El Flautista
RAY Bradbury
Es difícil a estas alturas publicar un relato de Ray Bradbury que sea a la vez bueno e inédito. Lo mejor de su obra se halla ya totalmente traducido al español (buena parte de ella varias veces), y los pocos relatos que aún siguen inéditos suelen ser obras de segunda categoría, la mayor parte de ellas muy antiguas y casi todas pertenecientes al género del terror «gótico», que cultivó Bradbury en sus primeros años.
Sin embargo, creo haber hallado con este relato una obra idónea para iniciar esta antología. El Flautista tiene una curiosa historia. Se trata del relato con el que Bradbury inició su carrera de escritor, y fue publicado por primera vez el año 1940, en el número 4 del fanzine Futuria Fantasia que editaba el propio Bradbury (pues, por si alguno de ustedes aún lo ignora, Bradbury inició su carrera como un fan de pro)..., firmado con el seudónimo de Ron Reynolds. Tres años más tarde, una versión muy comercializada del mismo aparecería ya con la firma de Bradbury en el número de febrero de 1943 de la revista Thrilling Wonder Stories, pasando sin pena ni gloria. Hubo que esperar a 1970 y a los buenos oficios de Sam Moskowitz, que lo incluyó en su antología Futures to Infinity, para que la primitiva versión del cuento viera de nuevo la luz con todo su primerizo frescor.
Porque en El Flautista concurren dos circunstancias que considero interesante mencionar. En primer lugar, como ya he dicho, es el primer relato publicado por un autor que hoy es considerado como uno de los pilares de toda la S. F. mundial, y respira una ingenua frescura juvenil que va mucho más allá del amaneramiento estilístico propio de lo más reciente de su obra. Y en segundo lugar, se trata (si bien su autor nunca lo haya reconocido explícitamente) de la auténticamente primera Crónica Marciana. Aunque examinándolo fríamente no sea más que una transposición marciana del conocido cuento infantil del flautista de Hamelin, todos los elementos que más tarde harían famosa la célebre serie se hallan ya aquí. Incluso, me atrevería a decir, algunos de los pertenecientes al más reaccionario Bradbury.
* * *
—¡Ahí está, Señor! ¡Míralo! ¡Ahí está! —cloqueó el viejo, señalando con un calloso dedo—. ¡El viejo flautista! ¡Completamente loco! ¡Todos los años igual!
El muchacho marciano que estaba a los pies del viejo agitó sus rojizos pies en el suelo y clavó sus grandes ojos verdes en la colina funeraria donde permanecía inmóvil el flautista.
—¿Y por qué hace esto? —preguntó.
—¿Qué? —el apergaminado rostro del viejo se frunció en un laberinto de arrugas—. Está loco, eso es todo. No hace más que permanecer ahí, soplando su música desde el anochecer hasta el alba.
El tenue sonido de la flauta se filtraba en la penumbra, creando apagados ecos en las bajas prominencias y perdiéndose poco a poco en el melancólico silencio. Luego aumentó su volumen, haciéndose más alto, más discordante, como si llorara con una voz aguda.
El flautista era un hombre alto, delgado, con el rostro tan pálido y vacío como las lunas de Marte, los ojos de color cárdeno; se mantenía erguido recortándose contra el tenebroso cielo, con la flauta pegada a los labios, y tocaba. El flautista..., una silueta..., un símbolo..., una melodía.
—¿De dónde viene el flautista? —preguntó el muchacho.
—De Venus —dijo el viejo. Se quitó la pipa de la boca y la atacó—. ¡Oh!, hace más de veinte años, a bordo del mismo proyectil que trajo a los terrestres. Yo llegué en la misma nave, procedente de la Tierra: ocupamos dos asientos contiguos.
—¿Cómo se llama? —la voz del muchacho era infantil, curiosa.
—No lo recuerdo. En realidad, creo que nunca he llegado a saberlo.
Les alcanzó un impreciso ruido de roces. El flautista seguía tocando, sin prestar ninguna atención. Procedentes de las sombras, recortándose contra el horizonte tachonado de estrellas, estaban empezando a llegar formas misteriosas que se arrastraban, se arrastraban.
—Marte es un mundo que se muere —dijo el viejo—. Ya no ocurre nada importante aquí. Creo que el flautista es un exiliado.
Las estrellas se estremecían como un reflejo en el agua, danzando al ritmo de la música.
