La Jaula de la Ardilla

THOMAS Disch

La revista-libro New Worlds cuenta entre sus principales méritos (por no decir el principal) el haber dado ocasión a una serie de autores a desarrollar sus ideas más personales sin los lastres a que siempre los han sujetado las encasilladas revistas yanquis, cuya estricta política editorial las impulsaba a aceptar solamente los relatos que encajaban de lleno en «su» ideología. Moorcock, abierto a todo tipo de especulación, permitió desde un principio que todos sus autores desarrollaran sus propios experimentos literarios, convirtiendo su publicación en un auténtico campo de ensayos que permitió dar a conocer a una serie de autores que, de otro modo, jamás hubieran sido publicados en USA, y que en cambio ahora son considerados por méritos propios como los sucesores (aunque desgraciadamente la mayor parte de ellos son aún casi inéditos en España) de los destronados grandes maestros yanquis de los años cincuenta.

Thomas Disch es uno de ellos. Sus relatos suelen ser, simplemente, distintos..., entendiendo esta palabra en su sentido más amplio posible. Y La Jaula de la Ardilla es posiblemente la muestra más característica de esta cualidad. Puede decirse que no tiene argumento, ni principio, ni fin; es tan sólo una divagación. Sin embargo, creo que muy pocas veces se ha expresado de una forma tan contundente la angustia vital que siente el habitante de esta «jaula de ardilla» que es nuestro mundo contemporáneo. La terrible frase que cierra el relato es, para mí, una de las más pesadas losas sepulcrales que puedan cimentarse sobre el hombre medio de nuestra civilización. Ignoro lo que opinarán ustedes sobre ello; yo, sencillamente, debo confesarles que no creo poder llegar a olvidarla nunca.

* * *

Lo más terrible —si es esto exactamente lo que quiero decir (no estoy seguro que «terrible» sea la palabra adecuada)— es que soy libre de escribir lo que desee, pero, lo escriba o no, ello no origina la menor diferencia..., ni para mí, ni para ustedes, ni para nadie que se preocupe de ninguna diferencia. ¿Qué hay que entender por «diferencia»? ¿Existe realmente algo que pueda calificarse como un cambio?

Me estoy planteando más preguntas de las que me había planteado nunca. Y me pregunto...: ¿es un buen signo?

Esto es a lo que se parece el lugar donde me hallo: un asiento sin respaldo (supongo que ustedes lo llamarían un taburete), un suelo, una pared, y un techo; lo cual forma, por lo que puedo juzgar, un cubo: blanco, irradiando luz blanca, sin la menor sombra..., ni siquiera bajo el taburete; yo, por supuesto, y la máquina de escribir. Ya la he descrito antes, más de una vez. Quizá vuelva a hablar de ella. Sí, casi seguro. Pero no ahora. Más tarde. Aunque, ¿por qué no? ¿Por qué no la máquina de escribir, o cualquier otra cosa?

Entre las innumerables preguntas que tengo a mi disposición, «por qué» parece ser la que más acude a mi mente.

Esto es lo que hago: Me levanto y paseo por la estancia, de una a otra pared. No es una estancia espaciosa, pero lo suficiente para tal ejercicio. Algunas veces llego incluso a dar saltos, pero tengo pocas razones para hacerlo, puesto que no hay ningún motivo para saltar. El techo es demasiado alto para alcanzarlo, y el taburete es tan bajo que uno ni siquiera siente deseos de intentarlo. Si al menos estuviera seguro del hecho que alguien se divertía viéndome saltar..., pero no existe ninguna razón que me permita suponerlo.

A veces hago ejercicio: tracciones, cabriolas, la vertical... Pero nunca tanto como debiera. Engordo. De una forma repugnante. Se me forman pústulas por todas partes. Me gusta reventar las que se forman en mi rostro. De tanto en tanto llego incluso a hacerme heridas apretando demasiado fuerte, con la esperanza de crear un absceso y desencadenar un envenenamiento de la sangre. Pero parece como si la estancia fuera estéril. La herida nunca llega a infectarse.

Aquí es casi imposible suicidarse. Las paredes y el suelo están acolchados. Si uno golpea su cabeza contra ellos más de lo debido, lo único que consigue es una jaqueca. El taburete y la máquina de escribir tienen ambos aristas cortantes, pero cada vez que intento servirme de ellas desaparecen en el suelo.

Esto es lo que me ha permitido saber que hay alguien que me observa.

