FLORO
Luis Alonso
Nchts… Dedicado al ser humano,
al que nombro así por ser educado…
El día comenzaba mal.
Dos… Tres… No… Cinco…
El perro olisqueó el aire intentando captar la presencia de otros zombis, pero no detectó ninguno. En ese aspecto, los muertos vivientes se parecían a los seres humanos: cada uno de ellos tenía un olor característico que lo diferenciaba del resto de sus semejantes.
Incorporándose tras los cascotes donde estaba agazapado, ladró en la dirección de la que provenía aquella pestilencia.
Un golpe en la cabeza le cerró la boca.
—¡Calla, Floro! —le espetó su amo—. ¡Como vuelvas a delatar mi posición, te despellejo y hago salchichas con tu mugriento cuerpo!
El animal giró la cabeza al escuchar aquella palabra. Las puntas de sus orejas temblaban, la lengua se revolvía en el interior de la boca y los ojos buscaban una recompensa en forma del trozo de carne condimentada mencionado.
Un nuevo golpe y las esperanzas del perro desaparecieron de inmediato.
—¡Vigila, chucho de mierda! ¡Como por tu culpa me pillen con los pantalones bajados, juro que te mato!
Floro agachó las orejas y, gruñendo, empezó a otear el horizonte.
El panorama que se desplegaba ante sus ojos resultaba desolador.
El antiguo barrio residencial lleno de vida se había convertido en una serie de calles muertas cubiertas de basura. Enormes manchas negras tiznaban las paredes de los edificios, en los que aún persistía el olor a quemado. En los jardines crecían columpios solitarios y huérfanos. Los automóviles eran criaderos de óxido y moho. Al fondo, un campo de hierba marchita se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Floro perdió su mirada en la lejanía y rememoró la época en la que trotaba por aquellos campos.
Buenos tiempos.
Su única responsabilidad consistía en jugar con sus hermanos de camada.
Junto a ellos, una niña de casi diez años se sumaba a los juegos sobre el césped. Su negra melena rizada se ondulaba al viento. Su sonrisa alegraba a todos.
Aquella chiquilla era su ama.
Una pequeña humana que, con el cariño que le prodigaba, había sustituido a la madre que nunca llegó a conocer.
Su tierna y dulce ama.
Durante los atardeceres del verano, jugaban en el jardín del chalé familiar. La niña solía lanzar un palo. El perro adoraba aquel momento. Había que estar muy atento y salir galopando como alma que lleva el diablo en el momento justo en que los dedos liberaban el trozo de madera.
Siempre se hacía con el palo antes de que siquiera tocara el suelo, adelantándose al resto de sus hermanos.
Se convirtió en el favorito de la pequeña.
Pasaban mucho tiempo juntos y él disfrutaba acurrucando la cabeza en su regazo, sintiendo el calor de sus caricias.
A la hora de cenar, nunca faltaba un enorme tazón de comida en la cocina y, exclusivamente para él, unas galletas robadas de la despensa le esperaban entre las manos de la niña.
Tras el postre, el guiño de complicidad de la pequeña era la señal para ir a dormir junto a sus hermanos.
Buenos tiempos.
Todo acabó la noche en que la niña enfermó.
El cachorro se mantuvo al lado de la cama de su ama. No le apetecía salir a jugar. La cena no finalizaba con el agradable sabor de las galletas. Pero con cada amanecer, recibía de la chiquilla un dulce y cálido beso de buenos días.
Suficiente recompensa.
Así ocurrió el primer día.
Y el segundo.
Y el tercero.
Y el cuarto.
La quinta mañana ella intentó arrancarle la garganta de un mordisco.
Desconcertado por el cambio de comportamiento de su ama, ladró buscando la atención de los padres de la niña.
Nadie contestó.
En la planta de abajo reinaba el silencio.
El salón estaba vacío, la habitación de invitados cerrada con llave, el vestíbulo… El vestíbulo…
Algo no encajaba.
La puerta del chalé estaba abierta. La alfombra de la entrada, empapada de rojo. Un reguero oscuro se dirigía hacia la cocina.
El cachorro miró aquel rastro.
Inquieto, se asomó a la cocina.
Allí estaba la madre de la niña.
Pero ya no era ella.
Atrapado entre las huesudas manos de la mujer, un cachorro se agitaba mientras sus intestinos se desparramaban sobre las baldosas. La madre hundió la cara en la panza del animal y, tras agitarla salvajemente, la retiró. El animal quedó inmóvil.
De los dientes le colgaban trozos gelatinosos de carne que masticaba como si estuviera rumiando un enorme chicle. Las gotas de sangre golpeaban el suelo dejando miles de puntos circulares que se superponían unos sobre otros.
Al perro se le escapó un gemido.
Alertado, el padre de la niña apareció tras unas sillas. De su boca asomaban los restos de otro cachorro. Unos trozos de piel peluda se habían quedado pegados a sus dedos. Una mueca apareció en su rostro dejando ver su perfecta dentadura conseguida en la consulta de un odontólogo de prestigio.
Un rugido precedió al ataque del padre.
Aullando, el perro esquivó la arremetida y huyó de la casa sin mirar hacia atrás.
Otro golpe en la cabeza.
