Todas las Guerras Definitivas a la Vez

GEORGE Alec Effinger

Todos los movimientos tienen sus imitadores. Siguiendo las huellas de Moorcock en Inglaterra, no tardaron en aparecer en USA algunas antologías de relatos originales (originales en el sentido del Never-Before-Published, por supuesto, como se apresuraban a publicar en sus portadas), firmadas muchas veces por autores adscritos a las nuevas corrientes literarias. Así nacieron antologías como las Universa de Terry Carr, Orbit, de Damon Knight o New Dimensions de Robert Silverberg, todas ellas acompañadas de un número ordinal (de donde confieso haber extraído yo la idea del ordinal que acompaña a esta propia antología). Al número 1 de la primera de ellas pertenece este revulsivo relato de George Alec Effinger, uno de los autores, aún casi noveles, que está empezando a pegar fuerte en los Estados Unidos. Effinger, cuya apariencia personal lo sitúa más como hippie que como escritor consagrado de S. F., manifiesta públicamente que él no escribe S. F. sino S. F. (es decir, no science fiction sino speculative fiction), con lo cual creo que queda suficientemente definido. Como otros muchos autores de los que forman la segunda mitad de esta antología, éste es el primer relato suyo que se publica en España. Aunque estoy seguro que no será el último.

* * *

Interrumpimos este p...

...imos este programa para...

...terrumpimos nuestra programación regular para ofrecerles este boletín informativo que nos llega de los archivos de la General Motors Corporation.

—Buenas tardes. Aquí Bob Dunne, de la NBC News en New Haven, Connecticut. Nos hallamos en estos instantes en el vestíbulo del hotel Taft de New Haven, donde acaba de ser declarada la primera guerra racial internacional. Dentro de pocos segundos, los dos hombres responsables van a salir por este ascensor. (¿Pueden oírme ustedes?).

—... ascensor. Aquellos de ustedes que se hallan en la zona horaria del oeste seguramente ya sabrán...

Las puertas del ascensor se abrieron. Dos hombres salieron por ellas, sonriendo y uniendo sus manos por encima de sus cabezas en señal de victoria, felicitándose a sí mismos como los boxeadores. Inmediatamente fueron rodeados por una multitud de periodistas. Uno de los dos hombres era extraordinariamente alto, y negro como una medianoche sin luna en Nairobi. El otro era pequeño, gordo, blanco y muy nervioso. El negro mostraba una gran sonrisa, el blanco sonreía mientras se limpiaba el sudor de su rostro con un gran pañuelo rojo.

—... C News. El negro ha sido identificado como el representante de las gentes de color de todas las naciones. Se llama, según la nota informativa que se nos ha distribuido hace unos momentos, Mary McLeod Bethune Washington, de Washington, Georgia. El otro hombre que está junto a él es Robert Randall La Cygne, de La Cygne, Kansas, evidentemente el delegado de las razas caucásicas.

»No sabemos exactamente cuándo ni por quién han sido solicitadas esta serie de negociaciones. De todos modos, esos dos hombres, que tan sólo ayer estaban sumergidos en la profunda oscuridad de la vida norteamericana, han concluido una especie de tratado que amenaza con crear una violenta reacción en todo el mundo. El contenido de este tratado está aún abierto a todo tipo de especu...

—... o en cualquier fecha posterior.

Un primer plano de Washington, que leía una pequeña libretita negra.

—Hemos alcanzado entonces, y superado, ese momento crítico. Este hecho ha sido conocido, e ignorado, por todos los hombres, a ambos lados de la línea divisoria del color, por más de una generación. Así pues, esta decisión es al menos honesta y consecuente, aunque sea sangrienta. Bob y yo les deseamos buena suerte a todos, y que Dios les bendiga.

—¿Señor Washington?

—¿Significa esto necesariamente...?

—... iated Press aquí, señor Washington...

—¿Sí? Usted, el del sombrero.

—Sí, señor. Vincent Reynolds, de la UPI. Señor Washington, ¿debemos entender que este acuerdo tiene alguna validez? Usted sabe que no hemos visto ningún tipo de credenciales...

Washington sonrió.

—Gracias. Estoy contento porque me haya formulado esta pregunta. ¿Credenciales? Aguarde tan sólo unos minutos, y oiga afuera. ¡Cuando los rifles empiecen a disparar, no van a detenerse!

—¿Señor Washington?

—¿Sí?

—¿Representa esto una división total y permanente de los pueblos?

—Total, sí. Permanente, no. Bob y yo hemos decidido una especie de estatuto de limitaciones. Ustedes van a arreglárselas como puedan durante treinta días. Al cabo de un mes, veremos qué y quiénes quedan.

