Chirriantes Goznes del Mundo
RAPHAEL A. Lafferty
Estoy absolutamente convencido que, después de leer este relato, los amantes de la S. F. tradicional me odiarán a muerte, y aquellos que tengan una cierta amistad conmigo me retirarán incluso el saludo. Algunos críticos especializados puede que lleguen hasta a arrancarse los pocos cabellos que les quedan. Pero considero que relatos como Chirriantes Goznes de Mundo son necesarios para que el público español se sacuda el polvo de los siglos, empiece a tirar por la ventana viejas ideas, y vaya dándose cuenta de los rumbos que está siguiendo la nueva ficción especulativa.
Robert Aloisius Lafferty (de quien confío poder ofrecerles dentro de poco tiempo, en esta misma colección, su hasta hoy mejor obra: Arrive at Eastervine), es actualmente uno de los autores de primera fila en los Estados Unidos, lo cuál no es óbice para que en España siga siendo un perfecto desconocido. Chirriantes Goznes del Mundo es una alegoría que, jugando con el absurdo, nos plantea unas cuantas verdades del tamaño de monolitos. Y he tenido el placer de escogerla no sólo por sus cualidades intrínsecas y por el hecho de señalar una corriente muy particular y muy seguida en la actual S. F., sino porque, burla burlando, en su contexto hay algunos aspectos que a nosotros los españoles (o al menos a una parte de los españoles) nos alcanza muy directamente. Aunque estén expresados aparentemente de pasada.
* * *
Aginhard ha dejado escrito que los Goznes del Mundo se hallan el uno en los Alpes Cárnicos, al norte del Isarco y muy cerca del Gran Glockner, el otro en Wangerooge, una de las islas frisonas frente a la desembocadura del Weser y bajo el agua, en la plataforma continental; y precisa que los goznes son de hierro. Es Alemania, ese gran país situado entre los goznes, el que gira, de generación en generación.
El único indicio de este giro, escribe, es un chirrido de los Goznes del Mundo, demasiado breve como para asustar a nadie. Lo que surge entonces de la tierra tiene la misma apariencia: montañas, ríos, ciudades y gentes, que la zona que ha desaparecido. El paisaje y sus habitantes no saben que han basculado, pero sus vecinos sí pueden darse cuenta. Alguien que contemple aquella nueva región después que la tierra ha girado no la encontrará distinta de la antigua; y, sin embargo, será distinta. Aunque los lugares y las gentes posean los mismos nombres y la misma apariencia que aquellos a quienes han reemplazado.
Ochocientos años antes, sin embargo, Strabon escribió que los Goznes del Mundo se hallan en la Alta Armenia, uno sobre la casi isla albanesa del mar Caspio, el otro en el mismo monte Ararat, conocido desde tiempos remotos como el Gozne del Mundo. Strabon escribió que es todo el Cáucaso el que gira, con toda la gente y las cabras que lo habitan, y que los goznes son de bronce.
Pero Elpidius afirma por su parte que los Goznes del Mundo se hallan, uno en el Aneto, cerca de Andorra (anciano Gozne del Mundo)1, y el otro en Hendaya, en la costa de Vizcaya. Pretende que son los Pirineos los que giran, y que este giro se produce siempre a lo largo de toda una generación, y que los vascos que habitan esta región son gentes venidas del interior de la Tierra y se parecen más a los vascos que aquellos a quienes han reemplazado. Según él, los Goznes del Mundo son aquí de cristal de roca.
Los tres autores dan el nombre de Revolución a ese giro de una región sobre sí misma, pero otros autores menos importantes han dado posteriormente este mismo nombre a giros menos literales. Hay algo enormemente consistente en los escritos de esos tres autores, y algunos detalles de sus relatos son casi demasiado extraños para no ser ciertos.
Pero todos ellos mienten. ¿Cómo puede girar sobre sí misma alguna de estas regiones? Y si tanto el paisaje como las gentes tienen la misma apariencia tras este giro, ¿quién puede saber si realmente han girado? Resulta evidente que, si un hombre tiene el mismo nombre y la misma apariencia tras haber basculado, entonces sigue siendo el mismo hombre. En cuanto a ese profundo chirrido de los Goznes del Mundo, que según los tres autores puede oírse en el momento del giro, bueno, uno puede oír en cualquier momento chirridos de este tipo.
