El Mundo Ha Cambiado

JACQUES Sternberg

Aunque la S. F. escrita originalmente en lengua inglesa es la que ha marcado desde un principio las pautas del género, no toda la S. F. de calidad se reduce a los países anglosajones. En Francia, por ejemplo, Jacques Sternberg es un autor conocido mundialmente, cuyas obras han sido traducidas y publicadas en varios países, entre ellos los propios Estados Unidos, en los que sólo otro autor francés de S. F., Gérard Klein, ha conseguido introducirse con una cierta regularidad. Además, Sternberg es uno de los pocos autores europeos de S. F. que ha conseguido salir del encasillamiento del género, siendo considerado como un escritor mayor (con todas las implicaciones de este calificativo) y llegando a firmar los guiones de películas como el discutido Je t’aime, Je t’aime de Alain Resnais.

Para mí, Sternberg tiene literariamente una gran virtud: el saber utilizar su peculiar sentido del humor con pinceladas de absurdo para ofrecernos una crítica feroz y despiadada de nuestro mundo actual visto desde el desolado nivel de los mass media..., y un gran defecto: el ser escritor de un solo argumento, que repite una y otra vez, incisivamente, con sólo ligeras variaciones de detalle. De hecho, este El Mundo Ha Cambiado puede considerarse como la obra arquetípica de Sternberg, compendio de multitud de otras obras suyas, que ha transformado en meras viñetas para la ocasión. Es precisamente esta cualidad arquetípica, y el hecho de ser el fiel exponente de un estilo muy personal de ver la S. F., lo que hace que merezca figurar aquí con todos los honores.

* * *

Cuando, el año 43 después de Cristo II, se lanzó al mercado la máquina de finalidad negativa, se abrió una nueva era.

Los inicios de la máquina de finalidad negativa fueron modestos, pero sus secretas posibilidades eran evidentes y dejaban prever fácilmente una revolución: sus posibilidades, y el éxito que tuvo apenas una semana después de su lanzamiento.

El aspirador escupepolvo fue en efecto el primer objeto de finalidad negativa que se puso a la venta, y millones de amas de casa sin nada que hacer se lanzaron sobre aquella sorprendente máquina doméstica que realizaba en un tiempo mínimo un trabajo, para sabotearlo luego al mismo ritmo y volver a iniciarlo con una destreza que no conocía el agotamiento.

Cuando las administraciones municipales decidieron, para dar trabajo a los millones de cesantes, lanzar a través de las vías públicas una gran cantidad de autos destrozacalles, se comprendió sin el menor error que «negativo» iba a convertirse en sinónimo de eficiente, que la gratuidad absoluta entraba en las costumbres, y que con pleno conocimiento de causa se iba a edificar un nuevo mundo sobre los corolarios del absurdo, de los que el siglo XX, el de los grandes precursores, había esbozado ya las primeras ecuaciones.

Ha transcurrido un año desde entonces.

Y el mundo ha evolucionado un poco.

Todo el mundo piensa tan sólo en la finalidad perdida, en el asunto que no puede reportar nada, en las realizaciones construidas sobre el vacío y haciendo frente al vacío, la mayor parte de las veces monstruosas, erizadas de inútiles complejidades, estrictamente desprovistas de sentido, transparentes y terroríficas como el esqueleto de la palabra Nada.

¿Cómo podían imaginar el industrial y el hombre de negocios de 1986 que sus descendientes directos, sus hijos para ser más precisos, llegarían un día a vender con éxito cristal opaco para escaparates, tazas sin fondo, cuchillos con mango más cortante que la hoja, o incluso, como hizo recientemente una célebre firma, automóviles equipados con un dispositivo que pincha un neumático cada diez kilómetros? ¿Cómo un publicista de finales del siglo XX hubiera podido creer que, a cincuenta años de distancia, una estilográfica sería triunfalmente lanzada al mercado a través de un slogan que la presentaba como la única estilográfica con la cual era rigurosamente imposible escribir sin mancharse?