—¿Puede garantizarnos usted que las hostilidades no proseguirán después de esos treinta días?

—¡Por supuesto! Somos adultos, ¿no? ¡Por supuesto que pueden tener confianza en nosotros!

—Entonces, ¿es esta una guerra de erradicación racial?

—En absoluto —dijo Bob La Cygne, que había permanecido silencioso tras las enormes espaldas de Washington—. Yo nunca me atrevería a llamarla guerra de erradicación. «Erradicación» es un término sucio. «Cancelación» es la palabra a la que hemos llegado, ¿no es así, Mary Beth?

—Por supuesto, Bob.

Washington estudió su libretita durante unos segundos, ignorando a los vociferantes periodistas que había a su alrededor. Los guardias uniformados no hacían el menor esfuerzo por contener la avalancha, cada vez más intensa, que se producía a su alrededor. Luego sonrió ampliamente y se giró hacia La Cygne. Se dieron un fuerte apretón de manos, haciendo signos de victoria hacia los flashes de los fotógrafos.

—No más preguntas, muchachos. Podrán comprobar todo esto dentro de muy poco tiempo; por ahora ya es bastante —los dos hombres dieron media vuelta y se metieron de nuevo en el ascensor que estaba aguardándoles.

(Tock tockatock tocka tock tock).

—Y ahora, las Noticias de las Seis En Punto (tocka tock tocka tocka), con (tocka-tock) Gil Monahan.

(Tocka tocka tock tock tocka).

—Buenas tardes. La única información en las noticias de hoy es la reciente declaración oficial de hostilidades entre los miembros de todas las razas no caucásicas y los pueblos blancos del mundo entero. A los pocos minutos del anuncio original, combates abiertos han estallado en casi todas las zonas de población multirracial de los Estados Unidos y del resto del mundo. En este momento todo el planeta está en efervescencia; en todas partes la situación oscila entre sangrientos combates callejeros y una calma engañosa marcada por los pillajes y la destrucción de la propiedad privada.

»Lo que ha ocurrido, en efecto, es una suspensión de treinta días de todos los códigos racionales de conducta. El ejército y la Guardia Nacional se hallan paralizados por sus propios conflictos internos. La ley marcial ha sido declarada por casi todos los gobiernos, pero por lo que sabemos no ha podido ser aplicada efectivamente en ningún país.

»Parece existir una absoluta falta de cooperación entre los miembros de las facciones opuestas, a todos los niveles. Incluso aquellos que simpatizaban más con los problemas de los otros se hallan ahora atareados, usando las palabras de Mary McLeod Bethune Washington, «ocupándose de los suyos propios». Las organizaciones interraciales, los grupos sociales e incluso los matrimonios tropiezan con la barrera del color.

»Tenemos algunos informes procedentes de los Estados vecinos que creemos pueden interesar a nuestros telespectadores, relativos a las condiciones en esas zonas en el momento actual. El estado de emergencia ha sido declarado en los siguientes municipios de Nueva Jersey: Absecon, Adelphia, Allendale, Allenhurst, Allentown, Allenwood, Alloway, Alpha... Bueno, dándole un vistazo a esta lista de más o menos ochocientas o novecientas ciudades, observo que tan sólo hay unas pocas que no estén relacionadas, principalmente Convent Station y Peapack. Es de suponer que las cosas deben estar igual de mal por todas partes. Lo mismo ocurre en los estados de Nueva York, Pennsylvania y Connecticut.

»He aquí ahora algunas filmaciones tomadas en Newark más o menos diez minutos después de la declaración de New Haven. La situación es más bien tensa allí, ahora. Los expertos analistas de la información se han asombrado de la rapidez con que se ha producido la demarcación entre los partidos opuestos. Observemos ahora las filmaciones.

»Aparentemente, tenemos algunas dific...

—No lo entiendo, qué es lo..., hemos experimentado personalmente algo de esta interferencia con..., la negativa a...

—... rrorífico. Corren por todos lados como maníacos, disparando y...

—... llamas y el humo es..., pueden ver las nubes ascendiendo hacia el cielo, entre los edificios, como oleadas de...

Era una octavilla rosa multicopiada. Frunciendo el ceño, se la metió en el bolsillo. Una octavilla relatando la verdad, ¿eh? Hacía varios días que Stevie no veía ninguna octavilla que relatara la verdad.

