I
LA primera vez que Alan vio la Torre de las Estrellas tenía tan sólo doce años. Fue un día en que condujo a su joven amo, Blik, a la ciudad de Falklyn.
Blik tuvo que discutir mucho con su padre antes de obtener el permiso de montar a Alan, su muchacho favorito. El padre de Blik, Wiln, insistió en que debía montar un hombre, ya que según él el largo viaje hasta la ciudad podía ser demasiado para un muchacho tan joven como Alan.
Al fin, Blik logró salirse con la suya. Estaba un poco mimado, y cuando finalmente se puso a silbar, Wiln terminó cediendo.
—Está bien —aceptó—, el humano es bastante grande para su edad. Te dejaré montarlo si me prometes no cansarle demasiado. No quiero que me estropees uno de los mejores ejemplares de mi cría.
Así pues, Blik aseguró el freno-casco con las asas a la cabeza de Alan, y colocó la silla de montar sobre sus hombros. Wiln ensilló a Robb, un hombre fuerte al que utilizaba frecuentemente en sus viajes largos, y partieron al trote corto hacia la ciudad.
La Torre de la Estrella era visible mucho antes de llegar a Falklyn. Alan pudo ver su cúspide surgiendo entre las copas de los árboles tornot apenas salieron del Bosque Azul. Sujetando el freno-casco con su mano de cuatro dedos, Blik tocó a Alan y señaló:
—Mira, Alan, la Torre de la Estrella —dijo—. Se comenta que hubo un tiempo en que los humanos vivieron en esa torre.
—Blik, ¿cuándo vas a dejar de hablarles a los humanos? —le regañó su padre—. Uno de estos días tendré que castigarte severamente.
Alan no contestó nada, ya que estaba prohibido que los humanos hablaran el idioma hussir excepto para contestar preguntas directas. Mantuvo su ansiosa mirada fija en la Torre de la Estrella y observó que parecía más y más alta a medida que se acercaban, elevándose hacia el cielo muy por encima de los edificios de la ciudad. Aligeró el paso, adelantándose a Robb. Éste tuvo que llamarle la atención.
Había una franja de terreno salvaje, entre el Bosque Azul y Falklyn. La erosión había acabado con la tierra fértil y no había ni granjas ni campos cultivados. Pequeños grupos de tornotes extendían sus ramas aquí y allá, entre los barrancos y las colinas bajas. Eran más abundantes en las inmediaciones del Bosque Azul, tras ellos, haciéndose más escasos hacia el noroeste, más allá de cuya llanura se distinguían las lejanas montañas.
Al girar una curva Blik silbó de emoción. En un pequeño promontorio frente a ellos, asomándose al camino, había una figura, inmóvil.
Al principio Alan pensó que se trataba de un hussir alto y delgado, pues una chaqueta corta ocultaba su desnudez. Luego comprendió que era una muchacha humana. Ningún hussir podría presumir jamás de aquella abundante cabellera oscura ni de aquella elegante curva posterior desprovista de cola.
—¡Un humano salvaje! —gruñó Wiln, asombrado.
Alan se estremeció: se rumoreaba que los Humanos Salvajes mataban a los hussires y se comían a los otros humanos.
La muchacha estaba mirando fijamente hacia Falklyn. Wiln tomó su arco y le lanzó una flecha. Quedó corta, y fue a caer en el polvo a los pies de la muchacha. Esta giró la cabeza, los vio, y desapareció como un venado.
Cuando se acercaron al lugar donde había estado ella vieron algo que destacaba entre los matorrales, junto al camino. Se trataba de un par de pantalones, de tonos fuertes, como los que usaban los hussires, aunque más largos. Estaban enredados entre los espinos: sin duda la muchacha había tenido que quitárselos para salir del matorral.
—Se han vuelto demasiado atrevidos —dijo Wiln, enojado—. ¡En pleno día, y tan cerca de la civilización!
Alan se sintió asombrado cuando penetraron en Falklyn. Las calles y los edificios eran de piedra. Había muy poca piedra al otro lado del Bosque Azul, y los muros del castillo de Wiln habían sido construidos con bloques de madera pulida. Las lisas piedras de las calles de Falklyn estaban recalentadas por los rayos del doble sol, y Alan sintió que se quemaba los pies, saltó un poco, y Blik tuvo que sujetarse para no caer. Le golpeó fuertemente a un lado de la cara.