—Un exiliado —prosiguió el viejo—. Un poco como un leproso. Le llamaban el Cerebro. Era el compendio de toda la cultura venusina hasta que llegaron los terrestres con sus sociedades ávidas y sus malditos libertinajes. Los terrestres lo declararon fuera de la ley y lo enviaron a Marte para que terminara aquí sus días.
—Marte es un mundo que se muere —repitió el chiquillo—. Un mundo que se muere. ¿Cuántos marcianos hay ahora, señor?
El viejo dejó oír una risita.
—Creo que tú eres tal vez el único marciano de pura raza que queda con vida, muchacho. Pero hay muchos millones más.
—¿Dónde viven? Nunca he visto ninguno.
—Eres joven. Tienes aún mucho que ver, mucho que aprender.
—¿Dónde viven?
—Allá abajo, tras las montañas, más allá de las profundidades de los mares muertos, más allá del horizonte, al norte, en las cavernas, muy por debajo del suelo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, es difícil de explicar. Hubo un tiempo en que fueron una raza notable. Pero les ocurrió algo, se volvieron híbridos. Ahora son tan sólo criaturas sin inteligencia, bestias crueles.
—¿Es cierto que Marte es propiedad de la Tierra? —Los ojos del muchacho estaban clavados en el planeta que relucía sobre sus cabezas, el lejano planeta verde.
—Sí, todo Marte le pertenece. La Tierra tiene aquí tres ciudades, cada una de las cuales cuenta con mil habitantes. La más cercana está a dos kilómetros de aquí, siguiendo la carretera, un conjunto de pequeñas casas metálicas en forma de burbuja. Los hombres de la Tierra se desplazan entre las casas como si fueran hormigas, encerrados en sus escafandras espaciales. Son mineros. Abren con sus grandes máquinas las entrañas de nuestro planeta para extraer la sangre preciosa de nuestra vida de las venas minerales,
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo —el viejo agitó tristemente la cabeza—. Ni cultura, ni arte, sólo los terrestres ávidos y desesperados.
—¿Y las otras dos ciudades..., dónde están?
—Hay una a ocho kilómetros de aquí, siguiendo la misma carretera. La tercera está mucho más lejos, a unos ochocientos kilómetros.
—Me siento feliz viviendo aquí contigo, los dos solos —la cabeza del muchacho estaba inclinada, como si se estuviera adormeciendo—. No me gustan los hombres de la Tierra. Son unos expoliadores.
—Siempre lo han sido —dijo el viejo—. Pero algún día hallarán su castigo. Han blasfemado demasiado, es un hecho. No pueden poseer los planetas como ellos lo hacen y esperar sacar tan sólo un avaricioso provecho para sus cuerpos blandos y lentos. Un día... —su voz se elevó de tono, al ritmo de la música salvaje del flautista.
Una música que se hacía cada vez más feroz, más demente, una música estremecedora. Una música que recordaba la salvaje naturaleza de la vida, que llamaba a realizar el destino del hombre.
Flautista de loca mirada, desde tu colina,
tú que cantas y te lamentas:
¡Llama a los seres salvajes a su venganza,
bajo las lunas de Marte agonizante!
—¿Qué es esto? —preguntó el muchacho.
—Un poema —dijo el viejo—. Un poema que escribí hace pocos días. Presiento que muy pronto va a ocurrir algo. La canción del flautista se hace cada noche más insistente. Al principio, hace veinte años, tan sólo tocaba unas pocas noches al año, pero ahora, desde hace casi tres años, toca hasta el amanecer durante todas las noches del otoño.
—«Llama a los seres salvajes...» —el muchacho se envaró—. ¿Qué salvajes?
—¡Ahí! ¡Mira!
A lo largo de las dunas relucientes bajo las estrellas, un enorme y compacto grupo de negras formas avanzaba murmurando. La música era cada vez más intensa.
¡Flautista, vuelve a tocar!
Entonces el flautista tocó,
y las lágrimas acudieron a mis ojos.
—¿Es también el mismo poema? —preguntó el muchacho.
—No... Es un viejo poema de la Tierra, de hace más de setenta años. Lo aprendí en la escuela.
—La música es extraña —los ojos del muchacho brillaban—. Despierta algo dentro de mí. Me incita a la cólera. ¿Por qué?
—Porque es una música que tiene una finalidad.
—¿Cuál?