—¿Se puede saber qué cojones miras? —el hombre aún seguía con el puño en alto.
Floro volvió a gruñir.
Odiaba a aquel humano.
—¡Cállate, chucho de mierda! —señaló con el dedo unos cientos de metros más adelante y empezó a hablar entre susurros.
—Entre las ruinas… Tres putos zombis.
Tras los muros derruidos de una lujosa casa, surgieron los deteriorados cuerpos de tres muertos vivientes. Arrastraban los pies y con sus brazos mantenían de forma precaria un sentido del equilibrio que parecían haber olvidado.
Desaparecieron en el interior de la vivienda.
Floro los observó. Al ver los movimientos de los zombis, se podía pensar que eran unas criaturas patosas.
Nada más lejos de la realidad.
En los momentos decisivos, aquellos monstruos se revelaban como unos cazadores letales. Reservaban las energías de sus cuerpos para dispararlas en fugaces y violentos ataques.
Si una presa se descuidaba, no lo volvía a contar. Normalmente, los zombis actuaban de forma individual, pero estaban modificando este comportamiento. Empezaba a ser habitual verlos interactuar para lograr objetivos comunes. No era gran cosa lo que conseguían, aunque aquello no calmaba la preocupación de Floro.
Si descubrían el valor de actuar en grupo, ya nada podría frenarlos.
Los zombis se convertirían en los únicos supervivientes del planeta.
Los demás no iban a sobrevivir.
El cachorro no iba a sobrevivir.
Lo presentía.
Había escapado de su único hogar y ahora se daba cuenta de lo acomodada que había sido su vida.
Nunca le había faltado un sitio confortable en el que descansar.
Nunca había sentido la soledad.
Nunca había oído gritar a su estómago.
La noche cubría el cielo y el animal caminaba sin rumbo entre los restos de un edificio. Las patas comenzaban a fallarle. Cada paso le suponía un tremendo esfuerzo. No sabía cómo encontrar comida. Su única oportunidad consistía en acercarse a un humano, pero prefirió evitar el contacto con ellos.
Estaban todos enfermos.
No vio el cascote del suelo. Tropezó. Unos días atrás habría trastabillado ante el obstáculo y después habría recuperado el equilibrio con facilidad.
Pero su vida anterior ya no existía.
No hubo quejidos tras el golpe. Ni tan siquiera una mueca. Sencillamente no hubo nada. Desde el incidente con su dueña, el animal se había ido desconectando del mundo poco a poco.
Dejó que el asfalto le enfriara la barriga. Esbozó una sonrisa. Resultaba reconfortante esa sensación gélida en sus tripas. Al menos sentía algo.
No tenía energías. Aquél iba a ser el final de su camino. Cerró los ojos. Si iba a renunciar a la vida, prefería que el fin le llegara durmiendo. Se acomodó entre las ruinas y esperó el abrazo de la muerte. Sin embargo, fue su tierna y dulce ama quien lo abrazó. ¿Qué hacía ella ahí? ¿Por qué lucía de repente una tarde soleada?
El aroma de la hierba recién cortada llenaba el aire. Sus hermanos de camada se arremolinaban alrededor de la niña. Ella lanzó el palo.
El perro se puso a correr y su cuerpo se despegó del suelo.
Estaba volando.
Estaba soñando.
Era un sueño agradable. Cogía el palo y se lo devolvía a su dueña. Por cada viaje, recibía una galleta. Así una y otra vez hasta que se hinchó su estómago. —¡Coge el palo! El trozo de madera cayó a pocos metros. No podía moverse. Había comido demasiado—. ¡Maldita bestia mimada! ¡Coge el maldito palo! El rostro de la niña cambió. La voz sonaba distorsionada. Se acercó al animal y le propinó una patada en la panza. El cachorro abrió los ojos. Algo le había golpeado el estó mago y no se trataba de una pesadilla. Asustado, se incorporó de un salto. Ladró a las sombras enseñando sus pequeños colmillos. Aunque no lo quisiera reconocer, su instinto de supervivencia era muy fuerte. De las sombras surgió un perro de pelaje largo y marrón. Cruzaron las miradas.
Aquel animal era un pastor vasco. Su presencia era imponente. Floro se lo imaginó por los verdes montes de la cordillera Cantábrica vigilando un gran rebaño de ovejas.
Sin duda aquel animal tenía madera de líder.
Tras el pastor vasco apareció una docena de perros más, todos de diferentes razas y algunos de ninguna en concreto.
Le estaban invitando a formar parte de aquella variopinta manada.
No hubo dudas.
Con aquel grupo se sentía protegido.
Aprendió a ser uno más. Un engranaje dentro de la maquinaria. Asimiló los conocimientos que le enseñaban: buscar agua, cazar pequeños animales, robar alimento a los humanos, evitar a los muertos vivientes, ladrar para atraerlos si era necesario…
Todo resultaba provechoso si servía para sobrevivir un día más.
Un grito desgarró los viejos recuerdos del animal.
Ruidos de pelea.
Irguió las orejas y aguzó la vista buscando el origen del sonido.
—¡Busca, chucho! ¡Busca! —el hombre no sabía hacia dónde mirar.
Del interior de la casa en ruinas salió una niña de apenas diez años de aspecto raquítico, perseguida por un zombi.