La única región del mundo que gira realmente se halla muy lejos de todos estos lugares, al otro extremo de la Tierra. En las Molucas occidentales. Uno de los goznes se halla situado exactamente al norte de Berebere, en la isla Morotai, y el otro en Ganedidalem, en la isla Jilolo o Halmahera. Esos son los verdaderos Goznes del Mundo, están hechos en madera de capoquero y se hallan muy bien aceitados.
Todos los habitantes de esta región vivían apaciblemente entre ellos y con sus vecinos..., la mayor parte del tiempo. Las gentes que vivían bajo tierra no eran para ellos más que personajes de fábula. Había fuego bajo las islas, por supuesto, y volcanes sobre ellas; y se contaba que los hombres que vivían bajo Tierra eran verdaderas antorchas vivientes. Entonces, decían, que se queden allá abajo. ¡Que los goznes no giren!
Pero, un día, un pescador de la isla Obi estaba faenando en alta mar, muy cerca de la región que se pretendía había girado en otros tiempos muy antiguos. No había pescado más que unos pocos peces, y decidió remar hasta Jilolo a fin de robarles a los tímidos habitantes de la isla los peces suficientes para atiborrar su barca.
Fue entonces cuando oyó un fuerte y breve chirrido. Sintió una fuerte sacudida, y por unos instantes su embarcación bailoteó sobre un fuerte oleaje. ¿Pero quién presta atención a este tipo de cosas por los alrededores de esas islas volcánicas? Se preocupó un poco, por supuesto, pero un hombre tiene tantas ocasiones de preocuparse a lo largo de un solo día...
Subió su red, y recibió una nueva impresión. En una ocasión la red se había roto, y le había hecho un nudo para repararla. Había anudado las dos partes, como hacía siempre, con un nudo pendek. Pero ahora la red estaba reparada con un nudo panjang, y él no había sabido hacer un nudo panjang en toda su vida. Observó también que la pesca que había en la red tenía un color algo más oscuro que lo habitual. Ni siquiera se habría dado cuenta de ello si primero no hubiera observado el nudo. Muy asustado, largó su pequeña vela y remó con todas sus fuerzas para dirigir el bote hacia al isla Obi, de donde venía.
La única región en la que el nudo panjang es utilizado habitualmente es la región que se halla debajo del mundo. Esta región había girado en una época muy remota, según contaban los antepasados del pescador, causando la muerte y la destrucción de muchos de ellos, y ahora debían haber reaparecido una vez más. Una parte de la red debía haberse hallado en la zona que había girado, ya que estaba muy cerca de ella. El pescador sabía que los recién llegados tendrían los mismos nombres y la misma apariencia que aquellos a quienes conocía; sabía también que todo eso podía no ser más que una leyenda.
Varias rápidas canoas procedentes de Jilolo le alcanzaron antes que pudiera llegar a su destino. Primero se sintió aterrado, pero cuando se le acercaron para abordarle vio que sus ocupantes eran amigos suyos, los hombres de Jilolo, las gentes más apacibles del mundo. Uno podía atropellar a los jilolos, robar su pesca, robar sus frutos, incluso robar sus barcos, y ellos se contentaban con sonreír tristemente. El pescador lo olvidó todo con respecto a los goznes y al giro cuando los gentiles jilolos le alcanzaron.
—Hola, hombre de Jilolo —dijo el pescador—. Denme vuestra pesca, denme vuestros frutos, o arponearé vuestras canoas y les precipitaré al agua. Denme vuestra pesca. Mi barca está casi vacía.
—Buenos días, amigo —respondieron los hombres de Jilolo. Y subieron a su barca y le cortaron la cabeza. Tenían los mismos nombres y la misma apariencia que aquellos a quienes había conocido, y sin embargo eran distintos.
Los jilolos clavaron la cabeza del pescador a la proa de la primera y más rápida de sus canoas.
—Guíanos hasta la mejor playa de desembarco de la isla Obi —ordenaron a la cabeza.
Y la cabeza les condujo hasta allí, indicándoles en qué momento debían virar un poco hacia el este o hacia el oeste, advirtiéndoles de los remolinos y de los escollos y de los arrecifes, y diciéndoles cómo llegar directamente a la playa. Antes, los tímidos jilolos habían utilizado siempre una playa de desembarco mucho peor cada vez que acudían a la isla Obi.
