FRAGMENTOS DE NUESTRA MUERTE

Santiago Eximeno

Para todos aquellos que no han vuelto.

¿A que estais esperando?

Génesis

Aunque resulta imposible señalar con precisión el instante exacto en que todo comenzó, hemos aceptado la fecha del 23 de mayo de 2016 como el Día de Difuntos. A partir de ese día, todas las mujeres, por remoto que fuera su lugar de residencia, por inusual que fuera su condición, dieron a luz a niños muertos.

Todas las mujeres sin excepción.

En todos los lugares del mundo.

A partir de ese día todos los partos que tuvieron lugar trajeron un cadáver consigo. Ninguno de los bebés sobrevivió. Partos naturales, partos programados, partos vaginales, cesáreas. Todos ellos condenaron a los recién nacidos a una muerte prematura, inesperada. Los hospitales se convirtieron en tanatorios; los tanatorios, en centros de acogida.

El 23 de mayo de 2016 la muerte se enseñoreó del mundo y acabó con cualquier atisbo de esperanza que la humanidad pudiera albergar.

El 23 de mayo de 2016 fue el día que comenzó el fin del mundo. Trescientos sesenta y cinco días después, terminó.

365

Éramos primerizos, nuestro primer hijo. Habíamos estado la semana anterior en el hospital por una falsa alarma. Mi mujer se despertó por la noche y me susurró al oído que la hora había llegado. Sonreía. Cuando se levantó, las sábanas estaban empapadas. Yo creía —ella también— que había roto aguas. Nos vestimos con calma, recogimos todo lo necesario y bajamos hasta la entrada del edificio. Fui a buscar el coche. Era de noche, una noche en la que hacía frío, inusual para la época del año en que nos encontrábamos. Cuando llegué hasta el coche, aparcado a un par de manzanas de nuestra casa, me di cuenta de que me había olvidado las llaves. Volví a por ellas corriendo, riéndome a carcajadas, incapaz de controlar mis nervios. Laura me sacó la lengua al llegar al portal. El llavero tintineaba en su mano derecha, colgando entre sus dedos como uno de esos cacharros que suenan con el aire. La besé y cogí las llaves.

Tardamos menos de quince minutos en llegar al hospital. Una enfermera, toda sonrisas, nos acompañó hasta la que sería nuestra habitación. Mi mujer se tumbó en la cama, esperó. El sudor brillaba en su frente. Vino un médico, rostro serio, manos temblorosas. Nos dijo que todo iría bien. Que no nos preocupáramos. Esa frase tuvo el efecto contrario. Salí del cuarto cuando entró la matrona. Necesitaba beber algo. Junto a la máquina de refrescos, un hombre lloraba. «Muerto —me dijo—, ha nacido muerto.» Después se dejó caer en una silla de plástico, el rostro oculto entre las manos. Se me revolvió el estómago y volví al cuarto. La matrona vio mi rostro, trató de tranquilizarme. «Todo va a ir bien —dijo—, no pasa nada, es sólo que…» Dejó la frase sin terminar. El médico me dijo que sería una cesárea, que debía esperar fuera del quirófano.

Le pregunté si algo iba mal.

No me contestó.

La niña iba a llamarse Asia. Nació muerta. Entonces no sabíamos nada, después vimos las noticias. Todos los niños nacían muertos. Entonces no sabíamos nada, sólo que habíamos perdido a nuestra hija. Habíamos perdido nuestra esperanza, nuestras ganas de vivir.

Habíamos perdido todo lo que teníamos.

361

No creo que nadie pensara que sería tan fácil situar el día, el instante preciso, en el que comenzó el fin del mundo. No creo que nadie supiera, ese día, que el fin del mundo había comenzado. Viéndolo con perspectiva, me resulta difícil recordar qué es lo que estaba haciendo exactamente. Sé que aquel lejano día de mayo, hace ya tantos y tantos años, fuimos a visitar a mi abuela al hospital. Había llevado una vida feliz, rodeada de sus hijos, de sus nietos. Con el paso de los años, había engordado, tanto, que le resultaba imposible comer sin dejar caer algo —un trozo de pescado, unas gotas de salsa— en el largo camino que debía recorrer el cubierto de la mesa a su boca. Siempre sonreía con condescendencia cuando hacíamos referencia a su peso, cuando nos preocupábamos por ella. Había criado a sus hijos, e incluso a uno de sus nietos, y ya no sentía miedo por su vida. Todo estaba hecho. Su marido, mi abuelo, la cogía de la mano en los restaurantes y, con delicadeza, limpiaba las manchas inesperadas que se formaban en sus vestidos de flores. Siempre vestidos de flores, amplios, que le resultaran cómodos, que le quedaran bien. De pequeño mi abuela era para mí como un enorme peluche en forma de barril, enorme y cariñoso, adorable. Una mujer activa a pesar de su peso, maquillada lo suficiente para resultar atractiva pese a su edad, elegante y a la vez cercana y amable.

Tenía cáncer.

A pesar de ello, se esforzaba por parecer alegre. Sonreía, cogía nuestras manos, hablaba en susurros mientras el cáncer devoraba sus pulmones. Los médicos nos dijeron que la mantenían sedada con morfina, que no pasaría de aquella semana.

Fuimos fuertes: cuando la vida nos la arrebató, no lloramos.

La enterramos junto a su marido, tal y como nos había dicho.

Después el mundo entero se fue al infierno, llevándose por delante todo aquello en lo que habíamos creído.

Vimos a mi abuela un mes después, tambaleándose, caminando desnuda por las calles. Ya no era ella, claro, era una de esas cosas.

Sin embargo, cuando la vimos morir por segunda vez, sí lloramos.