El perro la miró sorprendido.
Aquella chiquilla le recordaba a su ama.
El pelo grasiento le ocultaba el rostro. La sudadera rosa estaba cubierta de manchas de barro que casi impedían distinguir el dibujo impreso de una gatita blanca con un enorme lazo en su cabeza. Los vaqueros raídos parecían caerse a pedazos.
El hombre abrió los ojos como platos.
Tras la niña, una mujer madura la seguía. Protegía a la pequeña del acoso del zombi mientras se defendía de otros dos monstruos. Blandía un enorme cuchillo de caza, seguramente conseguido en el saqueo de una tienda, y un viejo martillo ajado por el uso.
Agitó las armas para intimidar a los monstruos.
No lo consiguió.
Su cara se veía deformada por la tensión.
Aun así, resultaba tremendamente atractiva.
Su larga melena castaña, aunque descuidada, enmarcaba un esbelto rostro en el que destacaban sus ojos verdes. Un pequeño lunar sobre uno de los pómulos resaltaba sobre la tersa piel. La camiseta de algodón, rasgada durante el enfrentamiento, se ajustaba perfectamente a su cuerpo. A través del roto de la tela, uno de sus generosos pechos se movía al compás de las zancadas de sus sinuosas caderas y sus largas piernas.
—¿Has visto a esa monada, chucho?
Floro observó la escena con preocupación.
Aquellas humanas no sabían qué hacer excepto escapar. Sin una estrategia, tenían los minutos contados ante aquellos monstruos que cada día parecían aprender algo nuevo.
La manada de perros había aprendido algo nuevo.
Cazar humanos.
La continua escasez de comida les obligaba.
Al principio resultó una tarea fácil. Las presas eran personas solitarias que habían renunciado a la compañía de sus congéneres.
No tenían ninguna oportunidad.
Con el tiempo, la labor fue haciéndose más compleja. Ya no se encontraban personas vagando en solitario. Se habían extinguido. Ahora los humanos viajaban en pequeños grupos.
Eso convertía la caza en un trabajo muy peligroso.
Para acabar con la vida de un humano, había que esperar un instante en que descuidase la guardia.
Generalmente, el momento perfecto llegaba cuando se bajaban los pantalones para hacer sus necesidades.
En alguna ocasión, la manada pudo cazar más de un humano en una sola acometida.
Con el tiempo las personas dejaron de practicar sexo si no era bajo vigilancia.
Los ataques debían ser letales. Un mordisco desgarrando la garganta y el plato listo en un minuto.
Había que alimentarse rápido y, si no, alejarse y esperar.
Con suerte, sus congéneres dejaban abandonado el cadáver.
Sin suerte, los zombis se adelantaban al banquete.
Lo habitual era que los propios humanos trocearan el cuerpo y se lo llevaran en las mochilas.
Había que ser prácticos.
Había que comer.
El ocaso de la manada llegó con el asesinato del líder por una pareja de dóbermans recién llegados.
Tomaron el poder a la fuerza.
Gobernaban de un modo sádico y tiránico.
Las peleas se convirtieron en algo cotidiano. Un pequeño trozo de carne, un hueso medio roído, una zona más cómoda para descansar… Cualquier motivo era bueno para empezar un enfrentamiento.
Un abismo crecía entre los compañeros haciendo más fuertes a los nuevos líderes.
La armonía había desaparecido.
El orden había muerto.
«Si alguno de tus compañeros cae, cómetelo antes de que otro se te adelante.»
Ésa era la única ley válida.
Una mañana, unos quejidos llamaron la atención del grupo. Cinco cachorros de setter irlandés miraban el cuerpo de su madre gravemente herida.
Los gemidos de dolor se transformaron en aullidos cuando cada uno de sus hijos fue despedazado por los dóbermans y sus despojos arrojados a la jauría hambrienta. Después siguió el camino de sus crías.
Floro se hizo con un buen trozo de carne. Lo devoró con ansia mientras vigilaba que no le robasen la comida. Aborrecía aquella salvaje situación, pero se veía incapaz de detenerla.
Llevar la contraria a los líderes suponía la muerte.
Y él ya no quería morir.
Aunque para vivir tuviera que hacer cosas que odiaba.
Las consecuencias de sus actos le perseguían durante las noches.
En sus pesadillas se veía con el morro lleno de sangre y trozos de intestinos colgándole de entre los dientes. Desde el suelo, los ojos de uno de los cachorros de setter suplicaban piedad. Un breve destello de luz y aparecía en una cocina. La misma cocina en la que compartió tantos momentos junto a sus hermanos y a su dulce ama.
Aunque ahora su ama ya no era dulce.
Estaba plantada en mitad de la cocina. Sus ojos, sin vida. Sus dientes, podridos. Sus labios, resquebrajados. Su pijama, sucio y apestando a sudor, orina y heces.
Un reguero de sangre se extendía hasta la puerta. La niña lo miraba. Con una siniestra mueca, abría la boca. Sus encías negras goteaban una sustancia blancuzca y purulenta.
Empezaba a reír.
De forma exagerada.
Levantaba su podrido brazo señalándole.
El perro miraba hacia abajo. Unos ojos llorosos se cruzaban con los suyos suplicándole piedad.