Nadie decía nada que valiera la pena escuchar. Las octavillas habían comenzado a ser distribuidas desde el segundo día, con su previsible contenido de ataques y acusaciones, pero todo el mundo se había dado cuenta rápidamente que no iba a tratarse de ese tipo de guerra. A nadie le importaba lo que le ocurría a nadie. Al tercer día, los pocos virulentos alegatos que se produjeron fueron contestados con «nuestras propias fuentes no nos indican nada de esto; de hecho, ningún incidente así está ocurriendo actualmente», o con un corto: «¡Tranquilo, chico!», o, simplemente, con ningún tipo de respuesta. Ahora las octavillas se limitaban a vanagloriarse, a prevenir o a amenazar.

Stevie estaba haciendo autostop, lo cual era peligroso, pero no más peligroso que permanecer sentado en un apartamento esperando las antorchas encendidas. Creía que, si debía convertirse en un blanco, al menos era mejor convertirse en un blanco móvil.

Llevaba una pistola y un rifle que había liberado de Abercrombie & Fitch. El cálido sol matutino brillaba en la cremallera y en los botones de su chaqueta de piel negra. Estaba de pie junto al estacionamiento, sonriéndose tristemente a sí mismo mientras esperaba a alguien que le llevara. Cada automóvil que tomaba la curva era un desafío que estaba dispuesto a aceptar. No había mucho tráfico últimamente, y Stevie lo lamentaba. Comenzaba realmente a darse cuenta.

Un coche se acercó, el último modelo Imperial, negro, con los faros encendidos. Se tensó, dispuesto a saltar a la zanja que había al lado de la cuneta. Observó a través del parabrisas mientras el coche se acercaba. Soltó el aliento: era una chica blanca. Parecía como si ella también hubiera liberado el coche; quizá estaba buscando a alguien para formar equipo con él. De todos modos, al menos podría arrastrarle un trecho.

El Imperial pasó por su lado, frenó, y se detuvo a un lado de la carretera. La chica se inclinó y bajó el cristal de la ventanilla del pasajero.

—Apresúrate, idiota —le gritó—. No tengo intención de pudrirme aquí.

Corrió hacia el coche, abrió la portezuela para entrar. Ella la cerró de nuevo con un chasquido, y Stevie se quedó de pie allí, confuso.

—¿Qué infiernos...?

—Cállate —restalló ella, tendiéndole otra octavilla rosa—. Lee esto. Y aprisa.

Leyó la octavilla. Su garganta se secó inmediatamente y su cabeza empezó a zumbar. En la parte superior de la hoja había el familiar símbolo del puño del Women’s Lib. En una reglamentaria retórica incendiaria, unos pocos párrafos explicaban que las altas esferas habían decidido que ya era tiempo de combatir por la libertad. Durante aquel período de gran desorientación, las mujeres del mundo entero tenían la oportunidad de derrocar la supremacía de los cerdos revisionistas machos. No eran tan sólo las minorías raciales oprimidas las que debían lanzarse al combate, decía. El frente popular para la liberación de la mujer no conocía límites de color. ¿A quién demonios creían estar engañando?, pensó Stevie.

—Así que prefieres revolearte con alguna puta negra, ¿eh? —dijo. La miró. Ella le estaba apuntando con su pistola directamente al pecho. El zumbido en su cráneo aumentó.

—¿Quieres dejar esa hoja en el montón? —dijo ella—. No tenemos bastantes para sembrarlas por todas partes.

—Mira —dijo Stevie, dando un paso hacia el coche. Ella levantó un poco más la pistola como advertencia. Él se tiró al suelo, paralelamente al auto, y rodó contra la rueda delantera derecha. La chica se asustó, abriendo la puerta para dispararle antes que él pudiera huir. Stevie hizo fuego dos veces antes que ella pudiera verle, y la chica se derrumbó en la hierba del arcén. Stevie no perdió tiempo en comprobar si estaba muerta o tan sólo herida; le arrebató la pistola y se metió en el coche.

—Mis queridos norteamericanos —la voz del Presidente era tensa y cansada, pero seguía conservando su famosa sonrisa desesperanzada. La imagen del Jefe Ejecutivo era la primera que alteraba la nieve de coloreados confetis que había cubierto las pantallas de televisión durante dos semanas—. Estamos aquí esta noche para discutir la intolerable situación en la que se halla nuestro país. Conmigo está hoy —señaló a un negro de una cierta edad— el reverendo doctor Roosevelt Wilson, al que he invitado para que les hable directamente a vuestras conciencias. El reverendo Wilson es conocido por muchos de ustedes como un hombre honesto, conductor de una comunidad, y una voz que merece confianza en estos tiempos de incertidumbre y de inseguridad fiscal.