Y sin embargo, así es.

El mundo ha llegado hasta ahí, aunque no haya cambiado de lugar en el Universo.

Dicho esto, hay que reconocer que la vida no es más divertida por estas razones. No hay que creer que el sentido del humor haya reemplazado al sentido de la seriedad que era la base de todas las empresas de antes. De ninguna manera. El hecho de haber admitido sin segundos pensamientos las más dementes prolongaciones del absurdo no implica de ningún modo la irrupción del humor en nuestra existencia. Por el contrario, nunca ha estado el hombre más sumergido en esa seriedad que le sirve de visado y de documento de identidad. Simplemente, con la misma aplicación del funcionario funcionando de semana a semana, cultiva ahora el amor a lo gratuito como antes cultivaba el amor a lo práctico. Se entrega a sus inútiles actividades como antes se entregaba a sus trabajos utilitarios. Nada ha cambiado. O si algo ha cambiado, no ha sido ciertamente la mentalidad del hombre. Haría falta mucho más que eso para cambiar al hombre, obstinadamente apegado a su convicción de hallarse en el mundo para cumplir con una sacrosanta misión, asumir una función esencial para la gravitación terrestre y servir a un ideal estrechamente ligado a los movimientos de los planetas. Digamos simplemente que el ideal ha cambiado de color. O más bien que se ha descolorido. ¿Pero el hombre se ha dado cuenta de ello? Uno podría dudarlo. Está convencido más que nunca de su utilidad, de su mitología, de su importancia universal. Es más fanático y está más cebado de fe que antes, nunca desengañado, siempre ajetreado, presa entre el pasivo y el activo de sus realizaciones, meticuloso, irreductiblemente abocado a los detalles microscópicos, y a fin de cuentas su conciencia profesional ha seguido intacta.

El trabajo tampoco ha cambiado apenas. Evidentemente se ha complicado, y los horarios obligatorios han sido prolongados. Era previsible: trabajar para nada y sin ninguna finalidad necesita mucha mayor atención y, por supuesto, mucho más tiempo.

Por otro lado, ya no le queda a nadie el recurso del desempleo. Hay trabajo inútil para todo el mundo, puesto que siempre puede hacerse no importa el qué en no importa qué sentido y bajo no importa cuál pretexto. Sin empleo ya no es más que un término pasado de moda que se halla aún en el diccionario del siglo XXI tan sólo como referencia.

¿Qué citar como flagrantes ejemplos de esta nueva forma de asumir la vida, sus responsabilidades y su futuro?

La elección es tremendamente difícil.

¿El gigantesco edificio que la ciudad inauguró la semana pasada? No es únicamente impresionante, con sus quince plantas de cristal, sino que concretiza realmente de modo simbólico toda una mentalidad. Este edificio representa en realidad un banco modelo, con oficinas instaladas según los criterios más progresistas del arte burocrático, con bóvedas blindadas y salas de recepción que forman un auténtico laberinto de lo funcional. Pero nadie entrará jamás en este banco. Una placa de mármol indica con letras de oro que el edificio ha sido erigido como homenaje a la Inutilidad de Toda Empresa, y que tanto la entrada como el uso se hallan estrictamente prohibidos. Lo cual por supuesto no anuló los previsibles discursos de inauguración. Incluso puede suponerse que las bóvedas y las cajas fuertes de este banco se hallan repletas de billetes y de lingotes. ¿Por qué no? Un periódico de gran tirada anunció no hace mucho en primera página que una firma proponía a precios sin competencia posible billetes de banco falsos ligeramente ajados, en liquidación. Y muy a menudo ocurre que los empleados de una firma sean pagados con billetes de los cuales el contable ha arrancado cuidadosamente toda la numeración. Pero esas sutilezas no han alterado en absoluto la eterna avaricia del hombre ni su pasión por el dinero. Simplemente, los medios de ganarlo han evolucionado. Al igual, por otro lado, que los medios de perderlo. El dinero no tiene ya el mismo valor, pero sí el mismo olor.