Pero no eran los del setter.
Eran de uno de sus hermanos.
Estaba masticando la deliciosa carne de uno de sus hermanos.
Y su ama le miraba y reía.
Floro despertó de la pesadilla y se alejó unos metros del grupo para respirar.
Gracias a ello, salvó la vida.
La manada dormía. Los zombis aparecieron. El ataque fue brutal, aunque no precipitado.
Nunca antes se habían comportado así.
La sangre bañaba el suelo. Las entrañas salían despedidas por el aire. Una macabra danza concebida por la enfermiza mente de un psicópata.
Floro quería ayudar a sus compañeros, pero algo en su interior se lo impidió.
Quizá era un acto cobarde.
O quizá era lo justo y la manada se lo merecía.
Sintió una zarpa en su piel. Se revolvió para zafarse del monstruo que lo agarraba. Los músculos de su pata se tensaron al límite…
… Y se rompieron.
Ignorando el dolor, comenzó a correr. Descargas eléctricas le recorrían la pata.
Pensó en sus compañeros.
Era la segunda vez que huía en su vida.
Y esta vez no se sintió mal.
La mujer de los pechos generosos se sentía mal.
Estaba débil. Tenía diarrea, le dolía la cabeza y las continuas náuseas la obligaban a separarse de la niña para que no la viera vomitar sangre.
Todo porque la pequeña se sintiera segura y protegida.
Recordó el día en que la encontró abandonada y hambrienta en una parada de autobús. No le gustaban los críos. Los odiaba. Nunca había querido quedarse embarazada. Tener un bebé supondría perder la figura que tantos años le había costado conseguir machacando el cuerpo en caros gimnasios.
Tener hijos no le iba a ayudar a conseguir lo que buscaba. Reconocimiento.
Al final todos los hombres la utilizaban. No importaba que fueran jefes, amigos del alma o novios con falsas promesas. La abandonaban por estúpidas jovencitas de poco seso y facilidad para abrir las piernas.
¿Niños? El embarazo sólo traía nuevos problemas.
Miró a la niña. Estaba llorando.
Sin motivo aparente, notó explotar su corazón. Un calor le recorrió el pecho. Un cariño irracional se apoderó de ella. ¿Quizá aquella mocosa era la respuesta a tantos años de inseguridad?
—¿Es así como se siente una madre tras el parto?… No, no puede ser… ¿O sí?
Juró convertirse en la mejor madre del mundo. Por desgracia, esa promesa incluía alejarse con pésimas excusas y vomitar sangre en un rincón.
No podía permitir que la pequeña la viera flaquear.
Una buena madre no hacía eso.
Y ella era una buena madre.
—¡Corre, mi vida, corre! ¡Corre y no mires atrás! ¡Ma… mamá te sigue!
La palabra le vino por instinto, aunque no quería utilizarla. No desde el momento en que, en un arranque de rabia, ella le dijo que no era su hija, que su madre estaba muerta.
Jamás le habían hecho tanto daño.
La niña escapaba protegida por la mujer. Juntas, avanzaban a trompicones.
El hombre miró la escena. Una sonrisa lasciva asomó por su arrugado rostro.
—Mira qué rico chochito viene acercándose al galope —chasqueó la lengua, remojándose con ella sus agrietados labios. Empezó a frotarse los genitales.
La garra de uno de los monstruos asió la sudadera de la niña. La mujer gritó y se abalanzó sobre el zombi. Una amalgama abstracta de piernas y brazos se formó sobre el asfalto. Un combate salvaje y desigual.
«Carne fácil», pensó el perro.
—¡Joder, que me quedo sin polvo! —maldijo el hombre.
Un ruido seco de huesos rotos se escuchó por encima de la pelea.
Sacando fuerzas de flaqueza, la mujer blandió el martillo con determinación. El cráneo del zombi se partió como una rama quebradiza. Un sonido gutural salió de la garganta del monstruo. Una gelatina viscosa se escapaba por la brecha de su cabeza. Los dedos aflojaron la presa sobre la niña.
—¿Ma… mami? —preguntó al levantarse.
El tiempo se congeló para la mujer.
¿Qué había dicho?
Los segundos parecían extenderse hasta el infinito. Miró su mano. Ya no formaba parte de su cuerpo. Y, sin embargo, allí estaba, asida aún al martillo y dibujando una grácil parábola hasta impactar en otro de los monstruos. Un momento onírico y surrealista. Las esquirlas de hueso despedidas por el impacto danzaban en armónicas piruetas acrobáticas a ritmo de vals. Sus músculos se tensaban al son de una música relajante que sólo resonaba en su cabeza.
¿Por qué todo transcurría lentamente?
¿Era posible aquello que había escuchado por boca de la niña?
Sí.
Había dicho «mami».
Por fin alguien la valoraba.
—Sí, mi amor, soy mamá. Soy tu mamá. Ponte a salvo, que yo me ocupo de todo.
Y entonces el cuello le estalló en una pulpa informe de carne y sangre.
No sintió rabia ni odio: sólo paz y felicidad.
Vio huir a su preciosa niña.
—Adiós, mi vida. Mamá siempre cuidará de ti.
—Lo que decía: mi chochito viene trotando hacia su papaíto —el hombre respiró aliviado, volviendo a masajearse los genitales—. Qué suerte, ¿eh, chucho de mierda?
