MARCHITAS POR DENTRO

David Mateo

Si mañana se declarase un holocausto zombi,
compartiría ataúd con Yolanda. Va por ti, cariño.

«No por mí realizo esta plegaria

sino por esta raza mía

que extiende desde lugares sombríos

oscuras manos en busca de pan y vino.»

Richard Matheson, Desde lugares sombríos.

Me llamo Christelle Leclerck y formo parte de la brigada de limpieza de Burdeos. Mientras mis compañeras se dedican a ir de edificio en edificio registrando habitaciones, buhardillas, sótanos y áticos, a mí me toca recoger los cadáveres de la calzada. No es que sea una faena agradable, sobre todo porque esos pobres diablos llevan casi cuatro meses apestando la ciudad, pero no queda más remedio que hacerlo. Después de que las anarquistas se hicieran con el control del estuario de Gironde y fortificaran el Pont de Pierre, creando la Zona Franca, la principal labor del nuevo gobierno se centró en la rehabilitación de los recursos energéticos y los trabajos de saneamiento.

Ya que en otra vida fui estudiante de medicina, voy a recitaros de memoria las cuatro fases que conlleva la putrefacción de un cadáver: cromática, enfisematosa, colicuativa y reductiva. Durante el segundo periodo, una vez que se ha llevado a cabo la deshidratación de las mucosas y comienza la momificación, se produce la descomposición del sistema orgánico por acción de las bacterias. Es cuando más se aprecian los efectos de la degradación. Los órganos internos se llenan de gas y se desgarran, los escrotos de los hombres se hinchan como globos, las órbitas se expanden y los ojos se convierten en grotescas canicas en las que las pupilas están completamente dilatadas. Los labios se agrietan y dejan entrever las encías y los dientes. La piel se contrae sobre los pómulos y se estira hasta que se transparentan los alvéolos faciales. Es en ese momento cuando el cuerpo se convierte en un imán para pestes, liendres y enfermedades. Pues bien, tras Tifoidea puedo aseguraros que todo Burdeos es una descomunal llaga enfisematosa. Por consiguiente, se hacen ineludibles las brigadas de limpieza casi tanto como el restablecimiento de la luz y del agua potable.

El verano ha sido insoportable. Desde primera hora de la mañana, cuando la brisa traía el olor de la landa y arrastraba consigo la corrupción de miles de cuerpos, la mayoría de las supervivientes no podíamos salir a la calle sin mascarilla. Imaginaos el ambiente al mediodía, mientras el sol rugía como una llama incandescente sobre nuestras cabezas y las chicharras se regodeaban en el erial de acero. El asfalto desprendía un halo rancio y pútrido que hacía que las tripas se te derritieran en el estómago. Creo que durante los meses de julio y agosto han muerto más mujeres a causa de las enfermedades que a manos de los involucionados.

Hoy, por suerte, el olor no es tan desagradable. Es cierto que en los días más revueltos, el aroma dulzón de la parca nos recuerda a nuestros muertos. El viento nos dice que nuestros hombres —padres, maridos, hermanos e hijos— siguen aguardándonos en cada rincón de la ciudad, en cada callejuela, en cada edificio deshabitado, algunos todavía tumbados en sus camas, otros sentados en la taza del váter, con el esfínter bien abierto, tal como se los llevó Tifoidea aquella trágica noche de primavera. Los más fuertes, sin embargo, todavía están vivos… si a eso se le puede llamar vida. Hay veces que, imbuida por mi trabajo, me quedo mirando los cuerpos y me detengo en medio de la desolación. Mis músculos se convierten en raíces de acero, las piernas se tensan hasta que un leve temblor recorre mis pantorrillas y siento un aleteo de mariposas en el estómago. Veo sus cuerpos en las aceras, desposeídos de humanidad, agusanados, reducidos a simples despojos de pellejos y huesos, y de repente siento que algo pugna por arrebatarme la vida, por arrancármela de golpe. Supongo que todas las mujeres de este condenado planeta se sienten así en algún momento del día. Dios no nos creó para caminar solas por el mundo. Después de seis meses desde la expansión de la plaga, apenas hemos tenido tiempo de llorarles. Primero sujetas al miedo más irracional, después apuradas por el instinto de supervivencia, finalmente espoleadas por el deseo de comenzar de nuevo.

Es cierto que muchas siguen respirando, pero, si te detienes a observarlas y te fijas bien, rápidamente comprendes que están muertas por dentro. Que esa reacción de inmovilidad de la que he hablado antes prevalece a lo largo del día. Están más muertas que los involucionados. Pero hay otras que luchan por sobrevivir, por recobrar el orden, por introducir ese gobierno necesario que actúe como una hostia en los morros y nos haga reaccionar. Ellos ya no están, pero nosotras sí. Así que tenemos que levantarnos, poner en marcha este puto planeta y volver a abrir los brazos a las que todavía vagan perdidas allá fuera, a merced de las criaturas hostiles.

