CAPÍTULO 5
«Todavía estoy a tiempo de creer en ti. De creer que aparecerás el día menos pensado, y lo harás sin mentirme. De creer que me quieres. De creer que me buscas».
Se ha puesto a escribir estas frases en su diario. Lo ha hecho varias veces, en un impulso, sin recapacitar. Sentada en el asiento de atrás del coche que conduce el malhumorado Mauro, a la vuelta de El Norte, y amparados bajo el cielo oscuro que pronostica un nuevo temporal.
—¿Aquí no deja de llover nunca? —inquiere, guardando el lápiz en su bolso. Se trata de un lamento más que de una pregunta.
—A veces.
—¿Cuándo es a veces?
Como parece su costumbre, la observa a través del retrovisor y ni despega los labios. Alma le entiende, e incluso se compadece de él, pues hoy se ha visto obligado a convertirse en una especie de tutor y saciar sus caprichos de forastera. Por suerte, la climatología les había dado una tregua, aunque Mauro ha encendido el coche a regañadientes y así ha seguido el resto de la jornada.
El sol invernal le ha alegrado al despertarse. Su tibieza caldeaba las lamas del suelo y espantaba las sombras de la noche anterior. Parece mentira que siendo una experta en fórmulas químicas se reconozca incapaz de tomar un barbitúrico para dormir, pero le aterra el modo en que carcomen la voluntad de quienes los consumen.
—¿Se encuentra usted bien? —se ha interesado Refugio, golpeando la puerta del dormitorio—. Son las diez y aún no ha bajado a desayunar.
—Estoy dándome un baño —ha gritado ella—. ¿Podría avisar a Mauro? Quiero ir a la aldea.
—Como usted desee. A mandar —masculló el ama de llaves por el pasillo.
Después Alma se ha embutido en una falda a cuadros y un jersey de lana. Ha almorzado huevos revueltos, queso y bizcocho recién horneado y, al subir las escaleras, ha comprobado que el retrato ya no estaba.
La Constante es una sucesión de casas de piedra con contraventanas de madera y patios cuajados de hortensias, escenificando un paisaje de cuento. No obstante, a pocos kilómetros de la aldea se arraciman un manojo de viviendas más humildes, en las cuales se ha fijado al salir del municipio por más que el conductor trataba de entretenerla a fin de que no se percatase de su existencia. Sus moradores no resultan bien recibidos en el pueblo, son apestados.
—Gente de mal vivir, a los que nadie quiere ver por aquí —aclara Mauro.
—¿Trabajan en la mina?
—No, solo vagabundean. Nadie va por allí, es muy peligroso.
—¿Se trata de delincuentes? Deberían informar a la guardia civil.
—La autoridad no tiene nada que ver en esto.
A partir de aquí el chófer se ha enrocado en el silencio.
En sus orígenes La Constante era una pedanía, como las vecinas, pero la cercanía de las minas de los Monteserín, así como la fábrica que creaba los objetos de oro y plata, la abocaron a crecer a mayor ritmo que las demás. Algo en ella congela los calendarios: las largas faldas de sus mujeres como hace décadas, la desconfianza con la que se escruta al forastero, las servidumbres de los ancianos, las reverencias de sus cabezas al cruzarse con ellos.
Alma ha pateado sus calles lánguidamente, degustando la libertad de respirar aire limpio y fresco. En el panteón familiar, sito en un apartado del cementerio, ha visitado las tumbas de la familia:
VENTURA MONTESERÍN SÁNCHEZ 1850-1916
ALMA EBERSBACH DISER 1851-1912
FABIÁN MONTESERÍN EBERSBACH 1879-1912
VENTURA MONTESERÍN EBERSBACH 1872-1918
BENIGNO MONTESERÍN EBERSBACH
Le sorprende la ausencia de fechas en la lápida de Ninu, pero lo achaca a una negligencia del marmolista, o incluso un olvido premeditado para no fustigarse en los días luctuosos. De lo que no se tiene presente, uno se resiente menos. En esa infausta lista faltaría su madre, pero sus restos reposan junto a los de su padre y abuelos en el cementerio de la Almudena en Madrid. Nunca hablaron de dónde querría ser enterrada. Parecía demasiado pronto. Siempre lo es.
Pertrechada con su abrigo, con el cual arropaba sus piernas al notarla tiritar en el hospital, sale del camposanto. Envuelta como una crisálida en su paño guardó aquella noche más de un papel en su bolsillo. Hoy se ha encontrado uno, por casualidad. Los daba por perdidos, y al reconocerlo, ha sufrido tal sacudida que si no hubiese estado en el coche se habría desmayado.