Teñida de rojo, la mujer golpeaba sin fuerza. Las uñas de los monstruos destrozaban su piel dejando al descubierto la carne rosada del interior. Los pechos quedaron a la vista. Uno de ellos, perfecto como la mejor obra de un escultor griego del clasicismo; el otro, deforme como los trazos de un cuadro abstracto.
—¡Así se hace, bichos cabrones! ¿Has visto? Esos cerdos me han ahorrado el esfuerzo de cargarme a la zorra pechugona. Está muy bien, pero… pero es una pena… De esas tetas podríamos haber sacado unos buenos filetes… ¡Qué se le va a hacer!
Volvió la vista hacia la niña.
—Esa mocosa hoy traga rabo… Qué suerte, ¿eh, Floro? Y cuando me canse de ella… —abrió la boca enseñando los dientes amarillentos.
Hizo el gesto de estar masticando.
La niña siguió corriendo.
Las lágrimas le empapaban la cara.
El perro tenía los ojos inundados en lágrimas.
El dolor de su pata era cada vez más intenso.
Se detuvo a descansar un momento.
Antes de darse cuenta, se había sumido en un profundo sueño.
Una sensación de ahogo lo despertó.
Una cuerda alrededor de su cuello le impedía respirar.
Al otro extremo de la soga un hombre tiraba con fuerza. Chasqueaba la lengua contra sus dientes amarillentos.
El enfrentamiento duró poco tiempo. El animal cayó al borde de la asfixia. El hombre lo inmovilizó.
Ziiiip.
Fue la primera vez que escuchó aquel sonido.
El sonido de una cremallera al bajarse.
Le agarraron los cuartos traseros clavándole las uñas en la carne.
Notó una presión bajo su cola.
Un aullido de pánico.
Aquel hombre lo estaba sodomizando.
Se revolvió para escapar.
—¡Eso es, chucho de mierda! ¡Baila para tu papaíto! —graznó en pleno éxtasis sexual.
Tras unos minutos eternos, el hombre gimió y se derrumbó sobre el animal.
Había eyaculado.
El perro notó el tibio líquido salir de su ano. Gotas de saliva le empapaban las orejas, la cara y el hocico.
—Eres la jodida bola de pelo más cariñosa que he conocido.
El hombre se limpió la boca con el dorso de la mano. Se masajeó los testículos.
—Si no fuera por tus orejas, diría que eres un maricón de mierda… De esos que por un poco de dinero se dejan reventar el culo.
Soltó la cuerda que amordazaba al animal.
El perro intentó morderlo, pero falló.
—Vaya, una zorrita peleona —le propinó una patada.
El pene osciló como un péndulo estropeado, dejando manchas de semen en el pantalón.
—Había pensado en despellejarte y comerte, pero… No sé… Hacía meses que no echaba un polvo tan bueno… Y te lo digo en serio, las mujeres de ahora no saben follar: van a lo suyo y se olvidan de tu «hermano pequeño».
Rebuscó en la mochila y tiró algo cerca de la cara del animal.
Los restos de una mano.
—Tu premio por alegrarme la noche.
Un incómodo silencio se hizo entre ambos.
—Es para ti. Aprovéchalo.
Silencio.
—¿No sabes ser agradecido, chucho?
Silencio.
—Cómete eso…
Silencio.
—… de una puta vez…
Silencio.
—¡He dicho que comas, cabrón! ¡Te he dado una puta orden, maldito chucho de mierda! —se levantó y forzó la boca del animal metiendo dentro los restos de la mano.
Tras embutir parte del despojo entre las mandíbulas del perro, se sentó. Respiró profundamente realizando algún tipo de relajación espiritual. Se rascó los testículos y escupió al suelo. La rabia de hacía unos instantes parecía haberse disipado.
—Eso perteneció a mi último polvo. No fue ni la mitad de bueno que el tuyo… Menuda fulana de mierda, una puta estrecha… Como todas las tías… Siempre con la misma monserga: piensas con la polla, piensas con la polla… La destripé y me corrí en su cara. ¿Sabes qué le dije mientras la diñaba? ¡Ya les gustaría a los hombres tener un cerebro tan grande como el mío!… ¿Lo pillas? Cerebro, polla… polla, cerebro… Zorras… Creen que por tener dos tetas y un coño calentito te pueden dar órdenes toda la vida…
Después de escupir los trozos atragantados en su boca, el perro comenzó a lamer la poca carne de una de las falanges de los dedos.
Tenía hambre.
—Está bueno, ¿eh, cabrón? Receta de la casa —observó detenidamente durante unos segundos la panza del animal.
»¡Me gusta que no tengas tetas! Eso es bueno para mí… Y si pones el culo blandito, también lo será para ti… Te voy a adoptar, serás mi puto chucho de compañía… ¡Floro! Me gusta ese nombre, suena a perro maricón… Sí… Floro… Mi perro «guei»…
Se levantó con una sonrisa.
Ziiiip.
—¡Ven, pequeño!
—¡Ven, pequeña! —el hombre agitaba los brazos.
La niña se detuvo sorprendida.
Miró hacia delante intentando huir de todo.