Al principio creí que era Dios. Supuse que me hallaba en el paraíso o en el infierno, e imaginé que la cosa proseguiría por toda la eternidad. Pero si viviera ya en la eternidad, no podría seguir engordando. Nada cambia en la eternidad. Así pues, me consuelo pensando en que algún día moriré. El hombre es mortal. Como tanto como puedo para acelerar el proceso. El Times dice que terminaré enfermando del corazón.

Eso de comer es divertido, y es la única razón que me empuja a cometer excesos. Por otro lado, ¿qué otra cosa puedo hacer? Uno se acerca a ese pequeño tubo (supongo que ustedes lo llamarían así) que emerge de una de las paredes y no tiene más que aplicar la boca... No es una forma muy elegante de alimentarse, pero es malditamente agradable. A veces permanezco horas enteras con la boca pegada al tubo, succionando. Hasta que me veo obligado a realizar la operación contraria: evacuar. Esta es la razón de ser del taburete. Hay una tapa muy bien disimulada... Mecánicamente hablando, es algo endemoniadamente astuto.

No soy realmente consciente de dormir. A veces me sorprendo a mí mismo soñando, pero nunca llego a conseguir recordar mis sueños. Soy incapaz de obligarme a soñar a voluntad. Me encantaría. El sueño cubre todas las funciones vitales excepto una..., aunque aquí también hay algo pensado para el sexo. Todo ha sido cuidadosamente pensado.

No tengo el menor recuerdo de ningún tiempo que haya precedido a este, y no puedo asegurar cuánto tiempo hace que esto dura. Según el New York Times de hoy, estamos en el día 2 del mes de mayo de 1961. No sé qué conclusión pueda extraerse de este dato.

Leyendo el Times, he sabido que mi situación en esta estancia no es en absoluto original. Las prisiones, por ejemplo, parecen estar dirigidas de una forma mucho más liberal. Pero es posible que el Times mienta, que esconda la verdad. Incluso la fecha puede estar adulterada. Tal vez, cada día, el periódico sea una falsedad minuciosamente elaborada, y de hecho estemos en 1950 y no en 1961. A menos que los periódicos no sean más que puras antigüedades y yo esté viviendo muchos siglos después que ellos fueran impresos..., unos fósiles para mí. Todo es posible. No tengo ningún elemento de juicio.

A veces llego a inventar pequeñas historias mientras permanezco sentado en mi taburete, ante la máquina de escribir. Muchas veces son historias acerca de las gentes de las que habla el New York Times. ¡Estas son las mejores historias! A veces son historias acerca de gentes que invento, pero entonces no son tan buenas debido a que...

No son tan buenas debido a que creo que todo el mundo está muerto. Creo que soy el único que queda, el único superviviente de la raza. Y me mantienen aquí, el único ser vivo, en esta estancia, en esta jaula, para mirarme, para observarme, para estudiarme a fin de..., no sé por qué me mantienen con vida. Si como supongo todo el mundo está muerto, ¿quiénes son entonces esos supuestos observadores? No lo sé. ¿Por qué me estudian? ¿Qué esperan aprender de mí? ¿Se trata de un experimento? ¿Qué es lo que debo hacer? ¿Esperan de mí que diga algo, que escriba algo en esta máquina de escribir? ¿Confirman o niegan, mis reacciones o mi ausencia de reacciones, una teoría de comportamiento? ¿Están contentos mis experimentadores con sus resultados?

No lo demuestran en absoluto. Se esconden de mí, se ocultan tras esas paredes, ese techo, ese suelo. Quizá ningún ser humano pudiera soportar su visión. Quizá ni siquiera sean extraterrestres, tan sólo unos simples investigadores. Unos psicólogos del MIT, parecidos a los que aparecen frecuentemente en el Times: rostros impersonales, cráneos calvos, algún que otro bigote como si fuera un certificado de originalidad. O un joven médico del Ejército, con el cabello cortado a cepillo, estudiando distintas técnicas de lavado de cerebro. Muy a su pesar, por supuesto. La historia y el anhelo de libertad les han obligado a pasar por encima de su código moral, mantenido en secreto. ¿Tal vez he sido yo quien me he presentado voluntario a esa experiencia? ¿Es esta la razón? ¡Dios mío, espero que no! ¿Está leyendo usted esto, profesor? ¿O usted, mayor? ¿Me dejarán salir ahora mismo? ¡Deseo retirarme de esta experiencia inmediatamente!

Por favor...

