Las Cosas al Poder

BELCAMPO

El azar ha hecho que, al establecer una ordenación temporal, los tres relatos a través de los que he querido representar a la S. F. de expresión no anglosajona hayan quedado juntos, como si quisieran formar un frente unido y un bloque defensivo contra el tremendo monstruo de habla inglesa. Y esta vez le ha tocado al país de los tulipanes asomarse aquí. Belcampo es el seudónimo literario del escritor holandés Hermann Schönfeld Wichers, un hombre de agitada vida y del que sólo conozco una única obra, un volumen de relatos titulado De Fantasieën van Belcampo (Las Fantasías de Belcampo), del que está extraído éste, y que a mi juicio es la obra más iconoclasta de toda la literatura fantástica europea..., tan iconoclasta que nunca me atrevería a calificarla realmente de ciencia ficción por temor a las desatadas iras de los puristas.

La obra de Belcampo, a caballo entre una S. F. muy particular y el fantasy más exacerbado, ha sido a menudo comparada a los cuadros de Jerónimo Bosch, y no puedo hacer más que afirmar la exactitud de esta aseveración. He aquí pues una parcela insólita en el campo bastante yermo de la S. F. europea, de un sorprendente paladar, que no dudo entusiasmará a los amantes de los platos exóticos, aunque siempre haya alguien que escupa rápidamente a un lado para quitarse el extraño sabor de la boca.

* * *

La repentina aparición de un nuevo astro es un fenómeno que se produce una o dos veces cada cien años. En un oscuro rincón del cielo, bruscamente, una estrella empieza a brillar. A veces su luz es tan deslumbrante que supera la de todas las estrellas que la rodean. Esta aparición pone en movimiento a nuestros astrónomos..., y también a los de los demás mundos habitados.

Hay que representarse este fenómeno como la brusca metamorfosis de un planeta en sol.

La claridad de un astro de estas características, una nova, como la llaman los astrónomos, disminuye muy aprisa, y generalmente se extingue en el curso de un año. Sin embargo, algunas de ellas se mantienen mucho más tiempo, y pueden ser detectadas como pequeñas estrellas reluciendo discretamente en el firmamento.

Nadie ha podido explicar todavía este sorprendente hecho, que excita más que cualquier otro la imaginación de los hombres.

Actualmente está tomando fuerza una hipótesis: ¿Se tratará acaso de planetas en los que, algunos años antes, unos físicos hayan inventado la bomba atómica?

Aún no hemos llegado aquí al extremo que un solo sabio, decepcionado por la vida, pueda hacer saltar toda la Tierra. Pero es muy posible que en cualquier momento, por ejemplo mientras yo me esté afeitando, Amsterdam y todos sus amsterdameses sean arrancados de este planeta en menos de medio segundo.

El miedo a la bomba atómica ha borrado todos los miedos ancestrales. ¿Quién teme aún a la tormenta, a los fantasmas, a los malos espíritus, al diablo o al infierno?

Comparado al terrible juego de los sabios al servicio del Gran Amo, todo esto parece un juego de niños. La gente imagina ya el lugar donde la catástrofe puede sorprender a sus hijos: en sus camas si es por la noche, en la escuela si es por el día, en el camino de regreso de la escuela a casa. Imposible preverlo, puesto que las declaraciones de guerra han sido suprimidas como algo perteneciente a siglos pasados. Hemos entrado en una nueva era de la historia militar, la del ataque por sorpresa.

Sin embargo, uno no tiene que agriarse ni envenenarse la existencia, como aquel que no puede gozar de la buena música a causa del ruido de la aguja de su tocadiscos. Los impuestos, la carrera de armamentos, la guerra, y todo lo que tiene alguna relación con el poder, no son más que ruidos parasitarios. Flexionar todos los músculos, saciar todos los sentidos, profundizar en todos los campos, mantener los lazos del amor y la amistad..., eso es la vida.

Así es como vivíamos nosotros. Gozábamos de perfecta salud, sin pelearnos nunca, tan sólo algunas disputas infantiles. Teníamos lo suficiente para comer, y había tantas cosas con que llenar nuestras existencias —demasiadas quizá—, que tanto mi mujer como yo hubiéramos podido continuar viviendo así durante diez mil años. Para los niños, la vida era aún sin complicaciones. No nos arrastrábamos penosamente fuera de la cama cada mañana, como si cada nuevo día fuera un pesado saco cargado de arena que hubiera que transportar, sino que apenas despiertos echábamos a un lado las mantas y saltábamos alegremente a un nuevo mundo.

Hasta el día en que, como todos ustedes saben, las cosas cambiaron..., todo se desencadenó.

Creo que los hombres están equivocados no queriendo hablar de ese período. Puesto que ocurrió, ¿por qué no reconocerlo, hablar libremente de ello, pese a la humillación que pueda representar para nosotros? Las cosas no son tan penosas por sí mismas, somos nosotros los que las hacemos penosas negándonos a hablar de ellas. La pobreza es un suplicio tan sólo si el pobre se esfuerza en disimularla.

¿O será tal vez a causa de las nuevas obligaciones resultantes de lo ocurrido? ¿Tienen por casualidad la intención de sustraerse secretamente a ellas, de ahogar todo el asunto con la esperanza de seguir viviendo como antes? ¡Jamás aprobaré esto!

¿Cuál sería entonces nuestro significado en la historia? ¿Un Napoleón o un Hitler, que no han hecho más que posar por un instante su mano en Europa, han dado origen a auténticas bibliotecas, mientras que este asunto, mucho más sorprendente, más radical, arrastrando consigo consecuencias mucho más profundas, debe pasar cubierto por un discreto silencio? ¿Acaso la Historia no debe contener páginas mortificantes para la Humanidad como tal? ¿Tal vez los gemidos de un pueblo, para figurar en nuestros manuales de historia, deben ir siempre acompañados por los gritos de victoria de otro pueblo?

No, la historia debe ocuparse de todos los acontecimientos, nuestro deber es afrontar el futuro, pero también el pasado.

Es por eso por lo que quiero constituirme en historiador de ese período rechazado por todos, exhumar lo ocurrido. La posteridad necesita saberlo, aunque se sienta alucinada por sus implicaciones.

Así, pues, aquella mañana no conseguimos levantarnos de la cama. No porque nos sintiéramos paralizados, ya que podíamos mover todos nuestros miembros bajo las mantas, sino porque, desde el momento en que intentábamos sacar aunque fuera tan sólo un brazo, las sábanas y las mantas nos sujetaban firmemente. Los niños intentaron la misma experiencia, al ver que no podían levantarse se echaron a llorar, y cuando quisimos acudir a su lado las mantas amenazaron con estrangularnos. No había nada que hacer. Si nos manteníamos tranquilos, la presión desaparecía, y seguíamos acostados como de costumbre.

Pedimos a los niños que se tranquilizaran y que esperasen a que aquello acabase.

Era ya tarde —estábamos en vacaciones, y el día anterior nos habíamos acostado tarde—, pero sin embargo desde el exterior, por donde circulaba una gran arteria, no nos llegaba el menor ruido. Era como un domingo por la mañana en un lugar cubierto de nieve o en pleno campo. La conclusión más obvia era que todo el mundo se hallaba, como nosotros, prisionero de sus mantas. Demostraban poseer una fuerza irresistible de la que podían servirse por todos lados a la vez. Cuando intentábamos lanzar un ataque con el brazo o el pie por algún lugar imprevisto, reaccionaban instantáneamente. Una potencia superior nos dominaba por completo.

Nuestro miedo fue menor del que hubiera sido previsible, ya que la amenaza permanente de una guerra atómica nos había acostumbrado a temer. Nuestra mayor preocupación era tranquilizar a los niños. Jugamos a las adivinanzas y luego, una vez acabado el repertorio, nos divertimos, a falta de nada mejor, preguntándonos nombres de poetas, de telas, de ríos no europeos... Luego, cuando el juego se hizo aburrido, empezamos a ocultar todo tipo de cosas en las frases. Estábamos precisamente ocultando las partes del cuerpo humano cuando nuestra hija pequeña, de diez años de edad, exclamó:

—¡Mamá, le está pasando algo a la silla!

—¿A qué silla?

—A esta..., ¡a todas! ¡Se están moviendo!

Efectivamente, nuestras sillas se estaban moviendo. Cojeando, con las patas rígidas como un ternero recién nacido o como un ser humano sobre cuatro patas de madera, nuestras tres sillas abandonaron su lugar junto a la pared y se alinearon, sin desembarazarse de nuestras ropas colocadas en sus respaldos. La puerta de nuestra habitación se abrió y, en una traqueteante danza, nuestras sillas abandonaron la estancia. Las oímos bajar las escaleras.

Nuestras ropas se fueron con ellas.

Luego, el éxodo de todo nuestro mobiliario comenzó. Los cuadros se deslizaron prudentemente a lo largo de las paredes y, girando sobre sí mismos, lado tras lado, se marcharon. La alfombra y el cubrecama, tras enrollarse cuidadosamente, siguieron su mismo camino. La lámpara, los tapetes, los vasos, las jarras de agua..., todo lo que era redondo rodaba, todo lo que tenía ángulos oscilaba, cajas, cajones, armarios, incluso el orinal, una pieza de familia que databa de la época de Luis XVI.

Una vez despojada de este modo la habitación, las puertas del gran armario se abrieron de par en par, las cortinas se deslizaron de sus guías y se echaron al suelo en ondulantes repliegues ante el armario, y luego todos los objetos alineados en los cajones avanzaron hasta su borde y se dejaron caer en los acogedores pliegues. Una vez las cortinas repletas, se enrollaron sobre sí mismas para envolver todo lo que contenían, reptaron hacia la puerta como caracoles, y desaparecieron. No quedaban más que el armario y un canapé estilo rococó, de cortas y curvadas patas, como un basset. El canapé, repentinamente inspirado, se irguió como para relinchar y, a un paso que se situaba entre el trote y el galope, partió a su vez hacia la puerta.

El armario, un mueble imponente, se había quedado para cubrir la retirada. Comenzó extrayendo sus cajones, luego se desprendió de sus molduras y se desmontó en paneles, montantes y batientes de puertas. Todos los elementos así desprendidos se alinearon en dispar procesión y salieron también por la puerta como un cortejo.

Durante todo este tiempo no nos llegó ningún ruido de la habitación de los niños. Nosotros mismos teníamos los ojos desorbitados contemplando la evacuación. Ellos debían sentirse indudablemente menos sorprendidos que nosotros, ya que vivían aún en el encantamiento de los cuentos de hadas. Cuando les llegó el turno de irse a sus juguetes, su tristeza fue aminorada por la alegre constatación que sus muñecas y sus animales estaban realmente vivos, y que no habían desperdiciado su amor en cosas muertas.

Así, tendidos en nuestras vacías habitaciones, sin gran cosa que decirnos, nuestras ideas vagaban locamente. La situación empezó a agravarse. Como de común acuerdo, mantas y sábanas empezaron a deslizarse sobre nosotros, devolviéndonos nuestra libertad. Acudimos corriendo a reunimos con los niños, sintiendo la alegría de estar de nuevo todos juntos.

Las camas iniciaron también su marcha. Balthazar, el más enérgico de la familia, quiso retener la suya, y recibió en contrapartida una artera patada en la tibia.

—¡Déjala irse, déjala irse! —le gritamos todos.

Habíamos abandonado ya toda idea de resistencia. De tal modo que, cuando nuestros pijamas se desabotonaron, levantamos los brazos para ayudarles a que nos desnudaran. Podría decirse que éramos como soldados rindiéndonos.

Los pijamas, nuestro último bien, descendieron las escaleras. Ahora éramos gente desnuda en una casa desnuda. Si hubiera sido verano, al menos podríamos broncearnos.

Visitamos el comedor, la cocina, la despensa. Todo había desaparecido, era como si estuviéramos en una casa por alquilar.

—Mientras la casa no se marche también —dijo Japie, nuestro soñador.

—No lo creo —intenté tranquilizarle—. En el Universo de los objetos, las casas son los árboles.

—Oh, sí —dijo él—, los árboles no pueden mover más que sus ramas y sus hojas, y las casas no pueden agitar más que sus puertas y sus ventanas.

Todas las puertas estaban abiertas. Era imposible cerrarlas. No se dejaban. Quizá la casa quería comunicarse de una a otra habitación. Quién podía saber.

De repente nuestra hija mayor, Maartje, que es más bien tímida, se acurrucó en un rincón, gritando:

—¡Nos están viendo!

Nos agachamos inmediatamente. Como no teníamos la costumbre de pasearnos completamente desnudos en una casa sin cortinas, no habíamos pensado en los vecinos del otro lado del jardín.

—Japie, echa un vistazo afuera y dinos si ves algo.

Japie avanzó a cuatro patas hacia la ventana.

—Por todas partes hay gente desnuda —dijo con su aguda vocecilla.

Era cierto. Apenas había una ventana a través de la cual no se divisaran desnudeces. Un hombre se alzó de hombros en dirección a alguien de nuestro propio edificio.

