Informe sobre las Migraciones del Material Educativo

JOHN T. Sladek

Trabé conocimiento (literariamente, por supuesto) con Sladek a través de su obra The Reproductive System, que en Estados Unidos apareció bajo el título de Mechasm (contracción de Mechante Orgasm). Mechasm es un frenético pastiche de todos los géneros habidos y por haber en el campo de las literaturas populares, es decir, empleando un término snob muy popular hoy, una pasada impresionante. Una pasada tan grande que, aún deseando poder ofrecerla al público español, sigo sin acabarme de decidir al respecto, por temor a la acogida que pueda dispensar a una obra tal un público que durante muchos años ha bebido exclusivamente de las fuentes de Asimov, Clarke, Heinlein y demás. Informe sobre las Migraciones... es un ejemplo característico del modo de hacer de Sladek (cuyo libro The Muller-Fokker Effect va a la zaga a Mechasm en cuanto a culto al absurdo), que si bien no alcanza los límites de las dos obras citadas les va casi a la zaga. Me gustaría conocer la opinión del lector medio de esta antología acerca de esta particular visión de una nueva «revolución cultural»; quizás ello me animara (o me desanimara definitivamente) a ofrecer el plato fuerte de Mechasm al un tanto atrofiado paladar del lector español de ciencia ficción.

* * *

Al descender del coche, Edward Sankey levantó involuntariamente la mirada hacia el cielo de un azul resplandeciente, sin una nube. Con el rabillo del ojo percibió un movimiento..., una serie de puntos desplazándose desordenadamente. ¿Pájaros? No deseando examinarlos más atentamente para verificarlo, Sankey bajó los ojos y se metió en el palacio de Justicia.

El otro miembro del comité, Preston, estaba ya tras su escritorio sobre el que se apilaban fajos de documentos, sin duda nuevas comunicaciones de testigos relativas a las pretendidas migraciones. Preston parecía estarlas clasificando según un complicado criterio que sólo él conocía.

—Tienes aspecto de haber pasado mala noche, Ed —dijo—. Espero que estés preparado para oír hoy a nuestros últimos testigos. Espero poder terminar el informe el jueves por la tarde, y así poder ofrecernos un merecido fin de semana de descanso.

—Yo... Ayer en la noche me ocurrió algo, Harry —dijo Sankey, dejándose caer en una silla. Soltó el primer botón de su abrigo con sus dedos enguantados y añadió—: Yo..., creo que también vi algo. Y..., no sé qué pensar; yo...

—No tenemos tiempo de entrar ahora en detalles, muchacho —le interrumpió Preston—. Tenemos que interrogar a cincuenta testigos y leer todas esas comunicaciones. Intenta calmarte; ya me lo contarás todo en la comida.

Sankey intentó seguir el consejo de su colega. Pero durante toda la mañana, incluso durante la audición de los testigos, no pudo impedir que sus pensamientos regresaran a lo ocurrido la noche anterior.

Aquella noche estaba sentado en su sala de lectura, más íntima y más caldeada que la biblioteca y la medianoche le sorprendió ante una taza de chocolate caliente, cabeceando ante el informe de un agente de policía:

«Hemos recibido un aviso de la agencia encargada de la vigilancia de los manuscritos pertenecientes a la colección Waxman. Señalaba que un cristal había sido roto en la sala de exposiciones. Acudimos al lugar de los hechos. Llegamos allí a las diez horas y cuarenta y cinco minutos. Ninguna otra puerta ni ventana habían sido forzadas. El cristal roto había caído afuera, como si hubiera sido roto desde el interior. A su lado, entre la hierba, había un libro. Nuestra investigación posterior no nos señaló la ausencia de ningún otro libro. Este había resultado dañado por los fragmentos del cristal roto. Era un ejemplar de la Nürnburg Chronicle, un libro raro y uno de los primeros en ser impresos.»

De repente, Sankey contuvo el aliento. Había creído oír un ruido procedente de la biblioteca. Seguramente se trataba de Marian, su mujer, que había venido a buscar alguna novela para leer antes de irse a dormir.

Los últimos testigos eran funcionarios del gobierno. Bates, de la comisión Wildlife, era un hombrecillo de escasos cabellos, con aspecto de payaso, cuyas cejas en forma de acento circunflejo le daban un aire eternamente sorprendido.

—Tal como muestra este gráfico —declaró—, las migraciones no se producen exactamente hacia el sur, sino en dirección a un punto determinado de la jungla brasileña. La densidad de las migraciones aumenta en una proporción notable a medida que nos aproximamos a ese punto. Les hemos pedido a las Fuerzas Aéreas que volaran sobre la región y nos pasaran un informe, pero parece que los aviones normales no consiguen llegar hasta allá. El aire está literalmente lleno de..., esto..., elementos migratorios.

