IV

ALAN llevaba al cuello la Seda, mientras la muchedumbre armada de los Humanos Salvajes se acercaba a Falklyn. Roand, uno de los viejos que se habían quedado en Haafin, se la había entregado.

—Cuando tomen Falklyn, muchacho, lleva la Seda contigo al interior de la Torre de la Estrella y canta la Canción —fueron sus palabras de despedida—. Puede que pese a todo haya algo de cierto en las viejas tradiciones.

Tras muchas discusiones entre los Humanos Salvajes que habían pensado en ello durante tantos años, surgió un plan militar que tenía toda la simplicidad de una raza no militar. Sencillamente, marcharían sobre la ciudad, matando a todos los hussires que encontraran, y penetrarían en ella, matando a todos los que se les enfrentaran. Su propia fuerza aumentaría gradualmente a medida que liberaran a los humanos esclavizados de la ciudad. Nadie pudo encontrar nada equivocado en el plan.

Falklyn estaba edificada como una rueda: alrededor del parque donde se hallaba la Torre de la Estrella, las calles formaban círculos concéntricos. Otras calles, como radios, iban desde el parque hasta los límites de la ciudad.

Sin ningún tipo de formación, los humanos penetraron por una de esas calles radiales. Algunas almas osadas se separaron del grueso de las fuerzas para aventurarse en cada intersección. Era la hora de la cena en Falklyn, y había pocos hussires en la calle. Los humanos se sintieron felices cuando los pocos que consiguieron escapar de las flechas huyeron silbando despavoridos.

Habían recorrido una tercera parte de la distancia que les separaba del centro cuando empezaron a tañer las campanas, primero las más cercanas, luego todas las de la ciudad. Aparecieron hussires en los balcones y en las puertas, y empezaron a volar flechas contra los humanos. La revuelta tropa inició una desbandada cuando sus soldados empezaron a buscar refugio. Su avance se hizo más lento, y empezaron las luchas cuerpo a cuerpo.

Alan se encontró, con Mara, agazapado tras una puerta. Ante ellos los Humanos Salvajes corrían de casa en casa, prosiguiendo su avance. Algún que otro hussir intentaba cruzar la calle, lográndolo a veces y otras cayendo bajo las flechas humanas.

—No creo que la cosa funcione —dijo Alan—. Nadie pensó que los hussires estuvieran preparados para repeler un ataque. Estas campanas deben ser un sistema de alarma.

—Pero seguimos avanzando —dijo Mara confiadamente.

Alan agitó la cabeza.

—Esto puede significar, sencillamente, que vamos a tener más problemas para salir de la ciudad. Los hussires nos llevan una ventaja de veinte a uno, y están matando a más de los nuestros que nosotros de los suyos.

Una puerta se abrió junto a ellos, y un hussir saltó afuera antes de verlos. Alan lo mató con un golpe de su lanza y corrió hacia otra puerta, seguido por Mara. Los gritos de los humanos y los silbidos y gritos de los hussires se oían por todas partes.

Peleando, los humanos habían llegado quizá a la mitad del camino que conducía hasta la Torre de la Estrella cuando frente a ellos se escuchó un ruido de gritos y cantos. En la semioscuridad, parecía como si todo un río blanco se precipitara hacia ellos, llenando la calle de pared a pared.

Un Humano Salvaje, al otro lado de la calle donde se encontraban Alan y Mara, dio un grito de triunfo:

—¡Son humanos! ¡Los esclavos llegan a ayudarnos!

Un gran grito escapó de las gargantas de los luchadores Humanos Salvajes. Pero cuando se apagó pudieron comprender lo que decían los cantos y los gritos que avanzaban junto a aquella desnuda mole humana:

—¡Maten a los Humanos Salvajes! ¡Maten a los Humanos Salvajes! ¡Maten a los Humanos Salvajes!

Recordando su propio miedo, en su infancia, a los Humanos Salvajes, Alan comprendió lo que estaba ocurriendo. Con una confianza plenamente justificada, los hussires habían vuelto a los propios humanos contra ellos.

Los invasores se miraron alarmados, guareciéndose bajo los balcones. Las flechas de los hussires silbaban cerca de ellos desde todas direcciones.

Dudaron. No podían matar a sus hermanos esclavos, y no podían romper aquella avalancha humana que se les venía encima. Primero solos o de dos en dos, luego en grupos, trataron de retroceder y salir de la ciudad.

Pero el camino estaba bloqueado. Por la calle, en la dirección por la que habían venido, avanzaban ordenadas filas de hussires armados.

Algunos de los Humanos Salvajes, entre ellos Alan y Mara, corrieron hacia las calles transversales. Pero también por ellas llegaban hussires guerreros.

Los Humanos Salvajes estaban atrapados en el centro de Falklyn.

Presas del terror, los hombres y las mujeres de Haafin convergieron y se arremolinaron en el centro de la calle. Las flechas hussires que caían de las ventanas cercanas los iban atravesando uno a uno. Los hussires que avanzaban por un lado de la calle estaban casi a tiro de flecha, y por el otro lado los desarmados esclavos humanos estaban aún más cerca.