Le esperaba un camino solitario, lleno de peligros y de hambre.
Volvió la vista hacia atrás.
El pasado le golpeó como un puñetazo en la boca del estómago.
La mujer yacía envuelta en un charco de sus propios fluidos. Los zombis habían olvidado el cadáver ahora que le habían dado caza. Ya darían buena cuenta de él con más calma en otro momento. Clavaron la mirada en su nueva presa.
—¡Vamos, pequeña! ¿A qué esperas?
La niña lo miró angustiada. No había futuro en el camino que se abría delante y su pasado acababa de morir. ¿Aquel hombre representaba su presente?
No sabía qué hacer.
Sus instintos le gritaban que huyera, pero si lo hacía, moriría de hambre.
¿Y si aquella persona tenía comida?
La mujer le advirtió sobre los hombres. Le dijo que todos eran iguales. Que no debía fiarse de ellos. Que la utilizarían y luego la abandonarían.
Quería creerla, pero ¿cómo hacer caso a alguien que te había mentido?
Le había prometido que siempre estarían juntas.
Y no era cierto.
Ya no estaba con ella.
¡Mentirosa…!
Corrió hacia donde se encontraba el hombre. De todas las posibilidades, aquélla era la menos mala.
—Eso es, puta cría… Ven aquí… ¡Y tú, Floro, no dejes escapar a la enana o juro que esta noche te hago daño de verdad!
Salió del escondite.
El machete pulcro y afilado de su mano contrastaba con el aspecto descuidado de su vestimenta. Un bate metálico de béisbol oscilaba en la otra mano.
Parecían dos extensiones naturales de su cuerpo.
—¡Vamos, bichos de mierda! ¡Venid aquí! —gritó atrayendo la atención de los zombis. Empezó a correr blandiendo las armas con aterradora facilidad—. ¡Y tú escóndete detrás del muro! ¡Mi perro te protegerá!
La niña obedeció por puro instinto, sin estar convencida de sus actos.
El choque contra los zombis fue brutal.
Los golpes de su pelvis eran brutales.
Floro aborrecía ser sodomizado, pero, si se dejaba hacer, la comida no tardaba en llegar.
Las noches se habían vuelto rutinarias. El hombre se masturbaba hasta conseguir la erección. Luego le penetraba. Tras eyacular, se limpiaba con el pelaje de su lomo y le daba un poco de comida.
—¡Toma, chucho de mierda!… Y a ver si pones más empeño, que cada vez te mueves menos…
El perro se había acostumbrado al bestialismo de aquel hombre. Poco le importaban ya las brutales penetraciones.
Sólo pensaba en no pasar hambre.
Eso era lo único que le animaba.
Eso, y ver a su amo muerto.
Algún día, cuando no necesitara su comida, tras el coito, le desgarraría la garganta.
—Creo… creo que he rasgado la… la sudadera —la niña hablaba entrecortadamente al perro. Llevó los dedos al tejido roto y lo observó durante unos segundos.
»Ella… ella me lo habría arreglado… Lo habría cosido o… o algo así… —se limpió la nariz con la manga. Unos mocos se quedaron pegados a la tela. Los miró y rompió a llorar.
»Era buena conmigo, ¿sabes?… Siempre… siempre me cuidaba… A veces era una pesada… Muy pesada… Pero me cuidaba… Y ahora… ahora está… está muerta… Es idiota… Se ha dejado matar… Está muerta y me ha dejado sola… —se abrazó al perro desconsolada.
A Floro se le encogió el corazón. Era como estar al lado de su tierna y dulce ama. El contacto con la pequeña le hizo sentir bien. No le ocurría desde hacía mucho tiempo.
—¡Vaya par de tortolitos!
La niña chilló por la repentina aparición del hombre. El perro miró a su amo con desconfianza.
—Veo que ya conoces al chucho. Se llama Floro —sonrió a la niña en una mueca forzada—. Le puse ese nombre porque es un perro maric… Bueno… porque… porque le gustan las flores. Eso es, le gustan mucho las flores… ¿A que sí, Floro? Venga, sé amable con la pequeña y dale la patita.
La niña se fijó detenidamente en aquel hombre. Era feo. Tenía la cara llena de arrugas. La barba descuidada. Olía a orina y a sudor viejo.
En sus armas se adivinaban los restos de carne del combate que acababa de tener lugar.
Daba miedo.
Miedo de verdad.
Sus ojos tenían un brillo siniestro. Parecían ocultar algo.
Intuyó algo peligroso para ella.
Miró hacia la casa lujosa donde había estado escondida. Si salía huyendo, quizá tuviera una oportunidad de escapar de aquel hombre.
Sus ojos se toparon con los restos destrozados de los monstruos. Estaban machacados. Un amasijo de torsos y miembros amputados. Las cabezas habían sido seccionadas a partir del cuello y pulverizadas hasta convertirse en una papilla espesa de tejidos y huesos.
Prefirió no huir a la desesperada. Si lo hacía, probablemente la matasen del mismo modo.
—Sí, pequeña… Me los he tenido que cargar… No me gusta la violencia… No… Soy pacifista… Pero he tenido que hacerlo… Por tu bien… Lo he hecho por ti… Papaíto te ha salvado la vida…
Se acercó a la niña para acariciarle la mejilla.