—¿No han pensado en enviar aparatos de reconocimiento que vuelen a gran altura? —preguntó Preston, con una voz que el excesivo trabajo de toda la semana había hecho ronca.

—Por supuesto que lo hemos hecho, y hemos fotografiado la región desde todos lados. Pero esas fotos no han mostrado nada especialmente interesante.

El ruido sordo se volvió a producir y Sankey, frunciendo el ceño, levantó los ojos del informe de dudoso interés que estaba leyendo:

«La bibliotecaria Emma Thwart, de cincuenta y un años de edad, denuncia que un agresor desconocido le lanzó por detrás un voluminoso diccionario. Las adjuntas fotos muestran las contusiones que recibió la señorita Thwart en los hombros. Si...»

Se oyó entonces un ruido de cristales rotos, y Sankey se puso en pie de un salto. Tomó un palo de golf de su estuche y se dirigió sigilosamente hacia la puerta de la biblioteca. Cerrando la luz a sus espaldas, se deslizó por la puerta entreabierta, la cerró con el pie, conectó la luz de la otra estancia y penetró en tromba en la biblioteca.

Estaba vacía. Uno de los cristales de las altas ventanas estaba roto, pero ninguna de ellas había sido abierta. Sankey observó que, en uno de los estantes, faltaban cuatro o cinco volúmenes de periódicos antiguos, y echando una mirada a su alrededor se dijo que costaría reponerlos.

Entonces algo le golpeó muy fuerte en la nuca, y cayó al suelo pensando, sin saber exactamente por qué, en las fotografías de los hombros de la señorita Thwart...

Era ahora el turno del señor Tone, de la Biblioteca del Congreso, y tomó la palabra.

—Parece haber una correlación entre las migraciones y el índice de crecimiento de los libros usados..., una correlación negativa, debería añadir. —Su voz era irritantemente pomposa—. Así, podemos observar que son las colecciones de libros raros las más afectadas, y no nos sorprendemos al saber que los estantes de «restos de serie» de las librerías se vacían rápidamente. —Agitó mientras hablaba algunas hojas llenas de gráficos y cifras.

—¿Pero no es un hecho también que el índice de migraciones ha aumentado, señor Tone? ¿Y no indica esto que cada día desaparecen más y más libros de todas clases? —intervino Bates.

Tone se pasó la lengua por sus apergaminados labios antes de responder.

—Sí —dijo—. Y hay que reconocer que los libros que están desapareciendo ahora son, cada vez más, libros normales. Según nuestras últimas estadísticas, la producción de libros del mundo entero quedará agotada el... —comprobó una cifra en su bloc de notas—, el 22 de los corrientes.

—Esto es el próximo viernes, ¿no? —dijo Preston.

—Creo que sí.

—Bien. Anotemos pues en los registros la fecha del viernes 22 de abril.

Sankey tuvo la impresión de no haber estado inconsciente más que unos pocos segundos. Sin embargo, cuando recuperó el conocimiento, todos los volúmenes de periódicos de las estanterías habían desaparecido. Se puso trabajosamente en pie, sujetando aún entre sus manos el inútil palo de golf, y mirando a su alrededor en un intento por descubrir a su agresor.

Un ruido parecido al batir de alas de un pájaro herido resonó tras el escritorio y, apartando éste, Sankey blandió su palo.

El primer tomo de Decadencia y Caída del Imperio Romano de Gibbon se movía en todos sentidos, agitando furiosamente sus páginas. La cubierta estaba rota y parcialmente arrancada, sin duda por haber roto el cristal y golpeado a Sankey. ¡Así que esto era lo que había permitido que los periódicos escaparan! Sankey intentó calmarse para no evidenciar su tensión, pero bruscamente todos sus pensamientos se concentraron en sus dedos que sujetaban el palo de golf. Salvajemente, golpeó una y otra vez, con creciente furia, el objeto que revoloteaba desesperadamente a pocos centímetros del suelo, contemplando con maligna satisfacción cómo se reducía poco a poco a pedazos...

Los testigos, tanto expertos como aficionados, tenían opiniones muy distintas acerca de las causas de las migraciones. Mientras que la mayor parte de los segundos aducían explicaciones sobrenaturales y hacían alusión a las ratas abandonando el barco antes que éste se hundiera, la deformación profesional de los primeros era responsable de numerosos puntos de vista peregrinos. Un psicólogo afirmaba que la psicosis de la guerra fría y las tensiones causadas por la vida moderna traían consigo alucinaciones colectivas, y que las gentes, según su opinión, destruían u ocultaban los libros sin saberlo.

