complicó mucho. Se usó de todo para formar barricadas, y una y otra vez se rechazó a oleadas de fétidos, que acudían sistemáticamente a la llamada de la carne viva.

»Nos contaron cómo comenzaron a hacer controles a los refugiados, que constantemente acudían al punto seguro. Pero eran tantos miles, que pronto se volvió totalmente imposible establecer protocolos de cuarentena. Comenzaron a declararse tantos casos de infección dentro que tenían que utilizar la mitad de las fuerzas de seguridad en el control interno del punto seguro. Pronto el abastecimiento se colapsó, la munición para mantener a raya a los apestosos escaseaba y empezó a faltar comida, de modo que los que tenían la guardaban como oro en paño, y los que no la tenían llegaban a matar para conseguirla.

»En contra de lo que se había dicho en un principio, aquello no fue una situación temporal de unos días, y las informaciones que llegaban de otros puntos seguros eran parecidas o peores.

»El mando militar decidió, entonces, replegarse a Vigo y concentrar allí las defensas. A pesar de que se dijo que se evacuaría, en vehículos militares, a las mujeres y niños, los sobornos y las influencias hicieron su aparición. Los problemas de orden público fueron en aumento, hasta el punto de que se llegaron a producir linchamientos. Los militares invitaron a todo aquel que pudiese hacerse con algún transporte a seguirles hasta Vigo, en una improvisada caravana… tan mal organizada, que lo que se consiguió fue crear un monumental atasco, una línea de varios kilómetros de coches totalmente indefendible en toda su longitud.

»Nuestros nuevos amigos habían conseguido subirse a un autobús que durante todo aquel tiempo había servido de barricada. Juan José y Toño formaban parte del cuerpo de policía local, y habían estado todo el tiempo defendiendo el puente sobre el Lérez del Burgo. Cuando les llegaron noticias de que la salida hacia Vigo estaba colapsada y la gente se estaba matando por conseguir un barco en el embarcadero fluvial, decidieron hacerse con el autobús e intentar llegar a Sanxenxo por tierra. Toño, que vivía en Sanxenxo, sabía que habían quedado muchos barcos abandonados, y en uno de ellos tenían pensado llegar hasta Vigo.

»Se pasaron toda la noche abriéndose paso, y en la carretera se encontraron con muchos accidentes. Cada vez que tenían que bajarse del autobús para despejar la carretera perdían a varios compañeros, pues esos engendros les salían al paso en cualquier sitio. Les llevó toda la noche efectuar un recorrido de apenas treinta minutos.

»Hasta que llegaron al puerto… Allí, como ya sabemos, fue incluso peor. Según me contaron, de casi cuarenta personas que habían salido de Pontevedra en aquel cacharro sólo quedaban ellos tres.

»[Funcionario]: ¿No les recriminaron por no intentar ayudarles desde un principio?

»No, no; durante la conversación con ellos todos nos relajamos mucho, y ellos inmediatamente bajaron su arma. También ellos corrieron para salvar la vida en lugar de ayudar a sus amigos… Las cosas estaban así de crudas, no era nuestra culpa.

»Entre todos decidimos que ellos se harían cargo de uno de los barcos que habíamos sacado del muelle, y el otro me lo quedaría yo. Repartimos, entre todos, los suministros que habíamos logrado rapiñar.

»Nuestros nuevos amigos dudaron en un principio entre dirigirse a Vigo o quedarse con nosotros. Al final, como tenían víveres, optaron por no enfrentarse al mar abierto y quedarse con nosotros. Supongo que, al igual que nosotros, habían perdido la confianza en los puntos seguros.

»[Funcionario]: ¿No regresaron para buscar más víveres?

»Fondeamos a pocos metros de la boca de la dársena, durante diez días más, esperando nuestra oportunidad de regresar a tierra en busca de más víveres, pero aquellas alimañas nos olían en la distancia y no se alejaban del puerto.

»Por la radio escuchamos que en Vigo las cosas se estaban poniendo feas; ya se había dado el aviso de que no se admitía a más refugiados e informaban sobre disturbios constantes. Nos dimos cuenta, entonces, de que había sido una buena idea no dirigirse allí. Pero también teníamos claro que algo debíamos hacer… Y lo hicimos… claro que lo hicimos.

»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.

»Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 61 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 31 de marzo de 0012.

10.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: ¿Cómo decidieron dirigirse a la isla de Ons?