No obstante, hay momentos en los que es imposible no pulsar el interruptor de standby y dejar que la vida te arañe las entrañas. Hay momentos en los que preferiría estar muerta a tener que vivir un segundo más en esta cochina pesadilla. ¿Adónde vamos sin ellos? ¿Sin descendencia, sin esperanza, sin futuro? Un mundo sin hombres no es mundo, igual que no lo sería sin mujeres. Dios creó a Adán y a Eva, y, aun en su imperfección, eran dos y constituían el orden natural de las cosas. Creo que el mismísimo Diablo fue el que sintetizó a Tifoidea y la expandió por la tierra para abocarnos a una lenta y agónica extinción.

—¿Estás bien? —me pregunta Denise, poniendo su mano en mi espalda.

Me vuelvo lentamente hacia ella, me quedo mirándola y encuentro ese horror vacío que ahora todas llevamos dentro. Me entran ganas de llorar, pero me trago la bilis y contengo las lágrimas. Intento no ser egoísta. Todas estamos marchitas, incluso las más fuertes.

—Estoy bien —le respondo a mi compañera.

Denise asiente con la cabeza, con tanta tristeza que por un instante vuelvo a tambalearme en el abismo.

Finalmente, nos concentramos en el siguiente cuerpo. No es más que un niño, aunque la putrefacción ha hecho tantos estragos en su rostro que ahora parece un anciano arrugado. Lo recogemos con cuidado y Denise le hace una señal a Erica para que se aproxime con el camión de basura. Entre las dos lo arrojamos al contenedor. Las prensas se ponen en funcionamiento y el cuerpo queda encajado en la masa de carne. Me estremezco ante el chasquido de huesos rotos. Pero hay que dejar espacio para los demás… en Burdeos quedan aún más de ciento sesenta mil hombres esperándonos.

Me gusta bajar al final de la tarde por la calle de Victor Hugo, dejar atrás la catedral y el Gran Teatro, cruzar la alameda de Saliniers y llegar hasta el Pont de Pierre. Es un paseo idílico entre antiguas mansiones que rezuman un aire renacentista. Antaño el olor de la uva y de los viñedos se apoderaba de aquella parte de la urbe; hoy, en cambio, todo transpira muerte. La piedra se ha enmohecido en los monasterios, los lagos rebosan agua corrupta y los bosquecillos que antaño esparcían un olor fresco a pino ahora se han transformado en cementerios de troncos huesudos y secos. Parece que Tifoidea no sólo se ha llevado a los hombres, sino también la belleza de la ciudad. Me pregunto si en el resto del mundo también habrá pasado lo mismo. Quién sabe… Los parajes que rodean Burdeos son un misterio ignoto para nosotras.

Al atardecer, las afueras de la ciudad se funden con un cielo anaranjado, atemperado por el fuego de la incertidumbre, de la muerte, de la ignominia y del caos. Desde el Pont de Pierre se divisan los barrios de la Bastida, de Cenón, de Lormont allá lejos, en el norte. Los reflectores de la milicia apuntan hacia el paseo de la Souys, buscando cualquier sombra que se mueva por las inmediaciones del río. Los puntos de mira de los fusiles de asalto no dejan de escrutar el vacío, con una mezcla de expectación y miedo. Al principio de establecernos en la Zona Franca, las manadas de involucionados trataban de cruzar el Garona por cualquiera de los puentes y asaltar la parte poblada de la ciudad. No había noche en que no se registrasen disturbios y alguna muerte en las afueras. Las anarquistas pusieron fin a las incursiones creando brigadas de defensa, alzando trincheras en los puentes y formando una barrera infranqueable. La mayoría de las mujeres que componen las brigadas jamás habían empuñado un arma, pero el miedo obliga a hacer cosas que en la otra vida, antes de Tifoidea, jamás habrías pensado que se podrían hacer.

El Pont de Pierre, por su situación estratégica en el centro de la ciudad, es uno de los más custodiados. Conforme transcurre la tarde, el mundo se vuelve oscuro, los cadáveres que arrastran las turbias aguas del Garona se disuelven entre las brumas, la vida estalla en el territorio incierto. Los reflectores de los puentes de Sant-Jean y de Aquitania proyectan columnas de luz azulada que descienden sobre los suburbios, sobre las fachadas de las viejas casonas, sobre el canal abandonado de las calles Deschamps y Queyries. Todo se vuelve espectral y lúgubre, y puedes sentir la tensión de las manos que aferran las armas, el olor del sudor y de la adrenalina; el miedo de las mujeres que guardan este trocito de mapa que podría llamarse civilización.