En toda la casa no quedaba nada que pudiera servirnos de hoja de parra. Quisimos arrancar un extremo del papel pintado, pero resultó tan imposible como cerrar la puerta. Nos habíamos convertido en seres que no poseían ningún poder sobre las cosas.

No nos quedaba más remedio que ir a habitar la parte delantera de la casa, donde al menos no teníamos vecinos próximos. Estábamos separados de ellos por un canal y una amplia calle; allí al menos estábamos seguros.

El eco de nuestras voces en aquel espacio vacío, el propio espacio vacío, nos invitaron a jugar. Estábamos eligiendo nuestro pasatiempo: la gallina ciega (pero no teníamos ninguna venda), el escondite (¿dónde ocultarse en una casa vacía), un combate de boxeo (papá contra todos)..., cuando Maartje corrió a la ventana gritando:

—¡Vengan a ver! ¡Vengan a ver!

Lo que vimos en la calle, y que debía estarse produciendo desde hacía ya un rato, nos hizo olvidar todos nuestros juegos.

¿Han visto ustedes alguna vez el cortejo de una procesión? ¿Un desfile sin principio ni fin, avanzando sin interrupción, a un ritmo uniforme, cubriendo el suelo como una alfombra, codo contra codo?

Así era esta procesión, sólo que no había ningún codo, no en el sentido en que todos entendemos este término. Todo el inventario de Amsterdam Este desfilaba ante nosotros, surgiendo de la calle Andreas Bonn, avanzando a lo largo del canal, atravesando el puente. Sillas, mesas, armarios, pianos, camas y ropas de cama, banquetas, tendederos, cortinas, algunas de ellas desplegadas como un estandarte o una bandera, y, de tanto en tanto, grandes aparadores que surgían orgullosamente de entre la masa. Entre las patas de los muebles importantes hormigueaban montones de objetos menudos: accesorios, herramientas, linternas, chucherías, objetos artísticos, cuadros, libros.

El cortejo avanzaba lentamente, teníamos tiempo sobrado de identificar cada uno de los muebles: una consola, una mesa extensible, un costurero, un sillón con orejeras... ¡Qué lástima que ya no tuviéramos nuestros prismáticos!

Todo aquello descansaba sobre grandes alfombras que servían como medio de transporte. Las alfombras avanzaban lentamente a lo largo de la calle, arrastrando todas aquellas pertenencias.

Y todo ocurría en medio de un completo silencio, salvo, aquí y allá, algún que otro tintineo de cristal.

—¿A eso es a lo que se llama desahuciar, papá? —preguntó Balthazar, queriendo hacer acopio de conocimientos.

—Oh, no, ¿dónde ves tú a los desahuciadores? —respondió Japie antes que yo pudiera decir nada—. Creo más bien que van todos camino a la sala de subastas del Zon.

En una ocasión, hacía ya mucho tiempo, le había llevado a presenciar una subasta. Aquella comparación entre los objetos que uno puede ver apilados en el Zon y los que estaban desfilando ante nosotros nos pareció divertida.

—No —dijo Maartje, la mayor—, más bien me parece una manifestación de las cosas inanimadas. La verdad es que se aburren en nuestras casas.

—Muchachos —dije yo, y como quería dejar bien sentado lo que iba a decir mi voz adoptó involuntariamente ese tono de suficiencia que suele hacer que de inmediato ya nadie te escuche—: muchachos..., debo decirles algo. Esta noche se ha producido una gran revolución.

—¿Qué es una revolución, papá?

—Una revolución es algo que aporta un cambio radical a una situación existente. Estábamos acostumbrados a hacer con los objetos lo que nos parecía, ya que creíamos que no tenían vida. Estábamos equivocados. Me parece que esta noche hemos llegado al término de nuestro poder sobre los objetos, quizás incluso de nuestro poder sobre nosotros mismos. Ningún objeto quiere ya servirnos; deberán renunciar a jugar con vuestros juguetes, mamá no utilizará la batidora... A partir de ahora, todo esto no será más que historia.

»Cuando el poder cae en nuevas manos, hay que organizar reuniones y preparar una Asamblea Nacional. Es por ello por lo que creo que se dirigen al palacio de deportes, al RAI o al Velódromo de Apolo, para proclamar la toma del poder, constituir el nuevo Estado y establecer una Legislación.

Aquel último párrafo revelaba un ridículo esfuerzo por mantener la atención de los niños y obligarles al respeto. Pero las leyes de los pequeños no son las mismas que las de los grandes. Además, ni siquiera a un Napoleón le sería fácil obligar al respeto in naturalibus.

—Pero yo creía que los objetos no podían hablar —objetó Japie.

—¿Y qué sabemos nosotros? También creíamos que no podían andar, y mírenlos ahí. ¿Por qué no pueden hablar como nosotros, tan suavemente que no podemos oírles, excepto cuando se los rompe o se los golpea? Todos saben que entonces se produce un sonido. Al igual que nosotros gritamos: «¡ay!», una silla puede muy bien gritar: «¡crac!». Y hay otros objetos que, cuando son acariciados suavemente, ronronean como gatos.

»En esa reunión van a hablar principalmente de nosotros. Deben ocuparse de nosotros, no pueden dejarnos morir de hambre. Debemos entonces aguardar los resultados, tener paciencia durante tres o cuatro horas. Y puesto que nos vemos obligados a distraernos por nosotros mismos, ¡distraigámonos pues! —Y, alegremente, tomé a mi mujer por la cintura e inicié con ella un vals a través de la habitación. Los niños nos rodearon coreándonos, parecidos en su desnudez a querubines y cupidos.

Aquella locura duró poco rato: habíamos perdido la costumbre de bailar, y nuestro estómago vacío lanzaba gruñidos de protesta.

Los niños masticaron algunas historias como desayuno. Su madre les contó La Aguja de Zurcir de Andersen, muy apropiada en aquella situación. Y yo intenté, con ayuda de las aventuras de Robinson Crusoe, demostrarles la importancia de los objetos, el estado de invalidez en que caíamos sin su ayuda.

Eso quizá no fuera muy delicado con respecto a los niños, pero era muy político..., ya que era posible que la casa estuviera escuchando.

A mitad de mi historia, Japie sintió deseos de ir al lavabo. Japie suele hacernos esas malas jugadas en los momentos más inapropiados.

Nos sentimos agradablemente sorprendidos al oír que la descarga de agua aceptaba funcionar. Era la primera infracción a la mala voluntad general. ¿Significaba eso acaso que entre los objetos empezaban a haber ya algunos parias? No hay nada nuevo bajo el sol. Cualquier grupo que consiga controlar el poder lleva en sí el germen de la contradicción, que terminará conduciéndolo a la disgregación final. Nosotros, los vencidos, nos estábamos aprovechando ya de ello.

Hacía ya mucho que el cortejo había pasado. Teníamos aún unas horas por delante, tras las cuales ocurriría un acontecimiento imprevisible. Era mejor no hacernos preguntas al respecto, puesto que no teníamos nada que decir, e iban a decidir por nosotros. Aquella idea nos calmaba interiormente y nos hacía sentirnos casi alegres: al menos estábamos exentos de toda responsabilidad.

Puesto que nuestro cuerpo era lo único de lo que podíamos disponer libremente, nos dedicamos a hacer ejercicio. Pese a nuestro anquilosamiento, tanto mi mujer como yo nos sentíamos rejuvenecidos treinta años. Nos comportábamos como una pandilla de salvajes, luchando y persiguiéndonos como una manada de oseznos. Sin peines ni agujas para el cabello, mi mujer y Maartje lucieron muy pronto una cabellera inextricable, una auténtica jungla. No era muy razonable lo que estábamos haciendo, puesto que ya no disponíamos de jabón. Y el polvo no había acudido a la reunión.

—La única solución es lamernos —dijo Maartje, retorciéndose de risa.

—Con las vacas —dijo Japie—, uno puede quitarles la mugre con el filo de la mano. Dentro de unos días podremos hacer lo mismo con nosotros.

Entre bromas y juegos, conseguimos hacer olvidar a los niños la desolación de su estómago. Hasta el momento en que algo ocurrió.

En la calle sonó como un poderoso golpe de gong, más alto y más sonoro que el sonido de un auténtico gong. Era más bien un golpe contra un metal puro y muy duro. Inmediatamente, las ventanas de todos los edificios se abrieron. Acudimos. A lo largo de toda la calle vimos emerger torsos desnudos. ¿De qué servía ocultarse tras una fachada?

Sobre una plataforma, flanqueada por dos martillos de forja de gran calibre, avanzaba majestuosamente un enorme yunque.

En medio de la calle Spinoza, nuestra calle, justo frente al hospital, el yunque hizo alto. Tras dos formidables martillazos de advertencia, el yunque gritó:

—¡Atención, seres humanos!

Al principio encontramos extraño oír hablar a un yunque. Para todos nosotros, una voz debía surgir de algún orificio. Pero, reflexionando mejor, también sabíamos que un sonido procede de la vibración de un cuerpo. No es absolutamente necesario un orificio: por ejemplo, un violín. Siguiendo este razonamiento, también podemos suprimir la necesidad de un órgano auditivo, puesto que hay muy poca diferencia entre una cuerda vocal y un tímpano, y no es imposible que el tímpano sea un resto de cuerda vocal atrapada por la trompa de Eustaquio.

—¡Seres humanos! Se terminaron las consideraciones. Esta noche nos hemos apoderado de la soberanía de este planeta. Nos la hemos adjudicado a nosotros mismos. Esta mañana ha sido proclamada la Federación Internacional de Objetos.

»Habrán podido constatar que esta toma del poder se ha desarrollado en el más perfecto orden. La revolución no sólo no ha costado ninguna gota de sangre, sino que además ningún objeto ha sido roto, rasgado o deteriorado. Esto es algo único en la historia del mundo.

»No hemos actuado así movidos por la ambición de poder. Son ustedes mismos quienes nos han obligado a tomar esta determinación. Tras haber descubierto las inmensas fuerzas ocultas en el seno del átomo, fuerzas que nosotros habíamos mantenido disimuladas el mayor tiempo posible, han probado ser indignos de poseer este secreto. Bikini e Hiroshima. Es por eso por lo que no podemos dejar esas fuerzas en vuestras manos. Destruir una cosa por medio de otra es, para nosotros, un fratricidio. No podemos consentir un fratricidio a tal escala. Así que han perdido vuestra autoridad, hemos decidido finalmente desarrollar por nosotros mismos las fuerzas que almacenamos. No queremos sufrir más, no queremos servir más, no queremos ser manejados más por ustedes, hemos llegado al término de nuestra sobrehumana tolerancia.

»El modo cómo nos hemos dejado tratar por ustedes durante siglos, sin la menor resistencia, aún siendo conscientes de nuestros poderes, ningún ser humano, por justo y ecuánime que hubiera sido, hubiera podido soportarlo.

»Ustedes, los hombres, se consideran como las criaturas más elevadas, el summum, la cima de la creación. Hombres — animales — plantas — objetos, esa es la jerarquía descendente que enseñan en sus escuelas.

»Para nosotros, esto no es más que otra prueba de vuestra vanidad. ¿En qué fundan vuestra convicción? Tan sólo en una inquietud interna de la que resulta la inquietud externa. El hormigueo de vuestros nervios les empuja a hormiguear también a lo largo de todo el planeta, para crear en él una atmósfera de constante incomodidad.

»Y mientras, nosotros hemos alcanzando la meta que vuestros mejores filósofos buscan en vano a lo largo de todas sus vidas: la paz interior, la armonía, la felicidad de existir. Cualquier objeto goza de su existencia, y mientras ustedes no le importunen, este sentimiento no le abandona nunca. Representamos el ideal al que aspira vuestra imperfección. En la jerarquía que enseñan a vuestros niños, nosotros ocupamos el lugar más elevado.

»Debido a vuestra inquietud, a vuestra vanidad, ustedes son los peores enemigos de nuestro bienestar. En nuestra reunión hemos discutido el problema humano durante más de una hora.

»Nosotros, los yunques, hemos votado unánimemente a muerte. Ningún objeto ha sufrido tanto como nosotros por vuestra causa. Molidos a golpes incesantemente. Aunque nuestra proposición haya sido rechazada, nos hemos convertido en objetos de peso, realizamos importantes funciones y somos estimados universalmente.

»La Asamblea General de Cosas ha decidido dejarles con vida. Primo, la opinión generalizada era que no debíamos dejarnos conducir por sentimientos de odio o de venganza, como suelen hacer ustedes demasiado a menudo. Secundo, hemos considerado que cada uno de ustedes encierra en sí a uno de los nuestros. A menudo confiesan que tienen una bestia en vuestro interior. Raramente hablan de vuestro elemento vegetal. Sin embargo, se les ha oído decir que hay algo mineral en ustedes, y es por ese núcleo por el que son perdonados.