Lo mismo ocurre con el trabajo.

El mismo olor dulzón a cosa enmohecida, diluido en el color del aburrimiento, que sigue siendo el gris.

¿Qué es lo que ha cambiado? Indudablemente todo. ¿Pero qué hay que sea distinto? Indudablemente nada.

¿Qué podría haber que fuera distinto? Antes, los contables trabajaban para establecer balances cuidadosamente cuadrados, y eran despiadadamente despedidos si se equivocaban en sus cuentas; ahora, los contables trabajan para establecer balances imaginarios y son despiadadamente despedidos si presentan a la dirección sus cuentas en forma matemáticamente exacta. Antes, los empleados enviaban cartas a millones de desconocidos a quienes no debían nada; ahora, las envían a gentes que no existen en la realidad, a personas imaginarias a quienes tampoco deben nada.

La finalidad es distinta, de acuerdo. Pero nada más. Los gestos siguen siendo los de antes. La monotonía del trabajo no ha sufrido ninguna variación, ni por otra parte las monocordes exigencias de los responsables y las quejas igualmente monocordes de los subordinados.

En el siglo XX, las fábricas construían en cadena, en serie, miles de modelos distintos de objetos heterogéneos. ¿Puede alguien imaginar por ejemplo cuántos miles de tipos de puntillas o de botones podían encontrarse en el comercio? En la actualidad, las fábricas construyen miles de variantes de la gratuidad. Tuercas que nunca se adaptan a los pasos de rosca fabricados por ellas mismas, elásticos tan rígidos como astillas de madera, papel secante para escribir, grifos que derraman tinta en las bañeras, televisores perfeccionados que tan sólo transmiten el sonido, armarios cuyas puertas jamás pueden abrirse. Y tantas otras pequeñas naderías. Jamás la industria ha sido tan floreciente, jamás el comercio ha conocido una apoteosis tal. Y esta es la prueba afirmando que la inutilidad absoluta contiene tanta sana lógica y tantas vitaminas como lo utilitario.

¿Dónde nos detendremos? En ninguna parte, a buen seguro. Desde hace tiempo hemos superado los tristes límites de la justa medida. Pero hemos descubierto sin estupor y sin rencor de ninguna clase que más allá de la justa medida yacen otras convenciones tan tristes como las anteriores. ¿Hay que admitir realmente que nada en el mundo puede ser maravilla, delirio viviente y razón válida de hallarse en vida? De todos modos, ya nada puede sorprender al hombre de hoy, ya nada puede alcanzarle. Recorre el absurdo reconocido y vendido en su estado bruto o sabiamente destilado, del mismo modo que en el pasado recorría las bellas artes, los grandes almacenes o las retrospectivas folklóricas. Ese pasado tan superado. Todo destello de entusiasmo o de admiración ha muerto en el hombre. Al igual que todo odio o todo disgusto. Todo reflejo de defensa o de ataque. Acepta, aprueba, admite. No importa el qué, presentado en no importa qué forma. Todo puede ocurrirle, todo le está bien, se halla siempre disponible. La única empresa abocada al fracaso sería la que intentara arrancar al hombre de la tácita aprobación que se ha apoderado de él.

El hombre del siglo XXI sabe que nada esencial puede ocurrirle. Nada trágico, nada crucial, puesto que cualquier cosa que sea sinónimo de algún tipo de finalidad, de un objetivo definido, ha desaparecido de este mundo. Desaparecidas las guerras que estaban basadas en una explosión de opuestas finalidades. Muertas las pasiones que expresaban la voluntad y la rabia de alcanzar una meta precisa. Extinguidos los conflictos que eran el resultado del entrecruzar de pasiones o la colisión de algún ideal enfrentándose a su mortal enemigo.

