La Cabeza y la Mano
CHRISTOPHER Priest
Christopher Priest es autor de una extraordinaria novela, The Inverted World que recientemente mereció en Coventry el premio a la mejor novela de S. F. del año (y que aparecerá próximamente en castellano editada en Sudamérica por Emece). Es además autor de otras tres novelas, y de un buen número de relatos, ejerciendo también como crítico literario en varias revistas. La Cabeza y la Mano apareció originalmente en el New Worlds Quarterly 3, la revista-libro de Moorcock que, después de New Worlds, más ha hecho por la difusión de la nueva literatura británica de S. F. No quiero revelarles ningún detalle del tema que aborda este relato, que para mí es el mejor, más audaz y menos convencional relato corto de su autor. No obstante, como imagino que alguno de ustedes puede sentirse fuertemente chocado tras su lectura, añadiré, por si ello puede tranquilizar su conciencia o hacerle dudar de sus juicios preconcebidos, que los derechos de una versión ampliada de este cuento han sido adquiridos por una productora cinematográfica para realizar un film..., y que esta productora no es la Hammer.
* * *
Aquella mañana, en Racine House, estábamos realizando nuestros ejercicios fuera. Había helado durante la noche, y la hierba estaba blanca y quebradiza por la escarcha. El cielo estaba sin una nube y el sol arrojaba largas sombras azules. Nuestra respiración desprendía tras nosotros densas nubes de vapor. No había ruidos, ningún viento, el menor movimiento. El parque era nuestro, y estábamos solos.
Nuestros paseos matutinos seguían un itinerario muy definido, y cuando llegamos al límite este del sendero, al final de la larga pendiente recubierta de césped, me dispuse a dar media vuelta, tirando fuertemente de las palancas de control situadas en la parte trasera del vehículo. Soy un hombre fuerte y musculoso, pero el peso combinado del vehículo de inválido y del maestro superaba casi los límites de mis fuerzas.
Aquella mañana, el maestro estaba de difícil humor. Aunque antes de salir me había dicho claramente que le llevara hasta el abandonado pabellón de verano, cuando intenté alzarlo agitó la cabeza negativamente.
—¡No, Lasken! —dijo irritadamente—. Hoy al lago. Quiero ver los cisnes.
—Por supuesto, señor —le dije.
Giré el vehículo en la dirección de donde habíamos venido, y proseguí nuestro paseo. Esperaba que me dijera algo, ya que era raro que me diera instrucciones contradictorias sin argumentarlas unos instantes más tarde con alguna observación más precisa. Nuestras relaciones eran formales, pero los recuerdos de lo que había habido antes entre nosotros afectaban siempre nuestro comportamiento y nuestras actitudes. Aunque éramos casi de la misma edad y procedíamos del mismo medio social, la carrera de Todd nos había afectado profundamente. Ya no podría haber jamás la menor igualdad entre nosotros.
Aguardé, y finalmente él giró la cabeza y me dijo:
—El parque está muy hermoso hoy, Edward. Esta tarde debemos pasear con Elizabeth antes que empiece el calor. Los árboles están tan rígidos, tan negros.
—Sí, señor —dije, observando el bosque a nuestra derecha. Cuando él había comprado la casa, lo primero que hizo fue ordenar la tala de todos los árboles de hoja perenne, y los que quedaron fueron tratados para que nunca más reverdecieran. Con los años habían recuperado su fuerza, y ahora el maestro pasaba el verano en la casa, con las ventanas cerradas y las cortinas corridas. Tan sólo con la llegada del otoño salía al aire libre, contemplando obsesivamente las hojas anaranjadas y marrones caer al suelo y revolotear sobre el césped.
El lago apareció ante nosotros tras girar un recodo del bosque. El terreno descendía hacia él en una débil pendiente ondulada desde la casa, que ahora se hallaba allá arriba a nuestra izquierda.
A un centenar de metros de la orilla, giré la cabeza y miré en dirección a la casa, viendo la alta silueta de Elizabeth descendiendo hacia nosotros, barriendo el césped con su largo vestido marrón.