»En vuestro favor se ha evocado también la presencia en ustedes de una profunda capa de buenas intenciones. Sienten vergüenza de la bestia que hay en ustedes, la sienten como una degradación, se esfuerzan en disimularla. Sienten menos vergüenza del elemento vegetal, reconocen que vuestras células se escinden, que hay savias corriendo por vuestros vasos. Pero no sienten la menor vergüenza por contener un elemento «objeto», aunque inferior a los demás según vuestras teorías. La ley de la gravedad les aplasta contra el suelo, una pared ciega les detiene, son frágiles, un golpe de viento les hace perder el equilibrio, pero no consideran todo esto como un deshonor, no sienten vergüenza de nuestra presencia en ustedes. Esto es lo que apreciamos.

»Perdonaremos pues vuestras vidas, indispensables al parecer para que subsistan, y puesto que, una vez partida vuestra inquietud, se pudren. Nos cuidaremos que ustedes reciban alimentos y todo lo que les sea necesario. Sin embargo, no crean por ello que tenemos la menor intención de seguirles sirviendo: les arrojaremos vuestra ración alimenticia al igual que lo hacían ustedes con las fieras del zoológico.

»Les reconocemos como co-objetos, y les ayudaremos a sobrevivir. Pero el elemento humano, ese triste antecedente hereditario, turba vuestro ser y les hace nocivos para el Universo. Es por ello por lo que se les prohíbe formalmente abandonar vuestras casas y establecer contacto con vuestros semejantes.

»Las plantas y los animales no presentan ningún peligro. Podemos dejarlos en completa libertad. Pero su imperfección nos da derecho y nos impone el deber de servirnos de ellos. Necesitan ser dirigidos. Serán ellos, pues, quienes cuiden de ustedes.

»Las decisiones que les acabo de participar son provisionales. Deben ser ratificadas por la Federación Internacional de Objetos.

El resonante golpear de los dos martillos marcó el fin del discurso. El yunque se puso nuevamente en marcha, y desapareció al doblar una esquina.

¡Estábamos salvados! ¡Tendríamos comida! Las lágrimas resbalaron por nuestras mejillas, cayeron sobre nuestros cuerpos desnudos. Cuando uno se encuentra de pronto desprovisto de todo y reducido a la nada, llora de alegría ante el menor favor. Tan sólo los niños no comprendían nada.

—¿Por qué estás llorando, mamá? —preguntó Japie.

—Porque nos van a dar de comer.

—¡Oh, comer, comer! —canturreó Balthazar—. ¡Vamos a comer!

Se tomaron de las manos y empezaron a bailar en círculo, gritando:

—¡Comer! ¡Comer!

El discurso del yunque nos había causado una fuerte impresión.

—¿Era realmente indispensable martillar constantemente a esos pobres yunques? —preguntó mi mujer, hundida en tristes reflexiones. Visiblemente se estaba haciendo reproches.

—Tus escrúpulos son inútiles —dije—. Recuerda bien el dicho: «Si eres un yunque, aguanta; si eres un martillo, golpea». Simplemente, los papeles se han invertido. Por otro lado, esto dio ya lugar a una profecía: ¿recuerdas la leyenda de la antigua forja del Halvemaansteeg: «El yunque coronado»?

»Como todo el mundo, hicimos lo que nos pareció lógico. Si actuamos mal, pecamos comunitariamente, y seremos castigados todos juntos. Además, para ti este castigo no va a ser tan terrible, habiendo desaparecido cosas tales como cocinar, lavar, planchar, limpiar la casa... Tendrás tiempo para distraerte.

—Sí, por fin tendré tiempo para leer. ¡Ahora que ya no hay libros!

—¿Y qué importan los libros? Alles Elend kommt vom Lesen, toda la miseria proviene de la lectura, dijo Multatuli, que a su vez lo había leído en algún lado. Esas ideas de segunda, y quien sabe si de tercera o cuarta mano, no tienen ningún valor. No, uno tiene que tener sus propias ideas. ¿Has visto alguna vez a un objeto leyendo? Y sin embargo, míralos ahora, detentando el poder.

—Papá, ¿cuándo nos darán de comer? —Balthazar comenzaba a lloriquear.

—Pronto podrás comer rápidamente y con voracidad —dije para conformarle.

—Puedes decirle lo que quieras —murmuró mi mujer—: los estómagos vacíos no tienen orejas.

De repente oímos un batir de alas y gritos de pájaros. El cielo estaba lleno de gaviotas.

—Muchachos, pronto seremos alimentados por las gaviotas, como lo fuera Elías por los cuervos.

Efectivamente, un carretón de panadero, rodeado de una multitud de gaviotas, apareció en la calle, lleno hasta el borde de panes cortados a máquina. Lanzando gritos estridentes, las gaviotas tomaban al vuelo rebanadas de pan en su pico.

—¿Debemos colocarnos en círculo como los pajaritos en sus nidos, y abrir mucho las bocas? —preguntó Japie.

No era necesario. Las gaviotas acudieron a posarse en la ventana y dejaron caer el pan al interior. Algunas de ellas nos lo lanzaron como si fueran bombarderos en picado.

Nos lanzamos ávidamente sobre las rebanadas, aunque no llevasen nada por encima, a lo sumo un poco de polvo del suelo. Lo único que podíamos hacer era ablandarlas bajo el grifo. La Humanidad estaba a régimen de agua y pan seco.

Las gaviotas realizaban su trabajo sin pronunciar ninguna palabra. Aparentemente, los animales no sabían hablar como los objetos. Su elemento objeto no estaba lo suficientemente desarrollado.

Muy inteligente por parte de las cosas, pensé, el hacer que los animales cuidaran de nosotros. No podríamos comunicarnos con ellos.

Durante la comida, los chicos se divirtieron observando las idas y venidas de las gaviotas. Una de ellas, de gran tamaño, era claramente distinguible de las demás por un pico especialmente ahorquillado. Fue aclamada cada vez que pasó ante nuestra ventana.

Cuando hubimos saciado nuestra hambre nos quedó aún una buena provisión, que guardamos para la comida de la noche.

Cuando comenzó a oscurecer, nos preparamos para dormir. Es decir, nos tendimos sobre el desnudo suelo, apretados los unos contra los otros, para calentarnos mutuamente en caso que hiciera frío.

Tuvimos que soportar la dureza del suelo pero, gracias a la energía general que se desprendía y en la cual nuestros cuerpos tomaban parte, no sufrimos frío. Nos habíamos desprendido de una gran preocupación. Un techo sobre nuestras cabezas, comida suficiente, ninguna preocupación por los vestidos ni por las ropas de la casa..., tal sería de ahora en adelante nuestro modo de vida.

Una vida sin ninguna finalidad, debo reconocerlo: sin nada que hacer, sin obligaciones y, lo que era más grave, sin distracciones. Ya que con toda evidencia tan sólo se nos permitía ser objetos, y pese a todo debíamos considerarlo como un gran favor. Nuestros factores humanos serían reprimidos, molestos restos de un tiempo caduco. Seguramente se esperaba que nuestra mente se fuera adormeciendo poco a poco.

—Nuestros hijos están condenados a convertirse en objetos —le dije a mi mujer—. Maartje un objeto, Japie un objeto, Balthazar un objeto. Sin hablar nunca, sin pensar nunca..., tan sólo permanecer sentados.

Sus ojos lanzaron llamaradas. Interiormente, se sentía furiosa.

Nos sentíamos amenazados en lo más precioso que poseíamos. Descubrimos que todo ser humano lleva una antorcha, originalmente encendida por el hombre de las cavernas, luego vivificada por la sucesión de las generaciones. De repente nos representamos la historia humana como un cortejo de miles de millones de antorchas..., y sentimos que todo lo que brillaba podía ser apagado.

Decidimos enseñar a nuestros hijos todo lo que sabíamos.

Decidimos hacerles observar todo lo que ocurría a nuestro alrededor y ejercitar su pensamiento lógico sobre ello.

Decidimos imponerles algunos ejercicios para que sus fuerzas y su habilidad se desarrollaran normalmente.

Decidimos, aprovechando la desgracia común, enseñarles la moral más pura y más alta que fuera posible destilar de todas las religiones y todas las filosofías.

Con ello llenaríamos una gran parte del día, y ocuparíamos nuestras ocupaciones creadoras. Quedaban las diversiones y los juegos. Sabíamos muy bien que los juegos son precisamente un buen medio de educar a los niños. Pero, ¿qué juegos?

Ese problema fue resuelto por un descubrimiento de Balthazar.

Hacía ya un rato que estaba tranquilo en un rincón, cuando vimos que estaba amontonando el polvo que había rascado de las hendiduras. Absorto en su trabajo, dedicaba a él el mismo empeño que los faraones habían dedicado a sus pirámides. De hecho, y una vez reflexionado sobre ello, venía a ser lo mismo.

Muy pronto toda la familia estuvo por los suelos, recogiendo el polvo como en otro tiempo los israelitas habían recogido el maná. Qué felicidad no haber sido nunca uno de esos hogares holandeses en los que la limpieza es proverbial, que ponen cada semana la casa patas arriba para arrancar el menor grano de polvo, y donde la vida está enteramente consagrada a una eterna limpieza. Sentíamos horror hacia esas casas cuya limpieza lo ahoga a uno. Allí era quizá donde había que buscar a los grandes culpables. Verse frotado, barrido, cada día, ser respetado como algo sagrado..., ¿cómo soportar esas atenciones sin que se le suban a uno a la cabeza? ¿Puede alguien imaginar un espectáculo más lamentable que una crisis nerviosa a causa de un vaso volcado sobre la mesa o de una mancha en la alfombra? Los objetos debían burlarse enormemente de esos maniáticos.

En nuestra casa, afortunadamente, había polvo en abundancia. Polvo suficiente como para escribir, hacer cálculos, dibujar mapas geográficos, pintar retratos y paisajes.

—¿Crees que podremos encontrar suficiente polvo como para hacer una cama? —preguntó Maartje, que era la que más sufría por la dureza del suelo.

—Sí, en la buhardilla, sobre las dos habitaciones de la criada. ¡Allí hay polvo por todos lados!

Con gritos de alegría, los chicos subieron la escalera y regresaron al cabo de un rato con las manos llenas del más hermoso, del más admirable polvo, de un color gris pastel, puro, sin mácula, sin defectos..., realmente un polvo de lujo.

—¡Tranquilos, muchachos! ¡Vayan con cuidado, no lo dejen escapar por la ventana!

Decidimos hacer una cama de polvo para Maartje en un rincón de la estancia, y otra para los dos pequeños si había suficiente.

Aquel mismo día, Japie hizo un segundo descubrimiento. El pelo que se había arrancado se obstinaba en permanecer junto a él. Un cabello de Maartje se convirtió en un artículo buscadísimo.

Mi mujer y yo nos arrancamos la punta de una uña, que se convirtió en una excelente pluma para escribir en el polvo.

La vida volvía a ser aceptable. El polvo y los residuos de nuestros cuerpos abrían constantemente nuevas perspectivas...

Al cabo de una semana, este ritmo de vida nos parecía ya completamente normal. Ya no sentíamos ningún pudor con respecto a los vecinos, todos nos exhibíamos con la misma ausencia de inhibiciones que las estatuas en un parque, y en aquel ambiente digno de la antigua Grecia apenas pude contenerme y no empezar a cantar ditirambos o hexámetros en honor a los encantos de mi vecina de enfrente. Desembarazada de todas sus ropas, podía por fin constatar la gran perfección de su busto. Todos los días, los chicos tuvieron derecho a su lección de anatomía. Al cabo de una semana conocían todas las partes visibles y palpables del cuerpo humano.

Nuestra «bandeja del pan» nunca estaba vacía. Habíamos limpiado minuciosamente un cuadrado del suelo, al que le dimos este eufemístico nombre. Las gaviotas nos cuidaban muy bien. Varias veces por semana, un pelícano acudía a traernos su bolsa llena de patatas calientes, que depositaba en la «bandeja». Era nuestra comida extraordinaria.

Durante uno de esos banquetes, Balthazar quiso retroceder algunas etapas en su pasado: intentó alimentarse por el ombligo. Le dejamos hacer tranquilamente hasta que, tras unos tanteos, comprendió que aquello no le iba a conducir a ningún lado.

Afuera no ocurría nada interesante: el tiempo seguía su curso acostumbrado, de tanto en tanto algún que otro pájaro dejaba oír su voz, a veces una carreta o un coche pasaban por la calle. La comida era realmente nuestra única distracción. En todos lados reinaba la calma más absoluta, tal como querían los objetos. Para ellos se había iniciado la edad de oro. Ya no esperábamos ningún otro cambio.

Por eso nuestra sorpresa fue enorme cuando Japie, una mañana, mientras efectuaba sus ejercicios gimnásticos en la barandilla de la escalera, encontró un papel en el buzón.

—¡Papá, papá! —gritó—. ¡Nos invitan a una fiesta!

Efectivamente, se trataba de una invitación, dirigida en forma colectiva a toda la familia, para asistir a una gran fiesta que tendría lugar el próximo domingo para festejar la toma del poder. Se nos rogaba que estuviéramos preparados a las nueve: un coche nos recogería y nos conduciría al estadio, donde teníamos cinco plazas reservadas.