A lo largo y a lo ancho de toda la nación, hombres con ropas negras corrieron lanzando llamas y liberaron aparatos de televisión que se llevaron delicadamente, apresurándose para poder seguir aquella emisión especial. A lo largo y a lo ancho de toda la nación, hombres y mujeres de todas las creencias contemplaron a Wilson y murmuraron:

—¡Bueno, ahí tenemos otra vez a ese viejo negro tan limpio!

El reverendo Wilson habló con una voz insistente y entrecortada por la emoción.

—Debemos hacer todo lo que nuestros dirigentes nos digan. No debemos tomar la ley en nuestras manos. Debemos escuchar las llamadas a la razón y a la calma, y hallar esa solución equitativa que estoy seguro que todos deseamos.

Aquella emisión televisada había sido un auténtico esfuerzo. Su organización era un tributo a la cooperación de una serie de hombres insatisfechos que hubieran preferido estar afuera liberando material para jardinería. Pero el mensaje de aquellas dos paternales figuras autoritarias era más importante.

—Gracias, doctor Wilson —dijo el Presidente. Permaneció de pie, sonriendo a las cámaras, y avanzó hacia un gran mapa que había sido instalado a su derecha. Tomó un puntero en una mano.

—Esta —dijo— es nuestra doliente nación. Cada mancha verde representa una región donde la violencia que nos asola ya no puede ser contenida dentro de unos límites. —El mapa era una enorme extensión casi completamente verde, la primera vez que los Estados Unidos se veían tan monocolores desde el siglo diecisiete—. He pedido la ayuda de las fuerzas armadas del Canadá, México y Gran Bretaña, pero aunque he enviado mis peticiones hace casi dos semanas aún no he recibido ninguna respuesta. Sólo puedo suponer que tendremos que arreglárnoslas por nosotros mismos.

»Así entonces, voy a hacer una declaración relativa a la política oficial del gobierno. Como saben ustedes, este estado de cosas terminará técnicamente dentro de quince días. En aquel momento, el gobierno perseguirá severamente a todo aquel que se oponga o esté en conexión con los que se opongan a las actividades federales. Esto no es una amenaza vacía; cont...

Un joven negro corrió ante las cámaras, se giró para gritar un slogan incoherente. El reverendo Wilson vio la pistola en la mano del muchacho y se levantó, con el rostro distorsionado por el miedo y la envidia.

—¡El destino de Norteamérica se halla en el comercio! —gritó, y se desplomó en su silla al tiempo que el militante negro disparaba. El presidente se llevó la mano al pecho y gritó:

—¡No debemos... perder...! —y se derrumbó al suelo.

Las cámaras parecieron bailar en todos sentidos, mientras los hombres se empujaban en un indescriptible desorden. De algún lugar apareció un hombre blanco, probablemente un técnico, enarbolando su propia pistola. Corrió hacia el escritorio, gritando:

—¡Por la anarquía! —y disparó a bocajarro contra el doctor Wilson. El asesino blanco se volvió, y el asesino negro hizo fuego contra él. Los dos homicidas iniciaron un prudente aunque ruidoso duelo a pistola en el estudio. En aquel momento la mayor parte de los espectadores cerraron sus aparatos. «De muy mal gusto», pensaron.

El cartel en el exterior decía: SEGUNDO BANCO NACIONAL DE NUESTRO SEÑOR, EL GRAN INGENIERO. IGLESIA UNIVERSAL DE DIOS O DE ALGÚN TIPO DE ENCARNACIÓN CÓSMICA DE DIOS.

Sobre la puerta de entrada de la iglesia ondeaba un estandarte fabricado a toda prisa. El símbolo masculino había sido groseramente pintado sobre un trapo blanco; la enseña blanca significaba que los feligreses eran blancos de sexo masculino, y que los negros y las mujeres eran «bienvenidos»..., bajo su propia responsabilidad. La población estaba ahora dividida en cuatro facciones que se oponían mutuamente. Los diferentes grupos estaban empezando a darse cuenta que debían mantener a sus miembros reunidos en lugares bastante restringidos. Las calles y los edificios de apartamentos eran trampas mortales.

En el interior del templo los hombres permanecían silenciosos, rezando. Estaban dirigidos por un viejo diácono, cuya inexperiencia y confusión no era ni mayor ni menor que la del resto de los miembros de la congregación.

—Dios misericordioso —rezaba—, cualquiera que sea la forma que Te den los miembros aquí reunidos, Entidad corporal o Espíritu insustancial. Te pedimos que nos guíes en este tiempo de enorme peligro.