—Grítales hola —le dijeron los jilolos a la cabeza cuando se acercaron a tierra—. Reconocerán tu voz en la orilla. Diles que traigan todos sus arpones y sus lanzas, y el fusil del holandés, y que lo depositen todo sobre la playa. Diles que somos sus amigos que hemos venido a jugar con ellos.
Y la cabeza gritó lo que ellos querían que gritase.
Los hombres de Obi acudieron a depositar sus lanzas, sus arpones y el fusil del holandés sobre la playa, mientras se preguntaban entre risas qué nuevo juego podía ser aquél. Desde hacía muchos años las armas tan sólo se utilizaban para jugar.
Los hombres de Jilolo desembarcaron en la playa. Tomaron las lanzas y el fusil del holandés. Uno de ellos comprendió rápidamente el funcionamiento del fusil. Disparó tres veces y mató a tres hombres de Obi. Otros jilolos mataron a otros obis con las lanzas y las mazas que habían traído.
—Este es el juego al que queremos jugar con ustedes —dijeron los jilolos. Luego tomaron una veintena de mujeres y chicas de Obi y se las llevaron con ellos. Dieron instrucciones al jefe de la tribu acerca del tributo que los obis deberían entregarles todas las semanas. Mataron a dos hombres más para asegurarse que su mensaje había sido comprendido. Luego se fueron de nuevo en sus canoas.
Y no dejaron tras ellos más que confusión.
Sin embargo, uno de los obis, pese a la matanza y al desorden, había conseguido desclavar la cabeza del pescador de la proa de la gran canoa. Algunos aterrados obis llevaron la cabeza a la amplia choza y le preguntaron qué significaba todo aquello.
—La región ha girado sobre sus goznes —explicó la cabeza del pescador—, tal como giraba y volvía a girar a veces en los lejanos días de nuestros antepasados. Yo estaba pescando en mi barca. De repente oí el chirrido, fuerte y breve, y sentí la agitación de la onda de choque en el agua. ¿Pero quién presta atención a esas cosas en los alrededores de tantas islas volcánicas? Luego subí mi red con la pesca. La red se me había roto en una ocasión, y la había reparado con un nudo pendek. Y me di cuenta que ahora estaba anudada con un nudo panjang, y en toda mi vida he sabido hacer un nudo panjang, pero las gentes que viven bajo la tierra lo utilizan habitualmente. Me di cuenta también que la pesca que había quedado atrapada en mi red era de un color algo más oscuro que de costumbre. Esto quería decir que me hallaba al borde de aquella región, y que había girado. ¡Oh, mi familia y mi pueblo, la miseria y la muerte han caído sobre nosotros! Los jilolos tendrán los mismos nombres y la misma apariencia de aquellos a quienes han reemplazado, pero podemos ver ya que no son los mismos. Nunca más podremos atropellar a los jilolos, ni llevarnos su pesca, sus frutos y sus canoas. Nunca más podremos echarlos al agua y reírnos de ellos. Se han llevado consigo los cuerpos de algunos de nuestros hombres; se han llevado algunas de nuestras hijas y de nuestras mujeres; y esta noche se divertirán con todo ello. Bromeábamos con las historias que hablaban de la época en que nos devorábamos mutuamente. Ha vuelto. Esta parte del mundo ha girado sobre sus goznes. Moriremos en nuestro infortunio.
La cabeza del pescador sufría atrozmente. Uno de los hombres le dio un palo para que pudiera morderlo. Y, poco después, murió.
Luego vino uno de los períodos más horribles de toda la historia de aquellas aguas. Los nuevos jilolos eran auténticos demonios, como los antiguos esclavistas. Se parecían a aquellas aves rapaces que se ciernen sobre su presa para desgarrar y devorar su carne. Eran como sangrientos dragones. Un día vinieron y se llevaron a un hombre de Obi lejos de su hermano. A la mañana siguiente volvieron y le dijeron:
—Tu hermano quiere hablarte.
Habían tensado la piel del hombre sobre la de un tambor. La golpearon y golpearon hasta que resonó como la voz del hermano gritando. Eso era lo que querían decir al afirmar que su hermano quería hablarle.