Alma lo ha arrugado en una bola, lanzándolo a través de la ventanilla. Lo ha visto caer en un charco hediondo y la casualidad la ha estremecido. En el pueblo ha logrado olvidarse de ello tanto como para sucumbir ante las frutas y verduras expuestas en capazos de mimbre en la puerta del colmado.
—Voy a comprar manzanas —ha advertido a Mauro.
—Hay en casa, ¿para qué quiere más?
Haciendo caso omiso de sus advertencias, ha elegido cuatro manzanas de sidra y unas nueces. La tendera no ha cesado de mirarla dilatando una sonrisa bobalicona y, al entregarle el cambio, no se ha reprimido.
—Su madre era… tan bella.
—¿La conoció? —preguntó Alma ansiosa—. Pero ¿entonces usted sabe quién soy yo?
—Aquí todo el mundo sabe quién es usted.
—¡Ya está bien, Reme! La señorita ha terminado y se tiene que ir. —Mauro ha zanjado la charla tomando las bolsas de papel e indicando la salida.
Una vez en el coche, en dirección hacia El Norte, Alma ha sacado el tema. No se había atrevido antes porque el debate hasta lograr que condujera a la capital de Malpaís resultó tedioso. Todavía planeaba su advertencia sobre los misteriosos arrabales de La Constante.
—¿Es cierto que en el pueblo saben quién soy? ¿Mi tía les ha avisado de que venía? —le movía la curiosidad.
—Su tía nunca habla con nadie que no deba.
—No es una respuesta, Mauro —insistió—. ¿Mi tía comentó con alguien mi telegrama o no?
—Le repito que su tía es una señora y no da tres cuartos al pregonero.
No merecía la pena sostener un diálogo de sordos y se ha afanado en trazar en su diario un rudimentario mapa que le ayudara a entender los límites geográficos de ese espacio donde todo comparte una misma denominación: factoría La Constante, minas La Constante, pueblo La Constante… la mansión. Sus campos. Las huertas.
Lo raro es que en algún momento ha dejado de forjar líneas y curvas y, sin saber bien cómo, ha arrancado a escribir las frases que trataba de olvidar.
Las mismas que se habían ahogado en el fango.
El resto del camino antes de llegar a la ciudad ha cerrado los ojos y a partir de aquí la cabeza ha sido una marmita en ebullición. De sus abuelos a su padre, de la farmacia a la universidad: su vida pasando por delante como en una moviola.
Menudo nombre más premonitorio. Los ultramarinos La Bomba que los abuelos promovieron hasta convertirlos en el comercio más frecuentado de Chamberí habrían de estallarles un día entre los dedos, pero qué iban a saber cuando abrazaron a su nieta Alma. Tan pequeña, tan rubia, tan sonriente. Un regalo que también les trajo de vuelta a su hijo y a su nuera Lucía.
—¿Dónde estaríais mejor que aquí? Instalaos en Madrid, en casa hay sitio de sobra —insistían e insistían hasta que lo consiguieron—. Nadie puede ser feliz en una tierra de nombre tan feo.
—Malpaís es el lugar más bello de España —replicaba Lucía molesta.
La pareja callaba para no contrariar a su nuera y tener cerca a su nieta, a quien malcriaron desde el principio. Tras la reforma, la tienda abandonó sus géneros y pasó a ser una farmacia, aunque heredó el nombre y su clientela, eso sí, extrañada de que una botica se denominara de aquel explosivo modo. Dentro de ella Carlos Gamboa, el brillante licenciado en ciencias químicas y farmacia, habría de ahogar sus ambiciones de alquimista.
En el trecho de calles que mediaban entre La Bomba y el número 17 de Alburquerque, donde vivían los abuelos, transcurrieron los primeros años de Alma. Extrovertida y sociable, imaginativa y curiosa, buscaba siempre la compañía de otros niños como si presintiera que algún día ser hija única de un padre hijo único y una madre sola le provocaría un vacío tan hondo que no hallaría modo de llenarlo.
El mes de julio de 1936, Alma había tramitado la matrícula para su primer curso en la universidad. Su madre la acompañó a cumplir con la burocracia, pero tras cotejar las pocas mujeres que rellenaban el papeleo de admisión en la facultad de farmacia, dio un paso atrás y presionó a su hija.
—¿De verdad no prefieres la Escuela Normal? Siempre te han gustado los niños.
—¡Mamá! Hemos hablado hasta la saciedad de esto. No quiero ser maestra, sino farmacéutica como papá.
—De sobra sabes lo esclavo que es.
—¿Acaso no lo es obligar a los alumnos a estudiar cuando sus padres analfabetos se ríen de ellos por perder el tiempo entre libros?