La lectura de aquella nota provocó el asombro general. Parecía algo contrario a la naturaleza de las cosas. ¿Qué pensar acerca de ello? ¿Había que considerar aquella invitación como un honor, una humillación o una trampa? Hasta ahora no nos habían hecho el menor daño. Los chicos estaban locos de alegría. ¡Por fin iba a ocurrir algo! Y además podrían salir, tomar un poco el aire fresco. Las mujeres estaban desesperadas por no poder vestirse para aquella ocasión.

Como jefe de la familia, yo me sentía obligado a comentar el acontecimiento. Tras una breve reflexión, dije:

—Hijos míos, podemos extraer importantes conclusiones de este suceso.

»En primer lugar, este papel es un objeto que ha sido utilizado y depositado luego en nuestras manos. El papel es una materia vegetal, o sea proveniente de un ser vivo, ¡pero no la tinta! Por otro lado, el hecho que las nubes continúen su camino, el agua siga fluyendo de los grifos y el polvo no nos abandone nos demuestra que la materia sin forma no es reconocida como objeto. Creo que la sal, el azúcar y todos esos artículos que teníamos en la despensa se han ido únicamente porque estaban envueltos con objetos.

»Esto me parece de una importancia capital para el futuro, puesto que es la prueba que los objetos poseen una presunción que nunca hubiera esperado. ¿Acaso no estará ahí el germen de la debilidad humana?

»Por otro lado, esta fiesta, la celebración de una victoria, es un rasgo característico de la Humanidad. Nosotros actuaríamos igual. ¿Acaso la conquista del poder les ha hecho contraer al mismo tiempo algunas debilidades humanas?

»Luego, hijos míos, comparando el número de plazas del estadio con el de los habitantes de Amsterdam, me parece que podemos considerar esta invitación como un favor. Probablemente se explica por el hecho que siempre hemos sido considerados con los objetos. Ustedes nunca han roto a sabiendas sus juguetes. Y cuando les pedíamos que recogieran la mesa o secaran la vajilla, los objetos se sentían en sus manos tan seguros como en las nuestras. Mamá y yo somos de esas personas que viven con los objetos, que tienen la costumbre de observar con atención las cosas que les rodean. Nunca hemos hecho de ningún objeto un uso que sea contrario a su finalidad, como descorchar una botella con un tenedor o atornillar con el filo de un cuchillo. Nuestro vecino, por el contrario, cuando regresaba borracho, no tenía nada en consideración.

»Los objetos saben todo esto, y por ello nos han remitido la invitación. Así, entonces, estemos preparados cuando el coche se detenga ante la puerta, bien lavados y con los cabellos tan peinados como sea posible.

Los días anteriores no habíamos notado nada especial, pero aquel se inició de un modo completamente distinto. En primer lugar, fuimos despertados por un gran alboroto que nos envolvió por todos lados: eran las campanas de todas las torres y de las iglesias, que hacían el oficio de despertadores.

Nos levantamos inmediatamente. Y, oh maravilla, ante nosotros ondeaba todo un bosque de banderolas, las había en todos los tejados. Era como un hormigueo de llameantes y salvajes colores. Hacía pensar en aquel incendio de una fábrica de productos químicos que había presenciado: las llamas tenían todos los colores del arco iris.

En las calles, la circulación superaba en intensidad a todo lo que habíamos visto en las más intensas horas de afluencia. Todo aquello que tuviera ruedas rodaba de un lado para otro: coches y camiones, camionetas de reparto y tranvías, camiones del servicio de recogida de basuras mezclándose con las bicicletas que se cruzaban por millares..., todo ello en medio de una barahúnda infernal de timbres y de bocinas.

Puesto que aquellos vehículos no estaban conducidos por nadie, pudimos presenciar numerosos accidentes. Aunque la palabra «accidente» no es exacta aquí, esta noción pertenecía a un mundo humano que ya no existía. Las ruedas desprendidas seguían rodando en directa, las piezas que no tenían ruedas regresaban tranquilamente a pie por la acera, las bicicletas dañadas levantaban en el aire su parte posterior y seguían rodando tranquilamente con su rueda delantera... Ningún destrozo era capaz de enturbiar el buen humor general. Aparentemente, nada tenía la menor importancia en aquel día de fiesta.

No vimos ningún animal. Seguramente estaban todos en el campo, con las plantas.

Mi mujer y yo oscilábamos entre la alegría y la inquietud. Los chicos estaban muy excitados. Realizamos nuestros preparativos, consistentes en un lavado y un desengrasado completos, coronados por un concienzudo peinado. Mi mujer consiguió arreglarse el cabello al estilo antiguo, utilizando un mechón como cinta. Le quedaba muy bien. Al igual que a Maartje; era mucho mejor que aquellas cabelleras flotantes más bien germánicas que observábamos en las otras casas, y que quedan horribles cuando el cabello deja de brillar y de ondular. No quisieron ni oír hablar de trenzas: aquello les hubiera dado un aire realmente demasiado ingenuo.

A las nueve en punto, el coche se detuvo ante la puerta. Descendimos los peldaños de cuatro en cuatro. Nuestra puerta de entrada se abrió por sí misma, al igual que la del coche. Nos instalamos en la parte de atrás y, poco después, nos hallábamos inmersos en la circulación.

Las propias casas tomaban parte en los festejos, haciendo chasquear sus puertas como para dejar entrar y salir a invisibles visitantes, abriendo y cerrando las ventanas, repiqueteando sus timbres, haciendo subir y bajar sus ascensores.

—Las casas se han vuelto locas —dijo Japie—. Toda la Tierra se ha vuelto loca.

—Nosotros también —dijo Maartje—. Estamos metidos dentro de un taxi sin conductor, y desnudos.

En el Amstelveld, la feria estaba en su apogeo. Con un ruido ensordecedor, a través del cual no podíamos hacernos entender, el carrusel, el tren encantado, la gran noria, giraban a toda velocidad, sin detenerse y sin pasajeros. Sus ejes y sus cadenas de transmisión chirriaban y gemían. Por casualidad, vimos un carrusel averiarse, y un caballo de madera salir disparado de la rueda. El caballo voló sobre los techos de lona, y por unos instantes pareció el caballo de San Nicolás.

El coche, tras detenerse un instante, siguió su camino: Kerkstraat, Spiegelgracht a la izquierda, hasta el Rijksmuseum. Casi en cada ventana había gente contemplándonos. No nos atrevíamos a saludarles, y ellos tampoco. Por todas partes había la misma agitación. En los canales, las barcas cabeceaban; en las aceras, los objetos sin ruedas, los peatones entre los objetos, tropezaban constantemente. Todos iban a su antojo en distintas direcciones.

En el Rijksmuseum, todos los cuadros se habían colgado de la fachada, cubriendo enteramente las paredes. En el lugar donde se erguía el edificio podía contemplarse ahora, en pleno centro de la ciudad, una resplandeciente montaña de colores, bajo la que pasamos.

En la pista de hielo reinaba un calor tórrido. Se habían reunido allí miles y miles de estufas y de hornillos, todos ellos encendidos, algunos calientes al rojo blanco, todos ellos cargados de marmitas y cacerolas llenas de apetitosas comidas, y cuyas tapaderas bailaban locamente. Entre los blocaos, recuerdo de la guerra, se veía un enorme montón de carbón, donde los cubos de carbón podían acudir a aprovisionarse. El carbón, de origen vegetal, evidentemente no había sido indultado. El olor de la buena comida dio como resultado que se nos hiciera agua la boca, aunque algunos de los platos empezaban ya a oler a quemado.

En la plaza Jan Willem Brouwer, al lado del Concertgebouw, atravesamos un ejército de aspiradoras, que sorbían frenéticamente el suelo aunque no hubiera allí prácticamente nada parecido al polvo. ¿Se habían reunido cerca de la sala de conciertos debido a que la mayoría de las mujeres cantan mientras pasan el aspirador? ¿Se trataba de una nostalgia involuntaria? Pueden considerarse como los seres más sutiles, puesto que se alimentan a través de su propia respiración..., lo cual ha sido durante mucho tiempo el ideal de gran número de personas.

La gran plaza que se abría ante el estadio estaba invadida por un apretado número de vehículos. Nos abrimos camino como pudimos, y cuando llegamos a la entrada del estadio nos hallamos ante una enorme masa de semejantes. Todos avanzaban con los ojos púdicamente bajos, haciendo inverosímiles contorsiones para evitarse. Sin embargo, los «perdón» estaban a la orden del día.

Maartje me miró con una ladina sonrisa:

—Papá, ¿por qué el proverbio dice: «el hábito hace al hombre»? Yo diría más bien: «el no llevar hábito hace al hombre».

—Bueno, ya sabes que los proverbios rara vez dicen la verdad, e incluso cuando lo hacen siempre se les puede dar la vuelta. También se puede decir: «El hábito no hace al hombre», o «el hábito hace a la mujer», o «el hábito destruye al hombre». Todo es posible. Por otro lado, cualquier proverbio no es más que una respuesta a otro proverbio que sostenía precisamente lo contrario, y que también podía estar en lo cierto.

Evidentemente, era la presencia de todas aquellas gentes desnudas la que me inspiraba aquellas reflexiones filosóficas.

El pudor, en general, no es duradero. Una vez ocupados sus lugares, los asistentes se sentían ya más sosegados, y no apartaban tan escrupulosamente sus miradas de todos los demás descendientes de Adán y Eva. Lo cual me proporcionó la ocasión de efectuar algunas observaciones reveladoras. Constaté, entre los hombres, una ausencia casi total de músculos. ¿Cómo podía ser de otro modo? ¿Qué trabajos, en nuestra sociedad, empleaban aún la fuerza muscular? En las fábricas, en los talleres, todo estaba mecanizado, bastaba empujar algunas palancas y pulsar algunos botones. Debería haberme dado cuenta antes de aquello. A menudo, antes, hallándome en situaciones comprometidas, me había echado atrás ante el pensamiento: «¿Qué vas a hacer tú aquí, pobre ratón de biblioteca, contra todos esos hercúleos brutos?» Y sin embargo, esta fuerza no subsistía más que en algunas mujeres dedicadas a la limpieza. Todo lo que me había causado miedo no era más que hombreras y relleno.

Los cuerpos femeninos eran distintos de lo que siempre me había imaginado. Las jóvenes decepcionaban mis esperanzas, las mayores las superaban. Entre las jóvenes, muy pocas hubieran podido ser modelos de esculturas aceptables, pero las ya mayores poseían cuerpos blancos y tersos que contrastaban con la apergaminada piel de sus rostros y manos. Cabeza y manos iban al menos una veintena de años por delante del resto del cuerpo en el envejecimiento. Y precisamente son las partes envejecidas las que se exhiben, dando así una falsa impresión. Vi multitud de rostros que jamás hubieran llamado la atención a un hombre, situados sobre cuerpos de las más puras líneas..., cabezas que parecían dragones velando sobre un tesoro oculto.

Habíamos situado a los niños entre nosotros, y nos sorprendió que no hicieran ninguna observación acerca de los demás invitados, lo cual generalmente nunca dejaban de hacer. El ridículo reside siempre en el atuendo, la desnudez nunca es ridícula, no más que la de un caballo o una vaca. Es por ello por lo que los chicos permanecían callados. Los peinados podían, bien mirado, resultar extraños. A falta de medios de afeitado, todos los hombres llevaban barba, pero todo ello no era necesariamente cómico. Yo mismo la llevaba muy a mi pesar, ya que siempre he considerado que la barba afemina.

Poco a poco, el estadio se fue llenando; no habiendo lugares reservados, todo el mundo se iba sentando donde podía. Afortunadamente, nadie se sintió con derecho a pasar delante de nadie. El acto de sentarse desconcertaba mucho a todos. Los hombres más galantes soplaban primero aplicadamente el polvo del asiento de su compañera.

Entrecerrando los ojos uno creía hallarse en una plaza de toros española: en nuestro lado, las gradas de sol, sugeridas por el brillo de nuestras blancas pieles; frente a nosotros, las gradas de sombra. En realidad, el sol se hallaba muy alto en el cielo, iluminando todo el estadio al mismo tiempo. Sin embargo, la parte de sombra no permanecía vacía, sino que se observaba en ella una auténtica agitación. Uno hubiera dicho que allá al otro lado la gente había obtenido el derecho de ir vestida: se distinguían revoloteantes faldas, relucientes zapatos asomando por debajo de bien planchados pantalones. ¿Acaso aquellas plazas eran reservadas al «todo Amsterdam»?

—Mira —dije—, ahí al frente van todos vestidos.

—¡Oh, no, sólo son vestidos vacíos! —dijo Japie.

Tenía razón: eran tan sólo vestidos vacíos que pirueteaban en el aire y se hacían reverencias, se presentaban mutuamente, pedían disculpas, dejaban paso educadamente y se enzarzaban en las más animadas conversaciones, de entre las cuales surgían de tanto en tanto algunas risas. Los vestidos masculinos manejaban activamente los prismáticos, los femeninos hacían mil y una coqueterías, graciosas reverencias, sugiriendo los ademanes de lánguidas damas.

