III
VIAJARON toda la noche a trote rápido, con el zird por delante, como una gigantesca luciérnaga. Cuando el alba empezó a teñir el oriente, se hallaban ya en las montañas al este de Falklyn, subiendo sus laderas.
Cuando Alan pudo distinguir los detalles de su guía nocturno, pensó por unos instantes que se trataba de un enorme hussir. Utilizaba la misma amplia chaqueta, abierta por delante, y los mismos anchos calzones. Pero no tenía cola, ni orejas puntiagudas. Era una muchacha de casi su misma edad.
Era la primera persona humana que veía completamente vestida. Alan pensó en lo ridículo que ella se veía y, al mismo tiempo, sintió que aquello era un sacrilegio.
Penetraron a través de un estrecho paso y llegaron a un profundo valle, y caminaron en vez de trotar. Por primera vez desde que dejaron las inmediaciones del castillo de Wiln pudieron decir algo más que unas cortas y deshilvanadas frases.
—¿Quién eres y adónde me llevas? —preguntó Alan. A la fría luz del amanecer, empezaba a dudar si había hecho bien huyendo del castillo.
—Me llamo Mara —dijo la muchacha—. ¿Has oído hablar de los Humanos Salvajes? Yo soy uno de ellos, y vivimos en estas montañas.
Alan sintió que se le erizaban los cabellos, y estuvo tentado de escapar. Mara lo sujetó por un brazo.
—¿Por qué creen todos los esclavos en esas absurdas historias de canibalismo? —preguntó desdeñosamente.
La palabra canibalismo era desconocida para Alan.
—No te vamos a comer, muchacho —dijo la chica—. Te vamos a convertir en un humano libre. ¿Cómo te llamas?
—Alan —contestó él con voz temblorosa, dejándose llevar—. ¿Qué es esa libertad de la que habla el zird?
—Ya lo sabrás —prometió ella—. Pero el zird no sabe. Los zirds no son más que animales que vuelan. Les enseñamos a decir esta única frase y a guiar a los esclavos hasta nosotros.
—¿Y por qué no entran ustedes mismos en los corrales? Podrían trepar muy fácilmente las cercas —el miedo estaba siendo sustituido por la curiosidad.
—Lo hemos intentado, pero esos tontos esclavos se ponen a gritar cuando ven a un extraño. Los hussires han capturado a varios de nosotros por culpa de ello.
Apareció el doble sol: primero el azul, y unos segundos más tarde el blanco. Las montañas a su alrededor iban despertando con la claridad.
En medio de la oscuridad había creído que el cabello de Mara era negro, pero la luz del amanecer le reveló que era dorado oscuro. Sus ojos eran castaños como el fruto del tornot.
Se detuvieron junto a un manantial que brotaba entre dos grandes rocas, y Mara lo estudió atentamente, observando su delgado y fuerte cuerpo.
—Estás bien hecho —dijo—. Ya quisiera que todos los que conseguimos fueran tan saludables como tú.
Transcurridas tres semanas. Alan se parecía a todos los demás Humanos Salvajes..., al menos exteriormente. Se acostumbró a ponerse ropa y, aunque torpemente, acarreaba con un arco y flechas. En aquel momento, él y Mara se hallaban a varios kilómetros de las cuevas donde vivían los Humanos Salvajes.
Estaban cazando animales para comer, y Alan se pasó la lengua por los labios ante este pensamiento. Le gustaba la carne cocida. Los hussires alimentaban a sus rebaños humanos con tortas de cereales y los restos de su propia cocina. La única carne que había comido antes era la de pequeños animales que había logrado agarrar con su agilidad.
Llegaron a una cima, y Mara, que iba delante de él, se detuvo bruscamente. Alan se le acercó.
No muy por debajo de ellos avanzaba un hussir, con un corto y pesado arco y un carcaj de flechas. El hussir miraba atentamente hacia todos lados, pero no los vio desde su posición por encima de su cabeza.