Sabiendo que él no podía verla, no le dije nada a Todd.
Nos detuvimos en el borde del lago. Durante la noche se había formado una capa de hielo en su superficie.
—Los cisnes, Edward. ¿Dónde están?
Giró la cabeza hacia la derecha y apoyó sus labios en uno de los botones que allí había. Inmediatamente, las baterías situadas en la parte inferior del vehículo pusieron en marcha los motores de los servomecanismos, y el respaldo se elevó, situándolo en una posición casi vertical.
Giró la cabeza hacia uno y otro lado, con su rostro sin cejas fruncido por una serie de arrugas.
—Ve y encuentra su nido, Lasken. Hoy quiero verlos.
—Es el hielo, señor —dije—. Probablemente los ha hecho irse del lago.
Oí el roce de la seda sobre la hierba helada y me giré. Elizabeth estaba a unos metros detrás de nosotros, con un sobre en las manos.
Lo mostró y me miró con aire interrogativo. Asentí en silencio: era aquel. Me dirigió una rápida sonrisa. El maestro no sabía aún que ella estaba allí. La membrana exterior de sus orejas había sido extirpada, y ya no podía localizar la procedencia de los sonidos.
Ella pasó por mi lado con los modales decididos que tanto le gustaban a él y se detuvo frente al maestro. No pareció sorprendido de verla.
—Hay una carta, Todd —dijo ella.
—Más tarde —dijo él, sin ni siquiera mirarla—. Lasken puede ocuparse de ello. Ahora no tengo tiempo.
—Creo que es de Gastón. Al menos es el tipo de papel de cartas que él emplea.
—Léemela.
Echó bruscamente la cabeza hacia atrás. Luego me ordenó que me apartara para no oír lo que iban a decirse. Obedeciendo, me alejé hasta un lugar donde sabía que no podría ni verme ni oírme.
Elizabeth se inclinó y le besó en los labios.
—Todd, sea lo que sea, por favor, no lo hagas.
—Léemela —repitió él.
Ella rasgó el sobre con su pulgar y extrajo una hoja de fino papel blanco, doblada en tres. Yo sabía el contenido de la carta; el propio Gastón me la había leído por teléfono el día anterior. Él y yo nos habíamos ocupado de los detalles, y sabíamos que no íbamos a conseguir una oferta más elevada ni siquiera tratándose de Todd. Se habían presentado dificultades con los derechos para televisión, y por un momento habíamos temido que el gobierno francés fuera a intervenir.
La carta de Gastón era breve. Decía que la popularidad de Todd nunca había sido tan grande, y que el Théatre Alhambra y su consorcio habían ofrecido ocho millones de francos por otra aparición. Escuché la voz de Elizabeth mientras la leía, sorprendiéndome del tono monocorde, sin emociones, de su pronunciación. Antes me había prevenido que no se creía capaz de leerle la carta.
Cuando hubo terminado, Todd le pidió que la releyera. Ella lo hizo, luego colocó la carta abierta ante él, rozó con sus labios el rostro del maestro y se alejó. Cuando pasó junto a mí colocó por un breve instante una mano en mi brazo, luego prosiguió su camino hacia la casa. La contemplé durante unos segundos, observando cómo su delicada belleza era acentuada por la luz del sol que iluminaba un lado de su rostro y el viento que echaba hacia atrás algunos mechones de su cabello.
El maestro agitó su cabeza a uno y otro lado.
—¡Lasken! ¡Lasken!
Corrí hacia él.
—¿Has visto eso?
Tomé la carta y le eché un vistazo.
—Yo le respondería que no, por supuesto —dije—. Está fuera de toda duda.
—No, no. Debo reflexionar. Debemos considerar siempre las ofertas. Hay tantas cosas en juego. Oculté mi expresión de aburrimiento.
—Pero esto es imposible. ¡No puede usted dar más espectáculos!
—Hay un medio, Edward —dijo, con una voz suave que no le había oído nunca—. Y debo encontrar ese medio.