Les juro que ya hemos soportado todo lo soportable, tanto mi máquina de escribir como yo. Hemos intentado todo lo que se puede intentar. ¿No es así, máquina de escribir? Y, como pueden ustedes ver... —¿pueden realmente vernos?—, aún seguimos aquí.

Se trata de extraterrestres, por supuesto.

A veces escribo poemas. ¿Les gusta a ustedes la poesía? He aquí uno de los poemas que he escrito. Tiene por título: Grand Central Terminal («Grand Central Terminal» es el nombre exacto de lo que mucha gente llama equivocadamente «Grand Central Station»... Esta —así como otras inapreciables informaciones— me ha sido proporcionada por el New York Times...)

GRAND CENTRAL TERMINAL

¿Cómo puedes sentirte desgraciado

viendo lo alto

que está el techo?

¡Oh!

¡Qué alto está el techo!

¡Qué alto está el cielo!

¿Quiénes somos nosotros

para sentirnos tristes?

¡Ah!

Ni siquiera es un lugar

para morir dignamente.

Es tan sólo la tumba

de un gigante tan grande

que si nos engullera

ni siquiera nos saborearía.

¿Y?

¿De qué sirve

existir aquí?

A veces, como pueden observar, simplemente me siento aquí y copio viejos poemas, una y otra vez..., el poema que el Times publica cada día. El Times es mi única fuente poética. ¡Oh dioses! Hace ya tanto tiempo que escribí Grand Central Terminal. Años. Pero no puedo precisar cuántos.

No tengo ningún medio de medir el tiempo aquí. Ni día ni noche, ni vigilia ni sueño, ni cronómetro, tan sólo el Times, que nunca lleva fecha. Puedo remontarme hasta 1957. Me hubiera gustado tener una pequeña agenda, y mantenerla conmigo en esta estancia, como un recordatorio de mis progresos. ¡Si tan sólo pudiera conservar los viejos ejemplares del Times! Imaginen el montón que formarían con el transcurso de los años. Torres, escaleras, confortables madrigueras de papel prensa. Sería una arquitectura más humana, ¿no creen ustedes? Porque este cubo que ocupo tiene serios inconvenientes desde un punto de vista estrictamente humano. Pero no estoy autorizado a conservar el periódico del día anterior. Siempre me es retirado. Desaparecido antes de la llegada del siguiente. Supongo que debería sentirme agradecido por lo que poseo.

¿Qué ocurriría si el Times dejara de llegarme? ¿Si, como se nos amenaza a veces, hubiera una huelga de prensa? El aburrimiento, como uno llegaría fácilmente a creer, no es el principal problema. El aburrimiento se convierte, muy aprisa de hecho, en un poderoso estimulante.

Mi cuerpo. ¿Se interesan ustedes en mi cuerpo? Yo sí. Hace tiempo. Antes lamentaba que no hubiera espejos aquí. Ahora, por el contrario, le doy gracias al cielo. En aquellos lejanos días, con qué gracia mi carne rodeaba mi esqueleto. ¡Cómo cuelga y se marchita ahora! Antes danzaba solo, creando mi propio acompañamiento..., saltaba, pirueteaba, me arrojaba contra las acolchadas paredes. Hay una gran compulsión en el movimiento libre, sin trabas.

Ahora, la vida es mucho más monótona. La edad ablanda el placer y se cuelga en guirnaldas de grasa al frágil árbol de Navidad de la juventud.

Tengo varias teorías acerca del sentido de la vida. De la vida aquí. Si estuviera en otro lugar —en el mundo familiar del New York Times, por ejemplo, donde hay tantas cosas apasionantes que ocurren cada día y que necesitan de un millón de palabras para ser contadas—, no habría ningún problema. Estaría tan ocupado en ir de un lado a otro —de la Calle 53 a la 42, de la 42 a Fulton, sin hablar de todos los trayectos que le hacen recorrer a uno la ciudad de lado a lado—, que no tendría que preocuparme del sentido de la vida.

Durante el día podría ir a mil sitios, y luego, por la noche, tras una cena en un buen restaurante, ir al teatro o al cine. Sí, ¡la vida estaría tan llena si viviera en Nueva York! ¡Si fuera libre! Paso gran cantidad de tiempo imaginando lo que sería Nueva York, lo que sería la gente, cómo sería yo al lado de ellos, y en un cierto sentido mi vida aquí está llena con todas esas hipótesis.