Había tantas cosas extrañas y nuevas para él en la ciudad, que Alan se sintió mareado. Algunos edificios tenían hasta tres pisos, y las ventanas de los más grandes estaban cubiertas no con persianas de madera o trozos de tela, sino con una sustancia brillante y transparente que, según dijo Wiln a Blik, se llamaba vidrio. Robb, utilizando el lenguaje humano, le dijo a Alan que los hussires no querían decirlo, pero que se rumoreaba que habían sido los humanos quienes habían inventado ese vidrio, y que se lo habían regalado a sus amos. Alan se maravilló porque los humanos pudieran inventar algo, viviendo como vivían encerrados en corrales en pleno campo.
Pero parecía que los humanos de la ciudad vivían más unidos a sus amos. Alan vio a varios de ellos saliendo de las casas, y observó que algunos de ellos no iban completamente desnudos, sino que cubrían varias partes de sus cuerpos con pedazos de tela de vivos colores. Wiln comunicó a Blik su desagrado ante tal costumbre.
—Si empezamos a dejar que los humanos se vistan —dijo—, muy pronto van a creer que son hussires. Por eso las gentes de la ciudad tienen más trabajo que nosotros en vigilar a los humanos. Si se les permiten esas cosas van a terminar volviéndose salvajes.
Fueron a varios lugares de la ciudad y durante mucho rato Alan temió no poder ver de cerca la Torre de la Estrella. Pero Blik nunca la había visto y rogó y silbó hasta que su padre consintió en desviarse unas cuantas calles para complacerle.
Alan olvidó todas las demás maravillas de Falklyn ante el espectáculo de aquel gran monumento creciendo más y más ante sus ojos hasta convertir en enanos a los edificios que lo rodeaban e incluso a la propia ciudad de Falklyn. Una leyenda contaba que los humanos no sólo habían vivido en otro tiempo en la Torre de la Estrella sino que habían sido ellos quienes la habían construido y que Falklyn había crecido a su alrededor cuando ellos abandonaron la Torre. Alan había oído estas historias pero le habían hecho prometer no repetirlas a nadie porque algunos hussires comprendían el idioma humano y si le oían decir tales cosas lo mandarían azotar.
La Torre de la Estrella estaba en el centro de un gran parque circular y las casas a su alrededor parecían de juguete. Se elevaba como un gigantesco dedo hacia el cielo y sus extrañas paredes oscuras reflejaban opacamente la luz del doble sol. Hasta los muros de sustentación en su base, eran más altos que los grandes árboles que la rodeaban en el parque.
Había una verja cerrando los jardines, y bastantes humanos atados a ella o simplemente parados allí, ya que a ellos no se les permitía entrar en el parque. Blik quería desmontar y penetrar en la Torre, pero Wiln no se lo permitió.
—Podrás hacerlo cuando seas mayor y estés en situación de comprender algunas de las cosas que hay allí —le dijo.
Dieron la vuelta por la calle que rodeaba el parque, en la parte exterior de la verja. Había grupos de hussires subiendo y bajando la larga rampa que conducía al interior de la Torre de la Estrella. Su tamaño era la mitad del de los humanos, con grandes cabezas y largas y puntiagudas orejas que se remontaban más allá de sus cráneos y delgadas piernas y una gruesa cola que les servía para equilibrarse. Solían llevar amplias chaquetas y anchos pantalones de colores chillones.
Al pasar cerca de un grupo de humanos junto a la verja, Alan oyó unas estrofas cantadas en voz baja:
Brilla, brilla, estrella de oro,
Te alcanzaré aunque estés tan lejos.
Cierra mi boca, halla mi cabeza,
Encuentra un gusano...
Wiln hizo que Robb diera un rápido giro y cruzó las espaldas del cantante con su fuerte látigo una y otra vez, señalándolas con rojas estrías. Con un grito ahogado, el hombre inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con los brazos para protegerlo.
—¿Dónde está tu amo, humano? —preguntó salvajemente Wiln, con el látigo temblando entre los cuatro dedos de su mano.
—Mi amo vive en Noroeste, grandeza —dijo el humano plañideramente—. Pertenezco al mercader Senk.
—¿Dónde queda Noroeste?
—Es un barrio de Falklyn, grandeza.
—¿Y estás aquí solo en la Torre de la Estrella, sin tu amo?
—Sí grandeza. Hoy es mi día de descanso.
Wiln le propinó otro latigazo.
—Deberías saber que no está permitido que los humanos acudan solos a la Torre de la Estrella —gritó Wiln—. Regresa con tu amo y dile que te azote.