346

Pobrecito, tan frágil, tan desamparado, tan hermoso y tan triste. Papá podrá decir lo que quiera, mi niño, podrá gritar y enfadarse como a veces se enfada, papá podrá decir lo que quiera, hijo mío, pero yo sé que aquí estarás bien. Aquí es donde tienes que estar, con tus padres, no en ese hospital blanco, frío, en ese hospital donde nadie te cuidaba. Te dejaban allí, junto a los otros, apilados como un montón de juguetes olvidados.

Aquí en casa estarás bien.

Esos niños estaban muertos, hijo mío. Tú no lo estás. Sé que no lo estás. Mírate, tumbado en la cuna boca abajo, con tu precioso pijama azul con dibujos de barcos y mares. ¿Cómo podrías estar muerto, hijo mío? Están locos los que dicen eso. Están locos, mienten. O están equivocados, como papá. «Ofuscado» suele decir él cuando alguien es incapaz de ver la verdad aunque las evidencias frente a él se lo griten a la cara. Papá está ofuscado y tú estás vivo.

Vivo.

Por eso agitas tus manitas en la cuna, por eso abres la boca y sé que quieres decir «mamá», pero no puedes porque todavía no sabes decir «mamá». Ni «papá». Pero papá no está aquí para oírte, mi niño. Y sé que te gusta que te acaricie la espalda, y lo hago, y te miro y te das la vuelta y abres la boca. Y susurras y dices algo y no te entiendo, mi niño. Y te paso la mano por la cara, por los ojos.

Estoy llorando, ¿no es triste? Y papá no ha vuelto. Dice que ha leído cosas en la red, que hablan de una plaga, de bebés gateando por las calles, de sangre, de niños que han muerto y han resucitado. Yo no entiendo nada de eso. Si fuese cierto, ¿no haría algo el gobierno? Todo eso me asusta, mi niño, me da miedo pensar que tú podrías, que tú harías… Pero no, tú no harías nada de eso.

Entonces me muerdes.

Duele, y ahogo un grito.

Pero no me enfado.

Porque estás vivo.

340

Sangre, eso es lo que recuerdo. Sangre por todas partes. Cuando trabajas en un hospital, estás acostumbrada a la sangre, pero no de esa forma, no. No de esa manera. Con todos aquellos pequeños cuerpos en fila, empapados en su propia sangre. Llevábamos horas allí, y cada nacimiento era una orgía de llanto y dolor, y todas estábamos nerviosas, sentíamos pánico, no comprendíamos qué coño tenía Dios en la cabeza para permitir que ocurriera algo así.

Una de las chicas nuevas, de las jóvenes, con mucho maquillaje y piernas largas, lloraba acurrucada en una esquina. Tenía los dedos enredados en el pelo, como si pretendiera arrancárselo a puñados. Manchas rojas recorrían de arriba abajo su uniforme blanco, la piel de sus brazos desnudos, su rostro. De vez en cuando dejaba de llorar y, entre jadeos, decía cosas a las que nadie prestaba atención. Bastante ocupadas estábamos las demás, colocando los cuerpos sobre las cunas, tratando de limpiarlos con toallitas como si aquellos jodidos bebés estuvieran todavía vivos. Los doctores se movían como autómatas por los pasillos, hablando con los padres, sonriendo, agitando los brazos como títeres en manos de un ciego. Las madres gritaban, los padres amenazaban. Sentían la necesidad de comprender lo que había ocurrido, y, como no podíamos explicarlo, nos culpaban.

No me importaba.

Lo único importante era la sangre, la sangre que empapaba el cuerpo de los niños, mis manos, mi ropa. Algunas enfermeras hablaban por el móvil, imagino que con sus padres o con sus novios o vete a saber con quién. Todas gritaban, como si la distancia que les separara de ellos sólo pudiera ser salvada por un arrebato de histeria. No las culpaba, todo aquello era una locura. En ese momento, claro, no sabíamos nada. Habíamos oído rumores, y teníamos nuestra ración de cadáveres, pero no sabíamos nada. Después ya tendríamos tiempo de hundirnos, de llorar, de rezar.

Entonces lo único que podíamos hacer era limpiar esos cuerpos y ordenarlos en fila, a la espera de que pudiéramos encargarnos de ellos tras el papeleo.

286

Le dije a Balbina que lo mejor sería tenerlo en casa, encerrado en su cuarto. No quería oír nada de lo que decía la televisión, así que la desenchufé. Balbina volvió a enchufarla una tarde después de comer, así que fui en busca de un palo y golpeé la pantalla varias veces con todas mis fuerzas, ignorando sus gritos, hasta que estuve seguro de que nunca volvería a funcionar. Los vecinos se acercaron hasta nuestra casa para hablarnos de nuestro hijo, pero no les abrí la puerta. Gritaron por las ventanas que nos denunciarían, que llamarían a la policía o al ejército para que entraran en casa por la fuerza. Balbina lloraba en la cocina; yo me limité a cargar la escopeta y lanzar dos tiros al aire. Para amedrentarlos nada más; no quería hacer daño a nadie.

Mi hijo daba golpes a la puerta, a las paredes. Gruñía como un animal rabioso, gemía. Creo que lo que me ponía los pelos de punta eran los gemidos. Busqué el berbiquí e hice un agujero en la puerta para poder verle. Tenía la piel gris, los ojos blancos. Estaba desnudo. Como si fuera un bebé, trataba de introducir los dedos de sus pies en la boca. Vi la sangre, las heridas. Ya se había comido al menos tres.

Balbina me suplicó que entrara y le disparara.

No pude.

Era mi hijo.

Una noche, desesperado, abrí la puerta y me senté en las escaleras a esperar. No tardó mucho en salir. Creí que se abalanzaría sobre mí sin más. Ni siquiera había cogido la escopeta.

No lo hizo.

Gimiendo, descomponiéndose a cada paso, entró en nuestro dormitorio y se abalanzó sobre Balbina.

Siempre había querido más a su madre.