Una de mis teorías es que ellos (ustedes, lectores, saben quienes son ellos, estoy convencido) esperan de mí que haga una confesión. Esto plantea un problema. Lo he olvidado todo de mi anterior existencia. Ignoro pues lo que debo confesar. Lo he intentado todo: crímenes políticos, crímenes sexuales (me gusta confesar este tipo de crímenes), infracciones a la circulación, pecados de orgullo. Dios mío, ¿qué es lo que no he confesado? Nada de ello ha servido. Quizá no haya confesado los crímenes que realmente he cometido, sean cuales sean. O más bien (y esta argumentación se precisa cada vez más), mi teoría no tiene ningún punto de sustentación.

Pero tengo otra.

Breve pausa.

Acaba de llegar el Times. He leído las noticias y me he alimentado con la fuente de la vida. Vuelvo a mi taburete.

Me pregunto si, en caso de vivir en ese mundo, me refiero al mundo del Times, yo sería un pacifista o no. Esta es realmente la cuestión crucial de la moderna moralidad. Uno se ve obligado a tomar una posición. Llevo años reflexionando en este problema, y me siento inclinado a creer que me inclino en favor del desarme. Por otro lado, y desde un punto de vista práctico, no me opondría a la bomba si tuviera la certeza que ésta sería lanzada sobre mí. Hay un cisma absoluto entre mi actitud con respecto a la esfera privada y a la esfera pública.

En una de las páginas interiores, tras las noticias políticas e internacionales, he descubierto un maravilloso artículo titulado: LOS BIÓLOGOS DAN LA BIENVENIDA A UN IMPORTANTE DESCUBRIMIENTO. Lo copio a continuación:

Washington, D. C. — Unas criaturas que viven en los grandes fondos marinos, que poseen cerebro pero no boca, son consideradas como el mayor descubrimiento biológico del siglo XX. Esos extraños animales, conocidos bajo el nombre de pogonoforos, recuerdan a gusanos de forma aplanada. Contrariamente a los gusanos normales, no poseen sistema digestivo, ni conducto excretor, ni órganos respiratorios, según nos dice la Sociedad Geográfica Nacional. Los desconcertados investigadores que examinaron en primer lugar a los pogonoforos creyeron al principio que se trataba tan sólo de partes de otros especímenes.

Actualmente, los biólogos están convencidos de hallarse ante el animal completo, pero siguen sin comprender cómo puede sobrevivir. Sin embargo, saben que existe, se reproduce, e incluso piensa, a su limitada manera, en los grandes fondos marinos de todo el planeta. La hembra del pogonoforo pone hasta treinta huevos a la vez. Un minúsculo cerebro permite un rudimentario proceso mental.

El pogonoforo es tan extraordinario que los biólogos han creado un grupo especializado sólo para él. Esto es muy significativo, ya que un grupo representa una clasificación biológica tan amplia que criaturas tan distintas como son los peces, los reptiles, las aves y los hombres forman todos ellos parte de un mismo grupo, el de los cordados.

Instalado en el fondo del mar, un pogonoforo secreta a su alrededor un filamento tubular, y lo solidifica año tras año hasta una altura de casi metro y medio. El filamento es parecido a una brizna de hierba blanca, lo cual puede explicar por qué el animal ha permanecido ignorado durante tanto tiempo.

El pogonoforo, aparentemente, no abandona jamás la prisión que se ha construido, pero no cesa de moverse en su interior de arriba a abajo y de abajo a arriba. Esta especie de gusano puede alcanzar una longitud de treinta y cinco centímetros, con un diámetro de menos de diez milímetros. Largos tentáculos se agitan en uno de sus extremos.

Algunos zoólogos pretenden que el pogonoforo es capaz, en una etapa precoz, de almacenar suficiente alimento como para ayunar todo el resto de su vida. Sin embargo, los pogonoforos jóvenes están desprovistos igualmente de sistema digestivo.

Es sorprendente el número de cosas que una persona puede aprender leyendo diariamente el Times. ¡Me siento tan en forma después de haber leído el periódico! Incluso creativo. Hasta el punto de hilvanar una historia acerca de los pogonoforos:

LUCHA

Memorias de un pogonoforo

Introducción

En el mes de mayo de 1961 consideré la posibilidad de adquirir un animal doméstico. Uno de mis amigos había adquirido recientemente un par de lemúridos, otro había adoptado una boa constrictor, y mi compañera de habitación tenía una lechuza metida en una jaula bajo su escritorio.