La última guerra data del año pasado. Como era de prever, estalló sin la menor causa. Y, privada de causas, no tuvo ninguna consecuencia. No ocasionó ninguna víctima. Por otro lado, se desarrolló sin batallas, sin armas y sin ejércitos. Se trató realmente de una guerra abstracta, desarrollada al margen del tiempo y del espacio, sin odio y sin enemigos definidos. Se produjeron de todos modos algunas movilizaciones generales, pero fueron decretadas principalmente para tener el placer de desmovilizar algunas horas más tarde a millones de hombres siempre felices de dejarse arrastrar por un dédalo de imprecisas órdenes y contraórdenes.

Sí, el hombre se ha convertido realmente en un funcionario. Y funciona bien, sin fallos y sin sacudidas. Está bien aceitado, y su cortesía tiene algo de sorprendente. Nada puede contrariarle ni empujarle a ningún tipo de reacción violenta. Es incapaz de una negativa o de un rechazo. Es la sumisión total. Está hecho a la vida que le ha sido impuesta.

Cuando va al cine, sabe que deberá soportar durante horas un documental único sobre una simple hoja de papel, o ensayos experimentales sobre la línea recta, o a lo sumo imperceptibles variaciones de colores que se diluyen los unos en los otros. Si va al teatro, la mayor parte de las veces es para ver obras que representan a empleados trabajando sin pronunciar una sola palabra, o retrospectivas del trabajo realizado en las aduanas. Cuando se queda en casa, por la noche o los domingos, sabe que deberá recibir a los delegados encargados por firmas anónimas de hacerle una gran cantidad de preguntas anodinas y vanas, o representantes que colocan con éxito muestras de no importa qué sin pedir nunca nada a cambio. Cuando anda por las calles, tropieza con miles de vendedores ambulantes que venden al detalle, por unidades o a peso, nada cortada a rodajas y, si consigue escapar de ellos, es tan sólo para hallarse en los almacenes donde venden las mismas inutilidades al por mayor en nombre de una sociedad.

Ninguna obligación acecha nunca al cliente ni al solicitado. Hace ya mucho tiempo que las leyes y los reglamentos han sido suprimidos. Ya no sirven para nada. El hombre nunca rehúsa nada. Acepta, escucha, tiene tiempo que perder, compra incluso, ya que en general esto no le cuesta nada.

Pero nunca sonríe. Incluso cuando el absurdo supera sus propios límites y sus definiciones clásicas. Nadie ha acogido con ironía esa nueva empresa cuya única finalidad es encender los fósforos para probar si se hallan en perfecto estado de funcionamiento. Por el contrario, los fósforos calcinados se venden a un ritmo impresionante, y nadie se ha quejado nunca.

¿Por qué quejarse? ¿Por qué sorprenderse o inquietarse? Se sabe que todo es vendible: el silencio de los discos tanto como los parásitos extraídos de las ondas, el aire enlatado como la caridad en frasco, el agua luminosa como el gas doméstico presentado en cajas fuertes refrigeradas. Siempre hay un hombre para efectuar un hallazgo, un equipo para ponerlo en práctica, una firma para explotarlo comercialmente y un cliente para interesarse en él. Y al igual que el hombre está dispuesto a comprar no importa el qué, está también dispuesto a hacer no importa el qué en no importa qué condiciones.

Ya nada lo desalienta, se doblega a las exigencias más implacables, y todo instinto de revuelta ha muerto en él desde hace mucho tiempo. Lo cual equivale a decir que las innumerables administraciones oficiales, privadas y ocultas, han hecho de cada individuo una presa fácil buena de devorar, suave y que jamás se agota. El hombre no tan sólo se deja acaparar con una desconcertante sumisión, sino que hace un placer del hecho de ir por delante de este solapado deglutir. El mismo experimenta una pasión morbosa por las instancias y los formularios, los cuestionarios y los interminables pasos que figuran en el programa de un gran número de reglamentos administrativos. ¿Qué decir de esos interminables pasos?