»El hermano levanta la espada contra su hermano, y el hermano contra su hermana. Marido y mujer se separan pese a Tus sagrados vínculos. Protégenos, y danos la respuesta adecuada. Quizá sea cierto que la venganza sólo te pertenece a Ti; pero háblanos, entonces, de las Represalias Preventivas y de las otras alternativas. Esperamos una señal, pues es cierto que estamos perdidos en los problemas de la vida de cada día.

El diácono continuó su plegaria, pero inmediatamente resonaron unos golpes en la puerta. El diácono dejó de hablar por un segundo, levantó nervioso la mirada y llevó su mano al costado donde estaba su arma. Pero como no ocurría nada, terminó su plegaria y los miembros de la congregación añadieron, los que quisieron, su amén.

Al final del servicio, los hombres se levantaron para irse. Se detuvieron en la puerta, poco presurosos de abandonar el refugio de la iglesia. Finalmente, el diácono los condujo al exterior. Inmediatamente se dieron cuenta que habían clavado una octavilla de color amarillo en la parte de afuera de la puerta. Los católicos romanos del barrio habían decidido terminar con el cisma que duraba desde hacía tantos siglos. ¿Por qué no ahora, cuando cada cual afirmaba sus diferencias? Una Solución Final.

Una bala levantó astillas en la madera del marco de la puerta. Los hombres que permanecían de pie en los escalones penetraron de nuevo precipitadamente en la iglesia. Una voz gritó desde la calle:

—¡Condenados Protestantes ateos comunistas! ¡Vamos a limpiar vuestra ralea y a enviar vuestras almas heréticas directas al Infierno! —Más disparos. Los vitrales de la iglesia saltaron hecho añicos. Se oyeron gritos en el interior.

—¡Han matado a uno de los eclesiásticos!

—Son esos malditos católicos. Debimos enviarlos donde se merecen cuando aún podíamos hacerlo. Maldita sea, ahora estamos atrapados aquí.

Al día siguiente, una octavilla de color azul circuló en la comunidad judía, explicando que ya estaban hartos que todos escupieran sobre ellos, y que a partir de ahora sería mejor que todos tuvieran cuidado. Por todo el mundo, los grupos que quedaban se fraccionaban de nuevo, según las bases de sus creencias.

Se estaba llegando a un punto en el que uno no sabía en quién podía confiar.

Stevie iba conduciendo hacia la ciudad cuando el coche se averió. Hizo algunos ruidos preliminares, tosiendo y cliqueteando y reduciendo su velocidad, y luego se detuvo. Por lo que sabía, era muy probable que se hubiera quedado sin gasolina. Quedaban todavía ocho días para los treinta establecidos, y necesitaba un vehículo.

Sacó el fusil y las dos pistolas del Imperial, y esperó al lado de la carretera. Era mucho más peligroso hacer autostop ahora que hacía unos días, sencillamente porque había muchas posibilidades que el recién llegado fuera del otro lado de una de las numerosas barreras ideológicas. Sin embargo, confiaba en ser recogido sin demasiados problemas, o al menos poder tomarle el coche a quien fuera.

Había muy poco tráfico. Varias veces Stevie tuvo que arrojarse de cabeza tras cualquier protección mientras un conductor hostil se lanzaba contra él disparándole salvajemente mientras conducía. Finalmente, un viejo Chevy se detuvo, conducido por un grueso hombre blanco que Stevie juzgó debía rozar los sesenta.

—Vamos, sube —dijo el hombre.

Stevie subió al Chevrolet, gruñendo su agradecimiento, y se instaló prudentemente en el asiento.

—¿Adónde vas? —preguntó el hombre.

—A Nueva York.

—Hum. Tú, este, ¿eres cristiano?

—Hey —dijo Stevie—, no empecemos creándonos problemas. Podemos simplemente viajar juntos hasta donde podamos ir juntos. Sólo quedan ocho días, ¿no? Entonces dejemos a un lado las preguntas, y durante ocho días a partir de ahora ambos podremos estar muy contentos.

—De acuerdo. Es un buen punto de vista, creo, pero no va con todo esto. Quiero decir que no parece estar en consonancia con el espíritu de las cosas.

—Oh, bueno, el espíritu empieza a estar ya un poco cansado de todo esto.

Rodaron en silencio, haciendo turnos en la conducción. Stevie notó que el viejo no dejaba de observar su fusil y sus dos pistolas. Stevie registró el coche con la mirada del mejor modo que pudo, y llegó a la conclusión que aparentemente el hombre no tenía ningún arma. Pero no dijo nada al respecto.

—¿Has visto alguna octavilla últimamente? —preguntó el hombre.

—No —dijo Stevie—. No he visto ninguna desde hace días. Ya estoy cansado de todo esto. ¿Qué es lo que están haciendo ahora?