Un nido (¿o una colonia?) de pogos no era algo que diera que temer. Además, los pogonoforos no comen, no defecan, ni hacen ruido. Así pues, son animales domésticos ideales. En junio hice que me enviaran tres docenas desde el Japón, lo cual me costó un dineral.

(Breve interrupción en la historia: ¿Consideran creíble todo esto? ¿Les parece que la trama es real? He creído que si comenzaba mi historia mencionando otros animales daría a mi invención una mayor verosimilitud. Espero que haya funcionado.)

Como biólogo mediocre que soy, no pensé en el problema del mantenimiento de una presión adecuada en mi acuario. El pogonoforo está habituado al peso de todo un océano. No estaba equipado para responder a tales exigencias. Durante algunos apasionantes días, observé a los pogos supervivientes subir y bajar en sus translúcidas conchas. Pero perecieron muy pronto. De modo que, resignado a lo banal, adorné mi acuario con langostas del Maine para divertir y alimentar a mis ocasionales visitantes de provincias.

Nunca he lamentado el dinero que gasté con ellos: raras veces se le ha dado al hombre la ocasión de contemplar el sublime espectáculo de la ascensión de un pogonoforo..., muy raras veces. Durante esos breves momentos, pese a mi escasa intuición de los pensamientos que nacían en el rudimentario cerebro del gusano del mar («¡Arriba, arriba, arriba... Abajo, abajo, abajo...!»), no pude dejar de admirar su perseverancia. El pogonoforo no duerme nunca. Trepa hasta la cima de su cascarón, y una vez arriba desciende de nuevo hasta el fondo. El pogonoforo no se cansa nunca de esta incesante actividad. Cumple escrupulosamente con su deber y su alegría es sincera. No es fatalista.

Las Memorias que siguen a esta Introducción no son alegóricas. No he intentado «interpretar» los pensamientos internos del pogonoforo. No es necesario, puesto que el pogonoforo nos ha dejado por propia voluntad el testimonio más elocuente de su vida espiritual. Se halla inscrito en el interior del cascarón translúcido en el cual transcurre toda su vida.

Desde la invención del alfabeto, se ha admitido normalmente que las marcas grabadas en las conchas o las huellas dejadas en la arena por un crustáceo evidencian una auténtica lingüística. Gentes originales y excéntricas han intentado en todas las épocas descifrar esos códigos, al igual que otros hombres han buscado comprender el lenguaje de los pájaros. En vano. No pretendo que los surcos dejados en la arena y en las conchas de los animales marinos comunes puedan ser traducidos. Sin embargo, el interior de la concha translúcida del pogonoforo sí puede serlo..., ¡yo he descifrado su código!

Con ayuda del manual de criptografía del ejército de los Estados Unidos (obtenido gracias a tan tortuosos medios que es mejor no revelarlos aquí), he aprendido la gramática y la sintaxis del lenguaje secreto del pogonoforo. Los zoólogos, y aquellos que deseen estudiar la solución del criptograma, pueden ponerse en contacto conmigo a través del editor de la presente obra.

En los treinta y seis casos que he podido examinar, las huellas dentadas dejadas en el interior de cada cascarón eran idénticas. Mi teoría es que los tentáculos del pogonoforo tienen por única función seguir el curso de este «mensaje» de arriba abajo y de abajo arriba de su concha..., y, en consecuencia, pensar. El cascarón es una especie de flujo-de-conciencia exteriorizado.

Sería posible (de hecho, es casi una tentación irresistible), desarrollar todo un comentario concerniente a la significación de estas Memorias con respecto a la humanidad. A buen seguro hay en esos preciosos cascarones toda una filosofía comprimida por la propia naturaleza. Pero, antes de iniciar mi comentario, examinemos el texto propiamente dicho:

El Texto

I

Alto. Altura, alto. Las alturas.

II

Bajo. Bajura, bajo. Las bajuras.

III

Descripción de mi máquina de escribir. El teclado tiene aproximadamente unos treinta centímetros. Cada tecla roza la siguiente, y está marcada con una única letra del alfabeto, o dos signos de puntuación, o una cifra y un signo de puntuación. Las letras no se hallan ordenadas alfabéticamente, sino situadas aparentemente al azar. Quizás estén ordenadas según un código. Hay una barra espaciadora. Por el contrario, no hay ni marginador ni retroceso del carro. El rodillo no es visible, y nunca puedo ver las palabras que escribo, ¿Dónde van a parar? Quizá son transformadas inmediatamente en libro por alguna linotipia automática. Eso sería maravilloso. Aunque quizá se inscriban interminablemente en una línea sin fin. Tal vez esta máquina de escribir no sea más que un engañabobos y no deje la menor huella de lo que escribe.