Vi un palmípedo a pocos metros de nosotros, en las cañas que bordeaban el lago. Se bamboleaba sobre el hielo, desconcertado por la superficie helada. Tomé una de las largar pértigas que había a los lados del vehículo y rompí una sección del hielo. El ánade resbaló en la superficie helada y alzó el vuelo, asustado por el ruido.
Regresé junto a Todd.
—Ya está. Si hay un poco de agua al descubierto, los cisnes volverán.
La expresión de su rostro era preocupada.
—El Théatre Alhambra —dijo—. ¿Qué vamos a hacer?
—Hablaré con su abogado. Es un ultraje que el teatro intente hacerle una proposición tal. Saben muy bien que usted ya no puede volver.
—Pero, ocho millones de francos...
—No se trata de una cuestión de dinero. Usted mismo lo dijo en cierta ocasión.
—No, no es por el dinero. Ni por el público. Es por todo.
Aguardamos a los cisnes cerca del lago, mientras el sol ascendía en el cielo. Gocé de los colores pálidos del parque, del silencio y de la tranquilidad. Era una reacción estética y estéril, ya que la casa y sus alrededores me habían deprimido desde un principio. Tan sólo la belleza pasajera de la mañana —una expresión frágil y helada— provocaba algo en mí.
El maestro permanecía silencioso y había devuelto el respaldo a su posición horizontal, que consideraba más relajadora. Aunque sus ojos estaban cerrados, sabía que no dormía.
Me alejé de él, allá donde no pudiera oírme, y di la vuelta al perímetro del lago, vigilando constantemente el vehículo para ver si se movía. Me preguntaba si sería capaz de resistir la oferta del Théatre Alhambra, temiendo que si él la rechazaba no habría ninguna atracción mayor.
Aquel era el mejor momento..., no había aparecido en público desde hacía casi cuatro años y medio. La mentalización del público estaba en su grado óptimo..., ya que los media habían vuelto recientemente su interés hacia él, criticando a sus numerosos imitadores y pidiendo su vuelta. Nada de esto influenciaba al maestro. Tan sólo había un Todd Alborne, y sólo él había podido llegar tan lejos. Nadie podía compararse con él. Todo estaba a punto, tan sólo faltaba la participación del maestro para completarlo.
El claxon eléctrico que había instalado en su vehículo sonó. Mirando desde el otro lado del hielo, vi que había desplazado su rostro hasta un botón. Di media vuelta y regresé a su lado.
—Quiero ver a Elizabeth —dijo.
—Sabe lo que ella va a decir.
—Sí. Pero debo hablarle.
Giré el vehículo e inicié el largo y difícil camino de regreso hacia la casa, subiendo la pendiente.
Mientras abandonábamos la orilla del lago, vi una bandada de blancos pájaros volando muy bajo en la lejanía, alejándose de la casa. Esperé que Todd no los hubiera visto.
Miró hacia los lados cuando pasamos junto al bosque. Vi que en las ramas estaban naciendo nuevas yemas que iban a brotar dentro de unas semanas; creo que él no vio más que las ramas negras y retorcidas, la sombría geometría de los árboles desnudos.
Cuando llegamos a la casa, le conduje hasta su despacho, y llevé su cuerpo desde el vehículo que utilizaba para sus paseos por el exterior hasta el vehículo motorizado con el que se desplazaba por el interior de la casa. Pasó el resto del día con Elizabeth, y no la vi hasta que bajó a buscar la comida que les había preparado. No tuvimos tiempo más que de intercambiar algunas miradas, entrelazar nuestras manos, besarnos furtivamente. Ella no dijo nada de lo que él pensaba hacer.
Se retiró temprano y Elizabeth con él, permaneciendo en la habitación contigua a la suya, durmiendo sola como había hecho desde hacía cinco años.
Cuando se aseguró que él estaba durmiendo, abandonó su cama y vino a la mía. Hicimos inmediatamente el amor. Luego permanecimos tendidos lado a lado en la oscuridad, con las manos posesivamente entrelazadas; sólo entonces me dijo cuál había sido su decisión.
—Va a hacerlo —murmuró—. Nunca le había visto tan excitado desde hace años.