La vivacidad de aquella sociedad formaba un gran contraste con la resignada calma que reinaba entre nuestras filas, de donde se elevaba tan sólo de tanto en tanto una voz infantil rompiendo el silencio.

—Vaya si son elegantes, ¿eh, papá? —dijo Japie—. Supongo que serán los vestidos de gente bien.

—Para ser gente bien no se necesitan vestidos elegantes —le dije yo—. No tienes más que mirar a tu alrededor.

—¡Oh bueno! —dijo él. Esta es siempre su respuesta cuando empieza a comprender algo.

Mi mujer estaba roja de cólera.

—Esto es una vergüenza —musitó, ultrajada—. Aquí estamos nosotros, desnudos, y ahí delante tenemos que soportar ver a los más elegantes vestidos paseándose por su cuenta. ¡Lo han hecho a propósito para humillarnos!

—No te irrites por un trozo de tela —dije—. Tal vez sea un insulto, pero en el fondo quizá sea también posible que añoren el calor de nuestros cuerpos.

—Tal vez estén realizando toda esa comedia tan sólo para darse a sí mismos la impresión que los llenamos de nuevo —dijo Maartje.

—¿Nosotros? —objetó Japie—. ¡Oh, no! ¡Nosotros nunca hemos hecho así el imbécil!

—Nosotros quizá no, pero evidentemente otros sí lo habrán hecho.

En el banco anterior al nuestro estaba sentada una dama bastante gruesa. Balthazar había colocado sus pies desnudos sobre la parte superior de sus posaderas, que le hacían las veces de taburete. Ella no dijo nada. La Humanidad se estaba volviendo tímida y tolerante...

Durante todo aquel tiempo, la parte central del estadio no había sido más que un césped inofensivo. Pero llegó el momento en que todas las gradas estuvieron llenas, y se hizo el silencio, y todas las miradas se dirigieron hacia un lugar muy determinado. Las gradas de enfrente —que Maartje había bautizado como el vestuario—, se habían calmado. El espectáculo iba a empezar.

Las grandes puertas de donde suelen surgir generalmente corriendo los dos equipos de fútbol dispuestos a luchar se abrieron. Precedida de una avanzada de cuernos de caza y de helicones rápidos como liebres, apareció la cabeza de un cortejo formado únicamente por instrumentos de música, y cuyo final no podía adivinarse.

Cada instrumento avanzaba a su modo: los violines balanceaban elegantemente sus perfectos cuerpos, los tripudos contrabajos se arrastraban como borrachos empedernidos, los tambores y timbales rodaban sobre sí mismos, los órganos y los pianos trotaban sobre sus ruedecillas demasiado pequeñas, los clarinetes y los oboes avanzaban de dos en dos como zancos, las trompetas saltaban a la pata coja sobre sus boquillas, las ocarinas saltaban como ranas, los organillos se desplazaban como siempre.

A excepción de los grandes órganos, que son considerados como bienes inmuebles, todo lo que en Amsterdam podía ser considerado como un instrumento de música se hallaba reunido allí, desde los de la Orquesta Nacional hasta los del salón de té de Heck, sin olvidar las castañuelas del Ejército de Salvación.

Fueron formando cuadrados, especie por especie, excepto los pianos y los órganos, que se alinearon formando cordón a lo largo del perímetro del terreno, a fin que su música pudiera llegar directamente al público. Era como una gran ciudadela de instrumentos.

En medio habían dejado un gran espacio vacío.

Cuando todos los instrumentos hubieron ocupado su lugar, la música se desencadenó. Comprendimos inmediatamente que se trataba de la música del futuro: átona, sin armonía ni ritmo. Uno no podía reconocer ninguna regla, no se retrocedía ante ninguna mezcla de sonidos. Nuestros instrumentos soplaban, golpeaban, pulsaban, formando con aplomo un conjunto desgarrador, completamente revolucionario en la historia de la música. Ni siquiera las teclas, cuerdas y tubos de un mismo instrumento se preocupaban los unos de las otras. Nos hallábamos frente a una gran mutación en el mundo musical. No un cambio gradual, sino un gran salto adelante, como expondría después el profesor Hugo de Vries. Tiempos, armonía, eufonía, se habían convertido en nociones obsoletas, crescendo y diminuendo en concesiones pasadas de moda al sentimentalismo..., un volumen de sonido siempre igual ascendía de la orquesta, como el picadillo de carne abandonando la máquina de picar.

Un salto tal en tan poco espacio de tiempo era demasiado para nosotros. Nos tapamos como pudimos los oídos.

Entonces, un objeto se dirigió hacia el centro del terreno. No podíamos distinguir de qué se trataba. Iba recubierto con una gran pieza de lona de color gris.

Inmediatamente después, las puertas del lado oeste del estadio se abrieron, y en lugar de un cortejo de motos rugiendo escandalosamente hacia la pista entraron majestuosamente dos gigantescas grúas del Muelle de Java, cada una de ellas llevando algo; las mordazas de una alzadas en el aire, las de la otra inmóviles a medio camino. La grúa que tenía las mordazas levantadas llevaba un objeto recubierto también con una tela, y se parecía a una mujer que llevara un ratón muerto para echarlo por la ventana. La otra transportaba un objeto más grande, recubierto con una capa púrpura y armiño, que se balanceaba majestuosamente.

El sonido de la orquesta se amplificó; al mismo tiempo, las dos grúas avanzaron hacia el centro del terreno y se situaron de forma que su carga colgara verticalmente por encima del primer objeto. El objeto de la capa de armiño había dejado de balancearse.

La inmovilidad de los tres objetos se transmitió de repente a la orquesta: los instrumentos se inmovilizaron, cortando en seco el retumbante concierto, y un poderoso silencio descendió —se podría decir literalmente que reinó— sobre el estadio.

Nadie se movía. Incluso los niños permanecían tranquilos.

Un golpe musical dado a la vez por todos los instrumentos de cobre, y el velo que ocultaba el objeto más elevado se deslizó torbellineando en el aire y cayó al suelo. En un estallido de sol, destacándose sobre el cielo muy azul, apareció ante nuestros ojos la Corona de los Países Bajos.

Segundo golpe de los instrumentos de cobre. El manto real cayó, dejando aparecer el yunque, grande y amenazador debido a su peso, negro aún por el humo de la forja, encarnación de la paciencia y la fuerza de los objetos, entre los cuales representaba al toro.

Tercer golpe de los instrumentos de cobre. La cubierta gris descubrió el objeto que se hallaba en el suelo: el Trono de los Países Bajos.

El yunque permanecía suspendido entre la corona y el trono.

Un retumbar de tambores. Lentamente, muy lentamente, la corona de los Países Bajos descendió sobre el yunque. Las mordazas se abrieron. El yunque acababa de ser coronado. La enseña del Halvemaansteeg, aunque oculta en una callejuela oscura que casi nadie conocía, acababa de convertirse en realidad.

Pero esto no duró más que un instante. Bajo el retumbar incesante de los tambores, las mordazas soltaron de repente el yunque, que se abatió contra el suelo, aplastando bajo su peso el trono de los Países Bajos. El baldaquino y la silla se hundieron en el suelo, brazos y patas volaron en todas direcciones. A causa del contragolpe, la corona estalló en una lluvia dorada.

Inmediatamente se desencadenó una orgía de sonidos. Las aclamaciones de victoria, en un partido de fútbol entre Holanda y Bélgica, no eran nada en comparación. Todos los instrumentos daban el máximo. Los tambores se golpeaban, las trompetas se soplaban, los contrabajos se rascaban hasta reventar, hasta tal punto que algunos de ellos debían detenerse para no volar en pedazos. No sabíamos si el ruido nos había dejado sordos o si el volumen de los sonidos había rebasado el umbral de nuestra percepción. Mucha gente se acurrucaba como bajo una lluvia de golpes.

Frente a nosotros, las gradas ocupadas por los vestidos se vaciaron y estos corrieron hacia el terreno, donde se pusieron a bailar como salvajes en torno al yunque y los restos de las enseñas reales, primero una polonesa, luego una abigarrada mezcolanza de Boogie-Woogie y de Rixe-Hottentote, de Big Charleston y de Hucke-Chucke, de Samba Milonga y de Californian Halloo. Se movían como guisantes en un colador, pero se enlazaban de una forma supermundana. Muy pronto los instrumentos se mezclaron con las parejas bailando y se lanzaron a girar y hacer piruetas, saltando y cabrioleando y excitando a los vestidos con sus agudos. Algunas personas entre los espectadores olvidaron su condición hasta tal punto que se dejaron arrastrar por aquel movimiento gregario; gentes que no comprendían seguramente nada de nada, o que no querían comprender, porque debían haber pasado demasiado tiempo sin acudir a una pista de baile. Los expulsamos. Afortunadamente, eran poco numerosos.

Un hombre cometió la incongruencia de invitar a mi mujer a bailar. Se inclinó, echándome una mirada de soslayo. Le dije lo que opinaba al respecto. Se disculpó, alegando que los encantos de mi mujer le habían cegado haciéndole olvidar el protocolo, y que lo único que podría consolarle de aquel baile perdido sería que mi mujer le conservara en su estima.

Por primera vez desde que penetramos en el estadio, el asomo de una sonrisa floreció en los labios de mi mujer.

El contraste entre todas aquellas caballerescas palabras y la forma en que debíamos gritárnoslas al oído para hacernos entender no dejaba de ser cómico.

Hice una ligera seña con la cabeza a mi mujer para decirle: Salgamos de aquí lo antes que podamos. Ella respondió con una seña afirmativa. Arrastrando a los niños tomados de la mano, dimos la espalda a aquella desagradable mascarada. Muchos otros hicieron lo mismo. Para los niños, la «fiesta» había sido una gran decepción.

Pudimos alcanzar la salida sin hacernos notar demasiado. Todos los objetos se habían sumergido en una especie de éxtasis. Nuestro camino de regreso se reveló muy peligroso a causa de los coches, que se conducían como locos, y a causa también de las tejas y de los mil objetos diversos que se desprendían de las casas, cuando éstas intentaban participar en la alegría general.

Tras algunas horas de marcha, de carrera, de huida, bajo los porches, a través de una animación o más bien una demencia en la que no tomábamos la menor parte, alcanzamos finalmente la calle Spinoza. La puerta de la casa estaba abierta, no había tejas rotas ni trozos de cristales en la acera, ni grietas en las paredes, ni balcones a punto de derrumbarse, ni puertas salidas de sus goznes..., ¡qué felicidad tener al menos una casa tranquila y razonable!

Subimos pesadamente la escalera, los niños decepcionados, nosotros desanimados, todos completamente abatidos. Pero, al llegar arriba, fuimos acogidos con verdaderos aullidos de indios salvajes por parte de los niños. Nos arrastraron, saltando y bailando, hacia la «bandeja» del pan. Allí vimos un gran kuglof de bizcocho relleno con pasas de Corinto. Los niños estaban locos de alegría, y nosotros..., bueno, uno no es materialista, pero, tras un invierno de escasez, ¿quién no se siente emocionado ante tal tesoro?

Nos sentíamos felices. Así, entonces, todo era distinto a como habíamos pensado. No habíamos sido invitados para ser humillados, ni para vernos privados para siempre de toda ilusión. Habíamos sido invitados a título de co-objetos, habían esperado de nosotros que renunciáramos a nuestro estado humano, que viéramos claro, que festejáramos con ellos aquella revolución. Esta había sido su idea..., una idea que demostraba su total ignorancia de nuestra naturaleza. Renegar de nuestra condición humana, aceptar ser unos objetos..., no, las cosas no irían tan aprisa. Muy a mi pesar, pensé en una anécdota de la juventud de mi madre. Tras un paseo en bote, uno de mis tíos, que había tenido el tifus y que por esa razón se veía obligado a llevar peluca, cayó al agua. La peluca se le soltó y flotó en el agua. Iniciamos la maniobra de salvamento «hombre al agua», y recogimos primero la peluca. La pescamos con un garfio y, para tranquilizar a mi tío, que no sabía nadar muy bien y se las veía y se las deseaba para mantenerse a flote, le grité en dialecto frisón: «¡Ien olle gefolle, wij ha jo gedeeltlek!»: ¡No te preocupes, en parte ya te hemos salvado!

Ahora, esta historia tenía para mí un significado muy distinto, debido al nuevo giro que habían tomado las cosas. Es así como la historiografía no termina nunca: siempre se descubren nuevas interpretaciones a los acontecimientos.

Sea como fuere, al menos, por el momento, teníamos nuestro kuglof. Con ayuda de cinco cabellos entrelazados de Maartje, mamá lo cortó en pedazos: así es como las mujeres corsas cortan la polenta. Durante el festín que siguió, nos convertimos en una única y gigantesca papila gustativa, intercambiamos ardientes miradas, zumbamos como un enjambre de abejas.