—¡Las ropas! —gritó Alan, con una súbita inspiración—. ¡Tiren las ropas y las armas y únanse a los esclavos! ¡Traten de regresar a la montaña!

Casi con un solo movimiento, se deshizo de la abierta chaqueta y de los amplios calzones y tiró el arco, las flechas y la lanza. Tan sólo la Seda quedó enrollada a su garganta.

Mara lo contempló unos instantes con la boca abierta, y él intentó arrancarle impacientemente la chaqueta. Súbitamente, Mara comprendió la idea y se desnudó en un santiamén; los otros Humanos Salvajes comenzaron a hacer lo mismo.

Las flechas de los escuadrones hussires empezaban a llover sobre ellos. Alan tomó a Mara de la mano y se lanzó directamente hacia la avalancha de esclavos humanos.

Otros Humanos Salvajes se le adelantaron y se arrojaron contra la muralla de hombres; iracundas manos los intentaron agarrar mientras trataban de perderse entre los esclavos, y Alan y Mara se vieron envueltos en un súbito remolino de gritos y confusión.

Había cuerpos sudorosos y desnudos rodeándolos por todas partes, fueron empujados de un lado para otro como las olas en una rompiente. Desesperadamente, se agarraron de la mano, luchando por mantenerse juntos.

Estaban arrinconados a un lado de la calle, contra la pared. La marea humana los arrastró contra las ásperas piedras y los arrojó a la entrada de una casa. La puerta cedió ante la tremenda presión y se vino abajo. Afortunadamente, tan sólo ellos perdieron el equilibrio y cayeron sobre la alfombra del piso.

Un hussir apareció por la puerta interior, con una puntiaguda lanza en la mano.

—¡Piedad, grandeza! —exclamó Alan en lenguaje hussir, arrastrándose.

El hussir bajó la lanza.

—¿Quién es tu amo, humano? —preguntó.

Un lejano recuerdo acudió a la mente de Alan:

—Mi amo vive en el Noroeste, grandeza.

La lanza se elevó de nuevo.

—Esto es el Noroeste, humano —dijo en forma amenazadora.

—Lo sé, grandeza —lloriqueó Alan, rogando que no se presentaran más coincidencias—. Pertenezco al mercader Senk.

La lanza descendió de nuevo hacia el suelo.

—Estaba seguro que eras un humano de la ciudad —dijo el hussir, contemplando la Seda enrollada en el cuello de Alan—. Conozco bien a Senk. ¿Y tú, mujer? ¿Quién es tu amo?

Alan no esperó a averiguar si Mara hablaba hussir.

—También pertenece a mi señor Senk, grandeza. —Otro recuerdo acudió a su mente, y añadió—: Es la época del acoplamiento, grandeza.

El hussir lanzó el peculiar silbido que era la risa de su raza. Les hizo la seña para que se levantaran.

—Salgan por la puerta de atrás y regresen a casa —dijo benévolamente—. Han tenido suerte de no verse separados entre todo ese rebaño.

Agradecidos, Alan y Mara se deslizaron por la puerta indicada y, a través de un oscuro pasillo, llegaron hasta una calle. Alan condujo a la muchacha hacia la izquierda.

—Tenemos que encontrar otra calle para salir de Falklyn —dijo—. Esta pertenece a las circulares.

—Espero que la mayor parte de los demás puedan escapar —dijo ella fervorosamente—. En Haafin no quedan más que niños y ancianos.

—Tendremos que andar con cuidado. Puede haber guardias en los límites de la ciudad. Hemos conseguido escapar de ese hussir, pero sería mejor que te adelantaras un poco hasta que lleguemos a las afueras. Es menos sospechoso que si nos ven juntos.

En una esquina, giraron hacia la derecha. Mara iba delante, a unos diez metros de distancia, y Alan la seguía. Vio su delgada y blanca figura avanzando bajo las luces de gas de Falklyn, y de pronto se echó a reír silenciosamente. A su memoria acudió el recuerdo de la rubia del castillo de Wiln, y pensó que no le había hecho falta.

Las calles estaban casi desiertas. Una o dos veces se cruzaron con humanos que pasaban trotando, y varias veces pasaron junto a hussires. Durante un rato Alan oyó gritos y silbidos no lejos de allí, pero no tardaron en apagarse.

No habrían caminado mucho tiempo, cuando Mara se detuvo. Alan se acercó a ella.

—Debemos estar llegando a las afueras —dijo, señalando el espacio abierto frente a ellos.

Caminaron rápidamente.

Pero se habían equivocado. La esquina de la siguiente calle se doblaba demasiado, y había luces más allá.

—Nos equivocamos cuando salimos del callejón —maldijo Alan en voz baja—. ¡Mira allá enfrente!

Ante ellos, recortada contra el fondo de estrellas, se distinguía vagamente la oscura mole de la Torre de las Estrellas.