Conocí a Todd Alborne cuando teníamos dieciocho años. Nuestras familias se conocían, y el azar hizo que nos encontráramos un año, durante unas vacaciones en Europa. No nos hicimos inmediatamente amigos íntimos, pero encontré su compañía fascinante, y tras nuestro regreso a Inglaterra permanecimos en contacto.
No me gustaba la fascinación que ejercía sobre mí, pero no podía resistirla: él sentía por todo lo que hacía una devoción fanática y apasionada, y cuando había iniciado algo nada podía detenerle. Tuvo varias desastrosas historias amorosas, y en dos ocasiones perdió incluso más que su fortuna en arriesgados negocios que fracasaron. Pero su indeterminación general me turbaba; sentía que, una vez encaminado en una dirección que pudiera controlar, sería capaz de explotar sus talentos no habituales.
Fue su repentina e inesperada gloria la que nos separó. Nadie la había anticipado, y Todd menos que cualquier otro. Sin embargo, cuando comprendió sus posibilidades, la aceptó inmediatamente.
Yo no estaba con él cuando todo comenzó, aunque le vi poco después. Me contó lo que había ocurrido, y aunque difería de lo que se decía por ahí, le creí.
Estaba bebiendo con algunos amigos cuando se produjo un accidente. Uno de sus compañeros se había cortado profundamente y se había desvanecido. Durante la agitación que siguió, un extranjero apostó con Todd a que no era capaz de infligirse voluntariamente una herida en su propio cuerpo.
Todd se cortó la piel del antebrazo, y se embolsó el dinero. El extranjero le ofreció entonces doblar la apuesta si Todd era capaz de amputarse un dedo.
Situando su mano izquierda sobre la mesa que se hallaba ante él, Todd se cercenó su dedo índice. Unos minutos más tarde, sin mediar ningún aliento por parte del extranjero —que por aquel entonces ya se había ido—, Todd se amputó otro dedo. Al día siguiente, una compañía de televisión se enteró de la historia e invitó a Todd al estudio para contar a los telespectadores lo que había ocurrido. Durante la emisión en directo, y contra los deseos del presentador, Todd repitió la operación.
Fue la reacción provocada por aquella primera emisión —la oleada de malsana curiosidad despertada en el público y la histérica condena de los media— la que reveló a Todd las posibilidades que ofrecían estas demostraciones de automutilación.
Encontró un promotor e inició una gira por Europa, realizando su acto tan sólo ante audiencias de pago.
Fue en este punto —viendo la forma en que preparaba su publicidad y sabiendo las sumas que estaba seguro de ganar— que me esforcé en separarme de él. Me aislé voluntariamente de las noticias de sus éxitos, y me desinteresé de las distintas proezas públicas que realizó. Lo que me disgustaba era el aspecto ritual de lo que hacía, y su talento innato para el exhibicionismo no hacían más que convertírmelo en más repugnante.
Volvimos a encontrarnos un año después de esta separación. Fue él quien me llamó, y aunque al principio me resistí, fui incapaz de mantener entre él y yo la distancia que deseaba.
Supe que, en aquel período de tiempo, se había casado.
Al principio me sentí repelido por Elizabeth, ya que pensé que ella amaba a Todd por su obsesión, del mismo modo que le amaba el público sediento de sangre. Pero cuando comencé a conocerla mejor, me di cuenta que ella misma se veía en una especie de papel mesiánico. Fue entonces cuando comprendí que ella era tan vulnerable como Todd —aunque de una manera completamente distinta—, y acepté trabajar para él y hacer lo que me pedía. Al principio, me negué a asistir a sus mutilaciones, pero terminé por aceptar todo lo que me exigía. Mi cambio de actitud al respecto era debido a Elizabeth.
El estado de su cuerpo cuando comencé a trabajar para él era tan malo que estaba casi por completo inválido. Aunque al principio varios órganos le fueron reinjertados tras su mutilación, tales operaciones no podían ser efectuadas más que un número limitado de veces y, durante la convalecencia, impedían cualquier espectáculo.