283

La multitud espera en silencio frente a las puertas del cine. Los cuerpos se rozan, se golpean con cada movimiento, y ocasionales gemidos recorren el gentío, convertido en una masa sin nombre que ansía entrar en el edificio.

Dentro, sentado en una de las butacas centrales de la sala, disfrutando de la que probablemente será mi última cesta de palomitas, espero. Han llegado tantos hasta aquí, atraídos por los recuerdos, por los buenos momentos, que me resisto a abrir las puertas y acabar con la magia del momento. Sólo un poco más, me digo, sólo unos minutos más de soledad frente a la gran pantalla, esa gran sábana blanca que, expectante, aguarda a que comience la proyección.

Termino las palomitas y, de camino a la sala de proyección, dejo caer la cesta en una de las papeleras del pasillo. Todo está en silencio. Así ha sido desde que ocurrió, desde que ese final que tantos habían anticipado llegó. Soy de los pocos que han resistido, parapetado entre carteles y nostalgias, convencido de que antes o después proyectaría por última vez una película.

En la sala de proyección hace calor. Coloco el primer rollo, lo dejo todo preparado. La película, una de esas lacrimógenas, comenzará en unos minutos.

Ha llegado la hora de abrir la puerta.

¿Cómo ha terminado todo así? No puedo entender que nadie detuviera a tiempo esta plaga, esta barbarie. En cualquier caso, ya es tarde.

Los veo agolpados contra las puertas de cristal, gimiendo, arañando, suplicando. Quieren entrar, quieren ver la película.

O quizá no.

Quizá estas criaturas muertas, estos seres grises sin alma que antes fueron seres humanos, sólo quieran devorar mi cerebro.

243

Los llevábamos al circo. Sí, de verdad, al circo. Recuerdo grandes jaulas, de brillantes barrotes de acero, y dentro de ellas media docena de esas cosas, babeando y gimiendo. Sus brazos surgían entre los barrotes como malas hierbas, nadie tenía valor para acercarse a ellos. Tendríamos que haberlo comprendido entonces, saber que no sería posible controlarlos, pero no nos preocupamos. Eran una atracción de feria, nada más. La policía entraba en el recinto, se llevaba su parte y no decía nada. Absolutamente nada. ¿Por qué iban a hacerlo? Al fin y al cabo, estaban muertos, y ningún familiar había reclamado su cadáver.

Sí, eran peligrosos.

Sabías que si te mordían, la herida se infectaría y, sin remedio, al cabo de unos días estarías dentro de la jaula. Pero qué coño, los leones también eran peligrosos. Un chico joven, uno de los que se disfrazaba de payaso, un día se acercó demasiado a la jaula y perdió un dedo. Así de simple, de un bocado se lo arrancaron. Recuerdo a esas cosas peleándose por el dedo. Señor, qué patético. Lloró como sólo pueden llorar los payasos mientras la gente gritaba y aplaudía y también lloraba.

Sí, al final terminó en la jaula. Esperamos al final de la función e, ignorando sus gritos, le atamos a la cama y nos quedamos allí para asistir al cambio. Qué coño, se había dedicado en cuerpo y alma al circo, no podíamos matarlo sin más. Así que terminó con ellos, tan contento.

219

Digas lo que digas, es mi padre y no me marcharé sin él. No podría abandonarle. Anoche el niño y yo bajamos al sótano, pertrechados con dos palas y una cuerda. Logramos reducirle. Fue una noche larga, lo sabes, lo sé. Esos aullidos, tan extraños y a la vez tan cercanos, tan familiares. Y el olor, ese tufo insoportable que nos obligó a detenernos varias veces, controlando a duras penas las arcadas. Lo atamos a la mesa con cuerdas, ganchos y cadenas y procedimos tal y como habíamos hablado. Oí tus gritos desde el cuarto en el que te habíamos encerrado. Ya te dije que lo haríamos, quisieras o no. Lo primero que hicimos fue amputarle las piernas, después los brazos. No se nos ocurrió nada mejor. Cauterizamos las heridas con alcohol, con fuego. No me pregunte de dónde lo sacamos. En cualquier caso, poco importa, ya sabes que la sangre de estas cosas apenas fluye. Se apelmaza en las heridas, negra y caliente como los restos de una llanta quemada. Esta misma mañana lo hemos colocado en la carretilla. Ha tratado de mordernos un par de veces, pero ya no nos da miedo, sólo un poco de respeto. Era mi padre. Es mi padre. Ya podemos llevarle con nosotros, todo está arreglado. Cariño, mañana subiremos a por ti.

215

Nos sentábamos en la playa a observarlos. Desde la distancia, parecían restos de un naufragio, flotando a la deriva, deslizándose sobre las olas sin rumbo fijo. María Jesús traía siempre unos prismáticos, y los tres nos turnábamos para verlos, allí tumbados, olvidados por todos. Con nosotros bajaba Puck, nuestro perro. Correteaba por la playa, hundiendo el hocico en la arena, ladrando. Ellos, ajenos a todo lo que no fuera el mar, ni siquiera volvían la cabeza. Sabíamos que, de alguna forma, estaban vivos, pues a veces la marea arrastraba a uno de ellos hasta la arena. Entonces, torpemente, se alzaba y caminaba en dirección a nosotros, o a otro grupo que estuviera más próximo. Las chicas chillaban y corrían, nosotros nos limitábamos a caminar hacia él con nuestros palos, con nuestras navajas, y le golpeábamos hasta que caía al suelo. Después hundíamos el arpón en su cabeza, como decía la radio.

Eso era al principio, claro.

Después empezaron a llegar a docenas, centenares de cuerpos grises, hambrientos, empapados, caminando por la arena. Los soldados apostados en el paseo marítimo disparaban y disparaban y disparaban. Nosotros esperábamos al otro lado del paseo, abrazados, temblando, sabedores de que, antes o después, las municiones se acabarían y aquellos inmigrantes que eran sus propias pateras se apoderarían de nosotros.

206

Fui uno de los primeros voluntarios.