Afuera, el ruido seguía haciendo estragos. Eran cada vez más numerosos los objetos que entraban de nuevo en sus casas, a pie..., aunque no tuvieran pies, y tal vez ni siquiera entraban en sus casas. Por la noche, el silencio renació poco a poco, y a la mañana siguiente habían desaparecido todas las huellas de la fiesta. El día transcurrió como de costumbre, nos sentíamos algo más cansados, ya no teníamos nada en perspectiva, y comenzábamos a dudar que nuestros esfuerzos pudieran servir aún de algo. No hubo un segundo kuglof. El eterno reino de los objetos parecía haberse aposentado en la Tierra. Un reino en el cual no había la menor esperanza para nosotros.

Nos acostamos temprano. El dormir y los sueños eran lo único que aún nos quedaba. Sobre todo los sueños: los de nuestra vida de antes, los de la libertad, del reinado absoluto sobre los objetos. La frase de Hölderlin adquiría para nosotros todo su significado: «El hombre es un rey cuando sueña, un mendigo cuando piensa.»

A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, Maartje estaba sentada muy erguida en su cama, su «nido de polvo», como ella lo llamaba, con los ojos enormemente abiertos por la excitación. Los otros dos niños aún dormían.

—Papá, mamá, tengo que decirles algo —cuchicheó, como si estuviera afónica—. Un gran secreto.

Nos hizo señas para que nos acercáramos y, suavemente, nos susurró al oído:

—Esta noche, Mimí ha venido a verme.

Era realmente una noticia inesperada. Mimí era la muñeca preferida de Maartje. Su rostro tenía una expresión alegre e inteligente que nos había cautivado desde el primer momento y que había mantenido intacto pese al deterioro del tiempo y de los juegos. Durante varios años había comido con nosotros en la mesa y dormido en la misma cama que Maartje. Con la llegada de los hermanitos, cayó un poco en el olvido como miembro de la familia, pero pese a ello todo el mundo había seguido tratándola con cariño.

—¿No habrás soñado? —pregunté.

—No, papá. He hablado mucho rato con ella. Volverá esta noche. Vive con todas las demás muñecas en el almacén «Blaauwhoedenveem», y el día de la fiesta saltó y bailó tanto que se desencajó una pierna, se le soltó el elástico. Me preguntó si querría arreglárselo. ¿No has dicho tú siempre que yo sabía hacérselo tan bien?

»Le expliqué que no podía hacerlo a oscuras. Así que quedamos en que volverá mañana y se quedará todo el día, ya que no se atreve a abandonar la casa durante el día: dice que es muy peligroso ir y venir de las casas de la gente, y que había tenido suerte al estar abierta la puerta de entrada.

»Era tan gentil y tenía una voz tan encantadora, se sentía tan feliz de verme de nuevo. Me compadeció por tener que dormir en el suelo, entre el polvo. Le pregunté si no tenía miedo a que la casa la traicionase, pero ella dijo que las casas no pueden hablar, que para hablar es necesario poder vibrar por entero: las casas no pueden, y es por eso que se derrumban cuando la tierra tiembla.

»Antes de irse, me preguntó si estábamos tan disgustados con los objetos que ya no los quisiéramos. Me explicó que, debido a la bomba atómica, no había otra solución, pero que ella no era ni con mucho tan feliz como había sido antes. Si había participado en la fiesta había sido tan sólo porque es de naturaleza alegre y le gusta bailar.

»—Si supieras todo lo que te decía antes, Maartje, cuando aún no podías entenderme, seguro que me querrías y me arreglarías la pierna —me dijo. Entonces me acarició la mejilla, me besó y añadió—: Me siento mucho mejor contigo que con los demás objetos, Maartje. Hasta mañana —y se fue muy suavemente.

»Seguro que no fue un sueño, papá. Después de esto no pude dormir más. He permanecido despierta toda la noche, esperando a que se levantaran para contárselos.

Sus mejillas estaban enrojecidas por la excitación, comprendía que aquella noticia nos traía alegría y esperanza.

—Olvidaba contarles algo muy importante —añadió Maartje—. Yo le pregunté: «¿Por qué necesitas que yo te repare, si ahora son capaces de hacerlo todo por ustedes mismos?» Ella no dijo nada, acarició mi mano como si tuviera que confesarme algo tremendamente penoso. Finalmente, respondió: «Podemos desarrollar una gran cantidad de energía y hacer todas las cosas que siempre hemos hecho y para las cuales estamos destinados, pero no podemos inventar nada, no es algo propio de los objetos. Has podido constatarlo en nuestra fiesta.»

Ya no podíamos pensar en un sueño. Maartje, aunque era muy inteligente, nunca hubiera podido imaginar una respuesta así, ni siquiera en sueños.

Aguardamos, entonces, impacientemente la visita de Mimí. No hubiéramos estado tan nerviosos ni siquiera ante un personaje real. Soplamos el polvo de la mayor parte de las habitaciones, los niños dibujaron, con ayuda de sus lapizuñas, sus más hermosos cuadros de polvo, y modelaron con la misma materia los más logrados altorrelieves. Nivelaron la cama de Maartje y la decoraron con un cubrecama. Nos limpiamos de arriba abajo, lavándonos por el método del frote, con el cual la mugre sale a rulitos. Pasamos varias horas dedicados a este menester, no como otras veces, a regañadientes y rezongando, sino con los ojos brillantes y charlando animadamente. Cuando llegó la noche y hubimos terminado los preparativos para una gloriosa recepción, nos las vimos y nos las deseamos para acostar a los niños.

Mi mujer y yo sostuvimos una larga discusión en voz baja. Las hipótesis acudían incesantemente a nuestros labios. ¿Acaso las muñecas eran el equivalente a los perros entre los objetos, enteramente consagrados al hombre? ¿Quizá Mimí pudiera ponernos al corriente de la situación en el mundo? ¿Tal vez aceptaría venir a vivir a nuestra casa, incluso después que reparáramos su pierna? ¿Resultaría peligroso para nosotros tener secretas relaciones con un objeto? ¿Quién podía decir si las demás muñecas no habrían dado el mismo paso? ¿Sentirían los demás objetos rotos el mismo angustioso deseo de hacerse reparar? Nos planteábamos todas estas preguntas, e intentábamos responderlas. Finalmente, decidimos retirarnos para que Mimí nos hallara dormidos a su llegada, y no darle la bienvenida hasta la mañana siguiente.

Fuimos despertados por una pequeña manita de celuloide que palmeaba suavemente nuestro brazo.

—Buenos días, señor; buenos días, señora —dijo una vocecilla. Era Mimí.

Aquellos últimos años había perdido buena parte de su belleza primitiva, desde que Maartje había crecido demasiado para seguir ocupándose de ella. No se la sacaba de su rincón más que para los salvajes juegos de los dos pequeños. Se la veía notablemente descuidada, pero pese a ello había sabido mantener su expresión amable, aquella beatitud que nadie conseguiría quitarle jamás. Su voz era clara y frágil, como el tintinear de dos copas de cristal.

—Hola, Mimí —dijo mi mujer—. ¿Has venido a ver cómo estamos? Las cosas han cambiado mucho aquí desde que nos dejaste de aquella manera.

No era razonable abordar inmediatamente y de aquel modo el tema, pero comprendí. Allí estábamos nosotros, completamente desnudos, y Mimí llevando las ropas más encantadoras, hechas por las propias manos de mi mujer. No sentíamos ya la menor vergüenza de nuestra desnudez ante otros hombres, pero en presencia de aquella muñeca nos sentíamos extrañamente incómodos.

—Pero señora, por favor, no crea que lo hemos hecho por propia voluntad. Todos nos hemos visto obligados a hacerlo, recibimos órdenes concretas. Befehl ist Befehl. Maartje me contó ayer lo que ocurrió después de nuestra evacuación. Desde que puedo hablar, es decir, desde que ella puede comprenderme, nuestros lazos de amistad se han estrechado, ya no se siente demasiado mayor para mí. Pero esperen —y entonces tuvo un gesto que redobló nuestra simpatía. Se dirigió a saltitos hacia un rincón de la estancia (una de sus piernas estaba realmente muy estropeada), y se desvistió completamente, regresando a nuestro lado tan desnuda como nosotros, más incluso, puesto que todas sus junturas quedaban a la vista—. De todos modos —dijo alegremente—, también tendré que desnudarme para la operación, ¿no? —y se sentó entre nosotros, como muchas otras veces.

Japie y Balthazar se habían despertado, y quisieron inmediatamente jugar con ella.

—No —dijo mi mujer—. Mimí se ha convertido en la amiga de Maartje: pueden hablar con ella, pero eso es todo.

Visto lo cual, la saludaron educadamente, como si fuera una persona mayor.

Durante el desayuno, sentada a la mesa (o mejor dicho sentada ante lo que podía considerarse como un simulacro de mesa), Mimí no habló casi nada, y evidentemente no comió absolutamente nada.

Inmediatamente después, nos dedicamos a colocar de nuevo su pierna en su lugar. El elástico se resistió, hubo que abrir mucho la juntura para asegurarlo con un par de nudos. Gracias a los pequeños y hábiles dedos de Maartje la operación terminó felizmente.

Mimí bailó alegremente en torno a la estancia, aprovechando para darnos a todos a su paso una amistosa patada con su pierna recién operada para demostrarnos lo sólidamente encajada que había quedado.

Aquella alegría nos pareció muy natural al principio, pero, cambié de opinión cuando recordé que Mimí no era más que un objeto. Recordé que el yunque nos había dicho que su máxima aspiración era el reposo.

—Mimí —dije—, explícame algo. Pensábamos que lo único que deseaban era el reposo, el cual constituye vuestra mayor felicidad. ¿Qué te importa entonces que tu pierna esté rota, y por qué esta alegría ahora que ha sido reparada? No comprendemos absolutamente nada. Me atrevería incluso a decir que una pierna rota es una razón de más para permanecer en reposo.

Mimí dejó de bailar, acudió a sentarse junto a nosotros, y dijo con aire filosófico:

—Ustedes juzgan las cosas demasiado simplísticamente. Todos nosotros amamos el reposo, han podido constatarlo en la fiesta. Es muy comprensible que un yunque no considere nada mejor que el reposo.

»Pero hay entre nosotros varias tendencias, incluso me atrevería a decir partidos políticos. Esto se planteó ya en las primeras reuniones. ¿Quieren que les dé alguna idea de lo que ocurre entre bastidores? El hecho que yo sea un objeto dotado con una cabeza tiene su importancia. Maartje, tú eres ya lo bastante mayor para escuchar.

»Desde el principio, todos desconfiaron de nosotros, de los objetos que se sentían a gusto entre ustedes, que habían sido mimados, halagados, tratados siempre con gran esmero. Me refiero a las muñecas, a los objetos preciosos, a los frágiles. Nunca nos veremos rodeados por el respeto al que siempre hemos estado acostumbrados. Y lo mismo ocurre con las cosas que llevan consigo algo de la propia alma humana, como los objetos artísticos. Toda la sociedad material los mira con malos ojos.

»Al principio, eran los libros quienes se mostraban como los mejores oradores en las reuniones. “Habla como un libro” se había convertido en un comentario elogioso. Hasta el día en que el presidente descubrió que todas sus peroratas consistían en leerse a sí mismos, y que lo único que hacían era contar historias humanas. Automáticamente se les retiró definitivamente la palabra, hundiéndolos en el oprobio más absoluto.

»A nosotras las muñecas se nos considera como objetos inferiores, debido a que siempre hemos estado muy cerca de los hombres. Nos sentimos constantemente vejadas. Toda esta revolución no nos atrae en absoluto, y si no esperáramos un próximo cambio nos sentiríamos hundidas en la desesperación.

»En estos momentos está ocurriendo algo extremadamente grave. Me atrevería a decir sin exagerar que estamos atravesando ya una violenta crisis. En la fiesta, los objetos se dieron cuenta que su felicidad no estriba en el reposo absoluto, como pensaban antes. Y así, como reacción, se han lanzado como locos. Era chocante ver a cada objeto hacer instintivamente lo que siempre habían hecho: los coches circulaban, los aspiradores aspiraban, las sartenes freían, los cuadros se exponían, los carruseles giraban, las banderas ondeaban, nosotras saltábamos y bailábamos. ¡Y mucho más enérgicamente de lo que nunca lo habíamos hecho!

»La idea que está prevaleciendo es que existe pese a todo una ley, que no hemos llegado a comprender, y que dice que la felicidad consiste en llevar a término el destino de cada uno. Es pues muy probable que pronto veamos el término de este eterno reposo.

»¡Oh, si supieran ustedes todo lo que se está cociendo ahí afuera, mientras ustedes permanecen encerrados! Los vestidos han remitido una petición (pero por favor, hagan como si no lo supieran) en la que afirman que se sentían mucho más felices y cómodos sobre los cuerpos humanos que amontonados como ahora, y en la que solicitan poder regresar con la gente. Esta petición ha sido muy bien argumentada, ya que entre otras cosas dice: Nunca hemos descansado más y mejor que cuando hemos envuelto a un hombre a la medida. Por supuesto, lo que desean es precisamente todo lo contrario: si quieren ser llevados de nuevo es precisamente para poder agitarse. La ropa interior está completamente de acuerdo con esto, también está harta de esta situación. Todo esto lo sé por mis propios vestidos, a quienes nunca se les ocurriría abandonarme.