Su brazo izquierdo había sido seccionado bajo el codo; su pierna izquierda estaba casi intacta, excepto dos dedos. Su pierna derecha estaba intacta. Una de sus orejas había sido arrancada, y había sido escalpelado. Aparte del pulgar y el índice, todos los dedos de su mano derecha habían sido amputados.
Aquellas mutilaciones hicieron que fuera incapaz de seguir amputándose a sí mismo, y aparte de los distintos asistentes que empleaba en sus operaciones, me pidió que me ocupara de los aparatos de mutilación durante los espectáculos.
Firmó una declaración jurada en la que declaraba que yo no era más que un instrumento en todas sus operaciones, y su carrera prosiguió.
Aquello continuó, entre los períodos de recuperación, durante otros dos años. Pese al aparente desprecio que sentía por su cuerpo, Todd se costeó la más cara de las vigilancias médicas, y la recuperación debía ser observada escrupulosamente tras cada amputación antes de proceder a la siguiente.
Pero el cuerpo humano es limitado, y su alejamiento de la escena era inevitable.
Durante su último espectáculo, sus órganos genitales fueron extirpados en medio de la mayor tormenta de publicidad e insultos que jamás hubiera conocido. Tras lo cual no hizo ninguna otra aparición en público, y pasó una larga convalecencia en una clínica privada. Elizabeth y yo permanecimos a su lado, y cuando compró Racine House, a veinticinco kilómetros de París, nos instalamos con él.
Y tras aquel día los tres nos instalamos tras una máscara; cada uno de nosotros pretendía convencer a los demás que su carrera había alcanzado su cúspide, pero todos sabíamos que en aquel hombre sin miembros, sin orejas, sin cabellos, castrado, ardía aún la llama de su espectáculo definitivo.
Y, fuera de las puertas de Racine House, los admiradores de Todd esperaban. Y él sabía que esperaban, y Elizabeth y yo sabíamos que esperaban.
Sin embargo, nuestras vidas continuaban, y él era el maestro.
Hubo un intervalo de tres semanas entre mi confirmación a Gastón del hecho que Todd iba a dar otro espectáculo y la noche de su aparición en público. Había mucho que hacer.
Dejamos que Gastón se encargara de la publicidad, y Todd y yo comenzamos a diseñar y a construir el equipo del espectáculo. Era un trabajo que en el pasado me había disgustado profundamente. Producía una desagradable tensión entre Elizabeth y yo, ya que ella no permitía que le hablara de este equipo.
Esta vez, sin embargo, el problema no se presentó entre nosotros. Cuando ya había realizado la mitad del trabajo, me preguntó sobre el aparato que estaba construyendo, y aquella misma noche, después que Todd se hubo dormido, hice que bajara al taller. Durante diez minutos anduvo de uno a otro instrumento, comprobando la suavidad de los mecanismos y el filo de las hojas.
Finalmente, me dirigió una inexpresiva mirada y asintió con la cabeza.
Contacté a los antiguos asistentes de Todd y me aseguré que ellos estarían presentes para el espectáculo. Telefoneé una o dos veces a Gastón, y supe de la oleada de especulaciones que precedían al retorno de Todd.
En cuanto al maestro, era presa de un estallido de energía y de excitación que llevaba hasta sus límites las máquinas protésicas que le rodeaban. Parecía incapaz de dormir, y llamó a Elizabeth varias noches. Durante aquel período ella no vino a mi habitación, aunque yo la visitaba durante una o dos horas. Una noche, Todd la llamó mientras yo estaba allí, y permanecí tendido en su cama, escuchándole hablar con una voz extrañamente aguda, pero nunca no controlada o sobreexcitada.
Cuando llegó el día de la representación, le pregunté si deseaba dirigirse al Alhambra en nuestro coche especialmente construido, o en aquel otro tirado por caballos, que sabía prefería para sus apariciones públicas. Eligió el segundo.
Partimos temprano, sabiendo que además de la distancia que debíamos recorrer sus admiradores nos ocasionarían varios retrasos.
