CAPÍTULO 52
El viernes pudo apoyar el pie sin mayores contratiempos, pero evitó salir al jardín. Lectura, piano, melifluas atenciones del maestro. El sábado, aunque con una venda todavía ciñendo su tobillo, se siente recuperada y, lo que es más importante, reforzada en su arrojo por esclarecer todo.
A media mañana se ha embutido en uno de los pantalones que le confeccionó la modista y, como una niña con coleta, ha merodeado por el jardín.
Toparse con Mauro ha sido una paciente tarea. Al interesarse por él los mozos le han transmitido que llevaba unos días delicado de salud y le habían visto poco el pelo; no obstante, ella, sin flaquear, se ha arrellanado bajo una rosaleda hasta que ha distinguido su cojera a lo lejos.
—No debería estar aquí —ha advertido el chófer.
—Yo estoy bien, ¿y usted?
—Como siempre.
—¿Qué ha hecho con él?
—No sé de qué me habla.
—Claro que sí. Me aburre estar como el gato y el ratón con usted. No pienso desistir, así que no le arriendo las ganancias.
—Déjeme en paz.
—¿Quiere saber de qué hablábamos Albín y yo antes de que llegara el «leñador»?
—¡Cállese! Baje la voz. Tiene demasiada lengua en esa boca.
—De cuánto le gustaba Cécile a mis tíos. A todos —recalca. Alma persigue las pisadas de Mauro—. Sé que los tres se enamoraron de ella. Menudo secreto a voces.
Súbitamente él se ha quedado paralizado y empieza a resoplar.
—Fue la ruina de esta casa. Los enajenó a todos.
—Y a todas —subraya Alma—. En especial a ella, a su señora Eunice.
—¡Qué sabrá usted! Quite de en medio.
—Más de lo que cree. Ella desencadenó el incendio, no me puede engañar. ¿Le mandó a usted? ¿Tuvo también que limpiar su basura? ¿Fue con una lata de queroseno y una caja de fósforos?
—¿Quién le ha mandado meter las narices donde nadie la llama? ¿Eh? ¿Quién? Con lo tranquilos que estábamos antes de que llegara.
—¡La verdad! Usted tiene muchos años para decir mentiras y yo para creérmelas. Solo busco conocer la verdad. Por ejemplo, que Eunice mató a su marido en un ataque de celos. —Alma eleva el tono.
—¡Eso es mentira! ¡Un vil embuste! ¿Usted quiere la verdad? —El conductor escupe gotas amarillentas como la saliva fosilizada en las comisuras de su boca—. Pues tenga verdad y cómasela como pueda: no fue la señora Eunice la culpable, sino… ¡la señorita Lucía! Ella era quien se moría de celos.
Su voz anuncia el estrépito de una catástrofe. Ese runrún sordo que antecede al momento en que la tierra se resquebraja y caen edificios enteros por el agujero de una boca infernal, nacida donde segundos atrás había flores y niños en toboganes; y casas con macetones en las ventanas.
—Miente. —Es lo único que puede hacer quien ve hundirse el pavimento bajo sus pies.
—La verdad nunca gusta. Sí, la señorita Lucía se ponía enferma solo de pensar que su marido también se estuviera acostando con ella. No sería raro, quien se acercaba a esa mujer terminaba en su cama. En la familia pensaban que se la habían quitado de encima la última vez que se marchó a Cuba, pero cuando regresó la víspera de la boda de la señorita, barruntaron lo peor. Parece que estoy viendo la cara de vinagre de la novia; ella sabía que su hermano no era feliz y no la quería cerca de él, pero allí estaba, en el primer banco, junto a su hijo. Los hombres comadreaban lo guapa que había vuelto y las mujeres se santiguaban perjurando que la había poseído el demonio, pues nadie con cuarenta años podía conservarse así. Las miasmas nos asolaron en esa fecha; las que arrumbaron La Constante y las que enfermaron a buena parte de los invitados, entre ellos don Ventura. El pobre empezó a los pocos días con una fiebre que no bajaba por más remedios que tomase. Doña Eunice nos contaba que a su cuñado le dolían tanto la cuenca de los ojos, los oídos y los riñones que se los hubiera arrancado de cuajo. Después apareció esa tos. «Es la gripe», soltó el médico cuando ya le habían salido aquellas ronchas oscuras en la cara y en el pecho y… el blanco de sus ojos estaba lleno de sangre. «Es la cubana, que ha traído el mal de ojo», rumorearon los demás, y la noticia se corrió a cualquier rincón, de modo que apenas murió su marido se convirtió en una apestada. Nadie quería verla, ni siquiera cruzársela por la calle. Y eso que la buena de doña Eunice no hacía más que desvivirse por ella. Mientras… la zorra se beneficiaba a su marido. «No la dejemos sola», le pinchaba a don Benigno para que la visitara de vez en cuando, y tanto acompañamiento… Los hombres somos idiotas, nos pierde un coño antes que el mejor puñado de pesetas. Y don Carlos, erre que erre. También se ocupaba porque «qué iba a ser de ella si no». ¡Sí! No ponga esa cara como de que no va con usted la cosa —la increpa mientras lanza un par de escupitajos al suelo.