Ella retiró la cara.
—Usted… usted no es… no es mi padre… —le vacilaba la voz. Las piernas le temblaban.
El hombre movió una de sus cejas. La expresión le cambió radicalmente.
Floro reconoció el significado de aquella mirada. La había visto varias veces, cuando se encontraban con alguna superviviente y…
No… No iba a permitir que el hombre lastimara a la niña.
—Claro que no soy tu padre —estaba perdiendo la poca paciencia que tenía—. No soy él… Pero acabo de jugarme el pescuezo por ti ahí afuera y… Eso me da derecho a ser quien me dé la puta gana, ¿entiendes?
Señaló donde los monstruos yacían mutilados.
—¿No crees que deberías ser un poco más agradecida? —alzó el machete apuntando al cuello de la niña.
La muchacha se escondió tras el perro. Floro adoptó una postura de ataque. Los graves gruñidos de advertencia le indicaban a su amo que no se acercase. Fue aumentando el tono hasta convertirlos en fuertes y amenazadores.
—¿Qué pasa, puta enana? ¿Es que no te enseñaron modales tus jodidos padres? Y tú, chucho cabrón, ¿así me pagas todo el tiempo que te he estado cuidando?… Me habéis jodido el día… Y me lo vais a pagar…
Se hizo el silencio. Floro se sentía inquieto con aquella situación. Cada vez que había tenido un enfrentamiento con su amo, había salido perdiendo, aunque al final siempre hallaba el modo de reconciliarse: levantando la cola y dejando que se le acercara por detrás.
Ahora era diferente.
No había vuelta atrás.
No habría perdón.
Las miradas de ambos se escrutaron buscando una debilidad en el oponente.
Alguien iba a morir.
El hombre se movió primero. Un rápido golpe del bate dirigido a la cabeza siseó en el aire. El perro esquivó la embestida haciendo tambalearse al amo. Contraatacó con un mordisco. Los colmillos se clavaron en el brazo. El machete que sostenía cayó al suelo.
Un pequeño brillo de victoria apareció en los ojos de Floro.
Grave error.
Como un tren de mercancías, el bate impactó contra su lomo. El aire escapó de sus pulmones. El sordo crujir de huesos le alarmó. Esperó que aquel ruido no significara que se le habían roto las costillas. No pudo defenderse del siguiente ataque.
Una bota se incrustó contra su cara.
Todo se volvió negro.
La niña salió huyendo al ver al perro agitarse entre convulsiones. Recorrió unos pocos metros antes de que el hombre le diera alcance. Un golpe seco en su espalda. Cayó al suelo. Antes de poder levantarse, el hombre se había tirado sobre su cuerpo.
Chilló.
Un puñetazo en su cara.
El silencio se adueñó de ella.
Se quedó bloqueada.
No podía creerlo aunque le estuviera pasando.
Un hilo de sangre apareció por la nariz. El ojo derecho le palpitaba y cada vez lo sentía más caliente.
¿Por qué estaba pasando aquello?
No había hecho nada malo. Ni siquiera su padre se atrevió a abofetearla cuando rompió la televisión del salón jugando al yoyó. Se quedó sin paga y sin salir a la calle tres meses, pero nadie le puso la mano encima.
¿Entonces por qué aquel hombre la había dado un puñetazo?
Miró a los ojos de su agresor.
Odio y rabia primitivos, que nada tenían que ver con ella.
Esa bestia odiaba por puro instinto.
Volvió a gritar.
Un nuevo puñetazo.
Se le aparecieron luces de colores. Le costaba enfocar la vista.
Otro golpe.
Sabor metálico en la boca.
Otro puñetazo.
—No te muevas… Quizá así deje de pegarte…
Otro.
—No te muevas… ¿Qué he hecho mal?…
Otro.
—Por favor…
Otro.
—Por f…
Otro.
Silencio.
Otro.
Silencio.
Otro.
Silencio.
El hombre dejó de golpear a la niña, aunque podía continuar.
Aún no le dolían los nudillos.
La cría hacía un rato que no se movía.
Tenía el cuello en un ángulo extraño.
Esperaba no haberla matado.
Él no quería hacerlo.
¿Por qué le resultaba imposible controlar su ira? ¿Tantos años de psicólogos para nada?
Acercó el rostro a la pequeña nariz amoratada de la niña.
Una respiración débil.
—Menos mal… No me apetece follarme a otro cadáver —arrastró el cuerpo hasta donde yacía inconsciente el perro.
—Chucho de mierda… Esto es lo que pasa cuando te haces amiguito de zorritas.
Propinó varias patadas al animal.
Negro.
Todo era negro.
Daba igual hacia donde dirigiera Floro su mirada: una inmensidad oscura lo envolvía por completo.
En su mente estaban recientes los recuerdos del combate que acababa de tener con su amo, pero, extrañamente, no le dolía el cuerpo ni sentía esos pinchazos preocupantes en los pulmones.
Un minúsculo punto de luz blanca apareció en la lejanía.
¿Qué era aquello?
Corrió hacia allí.
El punto no se acercaba.
¿Dónde estaba realmente?
¿Acaso había muerto?