Los jilolos roían las costillas humanas asadas, pavoneándose burlonamente. Quemaron las chozas y las amplias cabañas de los obis. Igual hicieron con los habitantes de Batjan y de Misool, de Mangole y de Sanana. Todos los jefes de esas tribus buscaron refugio tras las colinas.
Los jilolos declararon que matarían a nueve hombres por cada jefe que se ocultara. La mayor parte de los jefes, al saber aquello, salieron de sus escondites y se dejaron matar para salvar la vida de sus compatriotas. Muy pronto no quedó más que un número muy pequeño de jefes.
Los jilolos arrancaban los ojos, las lenguas y los testículos de los indígenas, y los dejaban ciegos, mutilados y moribundos. A algunos de ellos los asaban vivos. De este modo saben mejor, decían.
—¿Cómo podía ser que antes comiéramos tan sólo pescado, frutos y cerdo? —se preguntaban los jilolos—. ¿Cómo pudimos ignorar durante tanto tiempo un plato tan delicioso?
Los jilolos incendiaron los cocoteros, los cultivos de especias y los bosques de capoqueros de las cinco islas. Las enormes llamas se elevaban de las islas día y noche, brillando aún más que los fuegos de los volcanes de la propia Jilolo. Cualquiera que intentara apagar aquellos incendios ardería con ellos, amenazaron.
Ataban sacos a las cabezas de los hombres antes de matarlos, para atrapar así sus almas y matarlas también. Eran despiadados. Violaban y asesinaban a los niños. Despellejaban vivos a algunos antes de matarlos. Mataban a tanta gente que ya sólo tomaban sus ojos y sus corazones para alimentarse. Las aves carroñeras volaban sobre el constante espectáculo gritando, y los tiburones se daban festines en las aguas donde nunca, desde hacía mucho tiempo, había corrido tanta sangre.
Y esto prosiguió durante un año y un día. Islas enteras gemían y sangraban ante tanta crueldad, y el océano estaba rojo de sangre.
Un viejo holandés vivía aún en la isla Obi. Tras el fin de la hegemonía holandesa había regresado a su casa, en Holanda. Echaba a faltar los frecuentados mares y la animación de los puertos comerciales y la ordenada y fértil tierra de Holanda, con toda su pulcra limpieza. Había sentido la nostalgia de su país durante tantos años, y al fin había regresado.
Pero muy pronto se dio cuenta que los mares de su país eran surcados por navíos a motor que ensuciaban la atmósfera (había olvidado esto); vio que la tierra estaba superpoblada de gentiles y atareados holandeses (había olvidado igualmente esto), y que las carreteras y las calles estaban invadidas de bicicletas y coches. Se dio cuenta que aquél era un país frío, exigente y ventoso, y que sus nítidos y brillantes colores eran apenas una pálida sombra de los nítidos y brillantes colores de las islas. Descubrió que se le exigía un cierto porte y una apariencia de respetabilidad, a él que hacía tanto tiempo que había olvidado lo que era la educación social. La nostalgia se apoderó nuevamente de él, y partió otra vez hacia las islas, concretamente hacia la isla Obi. Se dio cuenta que su prestigio de holandés no era reconocido por los propios holandeses, pero sí aún por los obis.
Pero los jilolos exigieron a los obis que les entregaran a su holandés, o de lo contrario matarían a un centenar de obis. Querían divertirse un poco con el holandés, para matarle después de una forma original. Querían saber si la carne de holandés era realmente de primera calidad. Y los obis acudieron tristemente a verle para cumplir con lo que se les ordenaba.
—Tendremos que entregarte a los jilolos —le dijeron al holandés, cuando llegaron a su casa de las colinas—. Te apreciamos mucho, pero no tanto como a un centenar de los nuestros. Ven con nosotros. No existe otra solución.
—Este holandés —dijo el holandés— a punto de ser entregado está meditando en una solución. Algo que ha sido hecho puede ser deshecho. ¿Podemos encontrar aún aquí doce jefes vivos, y otros doce en la península que se sitúa al norte de Berebere?
—Esto es lo único que queda de nosotros —respondieron los hombres, señalándose a sí mismos—. Nosotros somos los jefes. Creemos que deben quedar otros tantos al norte de Berebere.