Alan tembló de miedo. En aquel momento no era más que un miembro escapado del rebaño y le esperaba la muerte como castigo por haber huido del corral.
Oyó junto a él el vibrar de una cuerda, y el hussir tropezó y cayó, con el pecho atravesado por una flecha. Mara bajó tranquilamente su arco y sonrió al ver el temor reflejado en sus ojos.
—He aquí a uno que no encontrará Haafin —dijo. Los Humanos Salvajes llamaban Haafin a su comunidad.
—¿Hay..., hay hussires en las montañas? —preguntó temblorosamente Alan.
—Unos cuantos. Cazadores. Si los matamos antes que entren en el valle, podemos estar tranquilos. Pero algunos lo han visto y han conseguido escapar, y por eso hemos tenido que cambiar la situación de Haafin una docena de veces durante el último siglo, y siempre hemos perdido mucha gente peleando por escapar. Esos diablos atacan con grandes pertrechos.
—¿Pero de qué sirve todo esto, entonces? —preguntó Alan con desconsuelo—. No hay más que cuatrocientos o quinientos humanos en Haafin. ¿Para qué esconderse y correr de un lado para otro, si más tarde o más temprano llegará el momento en que los hussires nos exterminen a todos?
Mara se sentó en una roca.
—Aprendes rápido —dijo—. Probablemente te sorprenderá saber que esta comunidad ha conseguido durar, en estas montañas, más de mil años. Pero de todos modos has puesto el dedo en la llaga del problema que nos atormenta desde hace varias generaciones.
Vaciló, y dibujó unos trazos en el polvo con el pie.
—Es aún pronto para que te lo diga, pero mientras tanto puedes empezar a abrir tus oídos —comentó—. Cuando lleves un año aquí, serás admitido como miembro de la comunidad. Entonces tendrás una entrevista con El Refugiado, que es nuestro jefe. Y él siempre pregunta a los recién llegados si tienen algo que decir precisamente sobre este problema.
—¿Pero qué es lo que tengo que escuchar? —preguntó ansiosamente Alan.
—Hay dos ideas principales acerca de cómo resolver el problema, pero prefiero que las oigas de labios de las personas que creen en ellas. Recuerda simplemente que el problema es salvarnos a nosotros mismos de la muerte, y a los cientos de miles de otros humanos de la esclavitud. Para ello tenemos que obligar a los hussires a aceptar a los humanos como iguales y no como simples animales. Y esto no va a ser sencillo.
Gran parte de la vida de Alan en Haafin no era muy distinta de la existencia que había conocido. Cumplía con su parte de trabajo en los pequeños campos pegados a la orilla del río en el centro del valle, ayudaba a cazar animales para aprovechar su carne y también para hacer utensilios como los que empleaban los hussires. A veces tenía que pelear con los puños para defender sus derechos.
Pero eso que los Humanos Salvajes llamaban libertad era un elemento extraño que se mezclaba en todo lo que eran y hacían. Básicamente, según logró comprender Alan, la palabra significaba que los Humanos Salvajes no pertenecían a los hussires, sino que eran sus propios dueños. Cuando recibían órdenes éstas tenían que ser obedecidas, pero provenían de humanos y no de hussires.
Había otras diferencias. No existían relaciones familiares formales, puesto que no había tradiciones sociales en un pueblo que durante generaciones no había sido más que un grupo de animales domésticos. Pero la presión y el rígidamente forzado sometimiento a la época de acoplamiento no existían, y algunas viejas parejas permanecían juntas permanentemente.
Libertad, decidió Alan, significaba una dignidad que hacía de un humano el equivalente a un hussir.
Llegó el primer aniversario de la noche en que Alan siguió al zird, y Mara, temprano por la mañana, lo llevó al otro extremo del valle. Lo dejó a la entrada de una pequeña cueva, de la que muy pronto salió un hombre del que Alan había oído hablar mucho, pero al que nunca había visto.
El cabello y la barba de El Refugiado eran grises, y su rostro reflejaba las arrugas de la edad.