Vinieron los soldados a nuestras casas, armados, furiosos. Reclutamiento forzoso. Cuando me vieron cojeando, me tomaron por los brazos y me arrastraron al exterior. Mi madre gritó, pero no le hicieron caso. Me subieron en un camión junto a otros chicos, la mayoría de mi pueblo, y nos llevaron al campo de concentración. Lo habían levantado en mitad del campo, una endeble estructura de metal rodeada de vallas coronadas por largas tiras enrolladas de alambre de espino. En el interior se hacinaban los cuerpos de esas cosas. La mayoría, tumbados boca abajo, sólo un puñado en pie, sus dedos engarfiados alrededor del alambre. Nos miraron con sus ojos vacíos, gimieron.

«Vuestro objetivo es vigilarlos», nos dijeron. «Vuestro objetivo es no permitir que salgan al exterior», nos dijeron. Nos dieron armas, nos apostamos junto a las vallas y esperamos. De vez en cuando alguno de los chicos disparaba al interior de la jaula. Los soldados nunca nos recriminaban por ello. Cada día llegaba un camión con más de esas cosas. Las llevaban al interior del campo de concentración y las dejaban allí, mirando al vacío, esperando. Nunca me pregunté por qué no les disparaban.

Nunca, hasta que trajeron a mi madre.

205

Me han dejado atrás, me han abandonado. ¿Por qué lo han hecho? Creían que sería una carga para ellos. Yo, que supe guiarles en la noche hacia lugares seguros. Yo, que nunca les dije que se detuvieran, a pesar de que no podía seguir sus pasos.

Me han dejado aquí sentado, en la primera fila, porque soy ciego. En el interior de este cine abandonado huele a rancio, a podrido. Lidia me ha dicho que volverían a buscarme, que aquí estaría seguro.

Mentía.

Han pasado ya varias horas, no podría decir cuántas, y no han vuelto. Me dejaron en la butaca de al lado mi bastón y una bolsa con un bocadillo y un poco de agua. Comí y bebí hace ya mucho tiempo.

Me pregunto cuál sería la última película que proyectaron aquí.

Oigo ruidos algunas filas más atrás, un gemido apagado. Gruñidos. ¿Cuántos habrán venido? Me incorporo, dispuesto a enfrentarme a ellos, empuñando mi bastón como un estoque.

Soy ciego, pero puedo oír sus gargantas corrompidas, sus pasos temblorosos. Puedo olerlos.

Mezclado con el hedor de la muerte, descubro el perfume de Lidia. Siento entonces sus manos, frías, hambrientas, sobre mi rostro y comprendo que, al fin y al cabo, no me habían mentido.

189

Mamá nos dijo que no fuésemos al colegio. A mi hermana le pareció bien, a mí también. No nos gusta ir al colegio, nos gusta más jugar con nuestros amigos. Mamá nos dijo que no podíamos bajar al parque, que nos teníamos que quedar en casa. Los tres. Mi hermana y yo estuvimos jugando a las carreras, pero mamá nos dijo que nos calláramos, que no hiciéramos ruido. Mamá se encerró en su cuarto y estuvo escuchando la radio un buen rato. Nosotros encendimos la televisión, pero no funcionaba. Todos los canales tenían una imagen fija con un símbolo raro, pero no había sonido. Mamá se enfadó cuando vio la televisión encendida, me dio un azote por ser el mayor. Lloré. Mamá llamó por teléfono, habló con alguien, preguntó por papá. Llamaron a la puerta. Mamá gritaba al teléfono, no oyó la puerta. Mi hermana también lloraba. Yo fui a abrir la puerta. Era papá. Tenía la cara gris, estaba manchado por todas partes, olía mal. Mamá gritó, dejó caer el teléfono al suelo, se tapó la boca con las manos. Yo dije «hola, papá». Él no dijo nada.

188

Cuando queríamos asustar a los niños, los llevábamos al autobús.

Los niños no entendían de miedos y peligros, para ellos todo era una aventura. Nos veían como padres severos, se sentían incomprendidos. Incapaces de controlarlos, los cogíamos de la mano y los llevábamos al autobús. Al principio se reían y se burlaban. «¿A quién le tocará?», gritaban. «¿Quién bailará con el gris?», decían. Al llegar, siempre callaban, temerosos de ser ellos los escogidos para el escarmiento.

Siempre elegíamos al más inocente. Debíamos mostrarnos inflexibles, debíamos enseñarles. Abríamos la puerta trasera del autobús y lanzábamos al niño, una masa temblorosa de llantos y aullidos, al interior, donde esperaba el gris. A través de las ventanas le veíamos correr, luchar. Todo en vano. El gris siempre lo atrapaba y, con parsimonia, hundía sus dientes ansiosos en la carne.

Esperábamos a que lo soltara y se echara a un lado para entrar a por el niño. Con cuidado, lo atábamos al poste que habíamos levantado junto al autobús y esperábamos. No solía tardar más de dos días. Así los demás veían lo que les ocurriría. Así aprenderían a temer al gris.

185

Ahora las salas están cerradas, los pasillos vacíos, las ventanas cegadas, las luces apagadas. Ahora nadie admira las obras de arte que cuelgan de las paredes, recuerdos de otros tiempos, de otras vidas. Recuerdo la multitud ordenada frente a la entrada, las aglomeraciones ante los cuadros más relevantes. Gente empujando, sudando, gimiendo, luchando en un inquietante silencio por obtener el mejor lugar para contemplar la obra.

Ahora, en el interior del museo, sólo quedo yo. Vago por las salas, por los pasillos, en la oscuridad, acostumbrados mis ojos tras tanto tiempo a una vida en la penumbra. Acaricio con dedos temblorosos los óleos, acerco mi rostro a la tela y aspiro su aroma. Hoy se han terminado mis provisiones. Las incursiones en el restaurante, en las máquinas de refrescos de las diferentes plantas, han llegado a su fin. He resistido más de lo que creía, pero ya sabía que mi esperanza tenía fecha de caducidad.