Un meteorólogo intentaba conectar las migraciones con alteraciones atmosféricas provocadas por la actividad de las manchas solares. Aunque su teoría acerca de un «viento especial» fue reconocida como inexacta, se obstinó puerilmente en sostenerla.

Bates, de la comisión Wildlife, aventuró la opinión que los libros intentaban regresar a su estado natural.

—Es lógico —declaró—. Provienen de los árboles. ¿Quién sabe si no son conscientes, aunque sea tan sólo a un débil grado químico, de sus orígenes? Sin duda siempre han deseado ardientemente regresar a la jungla, y ahora están llevando a cabo este deseo.

El señor Tone, por su lado, se preguntaba si los libros no se habrían sentido abandonados y poco queridos.

—Esos manuales de enseñanza y todos esos libros educativos —dijo—, permanecen en sus estantes durante semanas, incluso meses, sin que nadie los lea. ¿Qué sentirían ustedes en su lugar? El deseo de suicidarse. Y eso es precisamente lo que están haciendo: se destruyen, como los lemings. Me he ocupado de los libros durante toda mi vida, y creo poder decir que estoy particularmente cualificado para comprenderlos.

Sedley, de la NASA, explicó cómo volaban los libros, pero se negó a dar un significado a este vuelo.

—Nuestra opinión —declaró— es que los libros transforman una pequeña parte de su masa en energía, según un proceso que aún no acabamos de comprender, y que entonces baten sus..., sus cubiertas, al igual que un pájaro bate sus alas.

»Todo lo que es plano puede volar: esto cualquiera puede entenderlo. En cuanto a saber por qué vuelan los libros, no me atrevería a emitir una opinión al respecto. Quizá los rusos puedan responder a esta pregunta más fácilmente que yo. No puedo decir más.

Cuando Sankey regresó a su casa, aquella tarde, Marian estaba viendo una emisión televisada sobre las migraciones.

—Millones de guías telefónicas están volando sobre Florida —anunció alegremente.

Sankey ni siquiera dirigió una mirada a los objetos que evolucionaban lenta y graciosamente en la pantalla. Se dirigió directamente a la cama, prometiéndose que se ocuparía de las últimas declaraciones de los testigos cuando hubiera dormido un poco.

Pero cuando se levantó, ya anochecido, el golpe que había recibido en la nuca le dolía enormemente. Mientras se esforzaba en examinar los informes, sentía cómo su vista se enturbiaba por el dolor, y no podía impedir escuchar los sordos ruidos que llegaban de la biblioteca.

Cuando Marian entró a darle las buenas noches, dijo con tono circunspecto:

—Si quieres un libro, querida, ya te lo iré a buscar yo. La biblioteca no es un lugar muy seguro esta noche.

—¡Oh, Dios mío, no! —exclamó ella—. No te dejaría entrar de nuevo en esa habitación ni por todo el oro del mundo! Además, hoy quiero dormirme pronto: se anuncian grandes acontecimientos para mañana, y querría ser testigo de ellos.

—¿Sí? ¿De qué se trata? —preguntó Sankey.

—Parece que una enorme bandada de libros va a pasar mañana al mediodía por encima de la ciudad.

Sankey y Preston trabajaron en la redacción de su informe durante tan sólo dos horas. A las once y media estaban en el techo del palacio de Justicia, con los prismáticos en la mano. La nube negra que despuntaba por el horizonte, afirmó Preston, era tan sólo la vanguardia de la bandada. Sankey bajó sus prismáticos hacia la multitud apretujada en las calles.

—¡Qué atmósfera de fiesta! —exclamó—. Toda esa gente parece haberse reunido para asistir a un desfile.

Mientras hacía esta observación, se dio cuenta que también él experimentaba una sensación de alegría: inexplicablemente, el aire parecía cargado de efluvios eufóricos. Se encontró ridículo intentando analizar sus sentimientos. ¿Qué había venido a ver allí? Sería mejor que entrara de nuevo y volviera al trabajo. Pero se quedó allí, de pie en el tejado.

Debajo suyo, la circulación estaba bloqueada por todas partes, y los peatones acudían de todas direcciones. Muchos conductores, resignándose a no ir más lejos, habían parado sus motores y se habían subido al techo de sus vehículos para asistir al espectáculo. Aquí y allá se veía a gente paseando que llevaba libros bajo el brazo, los cuales esperaban soltar para ver si se unían a la bandada que pasaría volando. Algunos vendedores callejeros aprovechaban la ocasión para vender a los paseantes libros de bolsillo.