»Esperábamos que aquella pesadilla terminara, que el gobierno acabase con ellos, o, simplemente, que los no muertos terminasen… no sé… ¿muriendo? Ahora sabemos que pueden durar casi eternamente, pero en aquel momento… no teníamos ni idea… de nada.

»Después de diez días fondeados en Sanxenxo, nuestra situación era desesperada, el gasóleo escaseaba, y mover los barcos de allí sin un lugar seguro al que ir… una locura.

»Cada día me despertaba en aquel velero y encendía la radio marítima. Esperaba fervientemente escuchar buenas noticias, pero día a día la cosa empeoraba. Recuerdo escuchar noticias de la caída de puntos seguros de grandes ciudades, Valencia, Coruña, Valladolid… Y las cosas en Vigo estaban mal, muy mal.

»La fragata de guerra en la que se habían refugiado los altos mandos militares y autoridades civiles había levado anclas durante la noche abandonando Vigo a su suerte. Entonces supe que era cuestión de tiempo, nada más: Vigo estaba descartado.

»Nos reuníamos diariamente en el barco de Amoedo, discutíamos nuestras opciones o simplemente pasábamos el tiempo observando el deambular monótono de aquellos ex humanos.

»Aún me pregunto hasta qué punto conservan su humanidad, puesto que, aunque es evidente que carecen de cualquier atisbo de raciocinio, no se lanzaban al agua con intención de alcanzarnos. Están sometidos a esa… no sé cómo definirlo… ¿enfermedad? Pero sus sentidos no están ni mucho menos muertos: está claro que escuchan perfectamente y son capaces de acelerar sus movimientos cuando tienen cerca una presa que destripar… Es simplemente… demencial.

»[Funcionario]: Sigamos en Sanxenxo… Por favor…

»Sí, claro… Amoedo tiene dos hijos, Hugo y Jorge. El mayor de ellos, a sus veinte años, se había convertido en el patrón del barco del pijo fallecido. Cuidaba de Aurora y sus dos pequeños con esmero; era un chaval grande y noble, quizá algo tímido. En nuestras reuniones se limitaba a permanecer callado, con una taza de café en las manos, mirando a través del ojo de buey la silueta de la costa gallega.

»Un día, en una de nuestras reuniones, Sergio y Toño disertaban sobre el tiempo que podríamos aguantar en aquella situación. Jorge, sin apartar la mirada de la taza de café, espetó: “Tenemos que ir a Ons”. »Yo había descartado Ons desde los primeros días de la infección. Por radio, se había avisado insistentemente de que esa isla estaba plagada de no muertos. Conocía la ínsula muy bien: era una excursión obligada en la época veraniega. Un pequeño transbordador realizaba la ruta entre los distintos puertos de la ría y Ons; sus excelentes playas y la buena comida la mantenían plagada de turistas todo el verano.

»Está a dos millas de Sanxenxo, mar adentro. Es una isla mucho más grande que Tambo, unos seis kilómetros de largo y un par a lo ancho. Antes de la infección, tenía una población en invierno de unas cuarenta personas, descendientes de los antiguos trabajadores de la fábrica de salazón de los años cincuenta.

»Amoedo y su hijo se enfrascaron en una discusión. Por supuesto la mayoría en un primer momento nos negamos a ir, pero los argumentos de Jorge eran aplastantes. Era una cuestión matemática: aquella isla no podía tener más de cincuenta o sesenta podridos, la población total más los que hubiesen podido llegar en los primeros días. Como la infección, según habíamos escuchado por la radio, había llegado muy rápido, ése debía de ser el número total de infectados.

»Por otro lado, el arma principal de esos cabrones era su superioridad numérica; todos habíamos visto cómo se comportaban: acudían en masa cuando sentían la presencia humana. El plan, según Jorge, era “sencillo”: iríamos a la isla y la limpiaríamos de fétidos.

»[Funcionario]: ¿Y fue sencillo?

»Para nada.

»Enfrentarnos con esas cosas era una mala idea, y no lo habríamos siquiera barajado si no hubiésemos estado desesperados. Jorge nos convenció a todos, incluido Amoedo, de que convertir aquella isla en nuestro propio punto seguro era la única opción que teníamos de sobrevivir.

»Levamos anclas al día siguiente y pusimos rumbo a la isla. Según me acercaba y se iba haciendo cada vez más grande en nuestra perspectiva, lo de meternos allí dentro me iba pareciendo peor idea, pero era nuestra única salida, supongo.