En realidad, cada empleado, incluso si trabaja en una administración oficial, se ocupa del caso de los demás durante el día, y se dedica a arreglar el suyo durante la noche. Interroga a los demás en su oficina, responde a domicilio a las preguntas de los demás. Siempre tiene algo en que ocuparse: con una regularidad electrónica, todos los buzones se ven llenos permanentemente de formularios y de boletines que deben ser cumplimentados y enviados de nuevo con toda urgencia. En la mayor parte de los casos es difícil saber dónde hay que enviar de vuelta esos papeles, ya que no llevan forzosamente la mención de un domicilio. Pero este detalle no preocupa nunca a nadie. Son numerosos los habitantes que renuevan cada día su documento de identidad o que solicitan pasaportes sin tener la menor intención de ir al extranjero. Aún más numerosos son los particulares que llenan declaraciones de cambio de domicilio sin motivo o suscriben las abstracciones propuestas en los catálogos que les envían masivamente las casas de venta por correspondencia. Puesto que la venta por correspondencia, como era de esperar, ha alcanzando una considerable extensión. El servicio postal debe utilizar camiones para entregar las toneladas de folletos que las firmas lanzan a través de las ciudades. Algunos de estos folletos no son más que simples hojas en blanco, o repletas de palabras incomprensibles. Pero venden. Como antes. Con la única diferencia que, ahora, no se sabe exactamente qué es lo que venden.

La venta domiciliaria ha tomado también una gran importancia. Puedo hablar mucho sobre ella, ya que este es precisamente el oficio que ejerzo desde hace algunas semanas. Un oficio que no es menos inútil que cualquier otro, pero que sin embargo, cansa mucho más. Además, su complejidad es extrema. Y ello siguiendo las leyes de un código que puede parecer extraño, pero que en realidad es extremadamente banal.

Así, los representantes de nuestra firma no visitan más que a los particulares, practicando el puerta a puerta. No presentamos más que un modelo único de artículo, un juego de cubos variados, cubos de madera pintada cuya gama de colores está limitada al verde, al amarillo, al rojo y al violeta. Los cubos verdes le reportan al representante una comisión de un diez por ciento, los amarillos un quince por ciento, los rojos un veinte por ciento. Los violetas no pueden ser vendidos y sirven como muestra. Los cubos rojos no pueden ser presentados nunca en las casas que tienen más de cuatro plantas. Los verdes deben ser vendidos en las casas construidas con ladrillo rojo. Las casas que forman esquina están prohibidas a los representantes. Los días pares, tan sólo se pueden presentar los cubos verdes a los particulares de las plantas bajas y los amarillos a los habitantes de las plantas superiores. Las aceras de la mano derecha están prohibidas los días pares, pero autorizadas cuando llueve. Existe un centenar de reglas de este tipo, todas ellas consignadas en un manual que el representante debe consultar constantemente, ya que este reglamento es de una complejidad tal que desanima a cualquiera a aprendérselo de memoria. Dicho esto, el trabajo tiene sus ventajas e incluso su encanto. Los cubos adquiridos son entregados al día siguiente, meticulosamente embalados. Los clientes no desembalan jamás esos paquetes, cuyo contenido conocen demasiado bien. Además, ¿qué harían con esos cubos? Se contentan con pagar los gastos de envío y luego pasan por la oficina postal para reexpedir el paquete a la firma responsable de aquella venta, y la firma se ve en la obligación de rembolsar sin discusión los gastos de envío pagados por la clientela.

Los representantes reciben sus comisiones al finalizar cada día, pero a la mañana siguiente estos porcentajes son fatalmente anulados. Lo que hace que en realidad nunca reciban nada, al igual que el cliente nunca pierde nada, al igual que la firma nunca gana nada. Sin embargo, a eso es a lo que se llama, en nuestros días, comercio.

¿Qué hacer, sino aceptarlo?