El humano partió a la carrera. Wiln y Blik hicieron dar media vuelta a sus monturas y emprendieron el camino de regreso. Cuando dejaron atrás las calles y las casas de la ciudad y el polvo del camino proporcionó un grato alivio a los ardientes pies de los humanos, Blik preguntó:
—¿Qué piensas de la Torre de la Estrella, Alan?
—¿Por qué no tiene ventanas? —dijo Alan, expresando su más inmediato pensamiento.
No era, estrictamente hablando, una respuesta a la pregunta de Blik, y Alan podía haber sido castigado por haber hablado así en hussir. Pero Wiln había recobrado su buen humor ante la idea que ellos iban a llegar a casa para la hora de la cena, y además había que ser indulgente con los jóvenes.
—Las ventanas están en la parte más alta, pequeño —dijo condescendientemente—. No las has podido ver, porque están por la parte de dentro.
Alan se sintió preocupado durante todo el viaje de regreso al castillo de Wiln. ¿Cómo podían estar unas ventanas por la parte de dentro y no por la de fuera? Si una ventana era una ventana tenía que estar a ambos lados de la pared.
Cuando, ya ocultos los dos soles, Alan se acostó con los demás muchachos en un rincón del corral, todos los emocionantes acontecimientos de aquel día desfilaron por su mente como una sucesión de imágenes en color. Le hubiera gustado hacerle algunas preguntas a Robb pero los humanos adultos y los jóvenes mayores eran encerrados en un barracón aparte, completamente separados de las mujeres y los niños.
Un poco más allá de donde él se encontraba, las mujeres arrullaban a sus hijos pequeños con las tradicionales canciones de los humanos. Sus voces llegaban hasta él junto con la ligera brisa y el perfume de las olorosas hierbas:
Duerme, mi niño, en brazos de mamá.
Nada hay aquí que pueda hacerte daño.
Duerme y ten bonitos sueños, espera a que el sol salga,
Entonces será tiempo de abrir de nuevo tus ojos.
Esa era una auténtica canción infantil, la primera que recordaba en toda su vida. Cantaron otras, y una de ellas era la que Wiln interrumpió en la Torre de la Estrella:
Brilla, brilla, estrella de oro,
Te alcanzaré aunque estés tan lejos.
Cierra mi boca, halla mi cabeza.
Encuentra un gusano que tenga rayas rojas,
Dalo de comer a la concha de la tortuga
Y échate a dormir, pues todo irá bien.
Alan, medio dormido, escuchaba. Esa canción era una de las favoritas de todos los niños. La llamaban La Canción de la Torre de la Estrella, aunque nunca había podido averiguar por qué.
Debe ser una adivinanza, pensó, casi dormido. Cierra mi boca, halla mi cabeza... ¿No debería ser precisamente todo lo contrario? ¿Halla mi cabeza (primero), cierra mi boca (segundo)? ¿Por qué no lo decía así la canción? ¡Y las otras estrofas! Alan conocía lo que eran los gusanos, había visto muchos de aquellos largos y repugnantes animales de colores vivos; pero, ¿qué era una tortuga?
El estribillo de otra canción llegó hasta sus oídos, y le pareció, entre sueños, que era él mismo quien la estaba cantando:
Alan vio un pajarillo,
Con las alas todas brillando.
Lo siguió afuera una noche,
Y llenó su corazón de gran tristeza.
Sólo que la última estrofa no era la que los muchachos cantaban siempre. En un alarde de optimismo, siempre terminaban la canción diciendo:
... hasta donde siempre había deseado ir.
Quizás estaba dormido y lo soñó o tal vez despertó de repente a causa de la música. Sea como fuera estaba acostado allí, y abrió los ojos, y vio a un zird volando sobre la alta cerca y posándose en la hierba junto a él. Sus luminosas escamas pulsaban en la oscuridad, iluminando ligeramente los rostros de los niños que dormían a su lado. Abrió el pico y le habló a Alan, con voz ronca:
—Ven conmigo a la libertad, humano —dijo el zird—. Ven conmigo a la libertad, humano...
Era todo lo que sabía decir, y repitió la invitación una docena de veces. Hasta que irritó a Alan, que sabía que pese a la canción de los niños el seguir la llamada de un zird no podía traer más que desgracias para los humanos.
—¡Lárgate, zird! —dijo, molesto.
Y el zird voló sobre la cerca y se perdió en la oscuridad.
Suspirando, Alan se durmió de nuevo, sin dejar de soñar con la Torre de la Estrella.