—Lo sabremos al amanecer. La música es el lenguaje de todas las cosas..., inteligentes o no, salvajes o civilizadas. El flautista conoce su música como un dios conoce su cielo. Ha necesitado veinte años para componer su himno de acción y de odio, y ahora por fin, esta noche quizá, va a llegar el final. Al principio, hace muchos años, cuando tocaba, no recibía ninguna respuesta de los del subsuelo, tan sólo un murmullo de voces sin sentido. Hace cinco años, consiguió atraer las voces y las criaturas de sus cavernas hasta las cimas de las montañas. Esta noche, por primera vez, la horda negra va a extenderse por las planicies hasta nuestra cabaña, hasta las carreteras, hasta las ciudades de los hombres.
La música gritaba más alto, más aprisa, enviaba locamente al aire nocturno choque macabro tras choque macabro, haciendo que las estrellas se estremecieran en sus inmutables posiciones. El flautista se envaraba en la colina, con su altura de dos metros o más, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, con su delgada silueta envuelta en ropas de color marrón. La masa negra en la montaña descendía como los tentáculos de una ameba, contrayéndose, distendiéndose, entre susurros y murmullos.
—Ve al interior —dijo el viejo—. Eres joven, debes vivir para la multiplicación del nuevo Marte. Esta noche marca el fin del antiguo, mañana el comienzo del nuevo. Esta es la muerte para los hombres de la Tierra. —Y luego, más alto, cada vez más alto—: ¡La muerte! Acuden para aplastar a los terrestres, para arrasar sus ciudades, para tomar sus cohetes. Y entonces, en las naves de los hombres..., ¡en ruta hacia la Tierra! ¡Revolución! ¡Venganza! ¡Una nueva civilización! ¡Los monstruos reemplazarán a los hombres, y la avidez humana desaparecerá con su muerte! —Y más agudo, más rápido, más alto, con un ritmo demencial—: El flautista..., el Cerebro..., el que ha sabido esperar noche tras noche durante tantos años. ¡Volverá a Venus para restablecer su civilización en toda su gloria! ¡El regreso del arte entre los seres vivos!
—Pero se trata de salvajes —protestó el muchacho—, de marcianos impuros.
—Los hombres son salvajes —dijo el viejo, temblorosamente—. Siento vergüenza de ser un hombre. Sí, esas criaturas son salvajes, pero aprenderán gracias a la música. La música bajo tantos aspectos, música para la paz, música para el amor, música para el odio y música para la muerte. El flautista y su horda organizarán un nuevo cosmos. ¡Es inmortal!
Ahora, la primera oleada de cosas negras que recordaban seres humanos se apretujaba murmurando en la carretera. El aire estaba lleno de un olor insólito, agrio. El flautista descendía de su colina, avanzaba hacia la carretera, hacia el asfalto, hacia la ciudad.
—¡Flautista, vuelve a tocar! —gritó el viejo—. ¡Ve y mata, para que yo viva de nuevo! ¡Tráenos el amor y el arte! ¡Flautista, toca, toca, toca! ¡Estoy llorando! —Y luego—: ¡Escóndete, muchacho, escóndete aprisa! ¡Antes que ellos lleguen! ¡Apresúrate! —y el muchacho, sollozando inconteniblemente, corrió a la pequeña cabaña y permaneció oculto allí toda la noche.
Agitándose, saltando, corriendo y gritando, la nueva Humanidad avanzaba al asalto de las ciudades, de los cohetes, de las minas del hombre. ¡El canto del flautista! Las estrellas se estremecían. Los vientos se detenían. Los pájaros nocturnos no cantaban. Los ecos no repetían más que las voces de aquellos que avanzaban, llevando consigo una nueva comprensión. El viejo, arrastrado por el maelstrom de ébano, se sintió llevado, barrido, sin dejar de gritar. En la carretera, formando aterradores tropeles surgidos de las colinas, vomitados por las cavernas, avanzaban como las garras de terribles bestias gigantescas, arrasándolo todo y vertiéndose hacia las ciudades de los hombres. ¡Suspiros, saltos, voces, destrucción!
¡Cohetes zigzagueando en el cielo!
Armas. Muerte.
Y finalmente, en el pálido gris del alba, el recuerdo, el eco de la voz del viejo. Y el muchacho se despertó para iniciar un nuevo mundo en una nueva compañía.
La voz del viejo le llegó como un eco:
—¡Flautista, vuelve a tocar!
Entonces el flautista tocó, ¡y las lágrimas acudieron a mis ojos!
Era el amanecer de un nuevo día.