—No le creo, Mauro. No niego que sea cierto algo de lo que cuenta, pero…
—Yo les escuché con estos oídos discutir, muchas veces. Desde que la señorita Lucía se casó y el señor se iba a trabajar a la ciudad, a esos laboratorios, ella se comía las uñas, y cada vez que llegaba tarde, montaba un guirigay. «¿No vendrás de verla? Ni se te ocurra o me tiraré por las escaleras del disgusto». La pobre niña no había hecho más que padecer con su padre, y cuando empieza a levantar cabeza y se casa, se muere su hermano y aquella bruja empieza a dar por culo. Ella encizañaba a doña Eunice, sí, para que las dos tuvieran más fuerza juntas, pero la señora tragaba con lo que su marido dispusiera, y él… se apenaba de la viuda. Doña Lucía fue la culpable del incendio. ¿A que la verdad escuece?
—Mi madre no pudo hacer eso, además vivíamos en Madrid en esas fechas. Usted miente —repite una y otra vez.
—Sé lo que sucedió: yo estaba allí.
La desolación les envuelve. Extrañamente callados, se tantean uno a otro retándose por ver quién arranca a hablar.
—Nochebuena y el menú preparado, sí, pero a las seis de la tarde no había un hombre en esta casa. Adivine dónde sospechaban ellas que los encontrarían. Doña Eunice se encerró a llorar, pero doña Lucía me agarró por las solapas y me advirtió que no tendría una Navidad en paz en mi vida si no la llevaba allí. Y fuimos a Providencia. La noté fuera de sí. Se mordía las uñas, golpeaba la ventanilla… Al llegar, los portones estaban abiertos y conduje el coche hasta el pórtico. No sé qué esperaba ella, porque aunque los dos se la beneficiaran, digo yo que no lo harían a la vez. Allí solo reconocí el coche de don Benigno. Yo no dije nada, pregunté si quería que la acompañara y ella me replicó que para lo que venía se bastaba sola. Ni me acuerdo del tiempo que esperé, pero nada más vi humo salir por las ventanas entré como un poseso. Aquella casa resultaba un laberinto, un pandemonio de salones y más salones a cada cual con más muebles y más negros limpiándolos. No supe por dónde empezar a buscar a la señorita. Grité su nombre y nada. En la planta de abajo había humo, pero en cuanto empecé a subir era irrespirable. Entonces la encontré sentada, ida, en los escalones de enfrente porque la escalera tenía doble tiro. Hice de tripas corazón y me metí en el infierno; me pegué a la barandilla, sin dejar de toser, y siguiéndola con la mano di con la bajada. La señorita era un ovillo sin voluntad; tiré de ella pero no respondía, así que me la eché al hombro igual que un zurrón. Con ella a cuestas no sabía dónde pisaba: terminé en el suelo y una viga destrozándome la pierna. Así me quedé cojo. Al final, las Nochebuenas de mi vida se amargaron sin remisión. Cuando logramos salir llegaba un coche; se trataba de don Carlos asegurando que las llamas se distinguían desde la carretera. La cara de la señorita se puso más blanca todavía y don Carlos empezó a interrogarla que quién había dentro.
A medida que prospera su confesión, Mauro ha ido declinando su rabia en aras de cierta aquiescencia con el destino; ella, por el contrario, está a punto de reventar. Solo hay dos formas de encajar lo que ha oído: o lo digiere o lo fermenta. Y Alma lo ha fermentado.
—¡No pienso oír nada más! Lo que cuenta es imposible, mi madre no se encontraba esa noche aquí. Estoy segura —grita, encaminándose hacia la vivienda—. ¡Tía Eunice! ¡Tía Euniiiiiice!
—La señora se halla en su cuarto, ¿sucede algo? —inquiere Santa mientras la observa anonadada tras quebrar el silencio de un portazo.
—Nada que a usted le importe.
Alma devora los escalones momentos antes de aporrear ante su alcoba.
—¡Ábrame, tenemos que hablar usted y yo!
—Luego, querida —pronuncia una aniñada voz desde el interior—. Ahora me duele la cabeza.
—Si no la abre, tiro la puerta abajo. —Alma agarra una lámpara y empieza a golpear la madera con el pie de bronce—. ¿Quién estuvo esa Nochebuena en Providencia? Mis padres vivían en Madrid porque yo había nacido una semana antes. ¡Fue usted, a que sí! ¡Eunice, tengo derecho a saberlo!