—Eres Alan, que vino del castillo de Wiln —dijo el anciano.
—Cierto, grandeza —contestó respetuosamente Alan.
—No me llames grandeza. Eso es hablar como esclavos. Soy Roand, El Refugiado.
—Sí, señor.
—Cuando te vayas de aquí hoy, serás miembro de la comunidad de Haafin, la única comunidad libre del mundo —dijo Roand—. Tendrás todos los derechos de cualquier otro miembro: ningún hombre puede tomar a una mujer sin su consentimiento, nadie puede quitarte el alimento que caces o cultives sin tu permiso. Si eres el primero en ocupar una cueva vacía, nadie puede ir a vivir en ella sin que tú quieras. Eso es libertad. Como sin duda te habrán explicado ya, debes decirme lo que piensas acerca de la manera de lograr que todos los humanos sean libres. Antes que digas nada —levantó una mano—, voy a proporcionarte una pequeña ayuda. Entra en la cueva.
Alan lo siguió al interior. A la luz de una antorcha, Roand le mostró una serie de diagramas grabados en una pared con ayuda de una piedra, como pueden hacerse dibujos en el polvo con un palo.
—Eso son mapas, Alan —dijo Roand, explicándole lo que era un mapa.
Alan agitó la cabeza en señal de comprensión.
—Debes saber ya que hay dos maneras de pensar en relación con lo que debemos hacer para liberar a los humanos —dijo Roand—, pero seguramente no debes entender bien ninguna de ellas. Estos mapas te muestran la primera, que fue ideada hace ciento cincuenta años, pero que nuestra gente nunca ha estado de acuerdo en intentar. Muestra cómo, a través de un ataque por sorpresa, podríamos adueñarnos de Falklyn, la principal ciudad de toda esta región, aunque los hussires que viven en la ciudad son más de diez mil. Tomando Falklyn, podríamos liberar a los cuarenta mil humanos de la ciudad, y entonces seríamos lo suficientemente fuertes como para tomar los lugares cercanos y atacar gradualmente las ciudades, como muestran estos otros mapas.
Alan asintió con la cabeza.
—Me gusta más el otro sistema —dijo Alan—. Debe haber alguna razón por la que no dejan que los humanos entren en la Torre de la Estrella.
La desdentada sonrisa de Roand no destruía la innata dignidad de su rostro.
—Joven Alan, eres un místico como yo. Pero la tradición dice que no es suficiente que un humano entre en la Torre de la Estrella. Déjame contarte la tradición: la Torre de la Estrella fue una vez el hogar de todos los humanos. Entonces no existían más que apenas una docena de ellos, pero tenían grandes y extraños poderes. Pese a lo cual, cuando salieron de la Torre, los hussires lograron esclavizarlos por la simple fuerza de su número. Tres de esos primitivos humanos escaparon a las montañas y se convirtieron en los primeros Humanos Salvajes. De ellos nos viene la tradición que tenemos sus descendientes, así como los humanos que hemos ido liberando de la esclavitud de los hussires. La tradición dice que el humano que entre en la Torre de la Estrella podrá liberar a todos los demás humanos del mundo..., si lleva consigo la Seda y la Canción.
Roand metió la mano en un agujero en la roca.
—Esta es la Seda —dijo, sacando una bufanda color durazno, en la que había algo pintado.
Alan reconoció que era escritura como la que empleaban los hussires y que se rumoreaba que les había sido enseñada por los humanos. Respetuosamente, Roand la leyó:
—REG. B-XIII. CULTURA M. SOS.
—¿Qué significa? —preguntó Alan.
—Nadie lo sabe —contestó Roand—. Es el gran misterio. Puede que sea un encantamiento.
Cuidadosamente, colocó de nuevo la Seda en su lugar.
—Esta es otra escritura que tenemos —dijo Roand, extrayendo un fragmento de material amarillento, muy delgado y quebradizo—, que nos ha sido legada por nuestros antepasados.