Algunas reflexiones acerca de la futilidad:

Al igual que golpeo esas teclas, podría levantar pesos. O izar rocas hasta la cima de una colina desde donde caerían inmediatamente hacia abajo. Sí, tanto podría mentir como decir la verdad. Lo que diga no cambia absolutamente nada.

Eso es lo terrible. ¿Es acaso «terrible» la palabra adecuada?

Hoy me siento bastante cansado, pero no es esta la primera vez. Dentro de algunos días me sentiré completamente bien. Un poco de paciencia, y luego...

¿Qué es lo que quieren de mí aquí? Si tan sólo pudiera estar seguro de servir para algo útil. No puedo dejar de preocuparme al respecto. El tiempo huye de mis manos. Sigo teniendo hambre. No puedo eludir la sensación de estarme volviendo loco. Este es el fin de mi historia relativa a los pogonoforos.

Hiato.

¿No tienen ustedes miedo que yo me vuelva loco? ¿Y si entrara en catatonia? Ya no tendrían nada que leer. A menos que les den mis números del New York Times. Hechos para ustedes.

Ustedes: el espejo que me es negado, la sombra que no proyecto, mi fiel observador, que leen mi pensamiento recientemente impreso, mis lectores.

Ustedes: monstruos de feria, rostro de rata, sabios locos, médicos del Ejército, que preparan el lecho nupcial de mi muerte y me tientan hacia él.

Ustedes: ¡Distintos!

¡Háblenme!

Ustedes: ¿Qué te diremos, terrestre?

Yo: No importa lo que digan, siempre que sea otra voz distinta a la mía, una carne que no sea mi carne, unas mentiras que no me vea obligado a inventar yo mismo. No me importa demasiado, pero hay tantas veces —¡y no crean que soy melodramático por ello!— en que dudo que yo sea real...

Ustedes: Sabemos lo que sientes (avanzando un tentáculo). ¿Permites?

Yo: (retrocediendo). Más tarde. Por el momento he pensado que podríamos charlar. (Ustedes empiezan a volverse imprecisos). Hay tantas cosas de ustedes que no acabo de comprender. Su identidad no es definida. Cambian de uno a otro estado con tanta facilidad como yo cambiaría de cadena de televisión..., si tuviera un televisor. También son demasiado... secretos. Deberían dejarse ver más a menudo. Muévanse, muéstrense, aprovechen la vida. Si son ustedes tímidos, yo les acompañaré. No se dejen dominar por el temor.

Ustedes: Interesante. Sí, extremadamente interesante. El sujeto acusa tendencias paranoicas agudas acompañadas de delirios alucinatorios. Examinemos su lengua, su pulso, su orina. Sus deposiciones son irregulares. Tiene los dientes estropeados. Se está volviendo calvo.

Yo: Estoy perdiendo la cabeza.

Ustedes: Está perdiendo la cabeza.

Yo: Me estoy muriendo.

Ustedes: Está muerto.

(Se vuelven más y más imprecisos, hasta que no queda de ustedes más que el resplandor dorado del águila en su gorra, el reflejo de las hojas de encina en sus hombros). Pero no ha muerto en vano. Su país lo recordará siempre, ya que su muerte ha permitido que su patria sea libre.

(Telón. Himno nacional).

Hola, soy yo de nuevo. ¿No me han olvidado? ¿A su viejo amigo? ¿A mí? Ahora escuchen atentamente..., este es mi plan. Por los cielos, voy a escaparme de esta condenada prisión, y ustedes van a ayudarme. Veinte personas pueden leer lo que escribo en esta máquina de escribir. Entre estas veinte, estoy seguro que diecinueve me verían pudrirme aquí sin siquiera parpadear. Pero no la que hace veinte. ¡Oh, no! Ella —usted—, tiene aún una conciencia. Ella/usted me enviará una Señal. Y cuando yo reciba la Señal sabré que hay alguien, allá abajo, que intenta ayudarme. No vayan a creer que espero milagros instantáneos. Puede que se necesiten meses, años incluso, para preparar una evasión a toda prueba, pero el solo hecho de saber que hay alguien ahí abajo que intenta ayudarme me dará fuerzas para continuar día tras día, edición tras edición del Times.