Ellos se agolpan en la entrada, gimiendo, gruñendo.

Voy a abrir las puertas sólo una vez más, para sentir de nuevo la belleza de la multitud cruzando el umbral.

184

Trabajábamos en un hospital. No había maternidad, por lo que no tuvimos que sufrir lo más horrible, los niños muertos. Trabajábamos día y noche, atendiendo a todos los enfermos que nos llegaban. No sabíamos que existía riesgo de contagio, nadie lo sabía. «Riesgo de contagio», maldito eufemismo. Si una de esas cosas grises y malolientes te mordía, estabas perdido. Supongo que cuando todo se derrumbó, cuando la policía disparaba antes de preguntar y el ejército invadía las calles con los tanques, nosotros también nos derrumbamos. Todos. Médicos, enfermeras, auxiliares, celadores. Ninguno fue capaz de mantener la cordura cuando esas… cosas se abalanzaron sobre nosotros. Es fácil juzgar lo que hicimos desde la distancia, parapetados en edificios oscuros tras las armas de los ejércitos. En aquel momento estábamos solos, y necesitábamos tiempo para huir, para pensar.

Por eso utilizamos a los enfermos, a los ancianos, a los niños. Los atamos a sus camas y los lanzamos contra las cosas. Mientras se entretenían con ellos, mientras mordían y ellos gritaban y aullaban y esas cosas les arrancaban los miembros, mientras hacían todo aquello, nosotros logramos huir.

181

La niña era ciega.

Cuando entramos en la casa, lo primero que vimos fue a uno de los grises, sentado en el salón, frente al televisor. Había logrado encenderlo, o quizá ya lo estaba antes de que llegara. Aquí todavía llegaba la electricidad, y la estática brillaba en el rostro del gris, haciendo que sus ojos blancos simularan tener vida. Aquella cosa sin vida sostenía entre sus manos un pie, y lo mordisqueaba con cierto deleite. Le disparamos varias veces, cinco o seis, a la cabeza.

Después vimos a la niña. Se había escondido en un armario, en su cuarto. Luis estuvo a punto de dispararle cuando abrimos la puerta y se nos echó encima. Lloraba. Hablaba. Estaba viva. Y era ciega.

No lográbamos calmarla, no paraba de llorar. Me enfadé, grité. Creo que llegué a abofetearla. Fue entonces cuando vi las marcas, a la altura de la clavícula. Le faltaba un trozo de piel, de músculo. Un mordisco horrible.

Yo no tuve estómago para hacer lo que había que hacer, así que volví al salón y dejé que Luis lo hiciera.

180

Sentado en el sofá, sostengo entre mis brazos el cadáver dormido del bebé.

¿Quién podría imaginar que algo así sucedería algún día? Miro el cuerpo marchito, los ojos cerrados, la boca entreabierta, jadeante. Dormido, muerto. Apenas unos días antes, era una criatura sonrosada, alegre, agitando las manos y balbuceando en su dialecto incomprensible, solicitando nuestro amor incondicional. Y ahora…

Llevo más de seis horas aquí, en este cuarto, sentado en el sofá, sosteniendo al bebé entre mis brazos. A los pies del sofá, sobre la alfombra, descansa el cuerpo de mi mujer. De su tráquea desgarrada ya no brota sangre. Alrededor de la herida que los pequeños dientes del bebé han abierto en la carne, la piel se ha replegado y ha adquirido un tono negruzco, desagradable. El bebé se agita entre mis brazos, inquieto. Yo susurro una canción de cuna, le mezo entre mis brazos una vez más. Dormido, muerto. No quiero que despierte, no quiero hacerle daño. No quiero que me haga daño.

En el suelo, el cuerpo mutilado de mi mujer gime, trata de incorporarse.

Despierta.

Muerta.

171

Hace calor en el interior del coche. He intentado encender el aire acondicionado, pero hace horas que se acabó la gasolina. Bebo un trago de la botella de agua. Está caliente, pero aplaca en parte el ardor que desde hace horas se agarra a mi garganta. El coche se tambalea cuando abro la guantera. Dentro guardo una Biblia. «Por si acaso —le dije a mi mujer—. Por si algo sale mal.» Los ojos de ella, sin vida, me miran desde el asiento de atrás. El coche se agita, se mueve como una bestia dormida que despertara de su letargo. Miro a mi mujer, abro el libro. Lo cierro. No logro encontrar consuelo en sus palabras. Debería abrir la puerta del coche, salir; huir de esta pesadilla.

No llegaría muy lejos.

Medio centenar de esas cosas me esperan, zarandeando el vehículo, pegando sus rostros mutilados contra el cristal del parabrisas, de las ventanillas.

No, esperaré hasta que el olor sea insoportable.

Mi mujer está muerta.

Dentro del coche hace un calor insoportable.

170

Al principio fue el caos, después vino la muerte.

Bebíamos la información que destilaban las cadenas de televisión: imágenes desenfocadas rodadas cámara en mano, panorámicas de los refugiados corriendo por las calles tomadas desde helicópteros militares, hombres armados hasta los dientes custodiando el acceso a puentes, a ciudades. Gritos, gemidos, disparos, incendios, chillidos, muerte. Y sangre, sangre por todas pares. No apartábamos la vista del televisor, conscientes de que las batallas que se libraban contra los grises en las calles, en los campos, pronto se extenderían y llegarían a nuestras casas. Saqueamos tiendas y mercados buscando provisiones para enfrentarnos al futuro gris que nos esperaba. Conseguimos armas poco tiempo después de que las televisiones enmudecieran, de que nuestro único amarre con una sociedad que se desintegraba fuera la radio. Parapetados en nuestros hogares, disparamos a otros que, como nosotros, buscaban un refugio donde ocultarse. Luchamos por defender lo que considerábamos nuestro, y lo hicimos sin piedad. Cuando llegaron los muertos —cientos, miles de ellos—, lo único que queríamos era terminar.