—Entonces prevengan a los vuestros, y prevengan también a los de Berebere —dijo el holandés—. Cada grupo partirá en doce botes de pesca que estén provistos de cabrias para subir los aparejos. Es probable que se necesite la fuerza de todas esas cabrias reunidas para hacer girar los goznes, y quizá ni siquiera eso baste. Y es preciso que los dos grupos tiren exactamente en el mismo instante.
—¿Cómo sabremos que es el mismo instante, con la distancia que habrá entre los dos grupos? —dijeron los hombres.
—No lo sé —respondió el holandés.
Pero uno de los hombres conocía dos grandes pájaros del género llamado radjawall, que eran mucho más grandes que los demás de su especie, y que poseían algunas particularidades. Cazaban tanto por sobre el mar como por sobre la tierra (en realidad se trataba de águilas de mar), hablaban mejor que los loros, y eran más inteligentes que el derek-derek, la grulla. El hombre salió de la casa del holandés y silbó muy fuerte. Los dos enormes pájaros aparecieron como dos puntos en el cielo, se acercaron muy rápidamente y batiendo las alas se posaron a su lado.
—Oh, sí, he oído hablar de ustedes dos —dijo el holandés a los dos pájaros—. Si uno de ustedes volara sobre Ganedidalem y el otro Berebere, ¿podrían verse mutuamente, pese a la distancia?
—Sí —respondió uno de los pájaros—; si volamos lo suficientemente alto, podríamos vernos.
—¿Y estarían demasiado altos para ver nuestras señales desde la superficie del agua?
—No, también podríamos verlas —dijo el segundo pájaro—. ¿Qué es lo que quieren que hagamos?
El holandés les explicó cuidadosamente su plan.
—Uno de ustedes volará ahora hasta Berebere —dijo al final—, y avisará a los hombres que se encuentran allá. Tendrá que explicárselo bien. Deberá decirles que partimos inmediatamente, y que nos hallaremos sobre el lugar mañana al amanecer. Que estén listos también en aquel momento. Y deberá advertirles también que deben tener cuidado con los goznes, que deben mantenerse en la parte exterior si no quieren bascular con todo lo demás. Por la mañana, ustedes dos, los pájaros, darán la señal para avisarnos y poder actuar al mismo tiempo.
Uno de los pájaros partió hacia Berebere. Los doce jefes tomando cada uno de ellos consigo a tres hombres escogidos de su clan, embarcaron en doce botes de pesca. Se dejaron llevar por el viento de la tarde y, remando toda la noche para ir más aprisa, llegaron al amanecer a Ganedidalem.
Hallaron el gran gozne en un brazo de mar, exactamente en el lugar donde la leyenda decía que había estado siempre. Prepararon las doce cabrias de los doce botes de pesca y el holandés las ató al eje de madera de capoquero del Gozne del Mundo. La misma operación se estaba efectuando en aquellos momentos, sin ningún problema, en Berebere. Los hombres de Berebere son más hábiles y más mañosos con la mecánica que los de Obi.
Cuatro hombres se situaron en cada cabria, y el holandés le dio al pájaro que giraba en círculos en el cielo la señal informando que estaban preparados. Luego aguardaron.
Un instante después, el pájaro agitó sus grandes alas y descendió en picado para anunciarles que todo estaba a punto. A leguas de allá, hacia el norte, a la altura de Berebere, el segundo pájaro hizo lo mismo.
—¡Adelante! —gritó el holandés—. ¡Empujen todos! ¡Son nuestras vidas las que están en juego, es ahora o nunca!
Y todos empujaron maniobrando las cabrias, girando las manivelas mientras las cuerdas se tensaban y gemían.
Y luego se produjo el chirrido de los Goznes del Mundo, más horrible que todo lo que pudiera imaginarse. La Tierra tembló, y la isla humeó y aulló. Era monstruoso, era una profanación. Desde siempre los goznes habían girado tan sólo cuando algunas fuerzas naturales habían alcanzado su término bajo la tierra.
¡Y el chirrido se hizo aún más atroz! Las cuerdas lloraron como niños bajo el esfuerzo que se les exigía, las manivelas gimieron con un crujido de madera a punto de estallar. Los Goznes chirriaron una última y terrible vez. Y luego se produjo la sacudida. Y la onda de choque.
La operación había terminado, o bien todo había terminado para ellos, para siempre.