El viejo le dirigió una furtiva mirada, luego volvió a fijar sus ojos en la carretera.

—Nada —dijo—. Absolutamente nada nuevo.

Tras un instante, el hombre le pidió algunas balas.

—No creía que tuvieras un arma —dijo Stevie.

—Oh, sí. Un .38, en la guantera. La tengo allí porque así no pienso en utilizarla.

—¿Un .38? Bueno, entonces estas balas no te van a servir. Además, aún no he pensado en repartirlas con nadie.

El hombre le miró de nuevo. Se humedeció los labios, pareciendo tomar alguna decisión. Apartó por un instante sus ojos de la carretera y se lanzó a través del asiento en un esfuerzo por tomar una de las pistolas cargadas. Stevie le golpeó la garganta con el filo de la mano. El hombre cloqueó y se derrumbó en su asiento. Stevie paró el motor y condujo el coche a un lado de la carretera, donde abrió la portezuela y empujó afuera el inmóvil cuerpo.

Antes de poner de nuevo el coche en marcha, Stevie abrió la guantera. Había un revólver descargado y una octavilla arrugada. Stevie tiró el revólver junto al hombre caído, y alisó el papel. La juventud del mundo, proclamaba la octavilla, había declarado la guerra a toda persona de más de treinta años de edad.

—¿Cuándo vas a terminar con esa octavilla?

El hombre delgado con el traje verde dejó de escribir a máquina y levantó los ojos.

—Yo qué sé. No es fácil descifrar tu maldita escritura. Quizá otros quince minutos. ¿Se están impacientando ahí afuera?

El hombre con la chaqueta bebió un sorbo de su humeante café.

—Sí. Me hubiera gustado hacer un anuncio, pero al diablo. Dejémosles que esperen. Han votado, saben muy bien lo que va a pasar. Termina la octavilla. Quiero que esté impresa y distribuida antes que esos condenados Artistas se nos adelanten.

—Mira, Larry, esos tipos raros no van a pensar nunca ellos primeros. Tranquilízate.

El hombre del traje escribió en silencio durante un rato, Larry paseó nerviosamente por la fría sala de reunión, colocando las sillas en su sitio y mascando su cigarro. Cuando la placa de impresión estuvo terminada, el hombre del traje lo sacó de la máquina de escribir y se lo tendió a Larry.

—Bueno —dijo—, ya está. Quizá sería mejor que se lo leyeras primero. Hace ya un par de horas que están esperando ahí afuera.

—Sí, creo que sí —dijo Larry. Se abrochó su chaqueta verde y esperó a que el hombre del traje se echara por encima su abrigo. Apagó las luces y cerró la puerta de la sala. Afuera había un nutrido grupo de hombres, todos ellos blancos y todos de mediana edad. Aplaudieron cuando Larry y el otro hombre salieron. Larry levantó sus manos reclamando silencio.

—Muy bien, escuchen —dijo—. Aquí tenemos nuestra octavilla. Antes de imprimirla se la voy a leer, para que la oigan. Dice exactamente lo que nuestro voto ha decidido, de modo que deberán sentirse satisfechos.

Leyó la octavilla, deteniéndose de tanto en tanto para dejar que se apaciguaran los bravos y los hurras. Contempló el nutrido grupo. Son todos ellos bravos veteranos, pensó. De hecho, eso es lo que somos: Veteranos. Hemos pasado a través de todo eso. Somos los que sabemos lo que está ocurriendo. Somos los Productores.

La octavilla explicaba, en lenguaje sencillo que contrastaba con las acerbas diatribas de los otros grupos, que los trabajadores —los Productores— del mundo entero estaban hartos de realizar todo el trabajo mientras que una gran parte de la población —aquellos condenados tipos raros de Artistas— no hacían nada más que devorar los frutos de un honesto trabajo de nueve a cinco. Los Artistas no contribuían a nada, y malgastaban grandes cantidades de nuestros preciosos recursos. Era simplemente lógico ver que los alimentos, las ropas, los alojamientos, el dinero y las facilidades de distracción que no aprovechaban a los Productores era como si se tirasen a la basura. Los Productores trabajaban cada vez más duro, y recibían cada vez menos a cambio. Entonces, ¿qué esperaban que ocurriera? Todo iba a ir peor para todo el mundo.

Los hombres aplaudieron. Había llegado el momento de librarse de los parásitos. Nadie se lamentaba cuando uno quemaba una sanguijuela. Y nadie podía lamentarse cuando uno destruía los parásitos de una sociedad normal, organizada y Productiva.