A Alan le pareció que era como una tela fina que se hubiera endurecido con el paso de los años, pero sin embargo tenía una consistencia distinta. Roand lo manejó con sumo cuidado.
—Esto es un pedazo de lo que se perdió hace varios siglos —dijo, leyéndolo—: Octubre 3, 2..., la nuestra es la última..., tres expediciones perdidas..., demasiado lejos para seguir intentando..., cómo podríamos...
Alan tampoco entendió nada, al igual que las palabras de la Seda.
—¿Cuál es la Canción? —preguntó Alan.
—Todos los humanos la saben desde su niñez —dijo Roand—. Es la más conocida de todas las canciones humanas.
—Brilla, brilla, estrella de oro —dijo Alan inmediatamente—. Te alcanzaré aunque estés tan lejos...
—Esa es, pero hay otro verso que tan sólo conocemos los Humanos Salvajes. Debes aprenderlo. Dice así:
Brilla, brilla, insecto,
Redondo y largo, de color vivo,
En un cuarto marcado con una cruz.
Pícame en el brazo cuando te encuentre,
Y me tenderé en una profunda cama,
Y no tendré más que hacer sino dormir.
—No tiene sentido —dijo Alan—. Como tampoco lo tiene el primer verso, aunque Mara me mostrara lo que es una tortuga.
—No debe tener sentido hasta que se cante en la Torre de la Estrella; e incluso entonces, tan sólo si se tiene la Seda.
Alan meditó largo rato. Roand permaneció en silencio, esperando.
—Algunos de nosotros quieren que un humano trate de llegar a la Torre de la Estrella —dijo finalmente Alan—, y piensan que esto nos hará milagrosamente libres a todos los humanos. Los demás piensan que todo esto no es más que un cuento infantil, y que es necesario vencer a los hussires con arcos y flechas. Me parece, señor, que una cosa o la otra debería ser intentada. Siento mucho no saber lo suficiente como para poder ofrecer algo distinto.
Roand adoptó una expresión triste.
—Y en consecuencia, te unirás a uno u otro bando, y discutirás durante el resto de tu vida la conveniencia de hacer esto o lo otro. Y nada podremos hacer, puesto que no conseguimos ponernos de acuerdo.
—No veo por qué tenga que ser así, señor.
Roand lo miró con súbita esperanza.
—¿Qué quieres decir?
—¿No puede usted, o alguna otra persona, ordenarles lo que se debe hacer?
Roand movió negativamente la cabeza.
—Tenemos reglas, pero nadie puede decirle a otro lo que debe hacer. Somos libres.
—Cuando yo era chico —dijo Alan lentamente—, jugábamos a un juego que llamábamos el de los Dos Rebaños. Comenzábamos con el mismo número de muchachos en cada bando, con un árbol como refugio. Cuando dos jugadores de distinto bando se encontraban en el campo, el último que había salido de su refugio capturaba al otro, y pasaba a engrosar su propio bando.
—Jugué a eso hace muchos años —dijo Roand—. Pero no entiendo cuál es tu idea.
—Como sea que, para ganar, uno de los bandos tenía que capturar a todos los miembros del bando contrario, con tantas capturas en uno y otro lado llegaba la noche y el juego nunca había terminado. Así que siempre juzgábamos que el bando que tenía mayor número de muchachos al llegar la noche era el bando que ganaba. ¿Por qué no hacer lo mismo aquí?
La comprensión iluminó poco a poco el rostro de Roand. En su mirada se podía apreciar también una cierta reverencia ante la idea de estar asistiendo a un gran paso adelante en la ciencia del gobierno humano.
—¿Contar los partidarios que tenga cada bando y aceptar lo que diga la mayoría?
—Sí, señor.
Roand se echó a reír, mostrando sus vacías encías.
—Realmente acabas de traer una idea nueva, muchacho..., pero me temo que tú y yo vamos a tener que abandonar nuestro punto de vista. He contado bien, y sé que hay más gente en Haafin que piensa que debemos atacar a los hussires con las armas en la mano que la que cree en viejas tradiciones.