De la nada apareció su antigua ama. Con gestos espasmódicos, se arrancó los jirones de ropa en los que se había convertido su pijama. La piel macilenta le cubría el cuerpo desnudo y emitía extraños brillos que rápidamente se extinguían.
El perro se fijó más detenidamente.
Millones de gusanos blancuzcos se desplazaban bajo la superficie.
La niña abrió la boca hasta desencajarse las mandíbulas. Se oyó un chasquido al romperse los músculos.
Una sustancia pastosa comenzó a arrastrarse por su garganta hasta llegar a la lengua. Ruidos obscenos acompañaban todo aquel proceso. Convulsionaba y, con cada espasmo, parte de esa viscosa materia se desparramaba sobre el suelo.
Heces.
Estaba defecando por la boca.
Repugnado, el animal retrocedió unos pasos.
Los excrementos se iban acumulando, formando un montículo que no paraba de crecer.
Su ama levantó el brazo y señaló el lejano punto de luz.
Los ojos de Floro siguieron el putrefacto dedo de su ama y, antes de darse cuenta, aquel diminuto destello aumentó de forma vertiginosa hasta iluminar con un resplandor que quemaba los ojos.
Dolor.
Algo se le clavaba al respirar.
Dolor.
Abrió los ojos para despertar de su pesadilla, pero, lejos de acabar, ésta no había hecho más que comenzar.
—¿Qué pasa, chucho de mierda? ¿Ya nos hemos despertado?
Floro intentó levantarse, pero el cuerpo le dolía demasiado. Se quedó tirado intentando coger fuerzas.
—¡Menudo maricón estás hecho! ¡No me extraña que me gustara tanto darte por el culo!
El perro observó el entorno.
Unos pequeños pantalones vaqueros ensangrentados yacían abandonados sobre unas piedras chamuscadas.
A pocos metros, el hombre sujetaba a la cría por las muñecas. La cremallera de su pantalón estaba bajada.
Su erección era descomunal.
La niña estaba totalmente expuesta de cintura hacia abajo. El aire frío hacía que sus piernas tiritaran.
O quizá lo hacían por el miedo.
Quería llorar, pero se reprimía para no recibir más golpes.
El hombre emitió una risita sádica y acercó el pene hacia la niña.
Floro ladró.
Se incorporó, pero las patas le fallaron haciéndole caer de nuevo. Lo volvió a intentar ayudándose del terreno. Se apoyó en una roca.
El hombre retó al animal con la mirada. Su glande rozaba las nalgas de la pequeña.
Un amago de vómito hizo su aparición en la boca de la niña.
Floro ladró más fuerte.
Cada vez que lo hacía, un pinchazo martirizaba sus pulmones. No podía llegar hasta donde estaban ellos dos sin caerse al suelo. Sólo le quedaba ladrar y esperar que su amo se olvidara de la niña y fuera a por él. Aquella chiquilla le recordaba tanto a su dulce y tierna ama que no podía permitir que sufriera daño.
Siguió ladrando.
Exageradamente.
La garganta le picaba, pero no cejó en su labor.
—¿Qué pasa, chucho? ¿La quieres para ti? —la risa sádica dio paso a una mueca de triunfo—. Pues lo será, pero te la entregaré usada.
Y gritó.
Pero aquél no era un grito de placer.
Era de sorpresa.
Un dolor desgarró su hombro provocando que la erección bajara de inmediato.
Giró la cabeza.
De la boca de un zombi colgaba el trozo de carne que acababan de arrancarle. Sin tiempo para reaccionar, un segundo monstruo se abalanzó haciéndole perder el equilibrio.
Esta vez el mordisco fue dirigido hacia el cuello.
Brutal.
Sin precipitación.
«Carne fácil», pensó Floro.
Los ladridos habían surtido efecto.
Las enseñanzas de la manada habían resultado útiles.
Había conseguido atraer a los zombis hasta su posición.
La niña corrió hacia el perro.
—Vámonos, Floro. Huyamos antes de que se fijen en nosotros.
Al perro le costaba caminar, pero se esforzó al ver que la chiquilla le ayudaba.
Sí. Aquella pequeña se comportaba igual que su tierna y dulce ama.
Se alejaron.
La niña se detuvo y volvió la vista atrás. Los zombis se estaban dando un festín.
—Ese cerdo me… Me iba a…
Unas lágrimas asomaron a sus ojos pero las retuvo.
—Cabrón…
No pensaba llorar.
—Vamos, Floro. Yo cuidaré de ti —un gesto dubitativo apareció en su rostro—. Pero tú también cuidarás de mí, ¿eh? —acarició la cabeza del animal.
El perro lamió la mano de su nueva ama.
Su dulce y tierna ama.
Los buenos tiempos parecían regresar. La presencia de la niña le estaba llenando la mente de gozosos recuerdos del pasado.
Esa sensación le hacía sentirse muy bien.
Lo único que extrañaba para redondear el día eran unas galletas.
Era demasiado pedir.
No había comida.
No había ningún tipo de comida.
«Bueno… —pensó mientras se alejaban cojeando hacia el soleado horizonte—. Espero que mi ama siga siendo dulce y tierna.»
Se imaginó a la niña sobre un charco de sangre mientras él devoraba su dulce y tierna carne.
El día había comenzado mal.
Pero estaba acabando maravillosamente bien.