—Las ciencias no son para las mujeres.
—¡Valiente estupidez! —replicó malhumorada—. Te pareces a los abuelos, no digas esas cosas en alto. Me da vergüenza.
Hacía poco que se había cortado el pelo —las trenzas que acariciaba su padre— a la altura de la nuca y parecía otra. Lucía asumió su resolución y reconoció que ya no era su niña. La vio desenvolverse aireando las mangas de un traje blanco con motas rojas y no pudo menos que sentirse orgullosa del trabajo realizado en ella. Aunque no fuese una bachiller especialmente brillante, pues hipotecaba su esfuerzo en aprobar y el resto del tiempo leía y leía, su madurez la convertía en la universitaria idónea.
La Central era la gran universidad española. Alma registraba en su diario las personalidades con quienes podría toparse de ahora en adelante: los investigadores Ramón y Cajal o Gregorio Marañón, el patólogo Carlos Jiménez Díaz, el químico Antonio Madinaveitia… Por no aludir a mentes de letras como las de Pedro Salinas o Claudio Sánchez Albornoz.
Se había acostumbrado a leer sus nombres en los periódicos y le resultaba increíble participar de tantísima sabiduría. Por descontado que la prensa también relataba lo que había sucedido el 18 de julio, pero sus padres se esforzaron en quitar hierro al asunto. Al fin y al cabo, el país vivía desde hacía años en plena convulsión.
Durante el curso, la universidad se esforzó por aparentar normalidad, no sin dificultades. Su balance fue ambivalente: por un lado, Alma pronosticaba que la guerra agriaría sus anhelos y, en el opuesto, el ambiente universitario, sus primeros flirteos, sus tardes de cine club o en los cafés de moda sacaban lo mejor de ella misma. A pesar de los toques de queda, se confesaba optimista. Aunque los libros abandonaran las estanterías de las bibliotecas para tapiar sus ventanas o la artillería mutilara edificios enteros.
No obstante, el derrumbe era notable. Los obuses habían destrozado la Ciudad Universitaria y nadie aseguraba que sus aulas afrontaran un nuevo curso. Por entonces salía con un estudiante de medicina que, movido por la incertidumbre, decidió concluir la carrera en Valencia, de forma que su primera decepción sentimental llegó pareja al silbido de las balas en el paraninfo. También regresaron a sus ciudades sus amigas, hospedadas antes en la Residencia de Señoritas. Su espejismo empezaba a desleírse.
De nuevo le ceñía la sombra de la soledad.
Espíritus sensibles como el de su abuela no soportaban el asedio a Madrid. Ella sangraba por cada herida de la ciudad. Suyo era el desgarro de las familias rotas, suyas las obsesiones que la fueron minando como un cáncer galopante: el temor a ser asaltada o a que los suyos desaparecieran sin dejar rastro; y volvieron las inquietudes que se hubieron desatado cuando su único hijo se marchó a París a fraguarse un porvenir. Un mal día la abuela decidió no pisar la calle. Al siguiente no levantarse de la cama. Y al tercero, no abrir los ojos.
De nada sirvieron los ruegos de su esposo o las súplicas de Carlos, su hijo, ni de su nieta Alma. La abuela murió en agosto de 1937.
—Tu padre nos necesita más que nunca —masculló Lucía, y no hubo que explicar más.
Alma no se matriculó en segundo de carrera. Y cada mañana tomaba el tranvía junto a su progenitor para levantar entre los dos el cierre de la farmacia.
Tocaba madurar desde el otro lado del mostrador. Fusionarse con su padre. Absorber tanto sus competencias como esa maña para evangelizar a su «parroquia» con la palabra idónea, igual que un confesor proveyendo remedios para el alma o placebos que confortaran el cuerpo, porque las restricciones habían vaciado la rebotica de medicamentos.
Cada vez que se da de bruces con un letrero así se estremece. Siempre pasa igual: ve el rótulo e inicia su inventario emocional. Ha vuelto a sucederle cuando Mauro, tras conducir desganado a través de las arterias de El Norte, ha confluido en una travesía empedrada por la cual no ha podido avanzar.
—¿Quiere bajarse un rato? —le ha invitado—. Al final de la calle tiene la plaza Mayor. Es bonita y hay tiendas.
—Claro.
Alma ha abandonado el coche aturdida. Llevaba todo el recorrido tratando de entender la idiosincrasia de la ciudad curioseando por el cristal y se ha mareado. Nada más pisar el asfalto, un frío húmedo traspasa el paño del abrigo y presiente que está a punto de llover. O de llevarse un sobresalto.