»Ons tiene un muelle de piedra bastante grande, y en él se encontraban amarrados seis o siete barcos. A cada lado del muelle se extienden dos enormes playas. En ellas vi al primero… Lo delataron, a lo lejos, su andar cansado y sus movimientos espasmódicos. En el muelle había otros dos, y quizá tres o cuatro en la otra playa.

»Fondeamos a unas decenas de metros de la costa y preparamos todo el material según habíamos planeado. La idea, básicamente, consistía en crear una barricada en el muelle con los múltiples restos de embarcaciones y de aparejos que había. Juan José nos cubriría con su arma mientras tuviese munición; luego nos parapetaríamos detrás de la barricada en espera de que se juntase el mayor número posible de cabrones. En el momento en que no aguantásemos más, prenderíamos la gasolina que previamente habríamos derramado en el suelo, al otro lado de la barricada. El plan era deshacerse del mayor número de fétidos de una sola vez; al resto habría que cazarlos “a mano”.

»[Funcionario]: ¿Y qué fue lo que salió mal?

»¿Qué salió mal? Las cosas en la isla no eran ni mucho menos como nos habíamos imaginado.

»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.

»Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 60 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 1 de abril de 0012.

11.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: ¿Qué sucedió en el muelle?

»Nos acercamos a la punta del muelle en el bote auxiliar.

Amoedo con su “machada” y Juan José con su nueve milímetros fueron los primeros en poner pie en tierra preparándose para recibir a los primeros fétidos.

»Los demás nos afanamos en descargar del bote las latas de gasolina y el material apropiado para la pequeña emboscada que habíamos planeado. Recuerdo que atravesamos en el muelle un par de barcas de madera con pinta de llevar abandonadas en dique seco una buena temporada, remos, aparejos de pesca. Cuando bajé del bote, tenía tanto miedo que, como un autómata, me concentré en la tarea que me había sido asignada. Sin levantar la vista, como quien camina por una cornisa y no quiere fijarse en el vacío a sus pies, yo no quería ver acercarse por aquel pasillo de piedra a un centenar de podridos.

»Pero no ocurrió, no fue eso lo que sucedió…

»Cuando llevaba unos minutos concentrado en levantar la barricada, me di cuenta de que no escuchaba disparos, ni el sonido característico del arrastrar de pies de los podridos, ni sus gemidos ni sus dentelladas. Nada. Levanté la vista para ver al otro lado de la barricada a Juan José y a Amoedo, que seguían preparados para el combate a muerte por su supervivencia, pero los dos podridos, en el otro extremo del muelle, no se acercaban.

»Nos miraban furiosos en la distancia, alargando sus brazos y arañando el aire; gemían con más fuerza que nunca y se retorcían… pero no se acercaban. Nos miramos unos a otros sin saber muy bien qué hacer: nuestro plan se basaba en las ganas de merendarnos que tendrían esos engendros, pero por alguna razón no se dignaban avanzar.

»Jorge, el hijo de Amoedo, se empleaba a fondo conmigo en la construcción de la barricada, cuando, como yo, cayó en la cuenta de que los fétidos no avanzaban. Se dirigió a Juan José y, ungido con la autoridad de ser el ideólogo de la emboscada, ordenó: “Dispara a esos dos”, señalando con el dedo a los que más cerca de nuestra posición estaban. Juan José, obediente, los abatió de un certero disparo en la cabeza.

»Volvimos a esperar… Con el ruido, era seguro que atraeríamos a los de las playas y a otros muchos del interior de la isla. Pero eso no ocurrió.

»Los de las playas estaban lejos, pero se comportaban exactamente igual que los dos recién abatidos: tampoco se acercaban. Mientras los observaba, intentando descifrar el misterio, Jorge salió corriendo.

»Saltó por encima de la barricada, pasando a continuación como un rayo entre Amoedo y Juan José. Siguió corriendo mientras su padre lanzaba un grito ahogado de protesta e intentaba detenerlo. Pero Jorge ya le llevaba mucha ventaja y en pocos segundos recorrió todo la longitud del muelle, hasta que se plantó ante los cadáveres de los dos podridos que acababa de abatir Juan José.

»Al llegar, Jorge se giró sobre sus talones y gritó alertado:

“¡MIERDA, ESTÁN ATADOS!”.

»Los demás nos miramos asombrados: ¿Atados? ¿Cómo era posible? Aún no habíamos salido de nuestro asombro ante lo que acabábamos de escuchar cuando un potente sonido, inconfundiblemente proveniente de un disparo, nos devolvió a la realidad. Movidos por un acto reflejo, todos nos agachamos, todos… excepto Jorge.