154

Ayer vi, recortada contra el cielo azul, la diminuta silueta de un avión. Me pregunto adónde se dirigirán, y cuánto combustible les quedará. Uno de los hombres que me acompaña lo interpreta como una señal de esperanza. Yo no soy tan optimista, lo considero algo anecdótico. Imagino que habrá barcos que no atraquen en ningún puerto, islas perdidas en el océano, alejadas de toda civilización, donde puedan refugiarse algunos supervivientes. Sí, es cierto, todavía no hemos perdido esta guerra, pero yo soy de los que creen que no queda esperanza, que sólo es cuestión de tiempo que los muertos erradiquen la vida. Me pregunto si, en el fondo, esto no es un final, sino ese nuevo principio que las religiones prometían. Un principio gris, anónimo, con olor a podredumbre. Un principio silencioso, sí, pero un principio al fin y al cabo. Me pregunto de qué se alimentarán cuando todos nosotros hayamos muerto.

143

Nadie recordó cerrar las puertas. Enclavadas en los muros de hormigón, permanecen abiertas, bocas hambrientas esperando con ansia ser alimentadas. Ellos cruzan el umbral, uno a uno, en grupo, golpeando sus cuerpos marchitos contra las paredes, entre ellos. En el suelo el rastro de podredumbre de su paso se extiende como un río desbordado. Gimen, gruñen, agitan espasmódicamente sus brazos mientras buscan un lugar para descansar. Moviéndose con torpeza entre las interminables filas de sillas rojas y azules, alzan la mirada de ojos blancos al cielo nocturno, quizá buscando la luz de unos focos por siempre apagados, quizá buscando la imagen del marcador electrónico.

En el estadio abandonado, los muertos caminan entre las localidades. Mientras, abajo, en el campo, una docena de ellos vaga de una portería a otra, ignorantes de un público hambriento que hace mucho tiempo perdió el interés por ellos.

136

Avanzamos por la carretera que se interna entre los campos de cultivo mirando a un lado y a otro a cada paso. Llevamos con nosotros dos pequeños carros de madera; en ellos hemos acumulado, entre la comida y las armas, nuestros últimos recuerdos.

Formamos el grupo tres hombres y una mujer.

Ella camina dos pasos por delante.

Es sorda.

De vez en cuando, vemos una de esas cosas —gris, desmoronándose— sentada en el arcén, esperando. Se incorpora al vernos llegar, hambrienta. Damos gracias porque no vaya en grupo y nos limitamos a golpear su cabeza con palos y piedras. Golpeamos y golpeamos y golpeamos, sin importarnos qué era antes de convertirse en eso, sin preocuparnos por nada. Golpeamos hasta que, por fin, deja de gemir.

Ella es afortunada.

No puede oír los gemidos.

Ni los gritos.

133

Salimos con las primeras luces del alba, al amanecer. Llevamos con nosotros las armas y los perros, como hacíamos antaño. Ahora las piezas que nos cobramos son distintas, pero la pasión, la ansiedad, es la misma. El placer de la caza es superior al valor del trofeo obtenido. Caminamos en silencio, en grupos de tres, recorriendo las calles desiertas como vagabundos en busca de comida. Sabemos que somos cazador y presa; eso nos vuelve precavidos.

No tardamos en localizar a los primeros. Avanzan en grupo, tambaleándose, ahítos y eternamente hambrientos. Los perros ladran, echan espuma por las fauces. Disparamos varias veces, a las piernas primero, después a la cabeza.

Recuerdo la mirada triste, insoportable, del ciervo que sabe que será abatido.

Estas cosas grises, sin vida, ni siquiera nos miran cuando los derribamos.

125

Preciosa, preciosa. Una mujer preciosa. Ya, lo sé, muchos no la consideraban una mujer, ni siquiera un ser humano. Para mí era preciosa, estuviera viva o muerta. No me importaba su piel gris, ni su olor. Era hermosa, y sólo yo podía apreciarlo.

La retuve junto a mí durante varios días, encadenada a una pared. Ya había tenido otras antes en las mismas condiciones, podía manejarlo. Vivía solo, claro, oculto en el sótano de lo que antaño fue mi casa, con suficientes provisiones para sobrevivir un par de años, saliendo al exterior lo mínimo imprescindible.

Sabía lo peligroso que podía resultar, claro que lo sabía, no era tonto. Por eso, antes de penetrarla, le disparé dos veces a la cabeza, justo entre sus dos ojos.

124

Tras varias semanas recorriendo esta carretera, acompañados únicamente por la lluvia y el viento, hemos descubierto los primeros signos de vida. Volcado junto al arcén, un camión yace entre los árboles. La cabina quebrada, el cuerpo intacto. Nos hemos repartido el trabajo, cerciorándonos primero de que no había por allí ninguna de esas cosas, de que tampoco había supervivientes. La cabina estaba vacía. ¿Cuánto tiempo llevará allí, tumbado, esperándonos? Andrés ha decidido abrir el camión, ver qué oculta en su interior. Es un camión frigorífico, confiamos en encontrar comida para el grupo. Para los niños. David ha pegado la oreja a la puerta, cree haber oído algo en el interior. Nos hemos reído. Es un camión frigorífico. ¿Qué podría haber sobrevivido ahí dentro tanto tiempo?

123

Llevamos un mes encerrados en este barco, un catamarán de apenas doce metros de eslora. A merced del capricho del viento, del mar. La subsistencia se limita a pescado y a unas menguantes reservas de agua. Pronto se acabará. Somos siete en el barco, incluyendo a dos niños pequeños. Hemos decidido que alcanzar la costa y quedar a merced de ellos no es una opción. Preferimos morir aquí. Ahogaremos a los niños, después decidiremos qué hacer. Hasta ayer ése era nuestro plan.