—¡Ahí están! —gritó de repente Harry Preston, con un sobresalto. La nube estaba cada vez más próxima, y Sankey podía distinguir ahora cada uno de sus componentes. Gracias a sus prismáticos, podía ver claramente los libros que venían a la cabeza y que, batiendo fuertemente el aire con sus cubiertas, se elevaban en un heroico esfuerzo para arrastrar tras ellos al resto de la bandada. Eran gruesos y pesados registros y, por su formación en triángulo, Sankey estimó que los libros que venían tras ellos debían ser enciclopedias. Su número era difícil de calcular: quizás hubiera diez mil, quizás un millón... En alguna parte por debajo suyo un cristal saltó de pronto en añicos, y una serie de manuales de jurisprudencia se elevaron en el aire en una perezosa espiral, batiendo pesadamente sus gruesas cubiertas.

Seguían miríadas de volúmenes de todas clases, agrupados a veces por colores, a veces por edad. Sankey observó una gigantesca recopilación de cánticos gregorianos, cuyas páginas de pergamino, vueltas hacia abajo, dejaban ver las negras y cuadradas notas, grandes como un puño. El enorme volumen iba acompañado de una multitud de minúsculos salterios y libros de horas, que a aquella distancia no podía distinguir muy claramente, y que planeaban como querubines en el azul del cielo. Inmediatamente detrás de ellos venían, en apretadas hileras, los libros de texto, de grises cubiertas, que agitaban al unísono sus páginas de apretada escritura. Los viejos libros de medicina, de brillantes ilustraciones, volaban por encima de ellos, agitando sus páginas empapadas por una reciente lluvia. Iban seguidos por delgados volúmenes de poesía, encuadernados en piel verde o en tela azul. Sankey se sintió sorprendido al constatar que esos ligeros volúmenes tenían que hacer los mismos esfuerzos que los otros para mantenerse en el aire. Tras ellos revoloteaban magníficos libros de cocina de hojas intercambiables y revistas ilustradas de vivos colores.

Había, reunida allí, toda la literatura, toda la filosofía, todas las ciencias antiguas y modernas, en un palabra la suma del pensamiento escrito. Sankey apuntó sus prismáticos hacia los libros que pasaban más cerca de él para intentar descifrar los títulos, y pudo distinguir los Pensamientos de Pascal, con una cubierta azul índigo; Las Briznas de Hierba de Whitman, de color verde oliva; un Rembrandt color humo; Como educar mi Mastín, en rústica; una pequeña Biblia de bolsillo, de cubiertas negras. Los últimos vestigios de la civilización humana desfilaban ante sus ojos: anuarios, libros de contabilidad, agendas, carnets de direcciones, componentes de una biblioteca, todos encuadernados iguales... Revoloteaban en el cielo como mariposas multicolores, oscureciéndolo con su presencia. Las novelas baratas se codeaban con el Tractatus Logico-Philosophicus, Voltaire con Santo Tomás de Aquino, Rabelais con Elizabeth Barrett Browning...

Ahora, las gentes apiñadas en las calles mantenían sus libros apoyados sobre sus antebrazos, y los elevaban para hacerles emprender el vuelo. Con un prolongado chasquear de páginas batiendo, aquellos millares de libros se elevaron en el aire para reunirse con el resto de la bandada.

—Me gustaría tener también yo algo que enviar —dijo Sankey, elevando la voz para dominar el ruido ambiente.

—¿Y si lanzáramos nuestros talonarios de cheques? —propuso Preston.

Y los dos hombres de grises sienes fueron a buscar sus talonarios de cheques para lanzarlos solemnemente por los aires. Los talonarios planearon torpemente por unos instantes, como sorprendidos, luego empezaron a batir vigorosamente sus grises alas.

—Tendríamos que encontrar algo más —dijo Preston.

—¿Y por qué no el borrador de nuestro informe?

—¡Exacto! ¿Tú crees que alguien podrá interesarse ahora en la lectura de un Informe sobre las Migraciones del Material Educativo?

Tomaron del portadocumentos de Preston el informe, a medio terminar, y lo balancearon unos segundos por sobre el alero. Una pinza de muelle sujetaba las páginas, convirtiéndolo en una especie de libro. Sankey pensó que era suficiente para mantener su solidez.

—Adelante —dijo, retrocediendo un poco.

Preston, con el gesto de un lanzador de peso, tomó el fajo de hojas, lo levantó por encima de su cabeza, y lo lanzó con todas sus fuerzas. El informe descendió en picado, con las hojas cerradas, y pareció que iba a caer el suelo. Luego, precisamente en el momento en que Sankey lanzaba un gruñido de decepción, desplegó de nuevo sus hojas, un par de pisos más abajo de donde estaban situados los dos hombres, y empezó a volar.

Ascendió rápidamente en el aire, una magnífica mancha blanca destacándose contra el fondo oscuro de la nube. A través de los prismáticos, Sankey lo contempló reunirse con sus semejantes y emprender con ellos su vuelo hacia el sur. Poco después desaparecía de su vista.