Situamos a Todd en la parte delantera del vehículo, al lado del cochero, sentado en la silla que yo había fabricado para él. Elizabeth y yo permanecíamos sentados detrás, con la mano de ella ligeramente apoyada en mi pierna. Todd giraba muy a menudo a medias su cabeza para hablarnos. En esas ocasiones, uno de nosotros se inclinaba hacia adelante para oírle y responderle.
Cuando penetramos en París encontramos a numerosos grupos de admiradores. Algunos aplaudían o gritaban, otros permanecían silenciosos. Todd los saludaba a todos, pero cuando una mujer intentó subirse al coche se mostró agitado y nervioso y me gritó que la apartara de allí.
El único lugar donde estuvo muy cerca de sus admiradores fue durante nuestra parada para cambiar de caballos. Habló entonces amigable y volublemente, aunque se mostró muy pronto cansado.
Nuestra llegada al Théatre Alhambra había sido preparada con el mayor cuidado, y un cordón de policías contenía a la multitud. Un gran canal había sido dejado libre para rodar a Todd a través de él. Cuando el coche se detuvo, la multitud empezó a aplaudir, y los caballos se pusieron nerviosos.
Rodé a Todd hasta la entrada de artistas, reaccionando a mi pesar a la histeria de la multitud. Elizabeth iba pegada a nosotros. Todd recibió con placer aquella acogida, lanzando profesionales sonrisas a uno y otro lado, incapaz de responder de otro modo a las aclamaciones. No pareció notar un sector muy determinado de la multitud, que vociferaba slogans pintados en pancartas.
Una vez en su camerino, pudimos descansar unos instantes. El espectáculo no comenzaría hasta dentro de dos horas y media. Tras un ligero sueño, Todd fue bañado por Elizabeth y luego vestido con su traje de escena.
Veinte minutos antes de la hora de su acto, una mujer del personal del teatro entró en el camerino y le ofreció un ramo de flores. Elizabeth las tomó de manos de la mujer y las depositó ante él con aire vacilante, sabiendo que le repugnaban las flores.
—Gracias —dijo Todd a la mujer—. ¡Flores! ¡Qué hermosos colores tienen!
Gastón entró quince minutos más tarde, acompañado por el empresario del Alhambra. Los dos hombres estrecharon mi mano, Gastón besó a Elizabeth en la mejilla y el empresario intentó conversar con Todd. Éste no le contestó, y un poco después observé que el empresario estaba llorando en silencio. Todd nos miró a todos.
El maestro había decidido que el espectáculo no estaría rodeado por ninguna ceremonia especial. No habría discursos, ningún anuncio público por parte de Todd. No sería concedida ninguna entrevista. El desarrollo del acto seguiría escrupulosamente las instrucciones que me había dictado, y los ensayos que los demás asistentes habían realizado durante la última semana.
Se giró hacia Elizabeth y levantó su rostro hacia ella. Ella le besó tiernamente, y yo me volví.
Tras un minuto aproximadamente, dijo:
—Adelante, Lasken. Estoy preparado.
Tomé las asas de su vehículo y lo empujé fuera del camerino, luego a lo largo del corredor hasta bastidores.
Oímos a un hombre hablar de Todd en francés, y luego un gran rugido de aplausos del público. Los músculos de mi estómago se contrajeron. El rostro de Todd no cambió de expresión.
Dos asistentes avanzaron y llevaron al maestro hasta su atalaje. Éste se hallaba unido por dos hilos muy finos a una polea disimulada en la tramoya, de tal modo que cuando uno de los asistentes la manipulaba desde bastidores, Todd se desplazaba sobre el escenario. Cuando estuvo bien atado, le colocaron los cuatro miembros postizos.
Me hizo una seña con la cabeza y me preparé. Por un segundo vi la expresión en los ojos de Elizabeth. Todd no miraba en nuestra dirección, pero no le respondí.
Salí al escenario. Una mujer gritó, y toda la sala se puso en pie. Mi corazón latió fuertemente.
El equipo se encontraba ya en el escenario, oculto por pesados cortinajes de terciopelo. Avancé hasta el centro del escenario y me incliné ante el público. Luego fui de uno a otro elemento del equipo, tirando de las cortinas.