»[Funcionario]: ¿Qué le pasó?

»Jorge cayó muerto. El proyectil le entró por la nuca y su boca estalló en una cascada de sangre delante de nuestras narices.

»Amoedo, desesperado, gritaba e intentaba llegar hasta su hijo. Pero desde el interior de la isla seguía lloviendo plomo. Juan José descargó su arma, inútilmente, contra el origen de los disparos. Era evidente que quien estaba haciendo fuego lo hacía con un rifle y desde una distancia considerable.

»Arrastramos como pudimos a Amoedo hasta el bote; los impactos sonaban muy cerca de nosotros. Toño cayó también en la refriega: una bala le atravesó de lado a lado la espalda mientras intentaba recoger las valiosas latas de gasolina.

»Hasta que nos subimos de nuevo al barco aquel hijo de puta no dejó de balearnos.

»Amoedo y su mujer se abrazaron en la cubierta del barco, empapados en lágrimas. Su hijo yacía muerto en el muelle de Ons y no podían ni enterrarlo. Fue duro, muy duro.

»A continuación del muelle sigue un estrecho camino que conduce a la aldea donde vivían la mayoría de los habitantes de la isla. Hay una docena de casas, y era evidente que desde alguna de aquellas ventanas habían hecho fuego contra nosotros.

»[Funcionario]: ¿Quién disparaba?

»No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de lo sucedido. La infección había llegado a la isla pero, gracias a su aislamiento y su escasa población, pudieron controlarla. Luego, en los primeros barcos que llegaron con refugiados, quizá familiares o amigos de poblaciones cercanas, había infectados todavía vivos. Los habitantes de la isla, como método de cuarentena, se limitaron a encadenar a los que llegaban a pesadas losas de piedra. Después, los que no se convertían eran liberados y a los que se convertían los dejaban allí. Imagino que al principio lo hacían porque eran incapaces de acabar con ellos; luego se dieron cuenta de que tener la costa de la isla plagada de podridos era un método excelente para mantener a los demás refugiados alejados. Por eso, corrió la noticia de que la isla estaba infectada.

»Aquellas personas seguramente escucharon lo ocurrido en Tambo, lo que explica su hostilidad ante cualquiera que llegase de tierra firme.

»[Funcionario]: ¿Cómo consiguieron entonces asentarse en la isla?

»Digamos que hubo que convencerlos…

»[Funcionario]: Ok, mañana me lo cuenta… Se nos acabó el tiempo.

»De acuerdo, hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 60 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 2 de abril de 0012.

12.ª Parte

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: ¿Qué ocurrió tras la muerte de Jorge?

»Debo reconocer que cundió el desánimo.

»Aislados, a dos millas de una costa plagada de no muertos, nuestras ya exiguas reservas de combustible y víveres nos obligaron a tomar una decisión desesperada…

»Juan José se reunió conmigo en el velero la noche del tiroteo. Ordené a mis hijos que se acostaran en su camarote para poder hablar tranquilamente con él. Analizamos nuestras posibilidades, conversamos durante horas para llegar a la conclusión de que todo se reducía a una fría ecuación: eran ellos o nosotros. »De madrugada me despedí con un beso de mis hijos mientras dormían y me dispuse a luchar por un lugar seguro para ellos.

»El invierno nos había dado una tregua aquella noche y, fondeada en la desesperación, nuestra pequeña flota se mecía tranquila a cincuenta metros de la isla. Antes de sumergirme, me fijé en el barco de Amoedo: un hilo de luz salía por el ojo de buey del camarote dormitorio. Sé que en otras circunstancias nos habría acompañado sin dudarlo, pero esta vez no.

»Mientras nos acercábamos nadando a la costa, oteamos el muelle y el pueblo intentando descubrir a algún isleño, pero todo estaba aparentemente tranquilo. Subimos por la playa e intentamos acceder al muelle por la parte más cercana a la isla. No había luna, pero se veía lo suficiente como para distinguir en las sombras a los dos engendros en lo alto de las dunas. Sabía que estaban atados, pero, aun así, desenvainé el cuchillo de buceo que, por única arma, colgaba de mi cinturón. Yo subí el primero, y mientras ayudaba a Juan José, pude ver un fogonazo a mi izquierda, luego oí el ruido y después sentí la quemazón en mi hombro y cadera.