—Regresemos a la isla Obi y esperemos —dijo el holandés—. Creo que la región ha girado cuando los goznes chirriaron tan fuerte la última vez. Si los ataques cesan, sabremos que hemos ganado. Si no cesan, todos nosotros seremos muertos.
—Entonces vayamos directamente a la isla Jilolo, sin esperar más —dijeron los hombres de Obi—. O hallaremos una muerte horrible, o podremos divertirnos como nunca.
Los obis y el holandés remaron y bogaron durante todo el día hacia Jilolo y llegaron al anochecer. Allí encontraron a los jilolos. Los atropellaron, robaron su pesca, sus frutos y sus canoas, los echaron al agua y se mofaron de ellos. Era un tipo de diversión que hacía mucho que no habían tenido.
Aquellos jilolos tenían los mismos nombres y la misma apariencia que los horribles asesinos de los últimos tiempos, pero eran distintos. Uno podía atropellarlos y aprovecharse de ellos; uno no tenía por qué temerles. Ya que también eran los mismos hombres que tenían idénticos nombres e idéntica apariencia que los de antes del tiempo de los asesinos, y se contentaban con sonreír tristemente cuando se veían robados y atropellados.
Los obis llamaron a las jóvenes y a las mujeres que les habían sido robadas, y las llevaron a sus botes para conducirlas de vuelta a sus casas. Y la paz se restableció en aquella zona del mundo, y todo volvió a ser como antes.
Bueno, no exactamente todo.
Aquellas jóvenes y aquellas mujeres, robadas a los obis y ahora de vuelta a sus casas, se hallaban en Jilolo cuando la isla había basculado. Ahora eran todo lo contrario de lo que antes habían sido. Con el giro, se habían convertido en sus dobles de bajo tierra, las mujeres más malvadas y más difíciles que uno pueda hallar, aunque tuvieran los mismos nombres y la misma apariencia que las jóvenes y las mujeres de antes. Convirtieron toda la isla Obi en un verdadero infierno con su regreso, y aquello duró toda su vida.
Así fue como una turbulenta paz volvió a Obi. Sin embargo, incluso así, muchos dijeron que era mejor eso que ser masacrados por los jilolos. Otros pretendieron que venía a ser más o menos lo mismo.
Éste, en las Molucas occidentales, es el único lugar donde los Goznes del Mundo giraron realmente, y donde toda una región puede sufrir esta revolución. En cuanto a los otros lugares donde pretendidamente se hallan los Goznes del Mundo, es casi seguro que se trata de fábulas.
Un hombre que regresó no hace mucho de la Alta Armenia afirmó que examinó allí los goznes, y que son realmente de bronce..., enverdecido por el tiempo. Aparentemente, no han girado desde la decrecida del Diluvio. Y de todos modos, incluso si toda la Armenia basculara, ¿quién se daría cuenta de ello? Uno puede darle la vuelta a un armenio, y apenas notará la diferencia. Esa gente es tan parecida a sí misma en ambos sentidos.
En lo que respecta a Alemania, los goznes de los Alpes Cárnicos sobre el Wangerooge son de hierro, y están completamente oxidados. Nadie puede decir cuándo giraron por última vez, pero si giraran ahora, dado su estado, harían un terrible ruido que se oiría en todo el mundo. Además, si este país hubiera basculado recientemente, en nuestros tiempos modernos, lo hubiéramos notado de una u otra forma; hubieran ocurrido cosas tan horribles como la revolución de los jilolos. Las gentes y los lugares, aún manteniendo los mismos nombres y la misma apariencia, hubieran cambiado de un modo muy notable, se hubieran vuelto violentos y malvados. ¿Pero hay el menor indicio que esto se haya producido en nuestra época, o en la época de nuestros padres?
Y finalmente en los Pirineos; ¿se ha hallado el menor indicio que permita decir que han girado, recientemente o nunca? El cristal de roca no se oxida, pero la no utilización le proporciona una cierta pátina. Sin embargo, hay quien dice que el monte Canigó, y creo que por ello hay que entender todos los Pirineos, y todas las gentes que en ellos viven, ha permanecido inmutable de por siempre, pero que es recreado todas las mañanas. Los goznes que se hallan en el Aneto y en Hendaya no han girado pues nunca en absoluto..., a menos que giren todas las noches.