Esta noche a Alicia le toca guardia. Ella, Denise y Erica forman el frágil círculo de amistades que conservo en este mundo demencial. Alguien la reclutó para las brigadas, la dopó hasta las orejas y le puso un fusil Sniper de 7.62 mm en las manos. Me pregunto a quién tiene más miedo, si a los involucionados del otro lado o al arma que le obligan a empuñar. El casco Spectra le viene demasiado grande, le cubre sus bonitos ojos azules, y el traje de camuflaje difumina sus formas de mujer. A nuestro alrededor hay otras diecinueve milicianas más, pero todas tiemblan por la brisa nocturna y por el miedo que sienten ante un posible ataque. Todas sabemos cómo se las gastan los involucionados. Nos comen vivas. Así de crudo, así de frío. Se dice que el hambre de esos desgraciados es dolorosa, que quema las entrañas y los impulsa a cazar, a arrancar la carne de sus víctimas y a metérsela a puñados en la boca. Dicen que el sabor de las vísceras ensangrentadas es el único bálsamo para sus arranques de lujuriosa voracidad. Pero la paz apenas perdura unos segundos… unos segundos de intensa satisfacción. Luego vuelve el dolor. El dolor y el impulso de descuartizar.

Alicia mató a uno de ellos hace diez días, al poco de entrar en las brigadas.

—He asesinado a un hombre —me confesó cuando regresó a casa. Su mirada se desvanecía en la nada.

—Ésos ya no son hombres —le dije yo.

—¿Y qué más da? En otro tiempo lo fueron. Fueron nuestros maridos y nuestros padres. Los hombres a quienes nosotras asesinamos.

Alicia acabó sentada en mi regazo, llorando desconsoladamente hasta caer en un profundo letargo.

A pesar de que forma parte de las brigadas, Alicia no posee un temperamento enérgico. No es más que una chiquilla de diecinueve años, introvertida y callada, aunque de vez en cuando saca fuerzas de flaqueza y acude a mí como confidente. Pero la mayoría de las ocasiones prefiere sufrir en silencio. Eso es malo, muy malo. Creo que tiene una amante, pero ni los brazos más cálidos pueden deparar consuelo en este mundo estéril. El sexo entre mujeres es un alivio, pero no colma nuestras necesidades, ni las afectivas ni las más elementales. Yo, últimamente, tengo la sensación de que llevo un trozo de hielo pegado a las ingles. Un vacío tan grande que se expande hasta las tripas y me convierte en una autómata de metal. Lo noto cuando me siento, cuando me arrimo a otro ser humano, cuando como, cuando respiro… Me hace sentir molesta conmigo misma y con las demás. A veces me dan ganas de meterme los dedos ahí dentro y hacerlo sangrar. Al fin y al cabo, esa parte de mí ya no sirve para nada.

—Quiero pasar al otro lado —me dijo Alicia esa noche, en el Pont de Pierre—. Quiero cruzar esta maldita pasarela y reunirme con ellos.

—¡Pero qué estás diciendo! —exclamé horripilada.

Alicia, pese a que lo tenía prohibido, bajó el arma y se sentó a mi lado. Apenas podía ver su silueta en la oscuridad, pero su respiración llegaba entrecortada junto al fluir del agua.

—Te lo dije una vez. Creo que, aunque transformados, siguen siendo nuestros hombres.

—Ésos no son nuestros hombres, maldita loca. Son bestias, zombis, criaturas monstruosas. Para ellos somos simple ganado.

—Fueron fuertes y sobrevivieron a la purga, ahora quieren reunirse con nosotras y ellas lo impiden…

—¿Quiénes? —pregunté con recelo.

Alicia miró hacia atrás, hacia la Zona Franca.

—Ellas. Las anarquistas.

Comencé a preocuparme por Alicia. ¿Acaso había terminado por enloquecer? ¿Acaso el dolor que sentía —el dolor que nos acomplejaba a todas— había aniquilado su juicio? Quise abrazarla, pero ella me evitó.

—No quiero que me toques. No me toques. No me toques nunca. Quiero que me toquen ellos… sólo ellos…

Una campana comenzó a sonar en la zona desocupada, por el parque de Floirac. Eran las ocho de la noche. Los gritos de los involucionados corearon el estrépito del bronce. La ciudad cobró vida. Sonidos guturales sobrevinieron desde los barrios bajos. Seres sin mente que se rendían al delirio del hambre, decenas de gargantas grotescas que llamaban a las estrellas, suplicando carne para paliar un dolor muy profundo.