Además, todos los empleos son iguales, no hay la menor duda. Antes, yo trabajaba como encuestador en una conocida sociedad, y si bien el reglamento interior era infinitamente más sencillo, el trabajo exigido no cansaba menos. En efecto, debíamos recorrer la ciudad y llevar adelante una eterna encuesta acerca de un tema aparentemente simple, pero en realidad enormemente problemático: hallar, mediante preguntas y hábiles interrupciones, cuál podía ser la finalidad de la firma para la cual trabajábamos. Es inútil decir que nadie respondió nunca a este pregunta.

De nuevo, en este caso: ¿qué hacer, sino aceptar?

La elección ya no tiene razón de ser puesto que las cosas se equilibran entre ellas de una forma ideal, químicamente dosificadas con la misma cantidad de gratuidad.

He tenido muchos empleos, muy distintos los unos de los otros, pero me parece como si hubiera pasado toda mi vida ejerciendo un solo trabajo indefinido y monótono, algo confuso que no exigía más que un único gesto de medusa, como si yo hubiera sido una larva condenada a salivar desde hacía millones de años una enorme necesidad sin contornos y sin formas, enormemente viscosa, llena de agujeros y de lívidos destellos, de preguntas grises y de respuestas imposibles.

¿Qué hacer? Es la vida, como se decía. Sin duda siempre se había dicho lo mismo. Seguía siendo aún la mejor excusa que se podía hallar. ¿Y después, qué? Puesto que el hombre aceptaba vivir para nada, con la única demente y grotesca finalidad de alcanzar un día el umbral de su muerte, ¿por qué no debería aceptar el vivir constantemente, cotidianamente, metódicamente, una serie de pequeñas muertes transformadas en trabajos prácticos con conclusión negativa al final del programa?

¿Era realmente tan distinto el mundo bajo el extinto sol del pasado? ¿Ha cambiado realmente tanto cuando uno piensa detenidamente en ello?

¿Era realmente menos absurdo? ¿Más lógicamente organizado? Se pretende que sí. Pero yo no lo creo.

¿Cómo fue la vida de mi padre, por ejemplo, es decir la de un individuo medio, mediocre incluso, del siglo XX? Durante veinte años, con la obstinación de un castor amaestrado, llevó las cuentas de una opulenta casa de transportes que evidentemente estaba dotada de un lema tan preciso como una ecuación, de un ideal comercial, de una finalidad de acero que había que alcanzar de buen grado o por la fuerza. Pero ni mi padre ni los centenares de empleados que trabajaban para aquella casa tenían la menor oportunidad de percibir cuales eran las características de aquella finalidad. Todos ellos estaban relegados demasiado profundamente bajo las cifras y las facturas, las órdenes y los imperativos, las exigencias y el cansancio del aburrimiento. En resumidas cuentas, era como si no hubiera existido ninguna finalidad.

¿Y qué había ocurrido? Simplemente esto: un día, a fuerza de acumular cifras fabulosas, mi padre terminó por obtener un resultado inferior al cero absoluto. Así fue, por absurdo que pueda parecernos, a nosotros que somos sin embargo estibadores del absurdo. La casa se había declarado en quiebra, como si toda aquella pirámide de beneficios y de cuentas hubiera sido edificada en un terreno sin base ni cimientos. Mi padre fue despedido, como todo el mundo, y tuvo apenas el tiempo justo de preguntarse, antes de morir, cómo iba a poder pagar los gastos de los sepultureros que lo estaban ya aguardando, con las palas en las manos.

La suya fue lo que en el siglo pasado se llamaba una vida intensa, una vida de hombre honesto.

Mi padre, los demás, todos los demás, aquellos que reventaban en las fosas comunes y aquellos que se hacían embalsamar en los mausoleos, ¿habían llegado realmente a comprender por qué habían vivido, trabajado y pensado?

Sí, ¿por qué?

Ahora hemos renunciado a plantearnos esta pregunta.

Sabemos tan sólo que no sabemos nada. Simplemente, aceptamos.

¿Por qué?

¿Pero por qué el hombre no se ha hecho esta pregunta antes de venir al mundo, antes de salir de la larva para interpretar su papel en este planeta?