»Un muchacho al que no habíamos visto montaba guardia en el muelle detrás de una pila de cajas. Se había puesto nervioso al vernos y nos disparó con una escopeta de caza de cañones superpuestos, un arma muy efectiva a corta distancia, pero se había apresurado. Estábamos demasiado lejos y los perdigones se habían dispersado, a pesar de lo cual me alcanzó con dos. El dolor hizo que soltara a mi compañero, que cayó de nuevo a la arena, y que se despertase en mí una bestia dolorida.

»Me lancé en una carrera homicida hacia aquel crío. En pocos segundos pasaron por mi mente los traumáticos hechos recientes: mi mujer, mis padres, de los que no sabía absolutamente nada, la infección, mis compañeros asesinados, mis hijos… Todo se revolvió en mi cabeza envenenándome la mente.

»Recuerdo la cara de pánico de aquel chaval viéndome correr hacia él con un puñal en la mano, recuerdo cómo intentaba recargar el arma y cómo el temblor de sus manos le impedía acertar a introducir otro cartucho. Cuando estaba a pocos metros, soltó la escopeta y salió corriendo en la dirección contraria. Pero yo llevaba la ventaja de la inercia y le alcancé rápidamente. De un golpe lo tiré al suelo y, casi con el mismo gesto, me dejé caer sobre él sosteniendo el cuchillo con ambas manos. Creo que lo maté en la primera acometida, pues sentí crujir sus costillas cuando hundí el acero en su cuerpo, pero volví a apuñalarlo tres o cuatro veces más.

»Cuando recuperé la razón, estaba empapado en la sangre de un crío de dieciocho años y Juan José se encontraba de pie a mi lado. Jadeante, recogió la escopeta y la canana con los cartuchos. Escuchamos gritos provenientes del interior de la isla y luces de linternas intentaban enfocar el muelle. Juanjo me arrastró hasta debajo de unos aparejos de pesca cercanos al cadáver del chaval donde nos ocultamos.

»Pronto llegaron dos hombres con linternas y una mujer. Uno de ellos portaba un rifle de caza con mira telescópica. Cuando lo vi, supe que había sido el que nos había recibido tan amistosamente el día anterior. Juan José y yo, escondidos a pocos metros, pudimos escuchar sus lamentos y vimos cómo la mujer se arrodillaba abrazando al chaval, llorando y maldiciendo en gallego.

»Sentí cómo la culpa se apoderaba de mi mente; apenas pude aguantar la tensión del momento, pero Juan José, dándose cuenta, me agarró de los hombros con una firmeza reconfortante y me dijo al oído: “Espera”. Y esperamos… unos minutos, pero nadie más se acercó al muelle, sólo ellos tres, con sus maldiciones y gritos. El hombre del rifle, en un arrebato de ira, gritó “¡FILLOS DE PUTA!” elevando a continuación su arma y abriendo fuego contra los barcos.

»En ese momento me quedé petrificado por la posibilidad de que aquel disparo errático hubiese acabado con la vida de alguno de mis hijos, pero Juan José no. Aprovechó la circunstancia de que el rifle era de acerrojamiento manual y, mientras el tipo recargaba su arma, salió de su escondite con la escopeta por delante. Los tres se quedaron estupefactos: tenían todo el aspecto de estar preguntándose a sí mismos cómo podían haber sido tan estúpidos como para dejarse atrapar así.

»Pero Juan José no tenía pensado hacer prisioneros, así que, sin mediar palabra, disparó primero contra el del rifle y luego, implacable, ejecutó al otro. La mujer gritaba mientras Juanjo la miraba fríamente y extraía de la canana otros dos cartuchos. No sé si mi compañero habría abierto fuego también contra ella… no tuve tiempo de comprobarlo, pues aquella pobre mujer se arrojó al mar para no salir nunca más.

»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.

»Hasta mañana».

Que se da por concluida esta comparecencia 69 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 3 de abril de 0012.

Epílogo

Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628.

[Se transcribe]:

«[Funcionario]: Me ha contado el “incidente” con aquellos isleños. ¿Qué ocurrió con el resto de los habitantes?

»Las cosas, como le dije, no eran, ni mucho menos, como nos habíamos imaginado.

»Muchos de los que habitaban Ons al principio de la infección la habían abandonado por diversos motivos. Algunos, en busca de familiares; otros prefirieron alojarse en el punto seguro de Vigo. Los que quedaban, en total unos veinte habitantes, estaban enfrentados entre sí. La escasez de recursos había hecho mella en la buena convivencia. Y según nos contaron posteriormente, el que nos disparó con el rifle era el dueño del mejor negocio de hostelería de la aldea. Junto con su hermano, su mujer y su hijo, se había impuesto por la fuerza a los demás habitantes. Poseían el único generador de electricidad y sólo lo compartían a cambio de abusivas prebendas. De ahí su interés en que nadie más se uniese a la comunidad, a la que ya tenían controlada… En fin, digamos que no se molestaron demasiado cuando descubrieron lo que habíamos hecho con sus vecinos.