Larry terminó de leer la octavilla y preguntó si había alguna pregunta o comentario. Varios hombres empezaron a decir algo, pero Larry los ignoró y siguió con su discurso.

—Ahora —dijo—, esto significa que debemos barrer a todos aquellos que no trabajen siguiendo un horario regular como hacemos nosotros. Pueden comprender que hay gentes con las que es difícil discernir si son Productores como nosotros o simplemente piojosos Artistas. Como la gente que hace televisión. Podemos utilizarlos. Pero debemos ir con cuidado, porque hay un montón de Artistas camuflados entre ellos, que intentan hacernos creer que son realmente Productores. Recuerden simplemente esto: si es algo que se puede utilizar, no es Arte.

La gente aplaudió de nuevo, luego comenzó a dispersarse. Algunos de los hombres se quedaron por los alrededores, discutiendo. Uno de los grupos de Productores que avanzaba lentamente hacia el estacionamiento estaba sumergido en un profundo debate acerca de los límites que separaban a los Artistas de los Productores.

—Quiero decir, ¿cuándo vamos a detenernos? —dijo uno de ellos—. No me gusta esta forma de irnos dividiendo y dividiendo y dividiendo cada vez más. Muy pronto no va a quedar ningún grupo al cual pertenecer. Nos quedaremos encerrados cada uno en nuestra casa, temerosos de ver a quienquiera que sea.

—Esto no nos hace ningún bien —reconoció otro—. Si uno sale para tomar lo que necesita, quiero decir, tomar algo de un almacén o de otro lado, bueno, pues todo el mundo lo sabe cuando lo llevas a tu casa. Entonces uno es el blanco. Ahora tomo muchas menos cosas que al principio.

Un tercer hombre miró sombríamente a los otros dos. Sacó una octavilla del bolsillo de su chaqueta.

—Eso es hablar como estúpidos —dijo—. No comprenden absolutamente nada. Déjenme hacerles una pregunta. ¿Son diestros o zurdos?

El primer hombre levantó los ojos de la octavilla, sorprendido.

—No veo que esto represente ninguna diferencia. Quiero decir, soy básicamente zurdo, pero escribo con la mano derecha.

El tercer hombre se lo quedó mirando furiosamente, sin acabar de creerle.

Bang.

YANG y YIN: Macho y hembra. Caliente y frío. Masa y energía. Liso y rugoso. Par e impar. Sol y luna. Silencio y ruido. Espacio y tiempo. Esclavo y amo. Rápido y lento. Grande y pequeño. Tierra y mar. Bien y mal. Abierto y cerrado. Negro y blanco. Fuerte y débil. Joven y viejo. Luz y sombra. Fuego y hielo. Enfermedad y salud. Duro y blando. Vida y muerte.

Si existe realmente un plan, ¿no deberíamos saberlo?

Una hora más.

Millones de gentes ocultas en sus madrigueras, esperando a que transcurran los últimos minutos de la guerra. Ya no quedaba nadie por las calles. Nadie empezaba a beber para celebrar el fin, aunque faltara tan poco tiempo para la hora prevista. En la oscuridad de la noche, Stevie podía oír aún ráfagas de fusil en la lejanía. Algunos cretinos prosiguiendo su lucha tan sólo una hora antes del momento.

Pasó el tiempo. Prudentemente, la gente fue saliendo al aire libre, manteniéndose siempre al amparo de las sombras, aún no habituados a andar al descubierto. Las armas de los entusiastas tabletearon; nunca volverían a tener una oportunidad como esta, y no quedaban más que quince minutos. Los cromados cuchillos de la calle cuarenta y dos se alojaron en algunas gargantas y entre algunos omóplatos.

Times Square estaba aún vacía cuando Stevie llegó. Cuerpos en descomposición se apilaban ante las tiendas porno y los almacenes de discos. Unas pocas siluetas se movieron atravesando las calles, pero muy lejos de él.

La gran bola pendía equilibrada. Stevie la miró, aburrido, con asesinos merodeando a su alrededor. La brillante bola del Año Nuevo estaba a punto de caer, no esperaba más que la medianoche y la multitud de juerguistas y los besos de Año Nuevo. Y allí estaba Stevie, a quien no le importaba nada de todo aquello, y los saqueadores, intranquilos en los ennegrecidos, tiznados de humo, saqueando almacenes.

Allá arriba señalaba: las 11.55. Cinco minutos aún. Stevie se deslizó al interior de un portal, diciéndose que sería humillante dejarse cazar ahora, sólo cinco minutos antes del final. Los vagos gritos que oyó le indicaron que algunos sí lo habían conseguido pese a todo.