Lo ha sufrido nada más adentrarse en el trayecto peatonal donde se levanta la decadente fachada de una farmacia. Antiflogistina-Cataplasma, crema de uso tópico recomendada en casos de inflamación articular, pleuresía y quemaduras. Brom-Nervacit, píldoras de bromuro contra el estreñimiento. Benerva-fortissime, aconsejada en el déficit de vitamina B; neuralgia, ciática y desórdenes circulatorios. «Debe tener cuidado, señor, pues puede causar shock si se administra muy rápidamente». Parece oírse recitando ese escaparate repleto de fármacos ante una audiencia de clientes quejumbrosos a los que solo tonifica su competencia. Tamizar, centrifugar, filtrar, destilar, emulsionar, amasar, disolver, solidificar. Rutinas que empieza a echar de menos. De repente capta su atención una caja azul con letras rojas: Eucodal. ¡Malditas ampollas!
«A nadie suministraré ninguna droga mortífera, por más que esta me fuera pedida, ni daré consejo que pueda acarrear la muerte». A veces el juramento hipocrático le parece un calvario.
Una ráfaga de viento arranca el lazo con el que recoge su cabello. Qué raro, segundos antes no se movía ni un visillo. Alma sale en pos de la cinta y abandona la farmacia.
Pero no se trata de una ventisca, sino del aliento de su padre, que ha regresado un instante para amortiguar su rabia y escoltarla en el paseo. Ha agitado su pelo como cuando era niña.
Su padre nunca la ha abandonado. No ha dejado de tutelarla: primero en sus estudios, después en su trabajo. Él, desde donde se encontrara, enviaba a sus colegas, cada vez que su hija necesitaba auxilio a la hora de desentrañar un dilema, o a quienes abastecían la botica cuando nadie conseguía medicamentos en la capital. Su espíritu logró ablandar la cerrazón de Lucía, consintiendo que en 1941 Alma volviera a matricularse en la universidad tras años de negativas. De algún modo ella sabe que su presencia la apuntala en las dificultades.
Resulta bastante irracional que la perciba más fuerte que la de su madre, y eso la perturba, teniendo en cuenta que entre sus muertes median siete años y del fallecimiento de Lucía aún no se ha cumplido el primer aniversario. Pero el saldo de esos meses mano a mano fue tan hondo que no hay erosión que lo merme.
—Tienes que interiorizar las medidas, hasta que llegue el día en que dejarás de traducirlas al sistema métrico decimal —aconsejaba en sus lecciones—. La onza, la libra, el microgramo… No es lo mismo un escrúpulo que un dracma. Una ligerísima variación en la dosis desencadenaría un daño de dimensiones incalculables. Incluso la muerte. Serás responsable de la vida, Alma, como el sacerdote lo es del espíritu.
Ambos empeñaban horas en la rebotica cada vez que colgaban el letrero de «cerrado» en la puerta. En aquel santuario su padre le revelaba los secretos de la nigromancia farmacéutica, velando por sus instrumentos y aparejos —pipetas Pasteur, matraces, agitadores, gradillas, vasos de precipitados…— como piezas de un antiquísimo oráculo que estuviera a punto de legarle. Fórmulas magistrales. Aceites esenciales. La liturgia de la salud condensada en un supositorio. La vanidad del padre-maestro adoctrinando a su avezada hija-alumna.
—¿Qué es granular, Alma? ¿Cuáles son los procesos elementales en los cuales no tienen lugar transformaciones en la naturaleza química de las sustancias?
—Separar, unir, dar forma y transmitir calor. Granular es «juntar sustancias finamente divididas mediante presión o impregnándolas con un líquido o aglutinante» —respondía de carrerilla.
—¿Y cuántos gramos de ungüento al cinco por ciento se pueden preparar con cinco gramos de componente activo?
—¡Padre!
Ungidos por la asepsia de sus batas blancas, que entregaban a su madre al volver a casa, no necesitaban a más salvadores del mundo. Ellos dos se bastaban. Incluso cuando lejos de los parapetos de la rebotica, Madrid rezumara olor a muerte.
—¿Qué habéis hecho hoy? —preguntaba Lucía.
—Despachar recetas —aclaraba sucintamente su marido.
Y su madre se lamentaba en silencio de ser excluida de ese contubernio que sostenían las dos personas que más quería. Cómo no encelarse de la pasión con que se adoraban, temiendo que solo la necesitasen para lavar la suciedad de la botica. Espoleada por este miedo revivía, en ocasiones, un dolor antiguo, irracional y vengativo, que deseaba muy lejos porque remitía a lo peor de su carácter.
No debía aventarlo. Estaba confinado en una parte de ella que arrastraba como un sortilegio al que nunca entierras.