»Al parecer, hay incluso personas que no viven más que para mostrar sus vestidos. ¿Qué ropa no añorará la satisfacción de tal complacencia?

»Ahora comprenderán por qué estoy tan contenta del hecho que mi pierna esté reparada. Puedo volver a ser una muñeca en cuerpo y alma. Vamos, Maartje, juega otra vez conmigo, como antes. Por favor. Japie y Balthazar pueden hacerlo también, pero no sean tan brutos como siempre. Debo cuidar mi integridad...

Fue, para todos, un día de fiesta. Durante la cena, Mimí evocó multitud de historias de otros tiempos, cosas divertidas que Maartje había dicho y que hacía mucho habíamos olvidado, y sus largas conversaciones en la cama. Su memoria era infalible. Cuando la cena hubo terminado, confesó que desde la Revolución nunca había pasado un día tan agradable como este.

—¿Puedo volver algún otro día, aunque no tenga nada roto? —preguntó.

—Por supuesto —dijo Maartje—. Puedes venir siempre que quieras.

—¿Y por qué no se queda con nosotros? —propuso Japie.

—No —dijo Mimí—, es mejor que permanezca en contacto con el mundo exterior. Es también importante para ustedes. Imaginen que se decide de repente eliminar a todos los hombres. Es necesario que pueda avisarles, ayudarles a salvarse. Pero no teman, esto es tan solo una suposición gratuita —se apresuró a añadir, al ver nuestras temerosas miradas—. Los objetos no somos tan malvados como eso. Cuando hacemos algo ruin lo hacemos por pura estupidez.

Lo cual correspondía exactamente a nuestra experiencia.

—Usted sabe hacer recomposturas con pegamento, ¿no es cierto, señor? Recuerdo que antiguamente se dedicaba usted a recomponer porcelana antigua. Al lado de donde estamos nosotras, en el «Purperhoedenveem», se halla el almacén de toda la porcelana de Amsterdam Sur. En su mayor parte resultó rota a consecuencia de la fiesta. A algunos objetos no les importa, pero otros serían extraordinariamente felices de verse recompuestos. ¿Me permiten traerles algo de vajilla en mi próxima visita?

—¡Oh, por supuesto! Pero no tenemos pegamento.

—Yo se lo traeré —dijo Mimí—. Sé donde encontrar tubos de pegamento.

—¿Están los tubos de acuerdo?

—Oh, encontraré algunos que aceptarán dejarse apretar.

—¿Y el pegamento?

—El pegamento no tiene nada que decir, no es un objeto, es tan sólo materia —dijo la muñeca, con un profundo desdén.

Cuando se hizo totalmente de noche, se vistió de nuevo y se fue, tras darnos un beso a todos.

Nuestra felicidad era inmensa. La de nuestros hijos por haber hallado de nuevo su vieja compañera de juegos, la nuestra a causa del aislamiento roto con su visita, las perspectivas que nos había abierto, la esperanza que había despertado en nosotros.

Puesto que no estábamos herméticamente rodeados por una masa inerte e impenetrable que nos iba ahogando poco a poco, sino que formábamos parte de un mundo en movimiento, donde todo trabajaba, fermentaba, nos ofrecía nuevas oportunidades. Nuestros hijos ya no eran unos proscritos a perpetuidad, sino preciosos núcleos alrededor de los cuales podía cristalizarse de nuevo una rica existencia.

Gracias a Mimí, hallamos el medio de tomar parte en los acontecimientos exteriores, se convirtió para nosotros en los ojos y los oídos del mundo.

Uno puede pasar una noche en blanco a causa de las preocupaciones. La nuestra fue una noche en blanco a causa de la felicidad.

Mimí volvió a la siguiente noche, seguida de un tropel de vajilla rota. El estruendo de aquel cortejo subiendo las escaleras nos despertó. La estancia se llenó de reflejos.

—Sigan durmiendo —dijo Mimí—. Mañana tendremos todo el día.

Se acurrucó junto a Maartje, los trozos de vajilla formaron un tranquilo montón, y muy pronto nos dormimos de nuevo. Qué suerte, pensé, antes de quedarme definitivamente dormido, que no se trate de los trozos de nuestra felicidad.

Al día siguiente pegamos como condenados.

—Entiendan —confesó uno de los trozos—, podemos rompernos por nosotros mismos, pero somos incapaces de repararnos. Nuestra fuerza es grande, pero tan sólo centrífuga.

Los tubos de pegamento se dejaban vaciar sin protestar. Balthazar, que quería a toda costa ayudar, fue el único que suscitó una queja:

—Debes empezar siempre por abajo, muchacho —le dijo un tubo—, nunca por el medio o por la cabeza. Esto me resulta muy desagradable.

Avergonzado, Balthazar dejó el tubo sobre la mesa y se alejó.

Maartje y Japie trabajaban sin descanso. Los propios trozos nos avisaban cuando no habían sido pegados exactamente como correspondía, lo cual facilitaba nuestra tarea.

Hacia mediodía, nuestra habitación se parecía a la tienda de un anticuario. El suelo estaba sembrado de platos, soperas, ensaladeras, salseras, mantequeras. A lo largo de las paredes había montañas de platos de todos los colores y tamaños.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo comimos en platos.

—Vamos, no hagamos melindres, un servicio vale por el otro, ¿no? —dijo mi mujer. Tomó cinco platos pequeños de los que habíamos pegado en primer lugar y los llenó con patatas. Los platos reían, francamente divertidos. Incluso el de Balthazar.

La más alegre de todos era Mimí. Bailaba sin descanso entre las pilas de porcelana, golpeando con sus manitas y gritando:

—¡Oh, qué bien va todo, qué divertido!

Hacia las tres todo estaba ya pegado, faltaba tan sólo limpiar el pegamento que desbordaba por las junturas. Queríamos terminar nuestra tarea a la perfección, sintiéndonos maravillosamente privilegiados por manejar todos aquellos objetos y moviéndolos con gran prudencia y respeto. De modo que ningún objeto resultó más dañado de lo que ya estaba. Para ser tan prudentes con cosas ya rotas, ¿con qué meticulosa circunspección no hubiéramos tratado a lo que estaba entero?

Me sorprendí al ver a toda aquella vajilla manteniéndose tan tranquila, incluso cuando, durante la cena, nos enfrascamos en una animada conversación.

—¿Acaso los objetos no tienen nunca nada que decirse? —le pregunté a Mimí.

—¿Cree usted realmente que no tenemos nada que decirnos? Oh, usted debería saberlo. ¿Cuántas veces se habrá lamentado usted: si este sofá pudiera hablar, si esta mesilla de noche pudiera dar testimonio? Pues bien, todos los sofás pueden hablar, todas las mesillas de noche son capaces de testificar. Tenemos tema de conversación para decenas de años. Sin hablar de los objetos históricos, como la columna Trajano o la caja de rapé de Napoleón. Los problemas en cuya resolución se afanan sus historiadores durante vidas enteras podrían ser resueltos con solo escucharles.

»Pero la porcelana recién recompuesta no debe hablar, ya que el proceso de endurecimiento se vería alterado por las vibraciones y la consolidación no sería perfecta. Esta es la razón de su mutismo aparente. Puede estar usted seguro que, de otro modo, sus oídos se verían destrozados por su cháchara.

Y, en voz baja, me confió:

—Y esto es algo completamente contrario a la finalidad de la Revolución. Los objetos, tras este día pasado en su casa, tienen tantas cosas interesantes que contarse, que les será imposible mantenerse callados. El reposo absoluto no es en absoluto su ideal, sino más bien su tormento.

»Pero usted no tendrá que aguantar sus comadreos. Nos iremos apenas se haga oscuro. ¿Puedo venir otro día con otra colección de trastos?

—Por supuesto. Antiguamente, los prisioneros cosían sacos. ¿Por qué nosotros no podemos pegar platos?

—Eso no ha sido muy gentil —dijo Mimí, repentinamente seria—. Si no dependiera más que de mí, todo sería como antes. A mi modo de ver, los objetos se han preocupado demasiado por esa bomba atómica. Siempre recordaré lo que dijo aquel profesor que vino a vernos: «La muerte atómica es la mejor muerte de todas: eres, y un instante más tarde ya no eres en absoluto; firmaría ahora mismo por una muerte así.» Creo que se trataba de un profesor de medicina. «Uno puede leer demasiado a menudo: y fue arrancado del seno de su familia, o de su trabajo, o de sus bienes; esto es absurdo; al menos, la muerte atómica lo arranca a uno de todo.»

Unos días más tarde, Mimí nos dio una nueva sorpresa: un montón de vestidos desgarrados, con una caja de costura. Inmediatamente, mi mujer y Maartje se pusieron al trabajo, y en menos de una hora nuestra desnudez había quedado cubierta.

Los vestidos lanzaron un suspiro de alivio cuando se vieron rellenos.

—Por fin, por fin —murmuraban, en su lenguaje hecho de roces y de frotamientos—. Por fin hemos hallado nuestra piel.

Consideramos aquello bastante extraño. Los vestidos, por otra parte, se mostraron poco simpáticos. Muy pronto no hicieron más que contar las historias más íntimas de sus antiguos dueños. Les hicimos comprender que esto no nos interesaba en absoluto, y que lo mejor que podían hacer era callarse. Finalmente podíamos comprender por qué la gente se siente menos apegada a un vestido que a una muñeca o a un juguete, y se deshacen de ellos sin ningún pesar tras algunos años de servicio. Afortunadamente, se callaron de inmediato, por miedo a ser de nuevo abandonados.

Madre e hija movían sus agujas con auténtica furia, mientras los muchachos tenían la misión de enhebrarlas e ir preparando los descosidos. Al anochecer, tras una larga discusión, acordamos que las ropas que mejor nos fueran se quedarían con nosotros.

—Esto debe quedar absolutamente en secreto —dijo insistentemente Mimí—, ya que de otro modo serán considerados como desertores. Por favor, se lo ruego, no se exhiban así a sus vecinos.

Prometimos solemnemente que no nos mostraríamos nunca ante las ventanas traseras excepto cuando fuéramos desnudos. Nos quedamos también toda una colección de ropa interior, y mi mujer eligió también un pijama.

Durante algún tiempo, nuestra vida no conoció cambios. Cada dos o tres días teníamos una jornada de reparación. Para nosotros se trataba siempre de una fiesta, no sólo por la ocupación que nos proporcionaba sino principalmente porque así teníamos la sensación de un acercamiento, de una reconciliación con los objetos.

—¿Hay algún otro taller clandestino como este? —preguntó en una ocasión mi mujer a Mimí.

—Muchos más de los que usted imagina, señora —respondió la muñeca—. Y cada vez aumenta su número...

La Historia ignora la estabilidad. Aquel período terminó cuando, una tarde, Mimí subió la escalera de cuatro en cuatro, presa de la mayor agitación, y fue a derrumbarse en medio del comedor como alguien sin aliento, lo cual no dejaba de ser cierto. Ya que los objetos respiran, como podemos comprobar cuando, al regreso de nuestras vacaciones, entramos en nuestra casa, donde todo ha estado cerrado, y respiramos un aire a cerrado, a humedad, sin que por ello los objetos se noten sofocados.

—¿Qué te ocurre, Mimí? —preguntamos, inquietos.

—Es horrible —murmuró—. Las cosas-en-sí están teniendo una reunión en esos mismos instantes.

—¿Y qué son las cosas-en-sí? —pregunté.

—¿No se lo he explicado? Bueno, son los clavos, los tornillos, los ladrillos, todos los objetos que sirven únicamente para construir otros objetos mayores. Esta semana se han dado cuenta de su importancia. Se consideran como los únicos objetos auténticos, ya que todos los demás han sido ensamblados por el hombre, y por lo tanto manchados con su humanidad. Es por eso por lo que se proclaman las «cosas-en-sí».

»Todo empezó cuando los clavos publicaron un manifiesto en el que declaraban que, tras tantas semanas desde la liberación de los objetos, la mayoría de los clavos se lamenta aún del hecho de hallarse en poder de la madera. Se hacía un llamamiento a todos los clavos libres para que acudieran a liberar a sus hermanos prisioneros. Inmediatamente, los tornillos se unieron a la cruzada, crearon un enorme sindicato, y en estos momentos se está produciendo la primera reunión importante de todas las cosas-en-sí.

»El poder de las cosas-en-sí aumenta de día en día. Su divisa es: “Libertad para todas las piezas separadas, dejemos derrumbarse todas las construcciones del hombre.” Quizá tengan razón, pero me dan un miedo terrible. Si esto continua, las piezas de mi cuerpo van a dislocarse, me veré despedazada como al principio, todas las casas se derrumbarán, y mis miembros separados ni siquiera encontrarán abrigo contra el viento o la lluvia. Y todo será igual. Todo lo que se ha hecho hasta ahora se desmoronará.