Sin embargo, esta mañana hemos avistado una patera que, a la deriva, se acerca a nosotros. Desde la distancia vemos al menos una docena de esas cosas a bordo, agitándose, hambrientos.

Me pregunto si tendremos valor para hacer lo que debemos.

117

Las montañas de cadáveres ardiendo noche y día han quedado reducidas a cenizas. El viento las arrastra creando una densa niebla gris que nos envuelve, nos ahoga. Hace tiempo que no las vemos arder, pues hemos perdido incluso la capacidad de encender un fuego. Las noches les pertenecen, sólo podemos movernos por el día. Es cuestión de tiempo que nos encuentren, que acaben con nosotros o —Dios no lo quiera— nos conviertan en uno de ellos.

Quizá por ello no he querido despertar a las niñas esta mañana y he preferido terminar con su sufrimiento con mis propias manos.

Sólo espero que, cuando encuentren sus cuerpos, nuestros cuerpos, no los mancillen con sus bocas repletas de podredumbre.

116

Tenía una hermana pequeña, delgada, frágil.

Sonreía a destiempo, cuando los demás estábamos tristes.Eso me gustaba. Nunca me demostró aprecio: ni un abrazo, ni un beso. Eso no me gustaba. Creció encerrada en una burbuja, ensimismada en su propia existencia. Sin amigos, quizá incluso sin familia. Cursó estudios superiores, encontró un buen trabajo. Se sumergió en la lectura de libros de autoayuda, entró en contacto con sectas, con espiritistas, con charlatanes. Se perdió en un mundo que la absorbió y la convirtió en nada.

Se hizo vegetariana.

Quizá por todo ello no entiendo que, convertida en un amasijo de carne muerta en descomposición, haya venido a buscarme acuciada por esa hambre insaciable que la domina.

102

Media docena de hombres armados recorren las calles. Cuando se cruzan con los muertos que caminan, solitarios, tambaleantes, disparan a sus cabezas con armas automáticas. Bromean, ríen. Visten uniformes de la policía, llevan a la espalda grandes mochilas cargadas de municiones, de armas, de comida.

En ocasiones los que han sobrevivido ocultos salen a su encuentro, sonrientes, o con lágrimas en los ojos, o gritando. Lo que siempre llevan consigo es la esperanza, muchas veces recuperada. Los hombres armados les disparan a la cabeza, al cuerpo. Después registran sus cadáveres en busca de objetos de valor y continúan su camino, bromeando, riendo.

99

Supongo que supe que todo estaba perdido cuando salí a la carretera. Nos refugiábamos en una pequeña granja, alejados de las ciudades. Habíamos visto algunas de esas cosas, grises, descompuestas, caminando por los alrededores, pero no nos costó mucho deshacernos de ellas. Eran torpes, estaban solas. A pesar de todo, tuvimos cuidado. Quemamos los cuerpos, enterramos las cenizas. No sabíamos qué podía ocurrir. Permanecimos ocultos mucho tiempo, esperando. Un día caminé durante una hora a través del maizal hasta salir a la carretera. A lo lejos vi un millar, quizá más, de esas cosas. Supe que todo estaba perdido.

93

Fanáticos religiosos.

He oído que los han utilizado jeques y otras personas con poder para abrirse camino entre los grises. El imán lo niega, pero no podrá hacerlo mucho más tiempo. Las evidencias no se pueden ocultar. Recluidos en la mezquita, no estamos aislados del mundo. Vemos por las ventanas a los grises dando vueltas alrededor, esperando. Antes o después lograrán entrar. La radio nos dice que están por todas partes, que no hay esperanza. Nosotros nos negamos a creerlo. Confiamos en nuestro dios.

A veces, en el exterior, oímos explosiones.

Fanáticos religiosos.

91

Dos de ellos, sosteniendo entre sus manos temblorosas a un niño, ajenos a sus llantos, a sus pataleos. A lo lejos, un incendio que consume los restos de lo que antaño fue una hermosa casa de campo. Uno de ellos mira el fuego, el otro —una mujer, apenas reconocible, pues le falta la mitad del rostro— mira al niño, la saliva resbalando por su boca quebrada.

El niño grita, llora, pero sus padres, ajenos a sus llantos, abren la boca con ansia y hunden sus dientes en la carne de su torso.

86

He reunido una docena de botellas de diferentes marcas, todas ellas repletas de ese licor dorado que tanto aprecio. Las he colocado sobre la barra, junto al único vaso intacto que he encontrado. Mi rostro —cansado, sucio— se refleja en el espejo que recorre la pared. No hay camareros, así que me serviré yo mismo. Paciencia. Esas cosas están en la puerta, gimiendo, esperando a que salga. Lo haré enseguida, en cuanto el alcohol me permita recuperar el valor.

A ver si consigo emborracharlas a todas.

82

Ellos cada vez son más numerosos, nosotros cada vez somos menos. He oído rumores de que en otros países las cosas han seguido caminos distintos, pero en todos ellos, de una forma u otra, la plaga se ha extendido y ha acabado por amenazar con la extinción de todos sus habitantes. Espero que no sea verdad, rezo porque no sea verdad. En alguna parte debemos resistir, continuar con la lucha hasta que todo acabe y podamos empezar de nuevo. No podemos perder.

65

Las voces de los niños enfermos susurran canciones que atraen a los muertos. Sus madres componen sinfonías con las lágrimas derramadas por familiares y amigos. Los hombres esperan, agazapados entre los escombros. Saben que si sus esposas y sus hijos sobreviven, serán una carga para ellos. Desearían poder abandonarlos a su suerte, pero la incertidumbre de saber si están vivos les mataría. Necesitan la certeza.