—¿¿Qué demonios hace??
Refugio llega a la carrera; no necesita aclaraciones, la sola imagen de Alma fuera de sus cabales lo explica todo. Echa mano a la lámpara y, después de un tira y afloja, logra arrebatársela.
—Se lo advertí, la mierda apesta —sentencia—. ¡Y salpica!
—¿Quién inició el incendio? ¡Dígamelo! ¿Es cierto que fue mi madre? —se quiebra, arrastrando su espalda por la pared hasta quedar sentada sobre el suelo.
En su abandono, Alma destapa la orfandad de quien no discierne las incoherencias de la vida. A su juicio, todo debería ordenarse con pulcra minuciosidad, como su padre medía la distancia entre las fotografías al colocarlas en los álbumes para que conservaran un centímetro entre sí o llevaba la cuenta de los mililitros de los principios de sus recetas. «No pudo ser mi madre», repite en una letanía. El eco del timbre del teléfono, al fondo, es el único elemento racional en esta mañana. Hasta la pedestre voz de Refugio parece sacada de un cuento de terror.
—Siga revolviendo si quiere, pero deje en paz a la bendita que está ahí dentro, porque ha sido de lo mejor en esta familia. La protegeré con mi integridad si fuera preciso. Ella solo se ha preocupado por los demás. Y, para colmo, lo único suyo se lo quitaron.
—¡No era suya! —grita Alma.
Cuando va a replicarle, Refugio descubre a Santa con el rostro lívido a un metro de ellas.
—¿Y tú qué haces ahí, estúpida?
—Discúlpeme, ha llamado un caballero preguntando por la señorita. He subido para avisar, pero como estaban ocupadas… he bajado y él…
—¿¿Y él, queeeé??
—¡Él tenía que colgar! Me encarga que le diga que es urgente que se vean. Le espera en… —Santa mira hacia el techo rogando al cielo no equivocarse en el encargo—… el «Camino de los Deseos».
Faltan pies para bajar las escaleras o sobran peldaños, porque Alma solo pretende acabar cuando antes este disparate, escapar de allí e ir al encuentro de Ismael. Sí, que él se encargue de que alguien empaque sus cosas. No piensa regresar a La Constante. La casa es un sarcófago de muertos vivientes aferrados a su agónico pasado.
Suerte que Matilde no habrá escatimado sus explicaciones, sin ajustarse al mensaje tranquilizador que ella le había recomendado; no, seguro que no se habrá ahorrado detalles y ahora él está decidido a tomar las decisiones que ella pospone en aras de una patética búsqueda.
Alma se monta en el Citroën y pisando a fondo el acelerador cruza las puertas con Eleggua vigilándola desde lo alto y asciende hasta el desvío de Providencia, dejando el coche junto a las verjas de entrada. No se trata de un acto reflejo, sino que necesita mirar lo que su madre contempló aquel 24 de diciembre cuando, contra toda lógica, se personó allí. El desapego de los últimos años se transforma en una mácula presente desde el principio, pues si el instinto maternal de Lucía era tan endeble como para desprenderse de su hija recién nacida para cometer una locura dejándola a su suerte aquella noche, qué podía esperarse de ella después.
—¿Es cierto lo que dicen de ti, madre? ¿Cómo has resistido una vida siendo responsable de la muerte de tu hermano?
Sobre los hierros de la puerta llora Alma lágrimas tan amargas que al caer tiñen la gravilla del color verdoso de la hiel.
Cruza la carretera movida por sus ganas de abrazarse a Ismael, un punto de luz convertido en cielo abierto. Nunca le escatimará ni le ocultará nada, ya que los amores sinceros no pueden tolerar mentiras.
En mitad del pinar pronuncia su nombre varias veces, pero piensa que aún no le habrá dado tiempo de llegar y decide descender hacia la cabaña. Alma remonta hacia el porche al llegar, comprueba que las ventanas y las puertas están cerradas, y sentada en la mecedora se despoja de la venda en el tobillo para confirmar que está inflamado. Pasado un rato largo de espera, decide hacerlo junto a la carretera.
Una vez arriba oye un chasquido de ramas cerca del acantilado.
—Ismael, ¿eres tú?
Nadie responde y se aproxima al límite del abismo. Mirándolo piensa que el mar ejerce en las personas una letárgica seducción parecida a la que provoca lo que no se llega a dominar ni a poseer. De esa manera debía concebir Fabián a Cécile.
Tras unos minutos absorta se da la vuelta y ya es incapaz de reaccionar. Ese hombre con una sonrisa absurda no puede ser real y sí una condena.
—Es irónico que nos cueste saludarnos con lo que antes nos costaba despedirnos. ¿No crees? —así suena la primera frase de Damián.