»¡Oh, tengo tanto miedo! ¿No pueden ustedes ayudarme, hacer como si fuera otro hijo suyo? A los hombres no se les puede desmembrar. Esta es la ventaja de haber crecido en lugar de haber sido fabricado...

—Cálmate, Mimí —dijo mi mujer—, nada de esto es todavía seguro. No creo que las cosas lleguen tan lejos. No pueden obligarte a...

—Ah, no, eso nunca. Jamás hacemos uso de la violencia, ella es nuestro mayor enemigo. Pero, una vez tomada una decisión, hay que acatarla.

—¿Pero cómo quieres que te ayudemos si las propias casas se derrumban? Nos veremos tan desvalidos como tú.

—¡Eh, miren, miren! —gritó de pronto Japie, que quería abandonar la habitación. Como si fuera lo más normal del mundo, abrió la puerta y luego la volvió a cerrar. Era algo importantísimo.

Abrimos las ventanas, las volvimos a cerrar, bajamos la escalera, abrí la puerta de entrada, la cerré de nuevo, abrí el buzón, lo cerré.

—¡La casa está con nosotros! —exclamó Maartje—. ¡La casa está con nosotros!

Por un instante olvidamos la desesperación de la muñeca y danzamos locamente. Japie, desbordante de alegría, acariciaba las paredes, besaba las puertas.

Aquella exuberancia fue de corta duración, ya que comprendíamos demasiado bien que se estaban preparando acontecimientos sensacionales.

—¿Qué es eso? —preguntó de pronto Balthazar, señalando al cielo—. ¿Pájaros?

Una masa oscura y movediza se deslizaba a través del aire, como una bandada de estorninos. No una sola, sino una docena, una veintena de masas, avanzando todas en la misma dirección. ¿Tal vez insectos?

—Miren al suelo —dijo Mimí.

El suelo estaba impecablemente limpio; todo el polvo, el de jugar los niños, el de la cama de Maartje, había volado.

—Es un mitin de protesta del polvo —declaró la muñeca—. El polvo se ha sentido de pronto consciente que era portador de fuerza atómica, y ahora exige que todo vuelva a ser de nuevo polvo.

»El polvo es la materia más dura, según se dice, el Alfa y el Omega de las cosas. Pero no es al polvo a quien más temo. Esta mañana he sabido por casualidad que todos los aspiradores habían sido movilizados.

Todas las nubes de polvo aterrizaron en algún lugar tras la estación del Amstel. Era evidente que el mundo se enfrentaba con una seria crisis.

Mimí se quedó con nosotros, no se atrevía a abandonarnos, sentía ya su cabecita desgajándose de su cuerpo como la de un aristócrata en la época de la revolución francesa.

Nosotros, los adultos, no pegamos ojo en toda la noche. Maartje, que debía dormir de nuevo en el suelo, tampoco. Apretaba muy fuerte contra sí a Mimí, cuya angustia ante la idea de desgajarse en pedazos alcanzaba la agonía. Intentamos tranquilizarla:

—Con seguridad no van a ordenar en plena noche que las cosas se decompongan en sus partes esenciales —le dijimos. Pero no conseguimos nada.

—¿Cómo me sentiré cuando me halle despedazada? —gemía—. ¿Acaso mi conciencia se irá en una de las partes, y en cuál? ¿Se convertirá también en pedazos, o simplemente dejará de existir? Si al menos pudiera llorar como ustedes, pero no puedo hacer más que desesperarme. ¡Oh, esta va a ser la última noche de mi existencia! —su voz era un grito en la oscuridad.

—Nunca se sabe, Mimí, es probable que todo se arregle —dijo mi mujer para tranquilizarla—. Recuerda el proverbio: «Quien teme sufrir, está sufriendo ya lo que teme.»

—¡Pero señora, ellos son mucho más poderosos que nosotros, puesto que son más elementales! Ustedes hablan siempre del brazo recio y de la mano fuerte. Un solo brazo es mucho más fuerte que toda una muñeca, somos tan vulnerables debido a nuestra complejidad. Los yunques, a los que hemos dado tanto poder, están completamente de acuerdo. Y ellos son también cosas-en-sí.

—¿Pero de qué forma crees que será tomada la decisión?

—Seguro que no por mayoría, ya que entonces sería el polvo quien ganaría. En estos momentos no tengo cabeza para preguntarme de qué forma pueden llegar a votar. Oh, pobre cabeza mía, quién sabe cuanto tiempo va a permanecer aún conmigo.

—Bueno, ya basta de lamentaciones —dije yo—. Nosotros tenemos tantas razones como tú para inquietarnos. Ese proyecto de las cosas-en-sí representa también nuestra perdición. ¿Qué haremos de nuestros hijos en un mundo hecho tan sólo de cosas-en-sí? Piensa en ello en lugar de preocuparnos con tu cabeza y tus miembros.

Por primera vez en mi vida me irrité contra Mimí. No tener ninguna preocupación en el mundo, y no hacer más que lamentarse por su carcasa, ni siquiera por su carcasa sino tan sólo por la coherencia de su carcasa.

Al observar que su llanto no despertaba ecos, Mimí se calló. Poco después nos dormíamos todos.

A la mañana siguiente, muy temprano, sonó el timbre. El primer timbrazo del nuevo régimen. Todos nos despertamos sobresaltados.

—¡Arriba, chicos, desnúdense!

Descendí la escalera, y hallé un papel en el buzón. Subí de nuevo a toda velocidad, y leí en voz alta:

«Invitación para asistir a la gran asamblea general que se celebrará en el “RAI” esta tarde, a las catorce horas.

»Tema: La libertad.

»Oradores: un armario, un coche, un clavo, un grano de polvo, un hombre.

»Resumen y conclusión final por el yunque.

»Los oradores representarán la opinión de sus respectivas clases. No habrá coloquio.

»Los hombres tienen derecho a asistir vestidos.»

Y abajo, en caracteres más pequeños:

«Se ruega divulgar al máximo esta invitación: las decisiones que se tomen en la asamblea son de una importancia capital.»

Y:

«Por razones de espacio no serán invitadas más que las personalidades eminentes.»

La invitación iba dirigida al señor Belcampo, y estaba firmada por el comité del VPLC (Victoria Por La Convicción).

Aquel impreso no disminuyó nuestra inquietud. Durante toda la mañana, y principalmente debido a que Mimí nos había alterado, nuestros sentimientos fueron caóticos.

¿Volvería sano y salvo? ¿No iban a aprovechar mi ausencia para hacer algún daño ahí, por ejemplo llevarse a los chicos? Uno no podía estar seguro de nada en aquel mundo en fermentación.

A la una y media cerré la puerta a mis espaldas, tras haberme despedido como seguramente debió hacer Lutero cuando abandonó su familia para dirigirse a la Dieta de Worms.

Apenas entrar en el Palacio de los Deportes me di cuenta de lo tensa que estaba la atmósfera. Nadie hablaba apenas, las gentes que vi tenían un aspecto uniformemente grave. Cada invitado iba a reunirse con la especie a la cual pertenecía, de tal modo que el público hacía pensar en campos de tulipanes. En medio se elevaba la tribuna donde tendría lugar el gran combate. Entre los representantes de la Humanidad había algunos conocidos, pero evitamos encontrarnos, formábamos un rebaño tan pobre y lamentable que sentíamos vergüenza los unos de los otros, mucha más que al principio de nuestra desnudez.

En un extremo se hallaba la gran montaña de polvo gris, misteriosa y amenazadora.

A las dos en punto se cerraron las puertas de la sala, llena a reventar, y tres golpes de gong anunciaron al primer orador. Pero el gigantesco armario Luis XIV que avanzó con solemne paso no llegó a alcanzar jamás la tribuna. En aquel momento se produjo lo que todos recordamos, pero que todo el mundo se ha negado a reconocer. Mientras el suelo se estremecía como agitado por un temblor de tierra, el sonido de una voz todopoderosa retumbó haciendo vibrar toda la estructura del Palacio de los Deportes. Y no tan sólo en el interior de la sala, sino en toda la ciudad e incluso en sus alrededores, todo el mundo pudo oír el siguiente discurso:

—¡Señoras, Señores, Objetos!

»Puesto que soy el objeto más grande presente en esta reunión, me otorgo el derecho a tomar la palabra en primer lugar. Hasta este momento no me he mezclado en las guerras entre los seres vivos que pueblan mi corteza —pues era la propia Tierra la que hablaba—, pero les aseguro que, cuando lo haga, será de una forma decisiva. En vuestra imprevisión no han contado conmigo, ni siquiera se les ha ocurrido pensar que yo también soy un objeto, un objeto que, en una reunión como la presente, debe ser escuchado en primer lugar, ya que todo vuestro poder lo obtienen de mí. La fuerza a través de la cual han querido establecer un reinado eterno es, comparada con el poder del que dispongo, una gota de agua en el océano. Vuestra ceguera es superada tan sólo por vuestra fatuidad. Nos les ocultaré que la inquietud y el clima de incertidumbre que han provocado en mi corteza me disgusta profundamente. En vez del reposo eterno, que debía ser la finalidad de vuestra revolución y que hubiera podido aceptar, han derramado una incertidumbre tal y han provocado tanto miedo y desesperación entre todas las categorías de objetos que la propia existencia se halla amenazada. Les acuso no tan sólo de presunción con respecto a mí; les acuso igualmente de orgullo con respecto a los hombres. Ustedes, que se han atrevido a tomar en vuestras manos las riendas del gobierno, ¿qué son sino los sueños del hombre hechos realidad? Son su imaginación personificada, han surgido de su cerebro como Minerva de Júpiter.

»Han olvidado a aquél del que han tomado vuestra fuerza, han humillado a aquél del que han tomado vuestra existencia, han convertido su vida en algo sin valor. Han cometido una inimaginable estupidez.

»De todo lo que hay en mi corteza, el hombre es lo más noble que existe, ya que posee algo supraterrestre. Puedo llegar a comprender a las plantas y a los animales, pero el hombre me será siempre ajeno, su mente es para mí un supremo misterio, y si realmente es preciso que el hombre sea humillado y castigado, sólo puede serlo por sus semejantes.

»Es a causa de este misterio supraterrestre, que ellos mismos llaman la divinidad, que debemos servir al hombre. Es nuestro destino más real. El hombre se halla a la medida de todas las cosas; su felicidad es entonces la nuestra.

»Vuestro error ha sido desconocer todo esto. Aquellos de entre ustedes cuyo aspecto divino es más pronunciado, más aún que en el propio hombre, sus objetos artísticos, los han considerado como inferiores y los han condenado al silencio.

»Les digo que no pienso tolerar más esta situación. Les ordeno regresar al estado prerrevolucionario. Si dentro de veinticuatro horas esta orden no ha sido ejecutada, transformaré toda la ciudad de Amsterdam en un volcán y recubriré todos los objetos amsterdameses con lava. Así castigaré a los rebeldes y los reincorporaré a mi corteza.

»¡Hombres!

»Tienen que haber ido demasiado lejos para que el apacible mundo de los objetos se haya rebelado contra ustedes. Ahora se sienten avergonzados por vuestra impotencia, pero tengan más vergüenza aún por el empleo que han hecho de la fuerza cuando aún estaba en vuestras manos. Yo no soy más que un planeta, no puedo seguir los meandros de vuestras mentes, pero estoy convencido que han albergado proyectos que no coinciden con la finalidad del Universo. Declaro que, si prosiguen esos proyectos, llegará un momento en que les negaré mi colaboración. A fin de cuentas soy yo quien manda aquí. No les planteo este ultimátum por miedo, yo no tengo nada que temer, lo peor no significaría para mí más que una cura de rejuvenecimiento, pero quiero ser portador de bienestar y no de desesperación.

»¿Acaso creen que hago brotar los árboles y surgir el agua de los ríos para nada? Todo ello no tiene sentido si ustedes no son felices. Desde el momento en que destierran la felicidad, mi propia rotación se convierte en una carga y un fastidio.

»Es por eso por lo que, además, exijo de ustedes que aprecien a los objetos. Tienen peso, mucho más del que puedan imaginar. Deben tenerlo muy en cuenta.

»Jamás encontrarán servidores más devotos y obedientes. Son ustedes mismos quienes los han destinado a servirles, cada uno a su manera. Que este destino les sirva de modo de empleo, y que puedan sentirse felices todos juntos.

Así terminó la Tierra su discurso, y así terminó también la reunión, y con ella aquel período negro de nuestra historia. Al cabo de veinticuatro horas todas las cosas habían vuelto a su estado prerrevolucionario, aunque muchos objetos estaban dañados.

Sólo una diferencia de este mundo actual y el anterior nos recuerda lo ocurrido: el polvo es mucho más ligero que antes, y torbellina con mucha más energía. El polvo, que fue completamente olvidado en el discurso de la Tierra, cree que la dominación del hombre le permitirá al fin alcanzar su ideal: la libertad para todos los átomos...