Los espectadores gruñían su aprobación cada vez que era descubierto un nuevo aparato. La voz del empresario resonó en los altavoces, rogando que todos ocuparan sus asientos. Tal como había hecho ya en anteriores actos, permanecí inmóvil hasta que volvieron a sentarse todos. Cada movimiento era provocativo.
Terminé de revelar el equipo. A mis ojos era feo y utilitario, pero el público apreció la aparición de las afiladas hojas.
Avancé hacia la luz de los focos.
—Mesdames, Messieurs —se hizo un repentino silencio—. Le maître.
Retrocedí, tendiendo la mano en dirección a Todd. Intenté a propósito dejar de lado la sala. Podía ver a Todd entre bastidores, sujeto a su atalaje, al lado de Elizabeth. No le hablaba, no la miraba siquiera. Su cabeza estaba inclinada hacia adelante, concentrada en el ruido de la multitud.
Permanecían aún silenciosos..., la inmovilidad anticipativa del voyeur.
Pasaron algunos segundos, y Todd seguía aguardando. Al fondo de la sala, alguien dijo algo en voz baja. Y, bruscamente, el público se desató.
Aquel era el momento que esperaba Todd. Hizo una seña a un asistente, que tiró del otro extremo de los hilos y empujó al maestro a escena.
El movimiento era extraño y antinatural. Estaba suspendido a los hilos de tal modo que sus falsas piernas apenas rozaban el suelo. Sus falsos brazos colgaban blandamente a sus costados. Tan sólo la cabeza se movía, saludando y dando las gracias a la concurrencia.
Yo esperaba que aplaudieran..., pero cuando apareció se hizo un silencio absoluto. Lo había olvidado en aquellos últimos años. Era el silencio lo que siempre me había aterrado.
El asistente hizo que Todd se deslizara hasta un diván situado a la derecha del escenario. Le ayudé a tenderse en él. Otro asistente —un médico cualificado— subió a escena y procedió a un breve examen.
Escribió algo en una hoja de papel y me la tendió. Luego avanzó hasta las candilejas e hizo su declaración al público:
—He examinado al maestro. Está sano. Está cuerdo. Está en plena posesión de sus sentidos, y sabe lo que va a hacer. He firmado un certificado al respecto.
El asistente que manejaba los hilos levantó a Todd una vez más y lo paseó por escena, de una parte a otra del equipo. Cuando lo hubo inspeccionado todo, hizo un signo de aprobación.
En la parte delantera del escenario, en el centro, solté las falsas piernas. Cuando cayeron de su cuerpo, una o dos personas en la sala jadearon.
Los brazos de Todd fueron retirados.
Entonces hice avanzar uno de los elementos del equipo: una larga mesa blanca coronada por un enorme espejo.
Hice deslizar el tronco de Todd sobre la mesa, luego retiré el atalaje e hice una seña para que acudieran a buscarlo. Situé a Todd de modo que quedara tendido con la cabeza en dirección a la sala, y que los espectadores pudieran ver la totalidad de su cuerpo a través del espejo. Trabajaba en medio de un denso silencio. No miraba hacia el público, no miraba hacia bastidores. Sudaba. Todd no pronunció una palabra.
Cuando estuvo en la posición requerida, Todd me hizo una seña con la cabeza y yo me volví hacia el público, me incliné, y declaré que el acto iba a comenzar. Sonaron algunos aplausos, que fueron ahogados rápidamente.
Permanecí de pie a su lado y miré a Todd sin ninguna reacción. Él estaba sintiendo de nuevo al público. En un espectáculo que consistía en un solo acto, y además silencioso, debía elegir su momento con la mayor precisión para obtener el mejor efecto. Tan sólo una parte del equipo que se hallaba en escena iba a ser utilizada esta noche; el resto no estaba allí más que por el efecto suplementario que producía.
Todd y yo sabíamos cuál era: yo la traería hasta él en el momento oportuno.
El público seguía silencioso, pero agitado. Noté que su inestable equilibrio alcanzaba el límite: un solo movimiento haría estallar una reacción. Todd me hizo una seña.