64

Al principio la fe les otorgaba la fuerza que necesitaban. Se parapetaban tras púlpitos improvisados en las calles y, desde tan precario refugio, lanzaban sus arengas desesperadas. No concebían que aquella multitud hambrienta desoyera la palabra de su dios, así que se enfrentaban a ellos armados únicamente con su fe.

Cuando su fe no fue suficiente, volvieron para reclamar la carne y la sangre.

58

Para ganar tiempo, Julia hunde el cuchillo en el muslo del joven que nos acompaña. Sorprendido, trata de revolverse. Sólo consigue agravar la herida. Cae al suelo derramando su sangre sobre la acera. Ni siquiera grita, sólo nos mira con odio. Con lástima. Nosotros corremos, miramos atrás. Ellos, los grises, los corrompidos, ya se abalanzan sobre el joven.

56

Cientos de ovejas yacen sobre la hierba, sus cuerpos parcialmente devorados. Abren sus bocas y balan al cielo, moviendo a un lado y a otro sus cabezas. Tratan de incorporarse, pero caen de nuevo al suelo. Algunos de ellos caminan entre los cuerpos. Parecen desorientados. Nosotros apenas nos detenemos unos instantes antes de continuar nuestro camino.

55

Desde la ventana contemplo el parque. Junto a los columpios de colores veo a tres niños. Tratan de subir, pero tropiezan y caen al suelo. Uno de ellos gime. A otro le falta un brazo y parte del rostro. Desde la ventana me resulta difícil saber si alguno de aquellos pequeños monstruos era mi hijo.

54

Un robot recorre Marte. Las imágenes que transmite de la superficie del planeta, filtradas y retocadas por los diferentes equipos informáticos involucrados en el proceso, tiñen de rojo las enormes pantallas de la sala de control.

Al pie de las pantallas, una criatura largo tiempo muerta desgarra a dentelladas el cadáver de un hombre.

52

Cuando era pequeña, mi abuela solía decirme que ella no había visto nunca un muerto, pero que salir, salían. Que no sabía por qué salían de sus tumbas, pero que lo hacían. Yo los he visto. Tampoco sé por qué salen, pero una cosa sí sé: no podré contárselo a mis nietos.

51

Lo terrible no ha sido sentir sus dientes en mi antebrazo, no ha sido ver cómo arrancaba piel y músculo, no ha sido sentir la sangre brotando, empapándome. Lo terrible ha sido verle marchar, dejándome atrás, incapaz de comprender que pronto caminaré tras él con la misma hambre royéndome las entrañas.

50

Trenes de mercancías recorriendo las vías. Se detienen en las ciudades y abren sus puertas para que hombres armados descarguen en los vagones cadáveres putrefactos, cuerpos sin vida que se resisten a entrar, que lanzan dentelladas a los vivos y gimen como niños malcriados. En los andenes repiquetean las armas.

36

Me han mordido, esas malditas cosas me han mordido. Oculto mi herida bajo un vendaje improvisado, bajo la ropa. No deben saberlo, no pueden saberlo. Mi mujer no lo soportaría. Y los niños… Oh, los niños…

34

Sólo un rasguño, nada más. Sólo el roce de sus dientes sobre mi piel. La sangre que mana de la herida no es mía, lo juro. Por favor, deja ese cuchillo. Por favor. Por…

33

De nada nos ha servido ocultarnos en las casas, blindar las puertas, cegar las ventanas. Al final, siempre encuentran la manera de entrar y, una vez dentro, no existe ninguna posibilidad de sobrevivir.

32

Bajo el agua, en una piscina de un bloque de edificios de un barrio residencial, un centenar —quizá más— de cadáveres pugna por alcanzar la superficie mientras se devoran unos a otros.

29

Acudieron a mi iglesia buscando el consuelo que nadie podía proporcionarles.

Muchos habían perdido a familiares y amigos. No fueron ellos los que acudieron a mí.

Vinieron sus pérdidas.

28

He oído que algunos los llaman «muertos vivientes». Creo que la definición es errónea. Ellos son sólo cosas, sin alma. No son nada. Nosotros somos los muertos vivientes.

27

Somos cincuenta y tres personas, seis perros, nueve gatos.

Ellos se cuentan por miles.

Algunos dicen que todo es cuestión de tiempo. Yo no lo creo. Resistiremos.

26

El hombre es una hiena para el hombre. La carroña nos acosa, nos infecta, nos mata. La carroña nos devuelve la vida, nos convierte en hienas.

25

El niño perdió un zapato y se detuvo a recogerlo. Su madre se quedó a su lado. El resto continuamos la marcha sin mirar atrás.

24

Cientos, miles de ellos, abalanzándose sobre un puñado de supervivientes, ajenos a los gritos, a los llantos. Decenas, cientos de nosotros, luchando por sobrevivir.

23

Huir, huir, huir. Correr mientras gritas, sin mirar atrás. Caer al suelo, llorar cuando sus manos te tocan. Gritar. Morir y, quizá, volver.

19

Cuando no quede sitio en el infierno, los muertos se levantarán de sus tumbas y caminarán sobre la tierra.

15

Y ahora, cuando tu vida está en manos de los muertos, ¿dónde está tu dios?

14

Los niños y las mujeres primero. Abandonad a los enfermos, a los ancianos. Rezad.

13

Teníamos algo en común con ellos: todos estábamos muertos aunque no lo sabíamos.

12

No puedo dejar de pensar quién seré cuando no recuerde quién soy.

11

Dime, amigo: ¿Qué sentido tiene luchar cuando tus hijos han muerto?

10

Guarda una bala para cuando te atrapen. Será más rápido.

9

Abro la boca, introduzco el cañón del arma. Disparo.

8

Abandonamos a niños y ancianos para ganar tiempo.

7

Ciudades enteras abandonadas, entregadas a los muertos.

6

No hay refugio en ninguna parte.

5

Adiós a los últimos supervivientes.

4

Ya no queda esperanza.

3

Nacidos para morir.

2

Todos muertos.

1

Silencio.

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