¿Saben lo que me pregunto a veces? Me pregunto por qué el Times no publica nunca un editorial dedicado a mí. Da su opinión sobre todo lo demás: la Cuba de Castro, la vergüenza de nuestros Estados del Sur, los impuestos, el primer día de primavera.

¿Y yo?

¿Acaso no es una injusticia esta forma de tratarme? ¿No hay nadie que se preocupe por mí? ¿Por qué? No me digan que no saben que estoy aquí. Ya hace años que escribo, escribo. Seguro que lo saben. ¡Seguro que alguien lo sabe!

Son cuestiones serias. Exigen una seria reflexión. Insisto en que se me responda.

¿Saben?, no espero realmente una respuesta. Ya no me queda ninguna falsa esperanza. Ninguna. Sé que no veré ninguna señal, y aunque la vea no será más que un engaño, una ilusión para que siga esperando. Sé que estoy solo en mi lucha contra esta injusticia. Sé todo esto..., ¡y no me importa! Mi voluntad sigue estando intacta, y mi mente está libre. Desde mi aislamiento, desde el fondo de mi silencio, desde las profundidades de esta blanca, blanca luminosidad, les digo esto: ¡LES DESAFÍO! ¿Me han oído bien? ¡LES DESAFÍO!

De nuevo es hora de comer. Otra vez.

Mientras absorbía mi alimento, he pensado en algo que debía decir, pero he olvidado de qué se trataba. Si lo recuerdo de nuevo, lo anotaré.

Mientras tanto, les hablaré de mi otra teoría.

Mi otra teoría es que esto es una jaula de ardilla. ¿Comprenden lo que quiero decir? Como esas que pueden hallarse en el parque de una pequeña ciudad. Uno puede incluso tenerla en su casa, vistas sus reducidas dimensiones. La jaula de una ardilla se parece a no importa cuál otra jaula..., excepto que tiene una rueda. La ardilla se mete en la rueda y empieza a correr. Su carrera hace girar la rueda, y la rotación de la rueda obliga al animal a seguir corriendo. En principio, este ejercicio está concebido para mantener al animal en perfecta salud. Lo que nunca he llegado a comprender es por qué se mete a las ardillas en jaulas. ¿Acaso no saben en lo que va a convertirse la vida del pobre animalillo? ¿O acaso no les importa?

No les importa.

Ahora recuerdo lo que había olvidado. Se trata de una nueva historia. La llamo «Una tarde en el zoológico», y la he inventado yo mismo. Es muy corta, y lleva consigo una moraleja. La historia es esta.

UNA TARDE EN EL ZOOLÓGICO

Esta es la historia de Alexandra. Alexandra era la mujer de un célebre periodista que se había especializado en reportajes científicos. Su oficio le obligaba a recorrer todo el país, y puesto que su unión no había sido santificada con un hijo, ella le acompañaba muchas veces. A la larga, esto se convirtió en algo muy aburrido. De modo que ella se vio obligada a encontrar algo que la ayudara a pasar el tiempo. Cuando había visto ya todos los filmes que se exhibían en la ciudad donde se hallaban, iba a visitar un museo, o asistía a un partido de béisbol, si este partido de béisbol le interesaba.

Un día, fue al zoológico.

Por supuesto, se trataba de un zoológico pequeño, ya que la ciudad era también pequeña. Montado con buen gusto, pero nada ostentoso. Había un riachuelo que serpenteaba entre el césped. Algunos patos y un cisne solitario se aburrían entre las ramas de unos sauces llorones, y salían contoneándose del agua para atrapar las migas de pan lanzadas por los visitantes. Alexandra consideró que el cisne era muy hermoso.

Luego se dirigió hacia una sección señalada: «Roedores». En las jaulas había conejos, nutrias, mapaches... El interior de las jaulas estaba lleno de detritus y de vegetales medio roídos y de excrementos de todas las formas y colores, pero los animales debían estar en sus madrigueras, durmiendo. Alexandra se sintió decepcionada, pero se dijo que los roedores no eran lo más importante que podía ofrecer un zoológico.

Cerca de la sección de los roedores, un oso negro tomaba baños de sol echado sobre una roca. Alexandra dio una vuelta en torno a la verja de seguridad sin ver ningún otro miembro de la familia del oso. Era un oso enorme.

Observó durante unos instantes a las focas chapoteando en su piscina de cemento, y luego fue en busca de la sección de los monos. Le preguntó a un obsequioso vendedor de cacahuetes dónde la podía encontrar. El vendedor le respondió que estaba cerrada por reparaciones.