Me dirigí de un elemento a otro del equipo. A cada parada pasaba mi mano por las hojas, como para sentir su filo. Cuando terminé de inspeccionarlos todos, la concurrencia estaba preparada. Podía sentirlo, y sabía que Todd podía sentirlo también.
Regresé junto al aparato que Todd había elegido: una guillotina construida con tubo de aluminio, y cuya hoja era de un acero inoxidable muy fino. La empujé hasta situarla encima de su mesa, y la fijé por medio de las abrazaderas previstas para tal fin. Comprobé su solidez, y me aseguré visualmente que su mecanismo de disparo funcionaría bien.
Todd estaba ahora situado de tal modo que su cabeza se hallaba fuera del borde de la mesa, y directamente bajo la hoja. La guillotina estaba construida de modo que no impidiera la visión de su cuerpo a través del espejo.
Le quité sus ropas.
Estaba desnudo. El público jadeó cuando vio sus cicatrices, pero el silencio se restableció casi inmediatamente.
Tomé el lazo que remataba el hilo del mecanismo de disparo y, tal como me había pedido Todd, lo aseguré fuertemente alrededor de la parte carnosa de su lengua. Ajusté el hilo al lado del aparato para que quedara ligeramente tenso.
Me incliné sobre él y le pregunté si estaba preparado. Asintió.
—Edward —dijo indistintamente—. Acércate.
Me incliné sobre él de modo que mi rostro estuviera cerca del suyo. Para ello tuve que pasar mi propio cuello bajo la hoja de la guillotina. El público aprobó esta acción.
—¿Qué ocurre? —dije.
—Lo sé todo, Edward. Acerca de ti y de Elizabeth.
Miré hacia bastidores, donde estaba ella.
—¿Y pese a ello insistes...? —dije.
Asintió de nuevo, esta vez más violentamente. El hilo atado a su lengua se tensó, y el mecanismo se disparó. Estuve a punto de ser atrapado por el aparato. Salté hacia atrás en el momento en que la hoja descendía. Desvié la vista de él, mirando desesperadamente hacia bastidores, hacia Elizabeth, mientras los primeros aullidos del público llenaban el teatro.
Elizabeth avanzó hacia el escenario. Miraba a Todd. Fui hacia ella.
El torso de Todd yacía sobre a mesa. Su corazón latía aún, ya que la sangre chorreaba rítmicamente, en espesas gotas, de su cortado cuello. Su calva cabeza se balanceaba cerca del aparato. Allá donde había sido atado, el hilo casi había arrancado la lengua de su base. Sus ojos aún estaban abiertos.
Nos giramos para observar al público. El cambio que se había producido en ellos era total; en cinco segundos fueron ganados por el pánico. Algunas personas se habían desvanecido; el resto permanecía de pie. El ruido de sus gritos era increíble. Se dirigían hacia las puertas. Nadie miraba al escenario. Un hombre dio un puñetazo a otro; fue golpeado por detrás. Una mujer presa de un ataque de histeria se desgarraba los vestidos. Nadie le prestó la menor atención. Oí un disparo y me eché instintivamente al suelo, empujando a Elizabeth conmigo. Las mujeres aullaban, los hombres gritaban. Oí el chasquido de los altavoces, pero ninguna voz surgió de ellos. Bruscamente, las puertas del auditorio se abrieron simultáneamente por todos lados, y policías armados penetraron en el local. Todo había sido cuidadosamente planeado. Ante el ataque de la policía, la multitud respondió. Hubo otro disparo, luego varios más en rápida sucesión.
Tomé de la mano a Elizabeth y la arrastré fuera del escenario.
En el camerino, observamos por la ventana cómo la policía cargaba contra la multitud en la calle. Mucha gente fue herida o muerta. Se soltaron gases lacrimógenos. Un helicóptero volaba sobre la lucha.
Permanecimos de pie en silencio, uno junto al otro, Elizabeth llorando quedamente. Nos vimos obligados a permanecer en la seguridad del edificio del teatro durante otras doce horas. A la mañana siguiente volvimos a Racine House, y las primeras hojas se estaban abriendo.