Las milicianas prepararon las armas y dirigieron los focos hacia la parte oscura de la ciudad. Las luces danzaron entre callejones y fachadas ruinosas, desvelaron carreteras quebrantadas por el caos, trincheras de vehículos, escaparates rotos, diques vacíos, pero ni rastro de los involucionados. Parecían haber aprendido la lección de las armas de fuego. Aun así, seguían amenazándonos, en la parte de la ciudad que nos rodeaba, en los bosques que cercaban Burdeos, en el resto del país y quién sabe si en el mundo entero.

«No os olvidéis de nosotros —parecían decir—. Nosotros no nos olvidamos de vosotras.»

El clamor concluyó de pronto, como si todas las gargantas respondieran a una sola voz. La ciudad volvió a quedar en silencio, vacía, expectante. Algunas de las milicianas comenzaron a llorar, degradadas por el miedo y la tensión.

—¿Has oído? —le pregunté a Alicia, todavía anquilosada por el pánico—. ¿Crees que ésos son nuestros hombres? ¿Aún crees que vale la pena ir en su busca?

Ella no respondió. Seguía dándome la espalda al trasluz de los reflectores, de pie.

—Nuestros hombres están muertos —continué jadeando—. En las calles, en las casas, en las carreteras, entre los hierros de los coches. Ésos… ésos… —No se me ocurrió ninguna forma de definirlos—… Ésos ya no son nuestros hombres. Nuestros hombres murieron, Alicia. Se fueron para dejarnos solas.

Siento que Alicia se vuelve hacia mí y se me queda mirando. Sus ojos me taladran, me traspasan, me hacen sentir culpable. Por un instante, la odio por su debilidad, la odio porque comprendo que todavía conserva la esperanza, porque su fragilidad proviene de un anhelo que trata de perdurar en el tiempo. Pero esta noche ha vencido mi frustración y mi desesperanza. Le he abierto los ojos. Le he mostrado el mundo tal como es.

Alicia levanta el arma, se la pone en la sien y sus ojos, esbozando el terror que todas llevamos dentro, me dicen adiós. Después, la detonación me deja completamente sorda.

Veo su cuerpo tambalearse al borde del puente. El arma resbala de sus manos y cae al suelo. Algo viscoso se escurre por mi cara; puede ser su sangre o sus sesos reventados. ¿Qué más da? Alicia ya no está conmigo. Se ha pegado un tiro… no, se lo he pegado yo. La niña de dulces ojos cae hacia un lado; su peso muerto resbala por el parapeto y desaparece en el vacío. Después sólo se escucha el chapoteo de algo que se hunde en el río.

Una o dos milicianas se vuelven hacia mí, sobresaltadas por la detonación del arma. Aunque están lejos unas de otras, atisbo el mismo miedo de Alicia en sus ojos. Viven aterradas, atenazadas por el germen de un desasosiego vírico. No tardan demasiado en darme la espalda y retomar sus funciones de vigilancia. Parecen acostumbradas a aquel sinsentido. No es la primera vez que una de ellas baja los brazos y se pega un tiro en la cabeza.

De pronto, esa frialdad que he mencionado antes asciende por mis tripas y por mi pecho y se atrinchera en mi gaznate. La bilis me golpea el paladar: se me llena la boca con todas las mierdas que he tragado hoy. Me ahogo. Me asfixio. La garganta me apesta a hiel. Tengo que vomitarlo todo de golpe, expulsarlo con esos hilos de jugo gástrico que me abrasan las entrañas. Incluso cuando estoy completamente vacía, sigo vomitando y arrojando la peste que me carcome por dentro. Minutos después estoy tumbada sobre el empedrado, con la cabeza a punto de estallar y el rostro arrasado por las lágrimas.

Alicia… Alicia… Alicia… ¿Qué he hecho?

Soy consciente de que tan sólo le he mostrado la verdad, y eso es, precisamente, lo que más me aterra. Alicia ya era cadáver hacía mucho tiempo, aquel disparo en la cabeza no ha sido más que la constatación de una muerte anunciada. Y puede que su destino sea el mismo que suframos todas: Denise y Erica, las anarquistas, las milicianas… yo misma. Estamos condenadas en este mundo putrefacto, en esta sociedad enfisematosa. Sólo es cuestión de tiempo… sólo es cuestión de esperar y seguir recogiendo cadáveres. Tifoidea se llevó a nuestros hombres o los convirtió en monstruos. Nosotras nos sentimos afortunadas por sobrevivir a la purga. Pero hoy, demasiado tarde, comprendemos que no hay esperanza, que Tifoidea los mató a ellos pero que también nos mutiló a nosotras. No hay Adán sin Eva, pero tampoco hay Eva sin Adán.

El fusil de Alicia todavía está caliente cuando me lo pongo en la boca. Me quema la lengua. ¿Qué más da? Ya estamos todas muertas.