—¡Qué lástima! —exclamó Alexandra.

—¿Por qué no va a ver usted el Serpentario? —le sugirió el vendedor de cacahuetes.

Alexandra hizo un mohín de disgusto. Desde pequeña detestaba los reptiles. Compró un paquete de cacahuetes, pese a que la sección de los monos estaba cerrada, y se los comió. Los cacahuetes le dieron sed, y esto la condujo a tomar una limonada, que le hizo inquietarse por su peso mientras se la bebía sorbiendo con una pajita.

Contempló los pavos reales y un nervioso antílope, y tomó un sendero que la llevó a un pequeño bosquecillo, quizá de pequeños álamos. Estaba sola allí. Se quitó los zapatos y agitó los dedos de los pies, sintiendo un cosquilleo de felicidad. Le gustaba a veces estar sola.

Más allá del bosquecillo, una hilera de pesados barrotes de hierro llamó su atención. Había un hombre al otro lado de los barrotes, vestido con un traje de algodón demasiado grande —probablemente un pijama—, sujeto alrededor del pecho con una especie de cuerda. Estaba sentado en el suelo de su jaula, con los ojos perdidos en el vacío. Al pie de los barrotes, un letrero indicaba: Cordados.

—¡Qué encantador! —exclamó Alexandra.

De hecho, se trata de una historia muy antigua. Cada vez la cuento de un modo distinto. A veces continúa más allá del momento en que me detengo. A veces Alexandra le habla al hombre que está tras los barrotes. A veces ambos se enamoran mutuamente, y ella intenta ayudarle a escapar. A veces ambos son muertos en su intento, y entonces es muy emocionante. A veces se dejan capturar y son encerrados juntos tras los barrotes. Pero como se quieren mucho, la cautividad es fácil de soportar. Entonces es también muy emocionante. A veces consiguen huir. En este caso, cuando logran verse libres, nunca sé qué hacer con ellos. Sin embargo, estoy seguro que si yo consiguiera verme libre, libre de esta jaula, no presentaría ningún problema.

Una parte de mi historia no es demasiado probable. ¿Quién metería a un hombre en un zoológico? Yo, por ejemplo. ¿Quién haría algo semejante? ¿Unos extraterrestres? ¿Volvemos de nuevo al asunto de los extraterrestres? ¿Quién sabe algo de ellos? Yo no conozco nada en absoluto al respecto.

Mi mejor teoría es que se trata de gente normal. Ellos son los que me mantienen aquí. Gente ordinaria acudiendo a verme a través de estas paredes. Leen lo que tecleo en esta máquina de escribir a medida que las palabras van apareciendo en una enorme pantalla luminosa semejante a la que destila las noticias alrededor del edificio del Times en la calle 42. Es probable que se rían cuando escribo algo divertido, y que se aburran y dejen de leer cuando escribo algo grave e importante, como una llamada de socorro. O al revés. De todos modos, no deben tomarse en serio nada de lo que digo. A ninguno de ellos le importa el que yo esté aquí. Para ellos no soy más que un animal en una jaula, entre otros muchos. Ustedes pueden objetar que un ser humano no es lo mismo que un animal, pero después de todo, ¿están ustedes seguros de ello? Ellos —los espectadores— parecen pensar que sí. De todos modos, ninguno de ellos me ayuda a salir. Ninguno de ellos parece pensar que es extraño y poco habitual el que yo esté aquí. Ninguno de ellos piensa que esto está mal. Eso es lo terrible.

¿«Terrible»?

No es eso lo terrible. En absoluto. ¿Cómo podría serlo? No se trata más que de otra historia. Quizás ustedes no piensen que es otra historia porque se hallan ahí abajo, leyendo esa pantalla luminosa, pero yo sé que se trata de una historia, porque debo sentarme aquí en el taburete e inventarla. Oh, quizá fuera terrible hace tiempo, cuando pensé en ello por primera vez, pero hace ya tantos años que estoy aquí. Tantos y tantos años. La historia ha durado tanto tiempo. Nada puede ser terrible a lo largo de tantos años. Dije que es terrible tan sólo porque hay que decir algo, ¿comprenden? Una u otra cosa, pero algo. Lo único que me aterrorizaría ahora sería alguien que entrara. Alguien entrando y diciéndome:

—Está bien, señor Disch. Está usted libre.

Eso es lo que sería realmente terrible.