»Ocupamos algunas de las casas vacías y nos esforzamos en mantener una buena relación con los demás habitantes. A pesar de eso, a todos nos costó mucho adaptarnos a la vida en la isla. A la alegría por sentirnos por fin a salvo de la infección le siguió el desánimo: sabíamos que no podríamos salir de allí en mucho, mucho tiempo.

»[Funcionario]: ¿Cómo subsistieron estos años?

»Creamos, entre todos, una pequeña comunidad bastante bien abastecida dadas las circunstancias. Nos adaptamos como pudimos a la vida en Ons. Pronto se repartieron los roles según las aptitudes de cada uno: unos obtenían comida de las aves marinas y de sus huevos; otros prepararon pequeños huertos, y casi todos explotábamos la abundante pesca. El agua dulce no fue un problema, gracias a las frecuentes lluvias y a que la isla cuenta con abundantes acuíferos y pozos.

»Supongo que no han sido tiempos cómodos para ningún superviviente, pero nos las arreglamos para aguantar estos doce años.

»[Funcionario]: ¿Han tenido contacto con otros supervivientes?

»En los meses posteriores, algunos barcos pasaron cerca de las islas. La mayoría siguieron su camino; otros, al ver signos de supervivientes, pararon unos días. Pero siguieron su rumbo hacia el sur en busca de su propio lugar seguro.

»Recuerdo que aproximadamente un año después, una mañana escuchamos a lo lejos el sonido inconfundible de un helicóptero. Nos reunimos todos los vecinos muy excitados, saltando y haciendo señas al aparato. Venía del interior de la ría de Vigo y creo que ni nos vio. De su panza colgaba un red con muchos bidones de combustible, y fue tanta la decepción cuando se fue como la alegría que sentimos cuando lo escuchamos.

»Descubrimos meses después que en el archipiélago de Cíes, muy cercano a nuestra isla, había también supervivientes y establecimos relaciones con ellos. Nos contaron lo ocurrido en Vigo, cómo se había convertido en una ratonera para los que habían acudido al punto seguro. La mayoría de ellos habían escapado de la infección en los primeros días, al igual que nosotros. Creo que los puntos seguros se convirtieron en inmensos restaurantes para los podridos.

»Nos ayudamos mutuamente en multitud de ocasiones y, cuando reunimos el valor suficiente, juntos, organizamos expediciones a la costa. Necesitábamos materiales, medicinas y combustibles. Muchos murieron en aquellas expediciones, tan arriesgadas como necesarias… entre ellos, mi hijo Enrique.

»[Funcionario]: ¿Cómo fue su rescate?

»Hace cinco meses vimos al primer barco con la nueva bandera, una bandera desconocida para nosotros. Pero sus tripulantes nos explicaron que era la bandera del nuevo gobierno y nos contaron cómo se había vencido a la infección. Nos informaron de que la población mundial había quedado reducida a unos escasos cientos de miles de habitantes, pero que todavía quedaba esperanza.

»Supimos que los años que estuvimos aislados en la isla fueron tiempos de lucha sin cuartel contra los podridos. Que no quedaba ninguno de los países que conocíamos, pero que la humanidad había vencido y, poco a poco, se estaba reconstruyendo una nueva sociedad.

»Nos hablaron de que su misión era buscar supervivientes. Sé que han encontrado gente en los lugares más insospechados que relata las historias más escalofriantes. Historias que hacen que dé gracias a Dios por haber tenido la idea de irme a un barco con lo que quedaba de mi familia. Que dé gracias a Dios por llegar a Ons, mi hogar, donde hoy mis nietos pueden corretear por sus playas y adonde volveré para vivir hasta el fin de mis días.

»Pero antes, he venido a la nueva capital, como representante de nuestro grupo de supervivientes, para dejar testimonio de nuestro periplo, para que las futuras generaciones sepan cómo conseguimos sobrevivir y cómo… empezamos a vivir…

»[Funcionario]: Muy bien. Creo que esto es todo, pronto podrá regresar a su hogar. Su declaración nos ha sido de mucha ayuda. Gracias por su colaboración.

Conste y certifico.

En Tenerife, a 4 de abril de 0012.