Ahora la gente estaba corriendo. La plaza se estaba llenando. Las 11.58, y la bola estaba a punto de caer: la repentina llegada de tanta gente provocó algunos disparos, pero la multitud siguió aumentando. Hubo el inicio de un murmullo, un simple rastro de delirio anunciando el fin de la guerra. Stevie se unió al río de los recién llegados, dejándose invadir por el alivio.

Las 11.59... La bola se estremeció..., vaciló..., ¡y cayó! ¡Las 12.00! El canto se hizo más fuerte, el canto de Nueva York, el orgullo regresando con toda su sórdida fuerza. «¡Somos los mejores! ¡Somos los mejores!» La fría brisa empujó los gritos hacia las calles a oscuras, arrastrándolos y depositándolos en los humos y los olores fecales. Se necesitará un largo tiempo antes que pueda volverse a vivir aquí, ¡pero somos los mejores! Había aún algunos disparos esporádicos, pero eran ya los asesinos habituales de la Ciudad de Nueva York, continuando aquella incesante y no declarada violencia que nunca se apreciaba.

¡Somos los mejores!

Stevie se puso a gritar pese a sí mismo. Estaba junto a un gran negro empapado en sudor. Stevie sonrió; el negro sonrió. Stevie le tendió la mano.

—¡Chócala! —dijo—. ¡Somos los mejores!

—¡Somos los mejores! —dijo el negro—. Bueno, quiero decir, ¡nosotros! Vamos a poner de nuevo todo esto en pie, pero, quiero decir, ¡todo lo que queda es nuestro! ¡No más luchas!

Stevie le miró, dándose cuenta por primera vez de cuál era su situación.

—Tienes razón —dijo, con voz enronquecida—. Tienes mucha razón, Hermano.

—Perdónenme.

Stevie y el negro se giraron, para ver a una mujer extrañamente vestida. Sus ropas cubrían completamente su identidad, pero la voz era definitivamente femenina. La mujer llevaba una larga túnica muy suelta, decorada caprichosamente con flores y mariposas y bordada con bisutería, de tal modo que el conjunto daba la impresión de plateada baratura. La cabeza de la mujer estaba cubierta por un casco en forma de bol, y su voz formaba bajo él excitantes ecos.

—Perdónenme —dijo—. Ahora que han terminado las escaramuzas preliminares, ¿no creen que habría que llevar todo esto más lejos?

—¿Llevar qué?

—La Guerra Definitiva, la última. La guerra contra nosotros mismos. Sería insensato evitarla ahora.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Stevie.

La mujer tocó el pecho de Stevie.

—Ahí. Vuestra culpabilidad. Vuestra frustración. No se sienten realmente mejor, ¿verdad? Quiero decir, las mujeres no odian realmente a los hombres; odian sus propias debilidades. La gente no detesta a la otra gente por su religión o por su raza. Es tan sólo que ver a alguien distinto a uno mismo les hace sentir menos seguros de sus propias creencias. Lo que odian en realidad es su propia duda, y proyectan este odio contra los demás.

—¡Tienes razón! —dijo el negro—. ¿Sabes?, pienso que sería mucho menos importante si me odiaran por mí mismo; pero a nadie parece preocuparle.

—Eso es lo frustrante —dijo ella—. Si alguien debe odiar tu yo real, ya sabes quien debe ser.

—Tú eres de ese Culto de la Benevolencia, ¿no? —dijo en voz muy baja el negro.

—El Shinsetsu —dijo ella. Sí.

—¿Quieres que nos dediquemos a la meditación o algo así? —preguntó Stevie.

La mujer rebuscó en un amplio saco que llevaba colgado del brazo. Tendió a cada uno de ellos una bolsita de celofán llena de un líquido incoloro.

—No —dijo el negro, tomando la bolsita—. Esto es queroseno.

Stevie tomó la bolsita de queroseno, poco convencido, y miró a su alrededor por toda a plaza. Había otras personas vestidas de aquella misma manera Shinsetsu, y todas ellas estaban hablando con grupos de gente que se iban formando a su alrededor.

—¿Declararme la guerra a mí mismo? —dijo dudando Stevie—. ¿Debo publicar primero una octavilla?

Nadie le respondió. Las gentes más cercanas a él se acercaban para oír a la mujer Shinsetsu. Ella seguía tendiendo sus bolsitas mientras hablaba.

Stevie se deslizó fuera de la multitud, intentando apartarse de la congestionada plaza. Cuando alcanzó una calle lateral, miró hacia atrás: la multitud estaba ya sembrada con la huella de pequeñas hogueras, como los montones de hojas secas que él encendía en el jardín de su infancia.